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El humanismo beligerante

9 septiembre, 2020

Mariano Fiallos Gil

– No hay que olvidar que la noción de humanismo se halla íntimamente ligada a la de humanidad, o mejor, a la de humanitarismo. Esto quiere decir que el amor o simpatía por nuestros semejantes y el interés por su mejoramiento, constituyen las bases prácticas del concepto de humanismo.


No hay que olvidar que la noción de humanismo se halla íntimamente ligada a la de humanidad, o mejor, a la de humanitarismo. Esto quiere decir que el amor o simpatía por nuestros semejantes y el interés por su mejoramiento, constituyen las bases prácticas del concepto de humanismo. Cualquier otro sentido resultará falso, como ése, por ejemplo, de que el humanismo consiste únicamente en la versación de lo que llaman letras humanas, o de las lenguas y literaturas antiguas, o del estudio, en general, de la cultura. Y es falso porque el humanismo erudito, hecho en laboratorios y bibliotecas, sin el calor cordial por las cosas del prójimo, no es humanismo, sino cosa fría y sin alma, o conocimiento académico simplemente.

El humanismo tiene una historia generosa y arranca desde el preciso momento en que el hombre se mira a sí mismo, pero no para ensimismarse, sino para exponerse, desarrollando armoniosamente sus facultades naturales. De aquí que el humanismo sea una actitud, una manera de pensar y de vivir que abarca a todo el género humano, fuera de todo aristocratismo y torre de marfil, con erudición militante para uso genérico y no ad-usum delphini.

Este es el sentido del humanismo en medio de la plaza y da comienzo cuando Protágoras, apartando la vista de los dioses, lanza su teorema fundamental de que el hombre es la medida de todas las cosas.

De los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo; ya la oscuridad del asunto, ya la brevedad de la vida humana. Ante semejante duda Protágoras vuelve la vista al hombre, que es lo que interesa, para buscar, por su medio, la verdad. El de ser la medida de todas las cosas quiere decir que en todo hombre varía el criterio de la verdad. La verdad, pues, es relativa y variable, según las circunstancias, y el tiempo y el espacio en que se está colocado. De aquí que el verdadero comportamiento del sabio consista en adecuarse siempre a la circunstancia presente, en juzgarlo todo, según la medida proporcionada por la ocasión y el momento, lo cual no significa que Protágoras haya negado la verdad, sino que más bien, negaba la falsedad, la afirmación invariable de algo que no correspondía a la realidad. Lo que es afirmado en el momento, tomando como medida al hombre que lo juzga, es siempre verdadero.

De esta manera Protágoras, viendo las cosas como ser humano, autónomo, oponía su criterio terrenal a los que pretendían verdades invariables y universales. Bella lección, que, infortunadamente, fue olvidada por los que, siglos más tarde, se empecinaron en sostener verdades incontrovertibles y por lo tanto, antihumanas, basándose en las afirmaciones de Aristóteles, cuyos falsos seguidores tantos perjuicios habrían de causar al desarrollo de lo Cultura.

Sócrates, el humanista del ágora

Sócrates nada escribió y lo que sabemos de él nos lo cuenta Platón en sus diálogos vivos, y Aristófanes en su sátira Las Nubes. Otros también nos hablaron en favor o en contra, pero nadie negaba su genio extraordinario y su originalidad. Su manera de vivir tan en las calles, mal trajeado y feo, descuidado de las academias, y retando a los sofistas que se paseaban ricamente vestidos, elegantes y seductores, era como una forma practicante de protestar contra las cosas artificiales que impedían el desarrollo integral del hombre.

Para Sócrates no existe una doctrina propiamente dicha; más bien es una actitud, un modo de ser como resultado de su interés por la vida y por los hombres, un fluir de conversaciones en todas partes, en la plaza pública, en los mercados, en las calles o en las casas de los ricos. Lo que él pretende es que cada uno sea su propio Juez, esto es, situar la razón en su categoría verdadera y obligar a cada uno a examinarse a sí mismo, a ejercitar el derecho de pensar con la razón autónoma.

