La lengua que nunca termina
25 noviembre, 2014
Sergio Ramírez
– Discurso pronunciado el 1 de diciembre del 2014, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, con motivo de la celebración del Tricentenario de la Real Academia Española.
En América quedamos esperando a Cervantes. Habría venido, si Felipe II atiende su petición del 21 de mayo de 1590 “de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres a cuatro que al presente están vacantes que es uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la Provincia de Soconusco en Guatemala, contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de la Paz”. Pero la corona le puso oídos sordos.
El cargo que pedía en Soconusco era el más humilde y desprovisto de todos; pero ni en ése tuvo fortuna, y se le respondió que mejor buscara una posición por aquellos mismos lados, los de la Mancha, que, de todos modos, llegaría a ser un territorio común de la lengua de aquí y de allá, como dejó dicho Carlos Fuentes.
De haberse escrito El Quijote en América, habría campeado en sus páginas la añoranza de Cervantes por la tierra lejana de Castilla, como campeó el recuerdo de la tierra centroamericana para Rafael Landívar en la Rusticatio Mexicana, escrita en su exilio de Bolonia. Aunque, por qué no, imaginemos también al hidalgo manchego cabalgando por los páramos de la cordillera oriental de los Andes, o por la planicie costera de Chiapas, o haciendo estaciones en el ardiente litoral del Caribe cartagenero, o subiendo las alturas del altiplano andino, en el techo americano del mundo, como subió por las estribaciones de la Sierra Morena en busca de la cueva de Montesinos.
Sí vino a nosotros el inquieto y astuto don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, criatura de don Francisco de Quevedo en la Historia de la vida del Buscón, que se pasó a las Indias con la Grajales a ver si mudando mundo y tierra mejoraría su suerte; “Y fueme peor, como v.m. verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”, declara, y promete explicarlo en esa segunda parte que ya nunca se escribió, y por tanto no sabremos en qué tierras de estas tuvo su morada.
Y se quedó el propio Quevedo en América, como personaje popular, procaz y deslenguado, el de las respuestas siempre certeras, ingeniosas y de doble sentido, suelto en consejas y cuentos de camino, ese espacio anónimo donde se han urdido tanto hilos del tejido de nuestra lengua.
Pícaros y buscones trasplantados por la lengua, no en balde Mulata de tal, la novela de Miguel Ángel Asturias, empieza con la entrada de Celestino Yumí a la iglesia de San Martín Chile Verde, en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos; y entra a la iglesia con la bragueta abierta, porque así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos, sin duda hermano del diablo Cojuelo, que levantaba los techos de Madrid para exponer delante de don Cleofás los lances y liviandades que ocurrían en los aposentos, un teatro “donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura…»
Hay un cuento de Rubén Darío que tiene por título unas iniciales emblemáticas, D.Q. El personaje es el abanderado de las tropas españolas que esperan la última de sus batallas en Santiago de Cuba en 1898, al final de la guerra contra Estados Unidos, un enjuto manchego, ya maduro en edad, de poco hablar, triste, y apartado. Cuando llega la hora de rendir las armas, y para él la de entregar la bandera, se vio, dice Rubén, “una cosa que puso en todos el espanto glorioso de una inesperada maravilla. Aquel hombre extraño, que miraba profundamente con una mirada de siglos, con su bandera amarilla y roja, dándonos una mirada de la más amarga despedida, sin que nadie se atreviese a tocarle, fuese paso a paso al abismo y se arrojó en él. Todavía de lo negro del precipicio devolvieron las rocas un ruido metálico, como el de una armadura….”
Al despeñarse, don Quijote, que encarna al viejo ideal castellano en su armadura, vive, revive, sobrevive, se queda entre nosotros, y así lo vio Rubén, que escribió este cuento en 1899, al año siguiente de aquella derrota que trastocaría a España, empobrecida y sombría, ya sin colonias.
No vino al fin Cervantes, pero nos heredó una lengua en estado de perpetua invención. ¿Cuántas lenguas hablamos, cuántas lenguas tenemos? Una sola y diversa, y abundante.
