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Homenaje: Armando Morales, el clásico. Agosto de 1991

1 diciembre, 2011

Armando Morales es el clásico por excelencia entre los pintores latinoamericanos contemporáneos.   Desde su paso de aprendiz por las aulas provincianas de la Escuela de Bellas Artes de Managua, donde el maestro Rodrigo Peñalba le enseñó todo lo que podía enseñarle, igual que el maestro Felipe Ibarra le enseñó a Rubén Darío todo lo que tenía que enseñarle, ha vivido cuarenta años pintando con el empeño y constancia de un artesano dedicado a la exploración permanente, renovándose a sí mismo en cada etapa de su obra.


Su mundo siempre ha sido su taller, en Nueva York, en San José, en París, en Londres, un jergón para dormir entre los artefactos de su arte, bastidores, tarros, espátulas; una hornilla para cocinarse sus alimentos en los breves descansos que a pesar suyo se impone: en su taller de París deja crecer en un tiesto una mata de frijoles, trasplantada desde Nicaragua, porque fríe los frijoles que le recuerdan Nicaragua en una sartén que recoje esos reflejos irisados que se descomponen en los metales de sus cuadros, sartenes, embudos, cacerolas, artefactos también de su arte.

No otra cosa le ocupa y le preocupa, más que pintar, salvo Nicaragua, adonde quisiera regresar a seguir pintando, en un taller ya diseñado por su amigo de la infancia el arquitecto Álvaro Villa, que se alzará alguna vez en Granada, en la ribera del Gran Lago donde sus caballos triscan la hierba, cerca del muelle, la capitanía del puerto, la estación ferroviaria, el escenario de sus sueños y nostalgias figurativas de una de sus mejores épocas pictóricas.

Esos cuadros figurativos del Gran Lago, envueltos en el sueño y en el aura de la infancia, con mujeres desnudas que ocultan el rostro con el paño mientras se secan el cabello, o conversan arrimadas a bicicletas de la memoria, o toman un caballo por la brida, mientras un tren que nunca van a abordar sale de la estación con el fanal de la locomotora encendido de amarillo, o las aguarda un coche sin auriga, me han fascinado siempre por su poder evocativo y por su nostalgia plasmada en las figuras misteriosas, en el color y en la luz que sólo puede provenir de los cielos nicaragüenses.

Tengo siempre a Armando Morales a la vista, en los cuadros que su amistad de años ha dejado colgados en mi casa en Managua, regalados a Tulita, empezando por nuestro gran tesoro que es Mujer entrando en el espejo; sus acuarelas de anonas partidas pintadas en días espléndidos en que ha sido nuestro huésped; su lapa entre el verdor del chilamate, que Dorel mi hija se llevó a México y que adorna su pequeño apartamento de estudiante de la Colonia del Valle; sus lápices de Sandino, sus ilustraciones para la portada de mi novela Castigo divino. La pared Armando Morales, como la llamamos.

Y me he encontrando dos veces con sus exposiciones, todo vendido antes de la apertura, en las galerías Claude Bernard en Nueva York y París, y otra vez con su Mujer entrando en el espejo del Museo de Arte Moderno de Nueva York.  En la última exposición suya que he podido ver en el Museo Rufino Tamayo del Bosque de Chapultepec, hace menos de un año, había una muestra de todo el Armando Morales de cuarenta años. Desde sus abstractos primigenios, a sus frutas encendidas, a las mujeres entrando en los espejos, a sus figuraciones del Gran Lago, a sus selvas amazónicas que pinta oliendo frutas fermentadas en el encierro de su taller, árboles exuberantes y matapalos descomunales. Y su vuelta a lo clásico, las fiestas de toros y los descendimientos de la cruz, sus homenajes a Vesalio, homenajes al cuerpo humano, ya la maestría sin mácula, el pintor que, dueño de todo, al término del aprendizaje perpetuo, vuelve a los temas de los grandes maestros, imposibles de realizar si no se trata, a la vez, de otro gran maestro.

Sólo faltaban allí sus escenas de la insurrección de Monimbó, cuyos bocetos he visto en diapositivas, y que habrán de coronar otra vertiente distinta de su obra referida a Nicaragua, sus guerrilleros de los años cincuenta, sus figuraciones del Gran Lago, sus retratos de Sandino rodeado de su estado mayor frente a la pared rosada de la cantina vecina a la Camisería Ideal de Managua, sus  prostitutas recogiendo los rifles del agua en Puerto Cabezas para entregarlos a Sandino, las aguas nocturnas alumbradas por lámparas; y ahora la insurrección de Monimbó.

Como Rubén Darío, Armando Morales es el clásico por excelencia.  Más que Szyslo, Obregón, Botero, Matta, Tamayo, nuestros grandes clásicos latinoamericanos.  Nunca ha insistido, igual que Picasso, en detenerse en un único tema, en una sola forma de expresión, sino que salta hacia otra nueva, cuando siente la anterior agotada. De esta sucesión acabada de etapas, de esta aventura consumada, de este ciclo permanente de renovación y búsqueda es de donde surge el clásico, capaz de volver a lo clásico, toros y crucifixiones, descendimientos de la cruz, y consumarlo también.

Como Rubén Darío, que no hizo escuela con una sola de sus etapas, sino que su escuela definitiva es la suma de todas sus etapas.  Un pintor ahora maduro y sabio, que no cesa de explorar y acertar.  Una obra que ya es clásica y lo será más, porque  sigue renovándose y completándose en la medida en que el artesano que apenas duerme y come, no cesa de trabajar.

Me mandó pedir en 1988 que escribiera la introducción del catálogo de su exposición del Museo Rufino Tamayo, y yo nunca recibí el aviso.  Eran los días de la campaña electoral y yo estaba casi todo el tiempo fuera de Managua.  Me lo reclamó, molesto con razón, al nomás entrar a mi habitación del Hotel Balzac la última vez que nos encontramos en París en diciembre del año pasado.  Se lo expliqué entonces, y ahora vuelvo a explicárselo en estas líneas tardías que abren el número de Revista de Sociología que dirige mi esposa Tulita en la Universidad Centroamericana de Nicaragua y que piensa dedicarle, para lo cual todos los cuadros de la pared Armando Morales de mi casa han sido ya fotografiados por Samuel Barreto Chamorro. Y ahora pienso, y lo digo, que nunca es tarde para afirmar que Armando Morales es el gran clásico de la pintura latinoamericana, y uno de los grandes clásicos contemporáneos de la pintura mundial. Nuestro clásico.

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Escritor nicaragüense. Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 2017. Fundó la revista Ventana en 1960, y encabezó el movimiento literario del mismo nombre. En 1968 fundó la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) y en 1981 la Editorial Nueva Nicaragua. Su bibliografía abarca más de cincuenta títulos. Con Margarita, está linda la mar (1998) ganó el Premio Internacional de Novela Alfaguara, otorgado por un jurado presidido por Carlos Fuentes y el Premio Latinoamericano de Novela José María Arguedas 2000, otorgado por Casa de las Américas. Por su trayectoria literaria ha merecido el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, en 2011, y el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en Idioma Español, en 2014. Su novela más reciente es Ya nadie llora por mí, publicada por Alfaguara en 2017. Ha recibido la Beca Guggenheim, la Orden de Comendador de las Letras de Francia, la Orden al Mérito de Alemania, y la Orden Isabel la Católica de España.