
Ficción: Imposible salir de la Tierra
2 diciembre, 2024
Vive con su hermana, está por cumplir veinte años y ahora se va a morir. En principio tiene dos opciones: dejar que el cirujano corte y trate de componer las cosas; o no hacer nada. Si no hace nada, lo más probable es que las células degeneradas la devoren tranquilamente en la sala del hospital. Y si deja que el cirujano opere tiene también dos opciones: quedar bien o quedar mal. Cincuenta y cincuenta. Si queda mal tiene otras dos posibilidades: convertirse en planta o andar con una bolsita para todos lados, como esa gente que pasea a su perro y va recogiendo todas las fecas. Sólo que ella sería simultáneamente el dueño y el perro, con la bolsita a cuestas todo el tiempo. Puros finales tristes y demasiado reales para alguien como Julieta, hermana de Raquel, aburrida de tragar esa agüita dulzona que le han dejado en el velador. Aburrida, sobre todo, de la cháchara de la propia hermana.
—Los japoneses viven doce horas antes que nosotros y eso los hace de por sí más despiertos —apuesta Raquel, sentada en el banco de visitas, bolsito abrazado, lista para salir arrancando del hospital.
Quizás porque necesita trasladarse a otro hemisferio o porque es una manera indirecta de recordar al padre, la mujer se engolosina tanto con los japoneses, y ahora anuncia que están limitando el uso del aire acondicionado en las oficinas públicas: veintiséis grados de temperatura mínima en verano y veinte de máxima en invierno. El primer ministro de Japón, incluso, mandó a los hombres a no usar corbatas ni trajes en verano para evitar calores de sobra, jura Raquel. Y Julieta supone que su hermana está inventando la historia. Y a ella qué le importa lo que hagan con el frío o el calor al otro lado del mundo: nunca vestirá kimonos ni caminará sin zapatos entre baldosas nacaradas como lo hizo quizás su propio padre en la última gira a Oriente. Nunca se acercará ni remotamente a Japón. Julieta no llegará a los veinte años y su hermana se va a quedar sola como una ramita de bambú.
—Que se mueran de calor —frena por fin el palabreo.
—¿Quiénes? —se desconcentra Raquel.
—¡Los japoneses, los japoneses!
Y la hermana sana mira a la hermana enferma, echada sobre esa cama de sábanas tiesas como varitas curtidas, con ganas de decirle: «Calma, hermana». Pero en realidad es ella, la sana, la que necesita esa tarde un golpe de calma. Raquel no es una mala persona: se come las uñas, estornuda igual que un gato, anda dando las gracias todo el tiempo. Hasta cuando la ignoran dice oh, muchas gracias. Pero se le caldea el cerebro con tanta facilidad que saca los razonamientos en bruto y no se da cuenta.
***
Dos noches atrás recibieron la llamada del hospital. El teléfono nunca daba buenas noticias. Cada una levantó un auricular. Raquel en el aparato del dormitorio; Julieta en la cocina. «El miércoles a las cuatro de la tarde dispongo de pabellón», informó el doctor Lemus. Y aunque aseguró que lo dejaba a su criterio (al de Julieta, que naturalmente no era el mismo criterio de Raquel), hizo ver que se trataba de un asunto urgente. En plural lo dijo: «Es urgente que tomen una decisión». Como disimulando lo obvio: «Es de vida o muerte, señoritas». Pero la enferma prefería cualquier cosa, morir mañana mismo, antes que terminar como planta o perro. El cirujano reiteró entonces lo del cincuenta por ciento de probabilidades. Y habló de los cuidados postoperatorios y de las probables secuelas y del riesgo vital, bajo pero real, que toda intervención quirúrgica acarreaba. Y de la decisión que a fin de cuentas es enteramente suya, señorita, espero su llamado. Ni bien cortaron el teléfono Raquel alcanzó a su hermana en la cocina y se vio repitiendo las mismas palabras del médico. «Hay un cincuenta por ciento de posibilidades de éxito, ¿por qué no lo miramos así? ¿Por qué no tenemos fe una vez que sea?», marcó el plural con algo que a Julieta le sonó a demagogia. Ella no sólo carecía de fe en la medicina en general y en el doctor Lemus en particular, sino que también descreía de los milagros, de las excepciones, de los padres y de los hijos y también de los hermanos. Y al escuchar la voz del médico en el teléfono ya había tomado la decisión: antes muerta que meterse al quirófano.