Oigan esos ecos cantarines, esas parrafadas que terminan atropellando en un solo sostenido las palabras mutiladas. Son los mismos dejes, los mismos acentos que oímos en Caracas y oiremos en Barranquilla, en Maracaibo, y que seguiremos oyendo en Veracruz, en Panamá, en Santo Domingo, en La Habana, en San Juan, en Managua, una sílaba comida de más, quizás, una entonación risueña, un registro más alto, una muletilla esplendorosa, tan sólo como leves distinciones de un mismo cantar en el que suenan, a lo lejos, los tambores africanos que los esclavos escuchaban en lo hondo de sus sueños, hacinados en los barcos que los traían desde Guinea y desde el Congo.
Hablamos cantando, hablamos cantado. Pregones de fruteras, pregones de cerrajeros, pregones de lotería. Encendidas conversaciones de cantina entre parroquianos que hablan a gritos y parece que van a sacar el cuchillo pero sólo se lamentan de amores perdidos. Palabras desoladas que desembocan en las letras de los tangos y los boleros donde solloza la poesía callejera.
Historias cantadas, historias contadas. El sonsonete del ballenato cuando salga de parranda no me acuerdo de la muerte se revuelve en ecos desde Río Hacha, costa adentro hacia Jalisco, donde otra voz melancólica responde en un corrido, murmullos bajo tierra de las voces de los muertos de Juan Rulfo, no vale nada la vida, la vida no vale nada; voces de los timbales de las cumbiambas que suenan hasta el amanecer en las bocas del Magdalena, o los sones de una guaracha que traen los vientos del Jibao en la Dominicana.
Somos hijos de la exageración que no podemos expresar sino en palabras. Hijos también de revoluciones, como yo lo soy, que son otra forma de la exageración. Cataclismos que cambian para siempre el paisaje y luego vuelven a la nada, pero antes convierten en codiciosos a quienes una vez estuvieron dispuestos a sacrificarlo todo, tal la maldición de aquel Víctor Huges, revolucionario intransigente que después llegó a empuñar el fuete del amo en la páginas de El siglo de las luces de Alejo Carpentier. No hay mito que se nos escape ni invención que no tenga entre nosotros sus raíces alucinógenas. Incubamos las mejores ideas redentoras y también los sueños más perversos.
Dice V.S. Naipul en La pérdida del Dorado que los conquistadores no venían preparados para el asombro, porque en sus cabezas había ya fantasías demasiado persistentes. Son las fantasías que habría de heredar Henri Cristopher, cocinero de fonda convertido luego en rey de Haití, quien mientras saca del agua hirviente un capón para desplumarlo, piensa en la opresión como esclavo, e imagina el poder como caudillo. Imagina con delirio.
“Para empezar”, dice Carpentier, “la sensación de los maravilloso presupone una fe”. Y lo maravilloso comienza a serlo de verdad cuando surge de una alteración de la realidad. América no se hubiera valido a sí mismo sin exageraciones, como aquellas de que harán gala en sus cartas de relación los capitanes de la conquista.
No era la modernidad la que trajeron consigo, sino el pasado represado que se resolvía en oscuridad de sacristías, supersticiones, brutalidad patriarcal. Es lo que heredamos. Un mundo nuevo que iba a moldearse a semejanza de otro que se volvía ya caduco, pero lleno de los engendros de la imaginación que fulguraban en esa oscuridad. Los exagerados y arbitrarios engendros de los libros de caballería que Cervantes no tardaría en someter al juicio de la risa, volviéndolos risibles.
En nuestras tierras se sufren fiebres que derriten la imaginación, como lo probaron los conquistadores. El Dorado, hacia el sur, en tierras de Macondo, ciudades pavimentas de oro macizo, cúpulas y almenares de oro, árboles que daban frutos de oro, el viento que llevaba en el aire polvillo de oro como si fuera arena.
Pero por causa de esos sueños fueron comidos por la fiebre y por las fieras, y tragados por los torrentes. El cadáver de Hernando de Soto, atado a un tronco, fue echado por sus hombres a las aguas del río Mississipi, y allí terminó su búsqueda de la fuente de la eterna juventud. La imaginación cuenta una a una sus víctimas como tras una batalla.
No somos sólo un espacio geográfico. También somos una confluencia de visiones y obsesiones. Una tierra bárbara. En el Caribe llamamos bárbaro a todo lo que es muy bueno, increíblemente bueno, muy bello. Una mujer bárbara. Un crepúsculo bárbaro. No en balde en América el péndulo se ha movido siempre entre civilización y barbarie, desde Domingo Faustino Sarmiento a Rómulo Gallegos.
