Jaguar

25 noviembre, 2023

Agosto 18
2003

Ronco

Levanta el hocico y enseña las fauces. Alerta, tuerce los bigotes y absorbe la brisa negra que asciende desde la quebrada. La noche ofrece sapos, perros negros y cuerpos de ahogados.

Se relame. Olfatea el aire y con un salto esquiva la luz que emana de la linterna. Corre entre los bejucos, subiendo y bajando ramas, sus rosetas brevemente dibujadas por el haz blanquecino que explora la maleza. Da vueltas a toda velocidad, sorteando los obstáculos que le arroja el monte. Toma impulso, elude un manojo de espinas y regresa brincando hacia el lugar donde se encuentra el hombre. Lo siente avanzar, un ser pesado y torpe que machaca la espesura y pregona su presencia con cada respiro.

Gruñe suavemente para atraer su curiosidad. De inmediato, el haz de luz lo persigue. Agacha las orejas y se contrae para evitar ser visto. Acurrucado, acecha el momento preciso para moverse. Se desliza bajo el tronco de un árbol muerto. Observa desde la negrura, sus ojos dos fuegos fatuos que reflejan el brillo de la luna menguante.

—¡Ronco! Nos vamos. ¡Ven para acá!

Oye la orden, pero no se mueve. Reconoce el tono del hombre. No hay rabia, ni castigos futuros en su voz: el juego continúa. Pega su vientre al suelo ya húmedo y observa cómo la linterna surca los alrededores, coloreando verdes, ocres, marrones, amarillos, grises y azules. Se encoge aún más, la cola en el aire delineando serpientes.

 —Me voy y te dejo solo, ¿me oíste? ¡Nos vamos!

Aguarda paralizado. Las orejas arriba, espera atento a que lo embistan otros sonidos. Tras un silencio, escucha el escándalo que hace el hombre al alejarse por el camino.

Satisfecho, levanta una pata y luego otra. Roza la tierra con sus almohadillas, cuidándose de no perturbar el terreno. Un paso lento y luego otro, bordea el camino sin hacer ruido. Un espectro entre la maleza.

Más adelante, ve la figura del hombre con su linterna. Cada tanto tiempo, se voltea buscándolo, iluminando uno u otro lado de la hojarasca. Sacude con cautela sus orejas y lo persigue. Un paso y luego otro.

De improviso, acelera. Se adentra entre los árboles y trota, luego galopa, imitando al potro, luego corre paralelo al camino. Salta raíces, rehúye troncos y soslaya tallos, cada vez más rápido. Hojas rozan sus flancos y una que otra rama le arranca pelos. Los objetos lo atacan, pero los burla con movimientos medidos. Apresura el ritmo. Las cuatro patas en el aire durante fracciones de segundos. El aire cepillándole el lomo. Ramas. Hojas. Arbustos. Bejucos. Hierba. Árboles. Sombras. Lo evade todo mientras continúa corriendo entre los matorrales.

Se detiene bruscamente. Desde un escondrijo, voltea y mira la luz detrás suyo: el hombre se acerca con su andar torpe. Entorna los ojos y se agazapa contra la hierba: pasa a su lado sin verlo.

Tensa el cuerpo con la anticipación. Aguarda que se aleje un poco más y sale disparado. En cuatro zancadas alcanza las piernas del hombre. Usa la zarpa derecha para rasgar el pantalón camuflado mientras observa el rostro de sorpresa que gira lentamente hacia el suyo. Rasguña hasta escuchar el quejido de la tela. Da otro par de zancadas y se planta en medio del camino, los músculos tersos, los colmillos al aire.

Un círculo de luz lo envuelve. Sus pupilas se encogen y sus ojos hacen frente a la linterna. Permanece rígido, las patas recogidas, listo a desaparecer entre la maleza ante cualquier riesgo.

El hombre estira un brazo, palpa ligeramente el pantalón rasgado, y, con una sonrisa, lo mira a los ojos:

—Eres la cagada, chiquito… Nos están esperando. Vamos. Después jugamos más, prometido. Vamos.