Raquel, sin embargo, seguía alentándola.
Julieta hizo como si no existieran las rogativas de su hermana y salió de la casa con rumbo indefinido. Eran las nueve y media de un lunes de fines de diciembre. Caminó por calles llenas de guirnaldas navideñas. Pasadas las diez de la noche se encontró frente a una glorieta desierta. Imaginó que había una orquesta y que ella estaba entre el público. Al hombre del arpa se le rompía una cuerda. Miraba para todos lados y nadie lo ayudaba. Julieta tampoco lo ayudaba. Luego se puso a caminar de vuelta hacia la casa.
Raquel la esperaba despierta. Peor: despierta y con un puñado de somníferos en la mano, a punto de llevárselos a la boca. El frasquito vacío en el velador. Pero no había vasos ni jarros ni una botella de agua siquiera. O sea que además de tragarse las pastillas, pretendía asfixiarse. O estaba blufeando. Tal como blufeó su propia madre una pila de veces hasta que lo hizo. Antes había sido lo del padre, pero eso no fue con pastillas. Estaba de gira con la banda y ensayaba las piezas que interpretarían en la ceremonia. El jefe de la delegación local le había prestado un koto, y ya casi lograba domesticarlo cuando se coló el proyectil en el recinto. Una bala perdida, dijeron los periodistas, un accidente. Nunca pudo probarse lo contrario: que hubiera sido una bala orientada, algo más que un tiro loco. La ceremonia de inauguración del campeonato mundial siguió su curso regular. A la familia le avisaron oficialmente dos días después. Una llamada telefónica desde el mismísimo Japón. Ring y adiós. Ya era demasiado tarde: la madre y las hijas lo habían visto por televisión, en el noticiario de las nueve, justo antes del documental sobre el vigésimo aniversario de la llegada del hombre a la luna.
***
—Si no te internas me mato —dijo Raquel con un tono muy agudo. A Julieta le pareció que su hermana maullaba.
—Ya está, nos morimos las dos —concluyó la enferma.
Raquel abrió la palma de la mano y dejó que las pastillas cayeran al suelo. Una a una la treintena de píldoras blancas. Después se aferró como almeja al brazo de su hermana, y se largó a llorar.
Julieta terminó transando. Al día siguiente llamarían al médico y al subsiguiente se internaría en el hospital. Pero fue sólo para calmar el lloriqueo de la hermana y alejar el fantasma de la madre, que cada vez se les aparecía con más frecuencia, apestando a barbitúricos vencidos. Y también al del padre, que bajo la tierra de Oriente zumbaba en sus cabezas. Pero la verdad de las cosas es que Julieta ya no estaba encariñada con la vida. Tras los episodios del padre y de la madre había tenido un cactus, un pez azul de acuario y un sobrino en segundo grado (un hijo de un primo). Consideraba que había superado la trágica orfandad: casi el árbol, casi el animal, casi el hijo: la cadena natural, según los psicoanalistas. Había marcado el visto aprobatorio en los tres ítems principales de sus interminables listas y ahora sólo tenía a una hermana llorosa y un tumor desplegándose cuesta arriba por su estómago. Dadas así las cosas, morirse no era un problema. El problema real era cómo y cuándo.
***
Deben haber tenido siete y nueve años. Siete Julieta y nueve Raquel. Entonces pensaban que eran catalépticas. No sabían bien qué era la catalepsia, pero les parecía que no estaban cien por ciento vivas. El aire se les suspendía de repente y las mandaba a un lugar impreciso, que no consistía en la vida ni en la muerte. Pero lo más raro no era la catalepsia misma sino la coordinación cataléptica. Es decir el acoplamiento entre las hermanas: dos vivas muertas o muertas vivas en el mismísimo instante. Una estaba dormida y la otra despierta, y si la primera entraba en la fase cataléptica, como le llamaban ellas a ese estado en que podían escuchar e incluso ver todo pero no emitir sonidos ni movimientos corporales; en esa fase de suspensión vital, de borrado, la que estaba en apariencia dormida ponía toda su energía en mover un dedo, apenas un guiño en la parálisis del cuerpo, de manera que la segunda pudiera sacudirla a tiempo y salvarla de la pesadilla. Solían dormir tomadas de la mano.
