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Homenaje a Manuel Puig

1 junio, 2013

Manuel Puig amaba el cine y ese amor fue la base de nuestra linda amistad. Tengo muy bonitos recuerdos de nuestra “amistad viajera”, porque nos vimos en Brasil, en México y lo conocí en Buenos Aires, en la casa de la agregada cultural italiana.


Cuando nos presentaron me dijo: ¡Como te pareces a la famosa Adrianita! Le dije: “Soy”. Y me abrazó riendo. Empezamos a hablar de cine y eso selló nuestra amistad.

Puig se había ido de Buenos Aires a raíz de amenazas por sus libros y opiniones. Desde la década del 70, vivió en Europa, Brasil, México y New York y cuando podíamos nos encontrábamos. Cada vez que iba a Brasil, a Rio de Janeiro, nos veíamos. Me encantaba ir a la playa y cuando lograba convencerlo, nos íbamos a Ipanema,  jugábamos con las olas como dos adolescentes. Otras, me sentaba frente al televisor para mostrarme algún film. Manolo tenía una videoteca fabulosa.

Sin embargo, él y yo preferíamos el ritual de “ir al cine”.  “La sala negra y de pronto la luz y el sonido de la pantalla y uno arrepollado en la butaca mirando suceder los hechos… hipnotizado en esa atmósfera oscura pero brillante. ¿No te parece algo único?”- me decía.

En México, me llamaba para conversar y recordar Buenos Aires, porque estaba escribiendo  una novela, yo creo  era Pubis Angelical.

Puig nunca me comentaba sobre sus libros, pero muchas de nuestras conversaciones estaban referidas a ese libro que escribía. Me decía que estaba escribiendo y necesitaba algunas informaciones y a mí me gustaba hablar con él.

Era muy divertido, a veces irónico o pícaro, otras, muy melancólico. Entonces yo le decía: “No hagas tango”, como dicen los mexicanos.  Y nos reíamos.

Al leer sus personajes femeninos me parece escuchar sus quejas, su melancolía, sus cuestionamientos sobre el amor. Era un tema que aparecía en nuestras conversaciones, Manolo era muy discreto conmigo, me trataba como un hermano mayor, y le dolía la dificultad del amor entre las personas, la falta de entendimiento.  Entendía el amor como una bella comunicación y una manera de compartir en armonía, pero sentía que la sociedad estaba demasiado “sexualizada”; para él, el sexo debía ser algo natural como dormir o respirar. Tenía un gran culto por la amistad, como buen argentino, y le parecía que el sentimiento entre las personas debía estar en primer plano.

Vivir en el  exilio le pesaba, lejos de sus amigos y del ambiente de Buenos Aires.  Conversamos sobre la nostalgia y sobre la mirada que los otros tienen de nosotros en un país que no es el tuyo. El exilio era un tema vinculado con la nostalgia pero también con las distintas percepciones según las sociedades. Uno es, lo que los otros ven en uno, lo que conocen de tu historia.

Lacan nos habla del Yo como algo construido o percibido en el “Otro”, y, Lacan está presente en Pubis Angelical, en la mirada del otro, en  la pareja de la protagonista con el abogado guerrillero. También aparece en el tema del desdoblamiento de la protagonista, en actriz y en enfermera.

En Pubis Angelical surgen estas preocupaciones filosóficas,  esa carencia afectiva, esa incomprensión, ese análisis de la psicología femenina y el conflicto del exilio. Todos esos eran temas de nuestras pláticas.

Los dos  disfrutábamos de nuestras charlas; generalmente, Manolo me llamaba. Me preguntaba por calles de Buenos Aires y comenzábamos a recordar juntos: “El cafecito de la esquina ¿Te acordás? ¿Y no había negocios de peletería por Suipacha?”

Un día le comenté sobre el Teatro Colón, a donde iba con mucha frecuencia cuando vivía en Buenos Aires. Yo conocía los subsuelos donde estaban los talleres de escenografía, de vestuario, era una verdadera ciudad subterránea. En la oficina de prensa, tenía  amigos y solían invitarme. Hablando de todo esto, Manuel me escuchaba y de pronto me dijo: “No sabes lo importante que es todo lo que me contás, Adrianita, me encantó todo esto del Teatro Colón.”

