In excelsis Deo

1 agosto, 2013

La reconocida poeta guatemalteca Ana María Rodas comparte con Carátula una historia cuya idea, comenta, «surgió de una tarde en que fui a tomar té a una cafetería de la zona 10 de esta ciudad. Era cerca de navidad y una mujer muy disgustada, estando de pie junto a la mesa donde había una pareja (nunca le vi el rostro al hombre) les tiró con fuerza, sobre la mesa, una maceta pequeña con flores de pascua, haciendo un desastre total. Salí corriendo porque no quise ver el final de aquello y un día, tres o cuatro años más tarde, me senté a escribir el cuento.»


La primera vez que la encontré fue en la facultad. Compartíamos alguna clase, pero yo encontraba que esa mujer era demasiado tiesa, demasiado bien vestida y aderezada como  para ser una estudiante de letras. Las estudiantes en general son mucho más fluidas, más espontáneas. Andan en jeans y camisetas, con el pelo suelto o recogido, pero al natural. Aquella mujer usaba ropa extranjera, tacones altos, todo el tiempo llevaba medias y sujetaba el pelo con suficiente laca como para  que ni siquiera un vendaval le sacara una hebra de aquel peinado que diariamente salía de un salón de belleza. Del maquillaje, ni hablar. Mientras todas íbamos a clases con el rostro lavado, la mujer –era notorio- gastaba suficiente en cremas, potingues, arreboles, lápices de labios, kohl o lo que fuera y mascara a prueba de agua. Aquello no era un rostro, era una máscara.

Fue Sagrario, la irreverente y audaz quien halló, no el sentido sino la expresión  que escondía el maquillaje. Todos sabíamos que bajo aquella careta se disimulaban los rasgos de algún animal, pero nadie, hasta el momento en que Sagrario botó la mitad de su refresco y nos embadurnó con el pastel de chocolate, tan rápidamente se levantó de la silla en la cafetería, había logado ver bajo las pastas, repellos y cernidos de la mujer. Y tuvimos que estar de acuerdo con Sagrario, aún cubiertas de chocolate y horchata, porque efectivamente, había dado en el clavo. Y reímos, y reímos y reímos.

Una mañana en la que el profesor no llegaba, la mujer se dio vuelta y me dijo: Elsa, tengo un problema muy serio, y antes de que pudiera atajarla  me lo lanzó sin que yo tuviera el menor interés en saber qué lío la aquejaba. Ya no quiero a mi marido, me dijo mostrando por primera vez un gesto diferente, doliente, en el rostro.  Ah! Le contesté. Eso tiene arreglo muy fácil: divorciate.

No puedo, me dijo en voz baja y hasta me dio lástima la actitud que tenía, de desgaste, de ruina, de no saber qué hacer. Divorciate, insistí. No le habría aconsejado ese camino liberador si no hubiera, yo misma, pasado por ese trance.

No puedo, insistió, mi marido tiene un puesto muy alto en una compañía internacional, gana muy bien, me da todo lo que necesito y más. No puedo, aseveró: ¿qué voy a hacer sin dinero? Y la visión de tener que trabajar para ganarse la vida fue tan concluyente que se recompuso la máscara al instante. Todo sucedió tan rápido que hasta llegué a creer que lo había imaginado, pero la leche ya corría entre los escritorios y hasta me dieron ganas de levantar los pies para no mancharme.

Si antes no tenía el menor deseo de tener relación alguna con ella, su confesión me hizo rechazarla de tajo. Terminó el curso y tuve buen cuidado de no inscribirme en alguno en el que ella pudiera estar.

El psiquiatra los veía por encima de los anteojos.  Eran lo que se llama una bonita  pareja según todo el mundo; inteligentes y exitosos en sus respectivas profesiones; sabía de ellos porque aquí todos se conocen.  ¿Para qué habrían llegado?

Ambos guardaron silencio por algunos minutos; finalmente el médico preguntó.  El hombre continuó silencioso y ella habló, no sin echarle una mirada de reojo al marido.  No muy decidida al principio, titubeante sin duda, pero habló.