La noche que vieron al padre en el noticiario —escucharon el reporte del periodista japonés, en realidad— padecieron uno de los sueños mejor coordinados de sus vidas. Raquel primero; Julieta después. Con minutos de diferencia, soñaron exactamente lo mismo: vieron al padre con un traje espacial dando pasos temerosos sobre una luna llena de polvo. El hombre cargaba el arpa en una mano. De un minuto a otro se sentaba en un cráter y se ponía a tocar. Pero el sueño era sin sonido, de manera que el padre tocaba como al vacío. Las niñas no estaban dormidas ni despiertas a cabalidad. Coordinadamente inmóviles, escuchaban la voz de la madre que se filtraba desde la cocina. Parecía salir de un túnel esa voz que hablaba sola. O que le hablaba a la ventana o al mismo padre o, quién sabe, al más allá. «Yo no fui», repetía, «yo no fui».
***
Cuando salieron de la casa rumbo el hospital, esta mañana, el sol era un disco macabro de rojo. Parecía, así lo vieron las hermanas, que se iba a reventar arriba de sus cabezas.
***
Ahora Raquel ha dejado a un lado Japón, pero vuelve con el aire acondicionado. No puede soportar el silencio aséptico de la sala que habita su hermana. Sabe que si Julieta se duerme no podrá despertarla. Entonces habla. Dice que el hombre no está hecho para temperarse y que el atropello a la naturaleza y que el fin de la civilización y que la humanidad estallando en pedacitos y que la hecatombe, doctor, buenas tardes, lo estábamos esperando. El doctor Lemus, con cara de anestesia, informa que la cirugía será finalmente a las seis de la tarde. O sea, en cuatro horas más. Veinte o veintiún grados, calcula Julieta que hay en este momento en la sección de oncología. Para qué temperan a estos enfermos, piensa, si en un rato más, horas, días, con mucha suerte meses, se hallarán bajo tierra, muertos no de frío sino de muerte en serio. Y para qué sube las cejas y mueve las manos en espiral y dice todo eso que dice y que dos noches atrás expuso sintéticamente al teléfono el hombre con delantal blanco y cara ya no de anestesia sino de palo, de garrotazo en plena cabeza; para qué todo eso si Julieta no se va a salvar.
—¿O sea que tendría que pasar dos noches en el hospital? —pregunta Raquel.
—Por lo menos —confirma el médico.
El hombre la mira con un gesto que Julieta no sabe si es de lástima o fastidio. ¿Qué se creían?, piensa la enferma que piensa el médico, ¿que operarse era qué? No se creían nada. No lo imaginaban simplemente. Uno no imagina que va a ganar la partida al cactus, al pez, al sobrino. La hermana mayor pregunta sobre un par de aspectos técnicos. A Julieta no le dan la palabra. Se supone que en esta etapa los enfermos se entregan sin chistar. Entregan el hígado, la columna, el estómago, la voluntad, lo que haya que entregar y se olvidan. Pero ella no: ella hace como que se olvida y los deja hablar. Ha prometido internarse; no enterrarse en el quirófano.
—¿No viene con su ropa de cama? —se asombra el médico.
—Pensamos que la daban acá —responde Raquel en plural solidario.
—No —dice el hombre. Julieta lee lo que sugiere su escueta negativa: ¿pensaron que venían de paseo las perlas?, ¿pensaron que era un chiste?
—Se nos olvidó —dice la enferma.
Y entonces el doctor ordena (ahora sí con cara de fastidio) que Raquel vaya de inmediato por los efectos personales de su hermana. Tiene dos horas para traer la camisa de dormir, la bata, las pantuflas, el cepillo de dientes, alguna revista o un libro, lo que haga falta.
—Oh, gracias —se despide la mujer antes de salir de la sala—. Muchas gracias.
