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Homenaje a Gabriel García Márquez. Gabo en cinco estancias

1 junio, 2014

Debe ser el mes de junio de 1997. En esa mañana del valle de México nublada ya de gases tóxicos, cuando los vehículos se desbocan de ida y vuelta por los vericuetos de las autopistas, bajo apresuradamente frente a las puertas del Sanborns de Perisur, porque traigo ya cinco minutos de retraso, y tras buscar ávidamente descubro por fin a Gabo…


1.

Debe ser el mes de junio de 1997. En esa mañana del valle de México nublada ya de gases tóxicos, cuando los vehículos se desbocan de ida y vuelta por los vericuetos de las autopistas, bajo apresuradamente frente a las puertas del Sanborns de Perisur, porque traigo ya cinco minutos de retraso, y tras buscar ávidamente descubro por fin a Gabo que como un personaje de Dashiell Hammett, o el de una película de espionaje, revisa con disimulo una revista, muy cerca de la entrada, pero apenas me ve abandona su aire de conspirador y viene hacia mí con su corto paso militar que tiene también algo del desenfado de una cadencia de cumbia, sacando pecho, la sonrisa abriéndose bajo el bigote entrecano, me toma por el brazo con los dedos que aprietan como una tenaza, y me conduce hacia el restaurante entre la gente que por milagro no lo descubre.

Nos habíamos citado la noche antes al final de la cena en su casa del Pedregal de San Ángel a desayunar aquí, “tú y yo tenemos que hablar todavía”, me dijo, una conversación siempre pendiente que nunca es suficiente, y cuando nos sentamos a la mesa junto a la baranda de fierro, y la muchacha disfrazada de tehuana de Diego Rivera trae los grandes menús recubiertos de plástico, debo aceptar, condolido, que cinco minutos es un retraso demasiado prolongado para alguien que como él se atiene a la más rigurosa puntualidad, tan ajena a las informalidades y los desenfados del ardiente trópico de donde ambos venimos.

Nos hemos citado para seguir hablando de literatura, y para intercambiar noticias sobre libros recién leídos, o autores recién descubiertos, que anotamos meticulosamente, él en una pequeña libreta, yo en el revés de una tarjeta de visita. E.G. Sebald y Los anillos de Saturno, Esperando a los bárbaros de Coetzee, y como no agotamos lo que tenemos que decirnos durante ese interminable y copioso desayuno mexicano, va a dejarme en su carro a la casa de José Luis y Elisita Balcárcel en el pueblo de Tlalpan, donde siempre me quedo, y por seguir conversando nos perdemos, seguimos por todo Insurgentes hasta casi la salida a Cuernavaca, al pie del Ajusco, y ya casi nos está dando el mediodía sin parar de hablar, un extravío dichoso porque a lo mejor nos importa poco encontrar el camino correcto.

2.

De política tratamos casi siempre nada, y menos aún de la revolución naufragada de Nicaragua. Ya había pasado el tiempo en que hablábamos de ese tema sin cesar, desde la vez que nos conocimos en Bogotá, en agosto de 1977, cuando llegué a buscar su ayuda en la conspiración para botar a Somoza, y me recibió esa vez en los estudios de la RTI, donde se rodaba para entonces la serie basada en La mala hora, en una oficina llena de monitores y casetes de cintas de tres cuartos de pulgada, sin que resultara ningún esfuerzo convencerlo de que el triunfo de la revolución sandinista se hallaba a las puertas, pues la ofensiva que se preparaba contra la Guardia Nacional sería indetenible, y lo que necesitábamos de él era que fuera a Caracas a plantearle al presidente Carlos Andrés Pérez el reconocimiento del nuevo gobierno que presidiría Felipe Mántica, dueño de una cadena de supermercados en Managua, apenas pusiéramos pie en tierra nicaragüense, pues todos los miembros de ese gobierno secreto vivíamos asilados en Costa Rica.