Nota el cambio de tono en la voz del hombre. La resignación y la autoridad. Gruñe y relaja el cuerpo. Se acerca y se deja acariciar, al tiempo que restriega su cabeza contra el pantalón roto y la piel velluda que se halla debajo. Ruge.

—Vamos, que no hay tiempo.

Sigue al hombre. Gira a su alrededor y se pierde por momentos en la oscuridad. Huele los humanos durmientes. Escucha la respiración acompasada de una mujer, el vuelo de una lechuza y risas cada vez más cercanas. Siente a su alrededor el calor de la selva combatiendo contra los fríos picos de la sierra.

Se adelanta y se encarama en un árbol. Ruge desde las ramas, llamando al hombre y a sus hermanos perdidos.

 —Silencio, Ronco.

Desciende y sigue la sombra que continúa por el camino. Observa polillas, escarabajos y murciélagos contra el fulgor del cielo. Retrae el labio inferior y saborea el aire. Se acurruca, dispuesto a saltar. Con paciencia, se queda mirando las nubes teñidas de luna sobre su cabeza. Las formas púrpuras que aparecen y desaparecen allá arriba.

—Vamos, Ronco, conmigo.

Baja los ojos. Ve al hombre parado a una veintena de metros. La linterna lo ilumina pintando sus orejas, su lomo y su cola.

Ruge, algo molesto. Orienta su mirada hacia el cielo, pero al poco tiempo se arrepiente y sigue al foco que se bambolea por el camino. Escucha las risas que provienen de la única casa donde todavía hay luz. Ve al hombre entrar. Gruñe al reconocer el olor y la voz que se escapa por la puerta:

—Mi comando, bienvenido. No sé cómo agradecerle la gentileza con mi hermano. El man la cagó donde don Emilio, pero usted ha sido un caballero, un hombre justo.

—Cállese, Volador. Deje la lambonería. Saque al resto de gente de acá. Deme una cerveza y sentémonos en el patio.

Vuelve a gruñir mientras se cuela por la puerta y busca las piernas del hombre. Siente el odio, el olor del humo y los ladridos de los perros hace tiempo muertos. Se acomoda a su lado en el piso. Descansa.

Un movimiento penetra su sueño y lo trae de regreso a la vigilia. Abre los ojos un par de milímetros y se fija en las piernas del hombre. Desubicado, estira sus patas delanteras. Bosteza extendiendo la lengua y eleva la cadera para arquear el lomo. Sigue al hombre hasta la cocina y lo ve abrir dos botellas de líquido ambarino con un destapador. Se planta frente a él y ruge, reclamando el sueño interrumpido. El hombre lo ignora y regresa al patio. Lo sigue.

La noche persiste fuera de la casa. Huele el hedor del otro, al que llaman Volador: los diminutos trozos de mierda enredados en los vellos bajo el pantalón, el tabaco rancio, el aliento a pollo frito en aceite reutilizado. Percibe los gestos tensionados del hombre. Gruñe con las fauces cerradas, desde adentro, los ojos fijos en ese otro que siempre le ha disgustado.

El hombre habla:

—Cállate, Ronco.

Resopla, sin poder contenerse. Los colmillos expuestos. El sabor ferroso de la sangre un deseo en su lengua.

—Que te calles, te dije.

Siente un golpe ligero en su lomo y gruñe, a pesar de que no siente dolor. Levanta los ojos, pero no logra encontrar la mirada del hombre. Chilla débilmente: un chillido que recuerda una cría de ave.

El hombre no le hace caso. Se dirige al otro:

—Lo único que puedo hacer es ir a convencer a 39. Usted no merece ni mierda, Volador, pero le voy a hacer este cruce. Su hermano es un culicagado. Y de pronto así se le pasa a usted lo hijueputa, que ya me tiene mamado. Yo no estoy para intrigas ni maricadas.

—No, no, usted se equivoca conmigo, mi comando. El tigre no es como lo pintan.

—No me trate de huevón si quiere que lo ayude, Volador.