***
Julieta está sola en la sala del hospital. La sala doce, en el cuarto piso. Cierra los ojos, busca un pensamiento en su mente desordenada. Quedar como planta o como perro. Abre los ojos, se levanta. El doctor Lemus ha dejado una bata verde y un gorro plástico sobre una silla. Duda si ponérselos o no. Calcula que le traerían más dificultades que beneficios, y entonces deja el vestuario de interna ahí mismo. Camina con pasos seguros hacia la puerta. Mira acá y allá: desierto. No falta nada para Navidad; en estas fechas todo el mundo anda distraído. Los médicos, las enfermeras, hasta los mismos enfermos parecen vagar en otra dimensión. Justo frente a la puerta se detiene un empleado con una escoba que a Julieta le parece de bruja o de extraterrestre. El hombre la saluda con un movimiento de cabeza. Julieta responde el gesto con cortesía de sobra. Como si hubiera dicho: «Tanto tiempo, señor marciano». Lo ve perderse por el pasillo y toma el camino en sentido contrario. Julieta cree conocer de sobra el hospital por los relatos de su propia madre. Tantas veces habló de lo mismo. Veintidós años trabajando como enfermera. Jefa de personal, incluso, los últimos días. Hasta que pasó lo del padre, la gira, la bala, la noticia en la pantalla empañada de golpe por la superficie polvorienta de la luna. Después la madre abandonó el hospital. Debió haber entrado como enferma por la puerta de urgencia, pero no llegó. Porque se tragó las pastillas de una vez en la casa, en la cama, con la luz apagada y doble llave a la puerta, y sanseacabó.
Julieta sabe que los ascensores están en el sector norte, justo donde termina el pasillo de urgencias. Camina hasta ahí. En menos de diez segundos se abre la boca del ascensor: viene vacío. La mujer entra y pulsa el botón en el número nueve. Las puertas se cierran y empieza a elevarse. Ya está, se dice, dos minutos más y todo habrá terminado. Cierra los ojos, trata de encontrar el pensamiento que otra vez no viene. Ahora llega a su cabeza la madre hablándole de los laberintos del hospital, del casino en el subterráneo, de las salas de urgencia y por fin del piso nueve: la gran explanada con vista a la ciudad. El precipicio con sus fauces abiertas. Pero no es eso lo que ve Julieta al bajar del ascensor, sino un hombre de mameluco azul acompañado de una tropa de obreros con maquinaria pesada y las primeras huellas de lo que, recién se entera, será el gran helipuerto del hospital. El precipicio polvoriento, cubierto de escombros que bien podrían ser cráteres, plagado de obreros con cascos y guantes.
—Está prohibida la entrada a la obra. —La frena el hombre del mameluco. Y como no recibe respuesta de parte de la mujer, insiste con una variante—: No está permitido el ingreso de pacientes, ¿me oye?
Si supiera él lo impaciente que está ella en ese momento; la urgencia que tiene por acabar de una vez con todo. Ni perro ni planta, ¿cómo decirle? Pero el hombre insiste con que debe retirarse, disculpe, señora. Si supiera él cuánto quiere retirarse ella; si sólo comprendiera que ya no está del todo ahí, que oye más allá de las palabras, que ve lo que quizás sea un satélite o una estrella primeriza como pintada en el cielo y se imagina la ciudad en la superficie, la ciudad que no volverá a pisar, las guirnaldas anunciando una Pascua feliz para todos allá abajo, y arriba el cielo como una ciudad patas para arriba con esos brillos que acaso sean pura ilusión. Y Julieta tiene el recuerdo, que se le borra enseguida, de los hombrecitos fluorescentes, galácticos, en la pantalla del televisor.
—¿No me está oyendo, señora? —dice el hombre que con toda seguridad, piensa ahora Julieta, comanda estas obras. El hombre que impide el final perfecto.