Mi sorpresa surgió cuando leí Pubis Angelical y  la protagonista trabajaba en el teatro Colón, en la oficina de  prensa. Finalmente, el teatro Colón, es algo emblemático para los argentinos y con Manolo recordábamos esa vida cultural de Buenos Aires.

También comentábamos las diferencias culturales de México, país que los dos amábamos. Yo  hacía muchos paseos a centros arqueológicos y le contaba, también hablábamos de la comida mexicana, tan distinta a la argentina.

Cuando nos poníamos a comentar las diferencias lingüísticas, nos reíamos muchísimo. Notábamos la diferencia de culturas y hacíamos comparaciones. Todo eso aparece en Pubis Angelical, de una manera u otra.

Puig tenía una sensibilidad especial para el español, el léxico, los matices, el lenguaje popular. Yo le hablaba de Saussure, el significado y el significante y nos reíamos pero él conocía todo eso muy bien, sabía de los estructuralistas, era muy lector, no hacia alardes, pero era muy culto. Para Puig había una estrecha relación entre la lingüística, la carga significativa de las palabras en el discurso y su carácter social. Conversando hacíamos listados de palabras, notábamos las diferencias expresivas entre los argentinos y los mexicanos y las clases sociales. Su interés por la dimensión socio-cultural del signo léxico, era real y constante.

Le preocupaba la idea del desdoblamiento, me preguntaba sobre la actuación, el ponerse en el papel del otro. Sin duda, conocía a Lacan y su pensamiento influyó en Puig, como de alguna manera influyó Sartre, no porque se lo propusiera sino porque Sartre tuvo mucha importancia en Argentina durante la década del 60 y 70, su filosofía marcó toda una generación, especialmente a los cineastas argentinos de la generación del 60. Manolo era producto de esa época y su vida, tan azarosa, lo tenía siempre, un poco al borde de la “angustia existencial”. Aquel último encuentro en Rio de Janeiro, antes de mudarse a México y comprar su casa en Cuernavaca,  donde lo vi tan exigido y ansioso, me lleva a pensar que Puig, de alguna manera buscó la muerte.

En México, Manolo me dijo que yo era su referente de “Baires” porque le recordaba muchas cosas de la ciudad y además porque  nuestros mundos eran cercanos y el cine nos acercaba aún más. Hablábamos de los actores mexicanos y argentinos, de los distintos estilos de actuación, de las distintas estéticas cinematográficas.

Un día discutimos, porque a Manolo no le gustaba la actuación del actor americano William Hurt, en El beso de la mujer araña dirigida por Babenco.

A mí me parecía una verdadera creación actoral, por esa interpretación le dieron el Oscar, pero a Manolo le parecía “un mariquita gringo” y  que nada tenía que ver con el personaje por él creado.

“Es la película de Babenco, no la mía” me decía. Yo le recordaba que un libro después de publicado tiene vida propia y él lo aceptaba, aunque no le gustaba.

Siempre quedábamos en encontrarnos en algún lado, porque nuestra amistad era viajera. La última vez que nos vimos en Rio de Janeiro, estaba muy estresado, me decía que se sentía muy presionado por los editores y que eso ya no era vida. Quedamos en encontrarnos en México, lugar que los dos amábamos y que, según Manolo, le quedaba más cerca para ir a ver a los editores y atender sus asuntos en Estados Unidos.  

Yo creo, por otra parte,  que Hollywood lo hechizaba y  así estaba más cerca. Su muerte no permitió el nuevo encuentro. Fue muy triste para mí, la mañana que escuche la información en New York. No lo podía creer. Murió en Cuernavaca el 22 de julio de 1990.