—No, es verdad, comandante. Nunca ha sido por faltarle al respeto, ni nada así. Es mamando gallo. Así somos los mineros del nordeste. ¿Usted ha estado por Remedios o Segovia? Así somos allá. Nos gusta tomarle al pelo a todos. Joder con los vivos, los muertos, las brujas, los espíritus. Y la autoridad, claro.

—¿Y lo de su hermano fue mamando gallo, gran huevón?

—No, lo de Tote no tiene excusa. El chino quería congraciarse con usted, mi comando, eso me dijo. Pensó que con el incendio ese iba a ponerle presión al cucho para que pagara y que así usted iba a quedar bien. Todavía le falta aprender mucho al pelao, pero tiene futuro, va a ver. Es lo que le decía antes: el marica es joven y yo no quería que se metiera en esto, pero la cosa estaba candela allá por el pueblo y el huevón dice que por ser mi hermano no tenía otra opción. 

—No me tiene que repetir el cuento. Mientras 39 acepte la excusa, a mí me da igual.

—Yo sé, mi comando, por eso hablé con él hoy por la tarde y por eso él me dijo que le avisara a usted para que fuera a confirmarle todo en persona. Lo está esperando a primera hora. Quién hubiera dicho que el malparido era madrugador. Ya hablé también con el Buitre y con Garrapata para que lo acompañen en la camioneta. Todo está arreglado. La cagada fue de mi hermano. ¿Cómo no iba a encargarme de arreglar todo lo más rápido que se pudiera?

—Bien. Ahora despierto a Jorge y al Indio pa’ que también vayan.

—Pero, ¿para qué, mi comando? Van a quedar apretados en esa camioneta si van tantos. ¿Para qué incomodarse? O si quiere yo voy y despierto al Indio y a Bocachico.

—Deje de lamerme el culo, que ya lo tengo bien limpio.

—Está bien, yo es por ayudar. Pero como diga, Jaguar… ¿Y qué? ¿Otra fría? Tengo guaro también. Está helado por si quiere.

—Otra cerveza está bien. 

El otro se levanta y se aleja. Arrastra los pies sobre el piso de tierra. El hombre habla:

—¿Qué pasa, chiquito? Perdóname por el regaño de hace un rato. No sé qué me pasa.

Una mano recorre su pelaje, desde la cola hasta la cabeza. Curva la espalda con cada caricia. Ruge. Todo está nuevamente en orden. Un sentimiento cálido se expande desde su estómago hasta sus garras. Inclina la cabeza hacia las manos del hombre, las puntas de las orejas buscando el movimiento de sus dedos.

—¿Será que lo puedo acariciar?

Ve al otro agacharse a su lado y acercar la mano. Se retrae, abre la boca y bufa, enseñando sus colmillos. Se lanza hacia el frente intentando morderlo, pero el otro ya ha dado un par de pasos hacia atrás. 

—Lo enseñó bien, ¿no, mi comando?

—Ya quisiera. A este no se le puede enseñar nada.

—Por lo menos es menos trabajo que el marica de mi hermano.

—Ya, Volador, no quiero hablar más de ese tema.

—Como guste. A su salud.

El hombre levanta su botella y bebe en silencio. Estira la mano y nuevamente empieza a acariciarlo.

—¿Cómo va Amalia, mi comando?

El hombre ignora al otro y continúa bebiendo en silencio. Lo consiente detrás de la oreja hasta que se cansa y habla:

—Ponga algo de música, Volador. Nos tomamos esta y otra y despierto a ese par de huevones antes de ir a cambiarme.

—¿Qué quiere oír?

Siente los dedos marcando las rosetas de su lomo. Sus ojos se cierran. Ruge.

—Cualquier mierda. Pero quiero música.

El otro habla, mientras mueve sus manos frente a un pequeño parlante negro:

—¿Y si supo la última? ¿La de los Torres? ¿Se acuerda del man al que bajaron allá por El Mamón hace como tres meses? Al final parece que fue un tal Torres, un indígena, no me acuerdo de cuál etnia. Bueno, 39 mandó a matar a toda la familia: usted sabe cómo es el man. Pues resulta que se han bajado como a cien Torres y no porque el huevón ese tuviera una familia gigante, sino porque todos los indígenas de por acá tienen ese apellido. Se los pusieron los misioneros cuando llegaron hace quién sabe cuántos siglos. No podían pronunciar los nombres o no les interesaba, entonces eso fue Indio Torres Uno, Indio Torres Dos, Indio Torres Tres y así. Y la orden sigue en pie porque nadie le quiere explicar a 39 que es y siempre ha sido un gran huevón. ¿Cómo la ve?