—Estamos aquí porque… tenemos ya años de estar peleando. Y ya no aguanto. Ya no aguanto.  O las cosas cambian o…— calló por un momento y juntó las manos con fuerza, entrelazando los dedos como hacen algunos niños al rezar. Se decidió, pensando que mejor se tiraba al agua de una vez

—La verdad, —dijo y las lágrimas comenzaron a correrle por la cara— Carlos me trata como si fuera un mueble más de la casa, no habla casi nunca y cuando habla… no habla,  no habla, grita.  O está callado o se pone a gritar y según yo, eso no es natural en un matrimonio. No es natural en ninguna persona —agregó tan bajito que el médico casi no escuchó la última frase.  Y pensó en todas las personas que habían pasado por su consultorio a lo largo de los años, recordando sus características más ingratas, más violentas, pero por supuesto, no hizo comentario alguno.

El hombre se enojó mucho pero se contuvo, aunque el disgusto le tiñó de rojo la frente. ¿Para qué contaba ella esas intimidades? Tan rápido, como si uno no tuviera que saber antes cómo era ese psiquiatra. Cruzó los brazos.

  —¿No es cierto que una relación se sostiene mejor con la comunicación?— preguntó la mujer por cuya cara continuaban resbalando las lágrimas.

Ahora, los dos hombres permanecían callados. El médico porque esperaba que el hombre rompiera el mutismo.  Carlos, porque para él eso de la comunicación eran babosadas.  ¿Acaso no tenían ya más de quince años de casados? ¿Qué comunicación necesitaba Elsa? Se conocían muy bien ambos, lo que pasaba era que su mujer necesitaba hablar todo el tiempo; hablar babosadas. Necesita ruido constante, pensó finalmente. Eso es, necesita ruido constante.

— ¿Es cierto lo que dice su esposa?

— ¿Eso de que no hablamos? No, no es cierto. Sí hablamos.

— No, —contradijo ella en voz bajita— no hablamos ya de nada. Además… no es cariñoso conmigo. No me toca nunca, no me besa, no me abraza.

El marido apretó los brazos con más fuerza. Eso era ya demasiado. Si hubiera sabido que iba a hablar de todas esas intimidades, que las cosas más privadas iban a salir a flote, se habría negado a acudir a aquel lugar. Pensó en levantarse e irse pero no lo hizo, y no comprendía bien por qué se quedaba sentado allí. Tal vez para que el psiquiatra no pensara mal de él. A regañadientes se quedó pero juró para sus adentros que no iba a decir nada.

El psiquiatra dirigió su atención a la mujer porque era muy evidente que el marido no iba a hablar.  Le sorprendió la franqueza de ella. Por lo general, tenían que pasar semanas y muchas sesiones para que alguien expusiera tan claramente sus quejas.

Ella habló y habló y lloró y empapó un kleenex detrás de otro, enrollándolos cuidadosamente en la medida en que se desahogaba. Amontonó una especie de  proyectiles de algodón en el regazo. Luego, al terminar la sesión, los recogió de la falda y los metió entre su bolsa.

El camino a casa fue penoso para ambos, y cuando llegaron ella fue enseguida a encerrarse en el dormitorio; él se metió en la salita a fumar y a escuchar las noticias.  Sirvieron la cena pero la mujer no bajó. Cuando se metió a la cama, ella dormía.

 El siguiente miércoles pensó varias veces en no acudir a la sesión con el médico. Pero a él también le pesaban los disgustos.  A lo mejor  había posibilidades de cambiar las cosas.  No era una mala mujer.  Sólo que esos arrumacos de abrazar y besar no lo atraían para nada. Alguna vez, en años pasados, sí. Pero ahora  los besos, en la cama y solo por el sexo.

Esta vez, Elsa regresó al tema y opinó que las mujeres necesitaban de las caricias y de los besos, sin que hubiera intención sexual ulterior.  Dijo varias veces, como si quisiera que quedara bien claro, que los hombres no comprenden la necesidad de las caricias para las mujeres.  Se atrevió a decir que los abrazos y los besos, a lo largo de la semana, vienen a ser una especie de afrodisíaco que surte sus efectos el domingo por la tarde.