No llegó a ver la versión musical de El beso de la mujer araña, en Broadway, que tanto esperaba. Cuando me comentó que la querían hacer en Broadway, le parecía un sueño. No comprendía cómo una historia tan fuerte podía llevarse a un Musical, era todo un desafío. Cuando vi el Musical, quedé impresionada y pienso que le hubiera gustado. Recuerdo que comentábamos las versiones teatrales de esta novela en Argentina y en México, le gustaban más que la versión cinematográfica, que yo siempre defendí. Puig amaba el cine pero ninguna de sus novelas hechas películas lo convenció totalmente, yo le decía que ese problema era, porque en el cine es el director quien tiene la última palabra, no el escritor.

En Manuel había una intención fílmica en su literatura, él no me lo negaba,  había estudiado cine y creo que concebía sus novelas un poco como guiones cinematográficos. Escribió varios guiones, aunque nunca se destacó en eso, incluso el guión de Pubis Angelical, que realizó con el director Raúl de la Torre y que respeta mucho la novela.

Le parecía extraño que gustándole tanto el cine, la literatura fue su modo de expresión, no entendía porque se había dado así, pero el lenguaje fue determinante en la decisión, la imagen lo acompañaba pero la palabra lo guiaba.  Siempre había una referencia lingüística, en nuestras conversaciones, no podía evitarlo. Yo le decía que era deformación profesional, pero ahora pienso que era un interés genuino.

La palabra lo dominaba, no la imagen.  Yo le decía que una cosa es ver cine como espectador y otra hacer cine. Tanto movimiento, tanto orquestación, tantos detalles que exige un film, eso, a Manuel lo agotaba, escribir era una actividad más tranquila y solitaria.  Su intencionalidad fílmica en la literatura era algo que lo divertía y le provocaba, además soñaba que sus novelas se hicieran película. Eso ocurrió a menudo.  

“El cine tiene magia, Adrianita, es tan vivo”- y añadía con picardía: “Los dos compartimos el mismo amor sin problemas… pensar que el amor es tan difícil y sin embargo, vos y yo, queremos al mismo amor  (el cine) y somos tan felices.”

Mi querido  Manuel, ya nos encontraremos para seguir nuestras pláticas, en algún lugar…cerca de  “nuestro Hollywood”.

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Conocida artísticamente como Adrianita es periodista y actriz de cine, radio y teatro que nació en Argentina, país en el cual cuando era niña realizó su carrera como actriz.

En 1950 fue seleccionada para trabajar en la obra Un angelito diabólico en el Teatro Astral y en 1952 debutó en cine La melodía perdida, por la que fue galardonada por "destacada labor infantil" con una mención especial de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de la Argentina.

En 1953 se destacó en el policial La niña del gato, actuación por la cual recibió el Cóndor de Plata a la mejor actriz de reparto otorgado por la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina y en 1955 retornó al teatro para interpretar el demoníaco personaje de La mala semilla. Ya adolescente finalizó su carrera en el cine con El primer beso y Mientras haya un circo, ambas de 1958, si bien retornó brevemente para un doblaje de El ojo que espía (1966).

En 1967 participó en la representación de la obra Así es la vida de Arnaldo Malfatti y Nicolás de las Llanderas, dirigida por Pedro Escudero en el teatro Astral en un elenco en el que además figuraban Vicente Ariño, Ricardo Bauleo, Rey Charol, María Esther Gamas, Beto Gianola, Juan Carlos Lima, Mecha Ortiz, Angélica López Gamio, Eddie Pequenino, Delma Ricci, Jorge de la Riestra, Luis Sandrini, Perla Santalla, Héctor Sturman, con escenografía de Raúl Soldi.

En 1968 trabajó junto a Catalina Speroni, Cristina Murta, Antonio Martiánez, Leonor Benedetto, Héctor Biuchet, Ivonne Fournery y José María Vilches en la obra de Juan Ruiz de Alarcón, La verdad sospechosa, dirigida por Manuel Benítez Sánchez Cortés con escenografía de Saulo Benavente en el Museo de Arte Español Enrique Larreta.

Trabajó en Radio El Mundo en 1954 y 1955 junto a Osvaldo Canónico y Elcira Olivera Garcés en el programa ¡Qué mundo de juguete!, con libretos de Abel Santa Cruz.

Retirada de la actuación se radicó en Estados Unidos para trabajar de periodista.