—No más, Volador. Cállese un rato y déjeme disfrutar de esta cerveza en paz.

Percibe el cansancio en la voz del hombre. Busca su mirada, pero no logra encontrarla. Resignado, se adormece mientras la música de un acordeón truena desde el parlante. Escucha la risa del otro antes de dormirse. Sueña con hombres de sombrero de paja, un jaguar muerto y el aroma de la pólvora.

—Corre, Ronco.

          Distingue el sonido, ruge y se deja ir. Corre a toda velocidad, tal como se lo pidió el hombre. La tierra un instante bajo sus almohadillas. Hojas muertas y húmedas. Pequeñas ramas que se quiebran con su peso. El terreno frío y placentero. Nocturno.

          —Vamos, Ronco, más rápido. ¡Corre!

          Gira, zigzaguea, flota. Va y viene alrededor del foco de luz que se mece sobre la carretera. Espolea sus músculos. Siente la sonrisa del hombre detrás suyo e intenta ir más rápido. Quebrantar la brisa que le hace frente. Desdibujar el mundo.

          Sigue y sigue y sigue hasta que le falta el aire. Reduce la velocidad y deja que sus patas troten. Registra la silueta púrpura de un murciélago volando entre los árboles. Escucha la música de alas, la respiración somnolienta de una mujer que acaba de despertar y los pasos conocidos y desiguales que se atajan frente a una puerta. Voltea y ve, a medio centenar de metros, el círculo luminoso de la linterna contra la pared blancuzca de una casa frecuentada. Regresa orgulloso trotando hacia ella, la cabeza arriba, los ojos pendientes de los matorrales.

          —Indio…

          Ya cerca, ve al hombre golpear la ventana. Nota el cambio en la respiración del que dormía dentro de la casa. Los oye murmurar, pero el vuelo de un murciélago lo distrae. 

          Olisqueando, se interna en la espesura. Navega lentamente entre el verdor sombrío. Se siente cómodo ante la ausencia de luz. Fuerte. Seguro entre la maleza.

Camina sin rumbo, pero el hambre poco a poco se abre paso desde su estómago hasta sus fauces. Con la boca abierta, recoge los sabores del monte en su lengua. Detecta la lluvia por venir, la sangre de las presas por cazar, los cuerpos que se descomponen en la tierra. Huele el cilantro cimarrón que crece a pocos pasos, las heces de una lapa y el aroma dulce de la savia de una planta cercana. Se relame el hocico. Ansía una presa.

Expectante, vigila sus alrededores, ubica una rama baja y trepa. Se acuesta sobre su estómago, las garras a medio ensartar en la madera. Aguza el oído. A lo lejos, el hombre golpea otra ventana. El viento remueve las hojas y un ave gorjea en su nido. El tiempo pasa.

          Permanece quieto hasta que lo asalta un olor desconocido. Gira lentamente la cabeza, pero no logra hallar al recién llegado. Escucha el crujir de una hoja en la base de un tronco cercano. Se para en silencio y camina lentamente hacia el origen del sonido.

Olfatea el aire con delicadeza. Huele el amoniaco, la hierba y el almizcle. Se trata de un roedor desconocido. Puede adivinar su tamaño y su forma por el sonido de sus pies sobre las hojas.

Salivando, prevé los coágulos entre sus dientes, el cosquilleo del pelaje en su lengua, la alegría de un nuevo sabor. El aroma lo saluda. Lo abraza. Lo atrae como si se tratara de una correa. 

Avanza precavido hasta que escucha su nerviosismo. Paraliza el cuerpo y dirige la mirada hacia el sonido. Lo ve: una bola de pelo naranja de ojos negros y diminutas orejas rosa. Tiene una larga cola oscura, patas menudas también rosa y manchas de pelo amarillo pálido en el vientre. No parece excesivamente ágil. Una presa fácil, más bien. Un sabor cuya novedad lo excita.