Un territorio del mito que nunca deja de crecer. En Aracataca, el coronel Nicolás Marquez lleva a su nieto a conocer el hielo, tal como el Coronel Félix Ramírez Madregil lleva décadas atrás a Rubén Darío, su hijo adoptivo, a conocer el hielo, y las manzanas de California, y los cuentos pintados, y el champaña de Francia.
Una misma tramoya, imágenes del mismo juego de espejos. La misma caja de música. “Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas, y galopas”, le dice el Rey Burgués al filósofo en el cuento de Rubén Darío.
¿Y cómo era esa caja de música? Carpentier lo explica: “unas mariposas doradas, montadas en martinetes, tocaban valses y redowas en una especie de salterio”, y al lado “había retratos de monjas profesas coronadas de flores” y una “Santa de Lima, saliendo del cáliz de una rosa en un alborotoso revuelo de querubines”, que “compartía una pared con escenas de tauromaquia”.
La Florida, El Dorado. Norte y sur del arco que pulsa la brisa y que se tiende por el golfo de México. Veracruz de Carlos Fuentes y Agustín Lara. El arco que pasa sobre el lomo de Centroamérica alisando su pelambre, Castilla del Oro y la Nueva Andalucía, de vuelta al friso donde el caimán se está yendo siempre, otra vez, para Barranquilla.
Una gran cocina de razas, música, palabras y ritos. Un caldo barroco que hierve y no reposa. La cucharada de prueba en busca de sazón le toca a José Lezama Lima, según escribe Paradiso: «La brisa tenía algo de sombra, la sombra de hoja, la hoja mordida en sus bordes por la iguana columpiaba de nuevo a la noche».
Azoteas donde flamea la ropa tendida, y las voces de soprano de las mujeres que se cruzan de una a otra ventana. Las oímos hablar, crear las palabras, imaginar un mundo verbal que será el nuestro, asomadas a los balcones decrépitos llenos de tiestos de flores, como los que nunca dejó de ver Eliseo Diego en La Habana, «los balcones, de fragantes barandas de hierro, como flores extrañas, secas entre páginas…”.
Somos barrocos porque abundamos en palabras. Y, siempre otra vez, la vieja pregunta acerca de la realidad y la imaginación. Tanto Carpentier como Asturias nacieron en un mundo barroco, que daba sustento a lo real maravilloso, y lo real maravilloso dio sustento luego al realismo mágico de García Márquez. Todo, resultado de esa convivencia inverosímil, del mundo rural, antiguo, anacrónico, con las pretensiones de mundo moderno que fracasa siempre bajo el peso del caudillo. La supervivencia de aquel mundo viejo, al que nunca se come la polilla, produce el asombro. El desajuste es lo maravilloso, y es real maravilloso, porque es real. Mágico vendrá a ser todo lo demás.
De Cervantes aprendimos que la realidad tiene en la literatura una presencia insoslayable y que nunca podremos huir de ella. A medida que don Quijote se acerca a Barcelona, que será el final de su camino, los escenarios se van poblando de seres reales, contemporáneos de la novela, y el bandido de invención Jinés de Pasamonte será sustituido por Roque Guinart, un bandido de carne y hueso, cuyas hazañas andaban de boca en boca entre la gente, y que pertenecía a la crónica roja de entonces.
Caudillos enlutados antes, en la soledad de los palacios presidenciales, caudillos como magos de feria hoy, que prometen remedio para todos los males mientras sus fortunas personales crecen como una espuma sanguinolenta. Y los caudillos del narcotráfico vestidos como reyes de baraja, y el exilio hacia la frontera de Estados Unidos impuesto por la marginación y la miseria, y el tren de la muerte con su eterno silbido de bestia herida, y la corrupción que el cuerpo social exuda por todos sus poros, y la violencia como la funesta de nuestra deidades, adorada en los altares de la Santa Muerte. Las fosas clandestinas que se siguen abriendo, los basureros convertidos en cementerios.
Es de lo que los escritores nos ocupamos. Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la novela. Y lo que calla o mal escribe la historia, lo dirá la imaginación, espejo de múltiples reflejos de la realidad.
Porque somos testigos de cargo. Es nuestro oficio.
Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.