Por supuesto, que para tratar de convencer a los demás, o mejor para llevarles en sus conversaciones al propio convencimiento, Sócrates hubo de educarse, primero, a sí mismo: dominar sus pasiones violentas; si se encolerizaba era terrible y su fealdad, según decían, espantosa. Todo lo cual quiere decir que tenía que estar constantemente en combate interior. El refrenar sus instintos con el dominio de la razón, el de guiarse por ella, el de no sentirse un dios sin defectos ni errores, lo investía de un poder fascinador porque no se contentaba con reformarse a sí mismo, a ensimismarse, sino que a proyectarse hacia a los demás, a difundir su sabiduría a su alrededor.

No quiere vivir en aislamiento, sino que con los demás hombres, con todos los hombres y comunicarles el bien más precioso que ha logrado: el del dominio de sí mismo y la forma de ejercitarlo. Esa fuerza interior qua lo impulsa hacia su prójimo es como una misión divina. Su enseñanza consiste en estar siempre examinando y probando, no los conceptos fríos, abstractos y académicos, sino a los hombres mismos, conduciéndoles por sus propios medios a darse cuenta de lo que son.

La actitud de Sócrates es la de vivir filosofando, vivir examinando las cosas, sentirse humano y por lo tanto capaz de cometer errores y no monopolizar la verdad; combatir a los sabios que se sienten suficientes y satisfechos de sí mismos y proclamar por todas partes que lo único que se sabe es no saber nada. Esto es, el gran principio de la sabiduría que por siglos se perdió, impidiendo así el progreso de las ciencias y las artes y dejando para los dioses la interpretación y el cuidado del mundo y de los hombres. Toda la sabiduría, pues, es el reconocimiento de la vanidad de los supuestos saberes y el imperativo de conocerse a sí mismo. Pero este conocimiento de sí mismo no es el fin, sino que el camino que conduce al bien, a la práctica de la verdad, que es la salvación.

El gran maestro griego se sitúa frente a los científicos de su tiempo que pensaban contestar por medio de las ciencias todas las preguntas; porque lo que le interesa no es tan solo el saber de la naturaleza, sino el saber del hombre, que es lo único verdaderamente interesante y decisivo. El hombre se preocupa por las cosas sólo porque las cosas están en su vida, de lo contrario todo conocimiento resulta ser nocivo. (Ya lo vemos ahora con la competencia de los científicos en la confección de armas para la destrucción de la humanidad).

El interés por el hombre, por su ser y, sobre todo, por su felicidad, es el fundamento de todo interés por el conocimiento de la naturaleza. Pero eso no quiere decir que haya que destruir a la ciencia, sino que ponerla a su servicio, investigar siempre y mantener la inseparable unidad entre la razón práctica y la razón teórica.

Y lo mismo con los dioses. El hombre no puede sacrificarse a ellos. El hombre está por encima de ellos, si es que se tienen por existentes.

Naturalmente tenía que ser acusado de impiedad y de corromper a la juventud, irritar a los jerarcas y ser condenado a muerte.

Con Sócrates se sientan las bases militantes del humanismo, y por tanto, de nuestra civilización occidental, hundida y renacida, tantas veces, por los que se creyeron, y siguen creyéndose, depositarios de la verdad absoluta.

De la generosidad de Terencio a la desolación de Séneca

El grito más generoso de la antigüedad lo da Terencio en su comedia El Verdugo de sí mismo con aquel admirable verso tantas veces citado:

HOMO SUM NIHIL HUMANI A ME ALIENUM PUTO.
(Hombre soy y nada de lo que es humano me es indiferente).

Esta divisa fue posteriormente divisa del Renacimiento, y se debía oponer a la desolada afirmación de Séneca, cuya filosofía moral se halla bajo el signo de la misantropía: Quotis inter homines fui, minor homo redii (cuantas veces estuve entre los hombres, habría de retornar menos hombre) y que había adoptado, en la Edad Media, Kempis (o Gerardo Grote) en su tan sombría Imitación de Cristo.