***
Raquel fue la primera en verla muerta. Golpeó a la puerta cinco, diez, veinte veces. Esperó. Volvió a golpear. Entonces lo supo. Rompió el vidrio de la ventana, trepó y se coló en el dormitorio de la madre. Estaba tendida sobre la cama, con el frasco de pastillas a un lado y un hilito de saliva o de agua o quién sabe de qué líquido corporal corriéndole por el borde de la boca. Raquel le juntó los labios. No fuera a ser cosa que se le metieran hormigas y la comieran por dentro. Era la primera vez que veía un cadáver. Al padre lo habían mandado hecho cenizas en valija diplomática. Un cofre plateado con un escudo y una banderita que llevaba su nombre, al modo de un trofeo. Incluso habían visto el arpa, la maleta, la ropa, su afeitadora, un par de fotos instantáneas tomadas en Kamakura. Pero nunca lo vieron muerto. Dos años después la madre tampoco dejó cartas ni mensajes ni explicaciones.
—Tiene jaqueca —le mintió Raquel a Julieta, cuando la vio llegar—. Es mejor que la dejemos dormir un rato, tú sabes.
Las hermanas sabían que a la mujer le daban esos dolores que por poco le volaban la cabeza. Y no había nada que hacer. Dejarla dormir, nada más. Y entonces la dejaron dormir, morir.
Pero antes fue ese silencio nuevo que Raquel no hallaba cómo ocupar. Sabía que Julieta sabía que le estaba ocultando algo. Primero se puso a hablar del padre, pero ese era un tema que abría demasiadas ventanas. Así que las cerró y se lanzó con la luna. Julieta cuchareaba un yogur y la oía sin atender el significado exacto de las frases que salían como coágulos por la boca de la mujer que era su única hermana.
—Te voy a decir algo —dijo Raquel de golpe y esperó un par de segundos para arrojar su revelación—. El hombre nunca llegó a la luna.
Raquel dijo esa tarde que la tecnología del Apolo 11 era tan pero tan primitiva que, oye, imposible salir de la Tierra; que el computador con el que supuestamente operaban desde el espacio tenía menos memoria que una lavadora. Y otra cosa: ¿por qué no había estrellas en las fotos tomadas desde la luna por los tripulantes? Se supone, dijo Raquel que decían los expertos, que el cielo de allá arriba era cristalino como el agua, sin atmósfera, sin nubes: ¿dónde estaban entonces las estrellas? Y para colmo: ¿cómo era que la bandera norteamericana flameaba? ¿Cómo, si en la luna no había viento? Todo era un fraude, aseguró la mujer que aseguraban los científicos del mundo: una conspiración.
—El hombre no ha salido jamás de la Tierra —remató Raquel—. ¿Te das cuenta?
Julieta no supo qué responder. Puede que la hermana mayor tuviera razón; puede que no. A ellas, pensó, no les cambiaba la vida si el hombre llegaba o no a la luna. Mientras pudiera llegar a Japón, ya tenían bastante. Entonces se acordó del yogur que estaba comiendo y abrió la boca para recibir la última cucharada.
Pasaron los siguientes minutos calladas. Hasta que Raquel no aguantó más.
—Te voy a decir la verdad —dijo. Y lo hizo—: Mi mamá está muerta.
Y mi mamá era también su mamá, y Julieta dijo qué dices y vio caer el vasito de yogur al suelo y corrió a ver a su mamá, a mi mamá, a la mujer que las acababa de volver cien por ciento huérfanas.
***
La vida había corrido demasiado rápido para las hermanas. Primero el padre, después la madre, después inercia. La vida como un tropezón. Siguieron coordinando la catalepsia y se habituaron a las pesadillas bilaterales. Y ahora, sin haberlo soñado, entraban de urgencia al hospital.
***
A Julieta se le ocurre que en el piso ocho quizás haya ventanas. El final casi perfecto. Como el cactus, el pescadito azul, el hijo del primo. Baja la escalera corriendo; catorce escalones. Lo que encuentra es una sala común con cuatro o cinco ventanas; ninguna lo suficientemente amplia como para hacerlo. Además, llenas de gente con cara de calamidad. No es sólo la cara, piensa, son ellos mismos la calamidad. Como para lanzarlos a todos por la ventana. Otros catorce escalones en dirección a la tierra: piso siete. En el pasillo aparece un hombre con barba de mahometano, extremadamente larga. A Julieta le recuerda a alguien; no se acuerda a quién. Buenas tardes, buenas tardes. Piso seis. Adelante, dama, la hace pasar un individuo con delantal verde. ¿Un paciente? ¿Un enfermero?