El marido rompió su silencio sólo para negar. El psiquiatra trataba de hacerlo hablar, pero aunque habló dos o tres cosas incoherentes, en el fondo no dijo nada. Ya protegido por un silencio cerril se insultaba por dentro por haber dicho que sí cuando ella sugirió e insistió en buscar un terapeuta. Que ella se quejara, bueno; pero él…

Un par de meses más tarde, aburrido de estarle siguiendo el juego a la esposa, que a su juicio se hacía la víctima como si el médico fuese un juez, y encolerizado porque él se sentía inocente de todo el enredo, se soltó por primera vez.

—Es que Elsa querría tener mi atención constante. No puede estar en silencio porque le da angustia. En cuanto a que yo no soy cariñoso con ella, no es cierto. Lo que sucede es que ella me rechaza. Y entonces, si uno se siente rechazado, se aleja. Es cierto, me he alejado, pero es culpa de ella.

—Porque cuando me besa es sólo para hacer el amor, no me besa por cariño, y yo no quiero que seamos una pareja que sólo besa y coge en domingo— se quejó la mujer.

El marido insistió en que se sentía rechazado y que ese rechazo era la causa de su distancia. Aprovechó la circunstancia para dejar bien claro que la quería tanto que habían tenido que dejar amigos y actividades para no molestarla porque era celosa y controladora.

Entonces fue Elsa la que se indignó, replicándole que si había dejado de salir lo más seguro era porque estaba deprimido y que era ella quien tenía que estar inventando ocurrencias para salir, pero que en los últimos años lo único que Carlos aceptaba era ir a almorzar afuera los domingos, que cualquier otro viaje le parecía insólito, y que de todas formas, la dichosa depresión lo llevaba a levantarse tarde entre semana, a mediodía los fines de semana, de manera que aunque estuviese en casa, ella se sentía solitaria.

—Hago mi desayuno y me lo llevo a la cama los domingos para ver algún programa y tener la ilusión de que comemos juntos. Veo la tele y él duerme, pero ya no soporto ese ritual inútil.  Y cada vez me siento más solitaria. Pero usted ¿por qué cree que no quiero hablar de estas cosas con él? porque siempre terminamos en un pleito terrible.  No sabe hablar, sólo pelear.

 El psiquiatra echó una mirada al reloj. El tiempo se acababa.

—Bueno, me parece que ustedes tienen algunos problemas, pero no son irresolubles, y la solución comienza hablando. Lleguen a algunos acuerdos, platíquenlos entre sí, lleguen a algo y nos vemos la semana entrante.

En el camino a casa, y envalentonada porque el médico había casi ordenado que hablaran, Elsa lo hizo.

— ¿Qué podés proponer tú para comenzar a arreglar la situación?

Silencio.

—Por favor, decí algo, hacé alguna propuesta. Siempre soy yo la que propone cosas.

Silencio

—Por favor Carlos, hablame.

—¿Y qué querés que diga?

—No sé, lo que pensás.

— ¿De qué?

—De lo que nos dijo el psiquiatra, que hablemos de nuestros problemas… que lleguemos a acuerdos.

El hombre se sulfuró y respondió gritando:

—¿Y a qué acuerdos querés que lleguemos? Porque los acuerdos sos vos la que los fija, yo no digo nada nunca, sos vos la que ordena.

—Por favor, Carlos, no se trata de pelear sino de hablar, de entendernos…

El hombre no le prestaba atención, aceleró un poco más, gritó un poco más, y así gritando él y llorando ella pasaron por la Avenida Reforma, en camino a la casa.  Los empleados de la cervecería comenzaban a colgar los adornos navideños en los árboles de la calle.

Las siguientes idas al psiquiatra no sirvieron de mayor cosa.  En todo caso, Carlos estaba cerrado y distante y a regañadientes aceptó un convenio que implicaba que él tendría que ser cariñoso con la mujer y levantarse temprano para desayunar juntos. Elsa por su parte, no debía ser controladora y dejarlo que regresara a casa a la hora que a él le fuera conveniente.