Terencio fue esclavo del senador Terencio Lucano, quien le concedió la libertad; su estilo de escribir era correcto y fino y muchas de sus sentencias, como ésa que es tan expresiva de sentimiento humano, son citadas con frecuencia: La fortuna favorece a los intrépidos. Hay tantos pensamientos como hombres. Donde hay vida, hay esperanza.

Hizo un viaje a Grecia en donde había de morir a los veinticinco años de edad. De él nos habla Cicerón, a quien tanto gustaba la palabra humanista. El gran orador romano, en la defensa del poeta Arquías, hace un sugestivo elogio de las letras, cuyo cultivo, según el orador, alimenta a la juventud, deleita a la ancianidad, y es, en la prosperidad ornamento y en la desgracia refugio y consuelo; entretiene agradablemente dentro de la casa, no estorba fuera de ella, pernocta con nosotros y con nosotros viaja y nos acompaña en el campo.

Si el espíritu romano tiende al utilitarismo, a derivar consecuencias provechosas de un acto, lo que a veces influye en Cicerón, sin embargo, siempre la sensibilidad y los instintos afectuosos, el humanitarismo terenciano de no serle nada indiferente de lo que es humano, acaba de triunfar en el gran orador, como ocurre, por ejemplo, en su tratado Sobre la amistad. Cierto que en un principio habla de la amistad como político, y de las ventajas de ella desde el punto de vista práctico, pero luego se refiere a ese desinteresado sentimiento que empuja al hombre hacia sus semejantes e impele a las almas a buscar a otras para comunicarse y compenetrase entre sí.

Contrasta la generosidad ciceroniana, cuya raíz ha de encontrarse en Terencio, con la sombría actitud de Séneca que se aparta totalmente de sus semejantes para buscar en otra parte el consuelo de su hipocondría. Este aislamiento, total, este robinsonismo, alimenta las islas medioevales que tejen su destino en una relación directa entre el hombre y Dios. El hombre nada vale y carece de toda importancia el trato de los unos con los otros. Desde el modo de producción feudal, que es el aislamiento económico de bastarse a sí mismo, hasta el encierro conventual en los claustros, los mil años medioevales son la expresión clásica de lo inhumano, aunque suavizado por los aires cristianos. La desolación de Séneca es la derrota de la vida del hombre: es la intolerancia, la disciplina ascética, el gregarismo gremial, la sumisión de la gleba. La erudición queda así recluida y para uso exclusivo de los doctos.

Erasmo o la tolerancia

En el siglo XVI europeo, mientras los americanos estamos debatiéndonos en el cruce de la conquista y creando una nueva humanidad, los eruditos leen allí los textos griegos y se inician en las lenguas orientales. Afloran también los escritores latinos y en el De Officiis de Cicerón, San Ambrosio busca reglas para sus clérigos y Erasmo descubre en él una moral autónoma e independiente del cristianismo. Ya comienza a comprenderse la cultura greco-latina por sí misma y no acomodada a lo que dicen las Sagradas Escrituras. Más que los textos, lo importante es la manera de leerlos.

Al mismo tiempo, se descubren nuevas tierras, nuevos tipos de hombres, de religión y de costumbres. La vida, pues tiene otras experiencias y no puede seguir reducida a islas particulares. Ya la interpretación del drama cristiano de creación, pecado y redención, deja de satisfacer. El teocentrismo, o sea, Dios en el principio, en el medio y en el fin, ya no conviene ni se acomoda a lo que se está tocando con las manos. Y este descubrimiento deja perplejos a casi todos los hombres. El hombre se ha libertado y acepta su propia importancia.

Lo más descollante es que los meditadores de los claustros, los fríos filósofos de las bibliotecas, pasan a un segundo plano y emergen, en sustitución, gentes de carne y hueso: negociantes, artistas y artesanos, descubridores y técnicos, para establecer así la contraposición entre el viejo esquema y la nueva filosofía de la naturaleza. El encuentro de ambas corrientes es tremendo, y mientras Lutero, impetuoso y desorbitado, acusa al papado de corrupción, éste echa al fraile rebelde de su seno con furia de Viejo Testamento. Tanto el Santo Padre como Lutero hablan en nombre de Dios.