Fue cumplidamente a Caracas, le contó aquella historia inverosímil al presidente, quien la creyó, y si no triunfamos entonces de todos modos no faltaría mucho, pues las fuerzas guerrilleras entraron en Managua el 19 de julio de 1979, menos de dos años después. Vino al poco tiempo a Managua, y se quedó un buen tiempo con Mercedes en nuestra casa, aquella casa sombreada por enormes chilamates donde ya no vivimos, y que ahora ocupa un empresario taiwanés. Hoy, tras tanta agua corrida debajo del puente, y lejos ya yo de aquella revolución pervertida por la codicia, su único comentario casual sobre el tema es lacónico, y certero como una pedrada: “a mí, me estafaron”.

3.

Frente a los chilaquiles verdes y rojos, hemos empezado hablando de Yasunari Kawabata, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1968. Es Gabo quien me había hablado en una de mis visitas anteriores a México de Las bellas durmientes, y que sólo encontré tras una larga búsqueda en la Librería Gandhi. Leí el libro en el avión, de regreso a Managua, y lo dejé olvidado en el asiento, por uno de esos imperdonables azares del destino, pero el destino mismo me compensó luego cuando la siguiente vez, Gabo me regaló uno de los dos ejemplares de la rara edición francesa que recién había recibido, publicada por Albin Michel con ilustraciones y fotografías de Frédéric Clément.

La historia que cuenta Kawabata no necesita durar muchas páginas: clientes ya viejos acuden a una casa de citas donde habrán de encontrarse en el silencio de los aposentos con muchachas desnudas, y narcotizadas, a las que está prohibido despertar. Pueden pasar la noche en el lecho al lado de las bellas durmientes, pero no pueden tocarlas. Uno de esos ancianos visitantes de la casa va a encontrarse, entre el espanto y el delirio, frente al muro final de su vida, imposible de abrir, como símbolo de la decrepitud y de todo lo perdido para siempre. Después, en mi exploración de Kawabata, habré de hallarme también con Belleza y tristeza, y La bailarina de Izu, las dos historias de amores trágicos que me recordaron mucho la fatalidad irreparable que acude a las novelas de Somerset Maugham, como en The painted veil, o a las de Vladimir Nabokov, como en Laughter in the dark, donde la muerte sobreviene como remedio de la pasión extraviada. Todo esto, con lo que Gabo se muestra de acuerdo, lo tramitamos por el teléfono, del que sólo se sirve para asuntos importantes: un libro que vale la pena, una conspiración a favor de alguien.

Fascinado como sigue por la historia de Las bellas durmientes, me habla de la idea de emprender un remake, y con afán de detective se ha puesto ya sobre las pistas literarias que le ayuden a desentrañar la factura del libro y sus entretelones misteriosos; de ello habrá de quedar constancia en un cruce de cartas suyo con el otro Premio Nobel japonés Kenzaburo Oé, galardonado en 1994, documentado en la revista Nexos de México. Pero dejó ese proyecto, por el momento, y se decidió mejor por sus memorias, para luego retomarlo en Memoria de mis putas tristes, la novela publicada en 2004, que sería ya la última suya.

El primer capítulo del primer tomo de Vivir para contarlo, inédito para entonces, se lo oí leer en 1998 en un salón tan abarrotado que debieron colocar pantallas de video en los corredores y en el patio del palacio de San Ildefonso, en el antiguo cuadro de la ciudad de México, al clausurarse el encuentro Geografía de la Novela organizado por Carlos Fuentes bajo el patrocinio del Colegio Nacional. Todos los invitados, entre los que se hallaban Coetzee, José Saramago, Edna O´Brien, Susan Sontag, Juan Goytisolo, habíamos hecho reflexiones sobre el oficio de escribir. Como siempre, Gabo prefirió leer de lo suyo. Así lo hizo también, años atrás, en su participación en el Coloquio de Invierno en la Universidad Autónoma de México, cuando estrenó Tu rastro de sangre sobre la nieve, uno de sus Doce cuentos peregrinos.