Se agazapa y mide la distancia de modo inconsciente. Ve los pequeños pelos naranja, el nerviosismo que se desvanece, la nuca desprotegida que lo reclama. Tensa los músculos de las patas. Saca las garras. Saliva.

Se dispone a atacar cuando el grito lo interrumpe. Reconoce, lejana, la voz del hombre que lo llama. Al tiempo, ve al roedor, ahora inmóvil, reaccionar al sonido. Percibe el olor amargo del miedo, el corazón que palpita apresurado y la sangre azucarada que fluye a toda velocidad por el pequeño cuerpo.

Sus ojos se encuentran. Ve las pupilas dilatadas, el momento de duda y la aceleración repentina. Lo persigue mientras la voz del hombre retumba en su cabeza. Esquiva. Corre. Tropieza. Se deja llevar por el pelaje naranja, pero le cuesta acercarse para matar. En plena carrera, vuelve a escuchar al hombre.

Salta, pero fracasa, y el roedor se aleja. Molesto, ruge y se deja caer sobre el barro. Aún percibe el olor en sus fosas nasales. Un perfume que lo saca de quicio. Rocía un árbol para establecer nuevamente su territorio. Resopla y se revuelca en el barro para enfriarse. La voz del hombre lo llama. Rendido, se encamina hacia su hogar.

Despierta al sentir el movimiento del hombre. Los observa en la penumbra: los brazos desgarbados que se estiran y se pierden entre las piernas, los torsos que se entremezclan, el esfuerzo por ahorcarse como si fueran serpientes. Escucha los susurros cálidos en la oreja de la mujer, la saliva que se adhiere a un cachete, el crujir de la madera vieja de la cama. Percibe en el aire un aroma dulce y ácido que en poco tiempo permea el cuarto. Gruñe, a pesar de que sabe que no le prestarán atención.

          Se levanta cuando terminan, juega entre las piernas de ambos mientras se visten y rezonga al sentir que le ponen la correa. Recorre el camino que lleva al pueblo al lado de la pareja, sus ojos buscando los del hombre. Sigue adormilado, así que ignora sus alrededores hasta que llegan junto a un grupo de humanos al lado de una camioneta. 

Los reconoce por sus olores y hala la correa, pero no logra liberarse. Hablan y ruge en respuesta. El hombre se despide con un gesto. Lo ve subirse a la camioneta, una sombra verdosa contra la luz mortecina del amanecer. Ruge con más fuerza.

          —Tranquilo, Ronco, quédate con Amalia. No seas cansón.

          La voz surge desde la ventana del vehículo. Continúa halando hasta que le falta el aire, el cuero apretando cada vez más su cuello. Gira su cabeza e hinca los dientes en la correa. Muerde con fuerza, como si se tratara de un lagarto enorme, pero la presión en su cuello permanece constante. Gruñe a la mujer. Gruñe a los demás humanos a su alrededor. Gruñe a la camioneta que se aleja por la carretera.

          Hace un último intento por liberarse. Encoge el cuerpo y se arroja hacia adelante con todas sus fuerzas. Vuela hasta que el cuero aprieta su pescuezo, le roba el aire y lo lanza al suelo. Sobre el lomo, hiperventila, mientras recupera el oxígeno necesario para continuar. Escucha la camioneta perdiéndose más allá de la curva que delimita el pueblo. Siente el rencor de la mujer, el olor acre de la resignación, la rabia que viaja desde el otro extremo de la correa hasta su cuello:

          —Vete, Ronco. Vete a jugar lejos de aquí. Lárgate y no jodas más.

          La mujer suelta la correa. La presión en su pescuezo cede. Respira.

          Se queda un momento acostado. Ya no alcanza a oír señales de la camioneta, así que se para y sigue a la mujer hacia la casa. La ve caminando a paso veloz sin que le preste atención. Gruñe sin éxito. Se restriega contra sus piernas, pero la mujer lo empuja con la rodilla.

