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Homenaje a Omar de D’León: Atardecer en el Valle de Gottel

1 abril, 2012

«He encontrado a Omar de León tras casi medio siglo de no vernos. Las aguas que pasan a veces debajo de los puentes son muchas, y las de éste medio siglo son de esas, caudalosas, abundantes y rápidas. Toda una vida, o varias vidas.»


A comienzo de los años sesenta, huelga decir que del siglo pasado, solía ir a verlo a su estudio de pintor del barrio San Sebastián, en la vieja Managua de antes del terremoto, que quedaba en una calle en pendiente hacia la costa del lago, muy cerca de la Radio Mundial donde reinaba la farándula de los artistas del Cuadro Dramático, el mismo vecindario de la Alianza Francesa y del diario La Prensa donde a veces lo encontraba también, en la tertulia matutina de los poetas alrededor del escritorio de Pablo Antonio Cuadra.

Llegaba yo al estudio, que conectaba con la casona de adobe donde vivía Omar con su madre y su hermana, los materiales de la revista Ventana en mano, que traía desde León, para que él la ilustrara con sus dibujos impecables de trazo rápido que improvisaba allí mismo en su mesa de trabajo llena de papeles, recortes, plumillas, pinceles, brochas, tijeras, gomas, arrimados a las paredes y colgados de las paredes mismas los lienzos en los bastidores, mientras yo le explicaba el motivo de cada colaboración que debía ser ilustrada, un poema, un cuento. Era asunto de pocos minutos. El suyo era un trazo ágil y libre, sin tropiezos ni distracciones, directo a la materia que tocaba, el de una mano que sabe de sí misma, y no vacila, la misma mano que encendía los lienzos de rosas, azules y verdes para colorear sus figuras terribles y burlescas, gentes como bestias y viceversa, metamorfosis, fusiones y mutaciones que salían desde lo hondo de sus sueños desdeñosos y prolíficos.

Mientras trabajaba con la plumilla me contaba a veces historias que eran a la vez patéticas y divertidas, porque tuvo siempre dones de narrador, como lo prueba lo que escribe, y siempre sabía referir sus emociones con conmovedor desenfado. Un lunes que aparecí por el estudio con mis materiales literarios me contó, con los ojos húmedos de lágrimas, pero sin perder la gracia, que se había ido al mar el fin de semana con unos amigos, y mientras se hallaba allá, por el radio habían dado la noticia de que un Omar Lacayo se había ahogado, otro Omar Lacayo,  que era su nombre real, y entonces su madre lo había llorado a él como muerto, y toda la lástima de su relato la ponía en la madre, que tanto había sufrido frente a aquella falsa desgracia.

Del estudio me iba a los fotograbados Pérez, de la misma vecindad, a encargar los clichés de cada ilustración, y cuando había tertulia volvía por la noche, diez o doce invitados sentados sobre las pocas sillas, sobre cojines y almohadones, o simplemente en el suelo, una variada y disímil concurrencia entre la que solía estar el coronel Latszló Pataky, que era de quienes se sentaba en el suelo a pesar de su volumen portentoso y nunca olvidaba repetir sus historias de la legión extranjera en África del Norte, Gladys Chamorro, que era dueña de la librería Book Nook cercana a la avenida Bolívar, Rubi Arana, Roberto Cuadra, Edwin Illescas, Rolando Steiner, Octavio Robleto, Roberto Sánchez, y, a veces, porque siempre estaba en todo y en todo lugar, Manolo Morales, no menos monumental que el coronel Pataky, sentado también en el suelo.

De pronto llegaron a su final mis años en la universidad, se terminó la revista Ventana, me fui a vivir a Costa Rica, cualquiera diría que para siempre, el terremoto le botó a Omar su estudio, perdió decenas de pinturas que se robaron, vino la revolución años después, sufrió tropelías que él mejor ha olvidado, se fue a vivir a Camarillo, en California, nunca volvió a Nicaragua, o volvió muy poco, y volvimos a vernos hasta ahora, cuando he ido a visitarlo con Tulita a su propiedad en el valle de Gottel que un día fue todo heredad de su familia, cerca de Managua, una visita que arreglamos a través de su sobrina Laureen, lo he divisado sentado de espaldas en el corredor, y cuando me he acercado y se ha puesto de pie, y nos hemos abrazado, es como si nunca hubiera pasado el tiempo a pesar de los años, parece un lugar común pero no lo es, o hay lugares comunes que expresan lo verdadero.

Cuando dos amigos que han dejado de verse tanto años se encuentran, sucede las más de las veces que tras agotar con entusiasmo los recuerdos del pasado, de pronto se quedan sin nada que decirse, el depósito tan pleno se ha vaciado, sólo queda una oquedad, se asoman ambos al brocal del pozo seco y de abajo el eco solo devuelve las mismas viejas voces, pero al revés, mientras me siento frente a Omar y pide que nos traigan refrescos y galletas y huele a finca y soledad en el ambiente, eludimos el pasado y empezamos a hablar con todo vigor y alegría de adelante hacia atrás, una variedad de temas en los que Omar lleva la iniciativa curiosa y dedicada, hablando sobre el arte, y mi mujer que pinta habrá de comentarme, admirada, su sabiduría.

Y hablamos sobre la pintura contemporánea en Nicaragua, y sobre la literatura, sobre el arte como oficio, la dedicación al oficio, el deber de no repetirse, de romper cada vez el molde, un pintor que también es poeta como lo ha sido toda la vida, y que escribe cuentos hermosos comos los de su último libro Texturas, y que expone sus filosofías acerca de la libertad que consiste en no depender de compromisos que le impidan actuar como quiere y pintar y escribir como quiere, y solo al final, ya cuando oscurece, hemos vuelto al pasado, entrando en su territorio para dar un paseo ameno sin necesidad de forzar ninguna cerradura herrumbrada.

Aquí está sobre la mesa su libro de cuentos Texturas que me obsequia, al gran Sergio Ramírez amigo del antaño pretérito luminoso que nos tocó vivir y que jamás volverá, y abajo,  en la misma página, un dibujo suyo improvisado como los de hace medio siglo para la revista Ventana, un rostro y una boca y una lengua que lame una manzana y al lado un diablo que mira malvado y goloso esa manzana, la tentación de Adán, nos veremos pronto, cuando regrese, dice, o cuando me visiten ustedes en Camarillo, y cuándo volvés, le digo, en unos tres años dice, nos reímos, eso es demasiado tiempo para alguien que ha dicho que quiere quedarse a vivir otra vez en Nicaragua, pero en Camarillo tiene también su soledad, uno debe hacerse amigo de su peor enemiga, la soledad, dice, su soledad amiga y sus árboles frutales, que también tendría aquí lo mismo en el valle de Gottel, le dice Laureen, te hace falta el alimento telúrico, le digo yo, burlándome de mi propia prosopopeya, ése lo llevo siempre adentro conmigo, dice él,  y entonces  negociamos el plazo, será antes cuando volverá a Nicaragua. Y quedamos esperándolo.

Managua, agosto 2007.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.