Siguiendo esa lectura acerca del regreso a Aracataca en compañía de su madre Luisa Márquez, que va allá a vender una casa, la casa, la única en el mundo, la vieja casa de los abuelos, descubrí de nuevo que toda escritura es siempre un retorno al origen, la vuelta remorosa e insistente de la memoria a su punto de partida, porque “nada llega a perderse, la memoria acumula tesoros, secretos que crecen entre la oscuridad y el polvo”, según las palabras de Nabokov; que ese capítulo primero descorre los cerrojos que guardan los aposentos clausurados de Cien años de soledad y todos sus relatos anteriores al año de gracia de 1967, porque “el fin de toda nuestra búsqueda será volver al lugar donde comenzamos”, según la sentencia de T.S. Elliot en Four Quartets.

Es lo mismo. Es lo mismo la literatura que la vida, los recuerdos que la imaginación, un espejo nublado de cara a otro lleno de la luz de la tarde frente a la vieja estación del ferrocarril bananero en Aracataca, toda una tramoya armada por el viento sólo para que la madre pueda exclamar: “¡Dios mío!” al ver tanta desolación y ruina, y para que así puedan ella y el hijo conjurar el olvido.

4.

Gabo tiene un ego cordial y generoso, a veces reservado, otras veces caprichoso. Hay personas que le gustan y otras que no, y eso lo hace establecer distancias. Y situaciones en las que tampoco le parece bien verse comprometido. Una vez, en los años ochenta, se discutía un viaje a Nueva York para hacer lobby por la causa de Nicaragua delante de los medios de comunicación, en medio de la guerra que alentaba la administración Reagan. Estaban presentes en la reunión Gabo y Cortázar, y la idea es que los dos encabezaran esa delegación.

Julio se encogió de hombres y dijo que sí, claro, por supuesto, en cualquier momento, de manera muy natural, pero Gabo frunció el ceño, no era cosa de salir al día siguiente, debía ser algo muy bien planeado, con quién y dónde se iban a reunir, no había cosa peor que la improvisación que llevaba siempre al fracaso, eso de subir por unas escaleras oscuras y enclenques para encontrarse en una oficina mugre con una viejecita que editaba una revista muy militante pero clandestina, para eso a él no lo conseguían.

El aura de la fama no lo aleja de los desconocidos, sino que lo vuelve cordial y expansivo con todos los que se le acercan en busca de un autógrafo, de una fotografía juntos. Siempre he pensado que en la literatura latinoamericana sólo ha habido tres superestrellas, que desbordan los cánones de la literatura para pasar al amplio y fragoroso dominio de la cultura de masas, igual que los artistas de cine, los futbolistas y los boxeadores.

Vamos por partes. Apenas se sabía en La Habana o en Montevideo que acababa de atracar el buque que traía a Rubén, el muelle se llenaba de admiradores que esperaban ansiosos hasta que se asomaba por la barandilla y entonces estallaban los vítores, volaban las flores de manos de las damas y damitas, y los sombreros soltados al aire por los caballeros. Cómo se regaba la noticia es algo que ignoro, lejos de cualquier favor mediático pues ni radio había entonces. Lo mismo le pasó cuando llegó a Veracruz en mayo de 1910 y no lo dejaron bajar del barco porque el gobierno del general Zelaya al que representaría en las celebraciones del centenario la independencia, había sido derrocado, y el general Porfirio Díaz no quería problemas con los yanquis, patrocinadores del derrocamiento. El mismo Rubén lo cuenta en su autobiografía: “Entretanto, una gran muchedumbre de veracruzanos, en la bahía, en barcos empavesados y por las calles de la población, daban vivas a Rubén Darío y a Nicaragua, y mueras a los Estados Unidos…”. No lo dejaron las autoridades militares ir más allá de Xalapa, adonde viajó en tren, y allí otra vez fue agasajado: “las niñas criollas e indígenas, regaban flores y decían ingenuas y compensadoras salutaciones. Hubo vítores y músicas. La municipalidad dio mi nombre a la mejor calle…”