Pero alguien tiene que salir al rescate del hombre, víctima de la intransigencia. Y éste es Erasmo, tratando de poner paz en el mundo que va emergiendo, bajo un signo de erudición y tolerancia, un poco exclusiva y académica, cierto, pero dictando lecciones de humanismo a la nación europea entre la impetuosidad del fraile Agustino y la terquedad del Papa, estaba este representante del nuevo pensamiento liberal, base de la cultura de occidente. Y con él otros que se alimentaban de los maestros griegos y latinos, cuyas obras trataban de poner en circulación ahora que había aparecido la imprenta.

Los griegos y los latinos le sirvieron a Erasmo y a sus amigos para sacar de ellos los principios de una moral altruista, independiente de las disputas dogmáticas: querían un cristianismo humanizado, flexible y tolerante.

Pero Erasmo, representante del humanismo sereno, sutil y razonable, entre los dos fuegos de la Reforma y la Contra-Reforma, luchaba demasiado espiritualmente contra la brutalidad inhumana y violenta de los intereses de su tiempo. Había otro, aquí América, de un humanismo primitivo y protagonizante.

Fray Bartolomé, el humanista belicoso

Los Reyes de España, y buena parte de los teólogos, juristas, funcionarios y frailes de la conquista y la colonización, hicieron todo lo posible para proteger a las pobres criaturas de estas Indias Occidentales de la voracidad de sus capitanes y encomenderos. Pero Castilla se hallaba muy distante y muy diseminadas y mal comunicadas las colonias entre sí. Al principio, el pleito fue doctrinario, esto es, de si los indios debían ser o no protegidos por el derecho natural y por el divino; y si por gentiles o por indios merecían o no trato de seres humanos. Hubo de transcurrir algún tiempo antes de conseguir una decisión definitiva, la de Pablo III en su Bula de 1535, para que se declarara a los indios hombres verdaderos, y por consiguiente, equipararlos en sus derechos de hombres naturales con los demás de Europa.

Pero tal declaración cristiana se debió casi exclusivamente a la lucha que sostuvo el fraile dominico Bartolomé de Las Casas, contra los tozudos teólogos de claustro y libro, entre ellos, el famoso Ginés de Sepúlveda que, fundamentándose en la doctrina de Aristóteles, defendía la servidumbre de los gentiles y la desigualdad de los hombres por su raza, su nacionalidad, su nacimiento, con interpretaciones de Viejo Testamento.

Fray Bartolomé tuvo que buscar argumentos de toda clase para destruir a Sepúlveda, y puso su coraje y su llama misionera para que su erudición funcionara en actos. Dicen que fue el causante de la leyenda negra contra España. Sus exageraciones pudieron haber llegado allí, pero el hecho mismo de decirlas públicamente, y de tejer el Atlántico en sus viajes de ida y vuelta a vista y paciencia de los Reyes, absuelven a éstos de toda culpa. Fue la primera manifestación de libertad de imprenta, de crítica y censura de nuestro Nuevo Mundo, ejemplo grande para todos.

De Fray Bartolomé nadie se escapó. Ni siquiera Aristóteles, de quien lo distanciaban casi dos mil años y a quien en su vehemencia indignada lo hacía consumiéndose en el más profundo de los Infiernos.

Su vigor y su violencia eran semejantes a los de Lutero, y su erudición no se paraba en textos y discusiones académicas, sino que encendía su palabra y la enarbolaba, incansable, por todas partes.

Decía:

Todos los indios que se han hecho esclavos en las indias del mar océano, desde que se descubrieron hasta hoy, han sido injustamente hechos esclavos… Su Majestad el Rey es obligado de precepto divino a mandar a poner en libertad todos los indios que los españoles tienen por esclavos.