Elsa aceptó feliz. Lo cierto era que no controlaba a su marido, ni le habría interesado jamás hacerlo.  No estaba en su personalidad.  Tenía su propio trabajo, que consistía en dar clases en una universidad, con lo que pasaba buen tiempo preparando materiales, corrigiendo los trabajos que entregaban los alumnos. Las horas libres las invertía en comprar alimentos, arreglar la casa, leer para que el tiempo pasara y el marido llegara a la casa. Ya ni siquiera hacía tiempo para reunirse con las amigas, que poco a poco dejaron de invitarla a salir a tomar café, irse a almorzar a Antigua algún sábado.

La mujer no lograba explicarse por qué no hallaba tiempo para sí misma.  En un momento  tuvo un atisbo de lucidez y acudió sola al psiquiatra para contarle sus dudas al respecto.

—Usted qué cree. ¿Por qué no es capaz de hallar tiempo para usted misma?

Elsa trató de encontrar la razón en la cantidad de trabajo que tenia, pero ni ella misma se lo creyó. Llevaba ya algunas semanas pensando en el asunto e intuyó que jamás iba a ver el rostro de la verdad a menos que hablara de la cuestión con alguien.  En determinado momento, sentada en una esquina de la cama, y viendo hacia el espejo del closet  se dio cuenta que pararse frente al espejo era la única ocasión que tenía de hacerse la ilusión de estar con otro ser humano. En ese momento tomó la decisión de acudir sola a la clínica.

—He perdido el valor que siempre he tenido en mi vida— dijo casi inaudiblemente, pero en el silencio de aquella mañana, sin el bullicio de las tardes, llenas de automóviles, bocinazos y portazos en las otras clínicas, su voz se escuchó claramente.

—Y por qué  lo ha perdido?

—No lo sé — susurró apenas.

Se quejó de nuevo con el psiquiatra llorando y enrollando cuidadosamente sus kleenex. El psiquiatra casi bostezaba. Tenía semanas de estar recibiendo a la pareja, las cosas no avanzaban y él, que ya tenía todo el cuadro totalmente desmenuzado, no veía las horas de que aquello acabara. Al principio pensaba en que habría alguna forma de  arreglo. Habría querido que hubiese alguna forma de arreglo. Ahora tenía rato de haberse dado cuenta de que la cosa no  iba a ningún lado, pero no había encontrado una forma decente de decirles olvídense, esto se acabó. Y la había buscado, Dios sabía, pero siempre hay que esperar a que los pacientes encuentren la salida lógica, la única posible, que la mayoría de las veces casi es una tragedia.

—Bien— dijo finalmente el médico, como estamos tan cerca de Navidad, creo que será bueno para todos que nos demos un respiro.  Vio su agenda de escritorio y anotó algo para un día de la segunda semana de enero.

—Bueno, vengo sola— aceptó Elsa y salió de la clínica.  Ya no había clases, ni tenía trabajo alguno pendiente. Era temprano, estaba libre para ir algún lugar que le gustara. Total, Carlos jamás iba a almorzar a la casa. Se sintió contenta de tener unas horas para sí misma en aquella mañana decembrina, cuando todo el mundo andaba por las zonas comerciales, resoplando y resollando, buscando regalos de esos de última hora que ni son buenos para el bolsillo del comprador ni le gustan a quienes los reciben porque no fueron meditados sino producto del arrebato.

Se dirigió a la librería más grande que le quedaba cerca y que no estaba en la trampa de los centros comerciales. Una de esas librerías donde dan ganas de perderse y no salir nunca; con una cafetería adosada para que los clientes descansaran y le echaran un primer vistazo a lo que habían comprado. Gloooriaaa, glooooriaaa, gloria aaaaa  gloria, in excelsis Deo, decía una bocina colocada cerca de la caja.

Entró, buscó despaciosamente, se sentó a leer para saber cuáles libros llevaba y al llegar a pagar notó que la cajera la veía con aire de susto, o de preocupación.  Pagó y se dirigió al café, para hallarse con que en una mesa medio cubierta por una columna estaba Carlos sentado con otra persona: hablaba y hablaba y hablaba y le sostenía cariñosamente la mano a una mujer. Se notaba el aspecto de interés en el gesto del hombre.  La mujer, sonreía coqueta y se movía como se mueve lentamente un pavo real antes de prepararse a extender la cola.