Otro es Pablo Neruda, que arrulló a varias generaciones de enamorados que lo perseguían en aeropuertos, lobbies de hoteles, teatros y restaurantes con ejemplares de los Veinte poemas de amor en mano para obtener su firma. Lo vi una vez en 1970 cuando llegó a pronunciar un discurso en el Congreso Latinoamericano de Escritores que se celebraba en un balneario cercano a Caracas, llegaba, no llegaba, el rumor se agitaba entre los concurrentes, se sabía que ya estaba en el país porque el barco que lo traía ya había atracado en la Guaira, era fama que no viajaba en aviones sino en barco, y por fin un mediodía el alboroto, Neruda entraba a la sala de plenarios entre un relampagueo de flashes seguido por una nutrida comitiva, del brazo de Miguel Otero Silva, habló, un discurso nerudiano sobre los dolores de América, y así como vino se fue, entre flashes, y aplausos, y los últimos de la comitiva corriendo para no quedarse rezagados.

Y Gabo, que cierra este trío. Cuentan que en vísperas de alumbrar las alboradas del modernismo dariano a fines del siglo diecinueve, se usaba en España coronar con lauros de utilería a las viejas glorias literarias que se desvanecían ya en la ancianidad. Entre ellas se hallaba don Gaspar Núñez de Arce, a quien habían ya sentenciado para subir al cadalso de uno de esos fastos con marchas marciales y racimos de discursos, a celebrarse en Sevilla. Un amigo, tan viejo como él, que veía aquello más bien como una afrenta, preguntó a don Gaspar si todo era cierto, y si iba a dejar que lo coronaran, es decir, que lo convirtieran en vida en estatua con la cabeza ceñida de lauros, o mirtos, o acantos, pues hojas de cualesquiera de esas, debidamente trenzadas, sirven para tales propósitos. “¡Si yo no me dejo, pero de todas maneras me coronan!” habría respondido, impotente y quejumbroso, el provecto don Gaspar.

En el 2007 presencié en Cartagena de Indias una coronación en vivo y a todo color, tres mil personas en la sala mayor del Centro de Convenciones, y millones frente a las pantallas de televisión, la coronación de Gabriel García Márquez, Gabo, o Gabito, como le dicen en las calles los vendedores de lotería, de abalorios para turistas y de dulce de coco, y los músicos de los conjuntos ambulantes que al no más vislumbrarlo arrancan a tocar La Diosa Coronada, el vallenato de Leandro Díaz que sirve de epígrafe a El amor en los tiempos de cólera.

Las fiestas terminaron un jueves, y el sábado, en la penumbra sosegada de su estudio con un ventanal velado por celosías detrás de los que bate el mar del Caribe, al lado de las murallas, le he dicho entre risas correspondidas que comparte Héctor Aguilar Camín, que en esta coronación sólo ha faltado el Papa, quien, como bien se recuerda, estuvo presente en los funerales de la Mama Grande. “El otro hubiera venido”, me respondió, refiriéndose a Juan Pablo II, pues ya estábamos en tiempos del reinado de Benedicto XVI. Y es que hubo reyes en la ceremonia, don Juan Carlos y doña Sofía, presidentes, ex-presidentes, decenas de académicos, ministros, embajadores.

En esta penumbra amable de su estudio, donde dominan en los estantes los tomos de una colección de clásicos castellanos, Héctor ha ido a sacar un ejemplar de las poesías de Lope de Vega sólo para dar fe de la fidelidad con que Gabo recita de memoria “¿qué tengo yo que mi amistad procuras…?”, o darle el pie con el primer verso de cualquier otro soneto para que siga.

Sonetos y letras de boleros y ballenatos despiertos con el mismo ardor en su memoria, entrecierra los ojos para recordar mejor, recostado en el sofá forrado de tela blanca, a sus espaldas, calle de por medio, el convento de las monjas teresianas, las enterradas vivas, ahora un hotel de turistas, en uno de cuyos patios fue sepultada Sierva María, personaje de El amor y otros demonios. Escucha el rumor de la gloria como el zumbido de un coro de abejas, las abejas de Píndaro que también cercaron la cabeza de Darío, un coro que le divierte, pero no le inquieta, al punto que no lo vuelve nunca tema de conversación, y callarlo frente a él es un asunto de obligado pudor.