Oficio de los reyes es librar de las manos de los calumniadores y opresores a los hombres pobres y menospreciados y afligidos y opresos, que no pueden por sí defenderse ni remediarse… cuando estos tales no se libran, verdaderamente, suele Dios encender y derramar su ira, y castigar y aún destruir por esta causa todo un reino, porque uno de los pecados que noches y días claman, y llegan sus clamores hasta los oídos de Dios, es la opresión de los pobres desfavorecidos y miserables.

Estas son las conclusiones a que llegó:

La primera, que todas las guerras que llamamos conquistas fueron y son injustísimas y de propios tiranos.

La segunda, que todos los reinos y señoríos de las Indias tenemos usurpados.

La tercera, que las encomiendas o repartimientos de indios son iniquísimos, y de per se malos, y así tiránicos, y la tal gobernación tiránica….

Y así por el estilo.

Es el humanismo más tremendo y combatiente de nuestra América, y con él se abre la historia. Es la semilla de esta agitación y vitalidad que padecemos, agónicamente, y que da la medida de nuestro vigor.

Los humanistas centroamericanos que prepararon el liberalismo

La enseñanza que se impartía en la época colonial se basaba principalmente en el «ratio». Los maestros eran Cicerón, Aristóteles y Santo Tomás: retórica, filosofía y teología. Esto era como si el mundo no pasara de la Edad Media y a su alrededor girara todo el Universo. El qué salía graduado de aquí se le llamaba humanista y era tanto más sabio cuanto mejor supiera recitar de memoria los discursos del romano y los principios de física del estagirita. De Santo Tomás, ni hablar. Era la última palabra en todos los órdenes del saber humano y divino. Aún sigue siéndolo para algunos.

Pero por encima de esta losa de tremendo peso tradicional, alguien, de vez en cuando, sacaba, aunque tímidamente la cabeza. Entre ellos y muy principal, este buen costarricense graduado en Guatemala, don José Antonio de Liendo y Goicoechea. Sin proponérselo siquiera, sentó las bases de la rebelión. Se salió de los claustros ortodoxos y se acercó al siglo, a conversar con los hombres y a pensar por su propia cuenta examinando con cautela científica las cosas que le rodeaban y a leer lo que venía de Europa con aires cartesianos.

Goicoechea abandonó el escolasticismo e introdujo con José Flores, la enseñanza del método experimental. He aquí un párrafo de José Dolores Gámez en la Historia de Nicaragua:

«Fue únicamente de 1795 en adelante, es decir, veintiséis años antes de nuestra emancipación, que la enseñanza en Guatemala se extendió al estudio de la Física, Química, Matemáticas y Ciencias Naturales, debido a los esfuerzos de Goicoechea y Flores. El primero, escudado en su hábito de monástico fue a Madrid en los tiempos de Carlos III, estudió noche y día y volvió trayéndose la última palabra del movimiento científico del siglo XVIII de Europa; mientras el otro, por la observación y con el auxilio de su gran talento, se adelantaba a Galvani y Balli, en experimentos físicos sobre electricidad y a Fontana en las estatuas de cera, para el estudio de la anatomía».

El abuso del método deductivo, típico del escolasticismo impidió en España y sus colonias como lo impidió la Edad Media para el resto de Europa el desarrollo de la Cultura. Ató al hombre a ciertos principios que se tenían como incontrovertibles; por siglos esas verdades pesaron sobre la historia del libre pensamiento y obstaculizaron el conocimiento del mundo y del hombre. Se necesitaba un esfuerzo tremendo para liberarse de semejantes trabas e intentar así la evidencia, por la observación y la experimentación, de aquellos principios, o tener el valor de declararlos como meras hipótesis o rechazarlas definitivamente como falsedades.