Elsa se sentó en una mesa lejana cerca de la puerta y cuando llegó el mozo para pedirle la orden comentó:

—Da gusto verlos— y señaló en dirección de su marido y la acompañante.

—Sí —confirmó el joven— ya tienen tiempo de venir aquí y siempre están así, felices.

Elsa pidió un té y un trozo de pastel de manzana. Comió despacio y comenzó a escribir la lista de regalos para algunas amigas cercanas. Los otros, entretenidos en sus arrumacos ni se dieron cuenta de que estaban siendo observados.

Elsa pagó, recogió sus libros y se dirigió a la mesa donde estaban su marido y la mujer. Aquella mujer de la facultad, que no quiso divorciarse para no perder los beneficios económicos de un matrimonio que ya estaba más que muerto.

—Le voy a hacer un regalo de Navidad anticipado— le dijo a ella, que saltó, se puso tensa y pálida— le regalo a mi marido para que no tengan que verse a escondidas. Ya verá cómo es de amable y considerado cuando estén viviendo juntos.

—No, no…— respondió la mujer cuando el color le regresó transformado en rojo violento — usted no sabe, usted se equivoca, yo estoy casada.  Muy felizmente casada— acentuó.

—Sí, se nota; ya se notaba cuando fuimos compañeras de estudios — dijo Elsa con gran sorna y volvió a ver al marido que permanecía sentado con un tono cerúleo que lo cubría completamente, incluso las manos, que le temblaban evidentemente, aun agarradas al borde de la mesa.

En ese momento Elsa reconoció el rostro del animal que Sagrario había descubierto: allí estaba frente a ella, no importaba  con cuánto maquillaje tratara de cubrirlo: la mujer había adquirido los ojos redondos, duros e inquisidores, el pico duro y amarillo, las plumas entre grises y café de un tecolote.

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Ciudad de Guatemala, 1937).
Poeta, narradora, periodista y crítica literaria guatemalteca. Figura destacada del panorama literario centroamericano.

Ha publicado Poemas de la Izquierda Erótica, 1973, Cuatro esquinas del juego de muñecas (poesía), 1975; El fin de los mitos y los sueños (poesía), 1984; y, La insurrección de Mariana (poesía), 1993.

Sus poemas han sido publicados en antologías en español, inglés y alemán en Centroamérica, Estados Unidos, Inglaterra, Colombia, México, Austria, Italia y Alemania. En 1974 la Asociación de Periodistas de Guatemala le otorgó el premio Libertad de Prensa, premio otorgado solamente a periodistas que se destacan en la defensa de aquella libertad fundamental.

Su primer libro, Poemas de la izquierda erótica (1973), tanto por su temática como por la polémica levantada en el momento de su aparición, ha recibido bastante atención por parte de los medios y de la crítica especializada y se ha constituido en punto de referencia para el estudio de la literatura guatemalteca.

Cuatro esquinas del juego de una muñeca (1975) y El fin de los mitos y los sueños (1984). En 1980, su libro El fin de los mitos y los sueños recibió una mención de honor en el certamen de Juegos Florales Hispanoamericanos de México, Centroamérica y el Caribe de 1980 de la ciudad de Quetzaltenango, Guatemala.

En 1990 recibió, simultáneamente, los primeros premios de cuento y poesía en el certamen de juegos florales de México, Centroamérica y el Caribe de 1990, con sus obras La insurrección de Mariana (poesía), y su cuento Mariana en la tigrera.

En el año 2000 el Ministerio de Cultura y Deportes de Guatemala le otorga el Premio Nacional de Literatura "Miguel Ángel Asturias" por el conjunto de su obra.

En el año 2006 la Fundación G&T Continental y la Asociación Cultural Vicenta Laparra de la Cerda, en colaboración con la Hemeroteca Nacional Clemente Marroquín Rojas y el Ministerio de Cultura y Deportes le otorga la Orden "Vicenta Laparra de la Cerda" por su obra literaria y actividad periodística.

Sus libros Poemas de la izquierda erótica, Cuatro esquinas del juego de una muñeca y El fin de los mitos y los sueños, aparecen reunidos por Editorial Piedra Santa en volumen único titulado “Poemas de la izquierda erótica: Trilogía” (2006).