Su gloria mansa tiene una regla de oro y es no negarse a firmar nunca un ejemplar de un libro suyo, o de otro, pero tienen que ser un libro, nunca una libreta, un papel cualquiera, o una servilleta. A veces, en la equívoca tranquilidad de un restaurante donde todo parece discurrir en paz alrededor de la mesa, comienzan a aparecer como por conjuro los lectores, sobre todo lectoras, armadas de libros de los que han vaciado la librería más cercana, o que han ido a buscar hasta sus casas, y ahora, además, vienen con cámaras digitales, y entonces pone su firma, simplemente Gabo, con el dibujo de una flor de largo tallo al lado de la dedicatoria.

Una noche, cenando en un restaurante italiano cercano a Insurgentes, una pareja de jóvenes que parecían recién casados, aturdidos de emoción, se acercaron a pedirle que les pusiera el autógrafo en una hoja de papel y Gabo se negó, yo sólo firmo libros, cualquier libro, aunque no sea mío, dijo, fiel a su regla, y ellos, ay, maestro, tenemos todos los suyos en casa. Pues vayan a traerlos, aquí los espero. Vivimos lejos. No importa, los espero el tiempo que sea. No volverán, dije yo, vuelven, dijo Gabo, y más de una hora después, ya pasados los postres, ya los camareros bostezando con sueño, estaban de regreso cargando cada uno una pila de libros, felices, y Gabo saco entonces su pluma, y los firmó todos, meticulosamente, sin faltar la consabida flor.

Es lo que pasó un viernes mientras cenábamos en el restaurante La Victrola de Cartagena, que surgieron decena de libros de la nada. Pero, además, al salir, un conjunto de vallenato esperaba, al acecho, en la calle. Rompió a tocar el acordeón al aparecer por la puerta la cabeza coronada de Gabo. Todos los esplendores del vallenato La Diosa Coronada en el aire de la medianoche, mientras la calle se iba llenando de gente. Un novelista coronado, una diosa coronada.

5.

Yo también tengo mi pila de libros suyos dedicado, admirador rendido, y pongo por caso algunos ejemplos:

Noticias de un secuestro: Para Tulita y Sergio, del hermano que anda por ahí. 1996.

Los funerales de la Mamá Grande: Para Tulita y Sergio, en su casa de vientos cruzados. 1982.

El otoño del patriarca: Para el patriarca Sergio, con el cariño de su otro patriarca. 1982.

Doce cuentos peregrinos: Para Sergio, con este otro castigo divino de escribir sin saber por qué, 1992.

El amor en tiempos del cólera: A Sergio, para que no digan que compró este libro; con el abrazo de siempre. 1987.

Esta última merece una explicación, y es que una vez le conté que en los tiempos precarios en que uno quería ver editado su propio libro en Nicaragua, tenía que darlo a imprimir por propia cuenta, tiempos también en que el diario El Centroamericano de León cobraba por pulgada cuadrada la publicación de una poesía, y una vez impreso el libro, 500 ejemplares, así fue con mi primero libro de cuentos que se llamó Cuentos, una nada envidiable imaginación para los títulos, Tulita que entonces era mi novia salió a venderlo de puerta en puerta, llena de entusiasmo, y yo, aterrorizado pasé escondido tres días en mi pieza de estudiante, pero tomé un lote de los ejemplares y me fui a Managua a colocarlo en las pocas librerías que había, y cada sábado volvía para hacer las cuentas de los que se habían vendido, y una vez, contándolos sobre el mostrador en la librería Selva, resultó que en lugar de los diez entregados había once, todo esto para concluir que a nadie se le pasaba por la cabeza comprar el libro de un autor nacional, y peor si era tu amigo, que entonces te lo pedía gratis, ideay, no me has dado tu libro, se estimaba que regalar el libro propio a los amigos era una obligación, y encima, te decía: firmámelo, para que no digan que lo compré, y esa es la historia.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.