La ciencia, por estos caminos cautelosos, rompe las barreras de las llamadas verdades definitivas y esquivas y derriba el orgullo y la suficiencia. Los primeros pasos para llevar al conocimiento de un mundo nuevo, el mundo del Renacimiento, lo dieron los científicos en nuestra Centroamérica, que se atrevieron a desafiar a finales del siglo XVIII, los cimientos de una teología con pretensiones científicas, de una retórica anquilosada. Con Flores y Goicoechea comenzó a dudarse de todo y a comprender, en parte, por lo menos, que lo que se decía del mundo no era definitivo. Era como un retorno a la humanidad socrática, al grito de Terencio, a la tolerancia de Erasmo y al fervor de Fray Bartolomé.

El humanismo, estado de emergencia

Se ha peleado mucho en la historia para rescatar al hombre de sus dioses y de sus inventos, y cada vez es más peligroso el camino. Es por ello que hay necesidad de mantenerse en constante estado de emergencia, en combate continuo para tratar de zafarse de las mallas que lo tienen ceñido.

Si en una época fue la teología su cárcel, y en otra el cesarismo, o la razón raciocinante, o el sexo o la economía, ahora todos estos hilos se hallan sumados, y se han resucitado otros desde el fondo de la historia. Todos los flancos del hombre están rodeados, los fantasmas que creó para su servicio se han hecho de carne y hueso y le exigen su existencia como aquellos seis personajes en busca de autor de Luis Pirandello.

Más que una deshumanización de la ciencia, del arte, o de la política, lo que se está operando es una antihumanización, o sea, un estado activo para deshacer y desintegrar a su inventor, para hacerla objeto de su propia experimentación o esclavizarlo en nombre de entidades abstractas que se llaman sociedad, estado o clase, y, peor aún, sacrificándolo a ideas absolutas denominadas la justicia, la verdad, la belleza o el bien.

Nunca, tal vez, se haya pasado por una época tan tremenda como ésta, en donde, con toda urgencia, se requiere un poco de humanidad para salvarse a sí mismo de la ciencia o de la democracia para apuntalar ese enorme edificio que se nos está viniendo encima desde sus cimientos. La nueva edad del espacio, el secreto del átomo y la tensión política internacional someten cada vez más a los hombres, cualquiera que sea su calidad, a un servicio absoluto y esclavizado. Se exige de las Universidades científicos de ciencia pura, y técnicos, para objetivo determinado, y se obliga a los artistas y a los poetas a subyugar la imaginación a esos objetivos. La libertad, único medio dentro del cual puede desarrollarse dignamente, se halla cada vez más restringida, y ya ni siquiera se puede estar solo.

La obligación de todos los que dirigen, y muy especialmente de los educadores, es la de compenetrarse de ese peligro de automatismo hacia el cual nos encaminan los acontecimientos y salvar al hombre del abismo, por todos los medios que se hayan al alcance. Los sacerdotes, los periodistas, los maestros, los artistas, tienen que salir a su rescate. Devolverle sus sueños y su libertad. Darle alegría. Fortalecer aquellos valores morales inapreciables que le sirven para mantenerlo erguido. Enseñarle en los colegios y en todas partes cuál es el ideal del hombre como persona, y no como número con huellas digitales. Que venga un nuevo Renacimiento y no una nueva Edad Media. Esto es, una nueva valoración que le dé aplomo y orgullo de ser él mismo lo que es.

Por ello el humanismo debe ser una beligerancia permanente e infiltrarse por todas partes. No debe ser tan sólo una carrera separada de las demás Facultades en una determinada Universidad, sino que debe correr al paso y a la par, desde los primeros momentos de la educación y en todas y cada una de las asignaturas o materias de que consta cualquier clase de enseñanza. En las ciencias matemáticas o químicas, en la medicina y en el derecho, en la secundaria, en la primaria o en la normal, debe hacerse un constante ejercicio de humanismo, de considerar al hombre como centro primordial de toda acción y de enseñarle qué es la libertad y cómo es que se maneja.

Esto es lo que podíamos llamar humanismo beligerante, combatiente, que ha de enfrentarse al criterio de la Ciencia deshumanizada, del Estado inhumano, de la Democracia antihumana, o de cualquier tipo de valor, entidad o filosofía que quiera situarse más arriba del hombre y no bajo su servicio.

León, Nicaragua, 1958

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