          —¡Que te vayas, jaguar de mierda! ¿No me entiendes?

          Percibe la amenaza, se frena y responde con un bufido. Ve a la mujer avanzando hacia la casa con su andar azarado. Resopla antes de darse la vuelta y alejarse.

Trota por el camino rumbo al pueblo cuando un olor lo atrapa. Lo reconoce de inmediato, pues lo asocia con el hombre. Se trata de un trozo de carne cruda. Yace en el medio de la carretera. Siente el hambre que había olvidado y, sin dudar, rasga la res con sus colmillos. Masca con emoción, un sabor agrio y a la vez dulce en su lengua. En segundos, devora la carne y se aleja relamiendo los olores atrapados alrededor de sus fauces.

          Extrañado, tropieza en tanto camina hasta el potrero. Se agacha para pasar bajo el alambre de púas y se acuesta sobre el pasto. Tuerce los bigotes para tratar de hacerse una mejor imagen de sus alrededores. Observa a un caracara que lo estudia desde el samán. Le devuelve la mirada. El ave la sostiene. Desvía sus ojos y se concentra en los rayos de sol que calientan su lomo.

          Un halcón corta una nube sobre su cabeza. Desciende a toda velocidad, hacia una presa invisible en el pastizal. Desde el suelo, inclina la cabeza y vislumbra difuso las garras inclinadas, las alas abiertas, el pecho de plumas con manchas tan parecidas a las suyas.

Siente la muerte entre la hierba. Quiere pararse a investigar, y probarse frente al ave. Tocar las plumas con su lengua. La carne. La sangre. Hace un esfuerzo, pero le cuesta levantarse. Relaja la respiración, el cuerpo y los sentidos. Entrecierra los ojos.

Trata de no poner atención a los garrapateros que suben y bajan en la cerca. Un saltamontes se balancea en una brizna a su lado. Algo crepita sobre el camino. En el pueblo algunos hombres ríen.

          Dormita, extenuado, a pesar de que no debería estarlo.

Entrevé pasos, tucanes, lapas. Los ve caminar entre la hierba. Siente el sol como una manta que cubre su cuerpo. Escucha gritos, sonrisas, el burbujeo de la sangre en una garganta recién cortada. Huele a su madre muerta, la saliva de un perro, las pesadillas del hombre. Acostado, paladea al roedor desconocido en medio de una quebrada, los peces que rozan su pescuezo, el agua helada que se esfuerza por escapar de su cuerpo.

Se siente mareado. Incapaz de discernir lo que sucede. Un peso lo oprime.

—Ahora sí no te vas a ningún lado, gato de mierda.

          Chilla. Su pelaje se desgarra y su garganta se rehúsa a reaccionar. Ruge, pero no logra escucharse, el sonido como una forma sólida atascada en su garganta. Siente el metal ardiendo en su cuello. Intenta moverse, atacar, alertar. Percibe el olor del nuevo, la respiración afanada, el hedor de su propio miedo. Se retuerce. Lanza zarpazos hacia la hierba. Siente la mano que agarra con fuerza su cabeza. Intenta rugir, en vano.

Una presa perdida se eleva sobre el pasto.

Saborea un lago de sangre.

Observa al caracara volando sobre el samán.

Siente sed. 

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Bogotá, 1988. Escritor y periodista colombiano. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia y luego hizo una maestría en Periodismo, en la Universidad de Columbia, y una maestría en Escritura Creativa, en la Universidad de Nueva York. Sus historias se han publicado en The Atlantic, Guernica, Gatopardo, El Malpensante, y otras revistas y periódicos. Ha sido tres veces ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, dos veces parte de la selección del Premio Gabo y finalista del True Story Award. Fue becario Fulbright, parte del Amazon Rainforest Journalism Fund y ganador de la Beca Michael Jacobs de Periodismo de Viajes. Jaguar (Random House Colombia, 2022), su primera novela, fue semifinalista del Premio Herralde. Actualmente, trabaja en un libro de crónicas sobre la relación entre el jaguar y América. Vive en Bogotá con Quijote, un borzoi de blanco.