—¿Con quién tiene hora?
—Con el doctor —dice Julieta.
—¿Qué doctor?
—El doctor —insiste. Y se apunta el estómago—. Tengo cualquier cosa aquí adentro, ¿sabe?
El hombre sigue preguntando a qué doctor busca, pero Julieta ya está de nuevo en la escalera. Piso cinco. Muy poca altura para tirarse, quizás habría que buscar otra fórmula. Un baño, colgarse de un tubo en el baño. ¿Pero con qué? No usa cordones en los zapatos ni cinturón. Y por lo demás los baños son minúsculos. Si al menos hubiera una tina para sumergirse. Puras salas con tubos: piso cuatro. Su propia sala deshabitada. Gente que espera, pasamanos añosos, oxidados de tanta mano enferma, gente que languidece en los camastros, pieles estriadas, la vida como una tela demasiado fina. Piso tres, dos, uno, cero. Escalones que conducen a un subterráneo con olor a puré. Ahí mismo comió su madre tantísimos años, se le ocurre a Julieta. Puré con vienesas, puré con ensaladas, puré con puré. Quizás abriendo el gas de las cocinas del hospital. Pero, ¿cómo? Para eso es mejor regresar a casa y cerrar las ventanas, asegurar las puertas, prender el horno, esperar que el gas se la lleve, meter la cabeza. ¿Planta o perro? Julieta comprende que su propia aniquilación no depende de ella. Y como si no estuviera a punto de cometer lo que quiere y no puede cometer, se da cuenta de que su estómago tampoco la sigue y ahora cruje de hambre. No de dolor ni de estar a punto de reventar; cruje de hambre, de hambre el infeliz. Ve pasar una bandeja con puré y no puede evitarlo.
—Deme un poquito, por favor —se ve mendigando con una bandeja plástica en el casino del hospital; en el subterráneo en vez del noveno piso: puré en vez del despeñadero.
—¿Con qué lo va a querer?
—Solo.
Y el puré solo es lo más rico que ha probado en sus diecinueve años de existencia. Se lleva cada cucharada a la boca como si fuera la última ración del planeta. Y piensa que quizás lo sea. El mismo puré que comía su madre en la hora de colación. Y se da cuenta de que entró en el conteo de las últimas veces de todo. La última vez que me llevo una cucharada a la boca, la última vez que respiro este aire; la última lista sin terminar. Veinticinco grados, calcula que hay en el casino del hospital a las cuatro y media de una de las últimas tardes de diciembre en Santiago.
Julieta deja el plato a un lado y se sienta en la escalerita de la entrada. Cierra los ojos. Quiere dormir, pero no puede. Quiere suspender el aire y llegar a ese lugar cataléptico, impenetrable, que no es la vida ni la muerte. Apoya la cabeza en el muro e imagina que sueña. Lo lógico sería que vislumbrara un perro o una planta, pero no. La mujer sueña ahora, en el subterráneo del hospital, lo que probablemente sueñe su hermana esa noche o las siguientes noches sin ella. Sueña que es un pescado azul de cola pálida y fabulosamente larga, una cola de metros, de kilómetros, con la que se desplaza como si volara, como si no estuviera en el agua sino en el aire, y nada o vuela y atraviesa una laguna o una galaxia y no llega y no llega nunca al otro lado.
Santiago de Chile, 1970. Ha publicado las novelas En voz baja (1996, Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2003) y Dile que no estoy (2007, finalista del Premio Planeta-Casa de América y Premio del Círculo de Críticos de Arte), el cuentolargo Naturalezas muertas (2010), los libros de cuentos Malas noches (2000), Últimos fuegos (2005, Premio Altazor), Animales domésticos (2011), Había una vez un pájaro (2013) e Imposible salir de la Tierra (2016) y el libro de crónicas y ensayos Cruce de peatones (2012). Ha escrito para las revistas Gatopardo, Letras Libres y El Malpensante, entre otros medios. En 2003 obtuvo la beca del International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos. En 2008 recibió en Alemania el Premio Anna Seghers de Literatura.