Juan Villoro: «Soy un frustrado crónico»
5 agosto, 2022
La siguiente es la transcripción de un diálogo sostenido entre nuestro director Daniel Centeno Maldonado con Juan Villoro, a propósito de la presentación de su última novela: La tierra de la gran promesa. El mismo transcurrió en tierras regiomontanas, y se tocaron diferentes aspectos del oficio de este escritor mexicano.
Daniel Centeno Maldonado: El 24 de marzo de 1982 el fuego consumió un archivo fílmico invaluable para la historia de México. Fueron 16 horas ardiendo. El incendio ocasionó la pérdida de 6,506 películas. Se estima que eran el equivalente al 99% por ciento del archivo nacional y extranjero a cargo de la institución, nueve mil 275 libros y revistas y cerca de dos mil 300 guiones. Hubo cinco muertos y 50 lesionados. El libro que nos compete se llama La tierra de la gran promesa, escrita por Juan Villoro. Y ese fue precisamente el nombre de la película que estaban proyectando en la sala de la Cineteca en el momento que ocurrió el incendio. Mi primera pregunta es si ¿tu novela tenía antes otro título o pensaste desde el principio en esta película de Andrzej Wajda?
Juan Villoro: Mi gran amigo y crítico de cine Leonardo García Tsao, quien posteriormente sería director de la Cineteca, trabajaba entonces allí y se salvó de milagro; bueno, no de milagro, sino por perezoso, porque no fue a trabajar ese día. Pero varios de sus compañeros de trabajo estuvieron en riesgo y, como en tantos casos, las informaciones nunca fueron fidedignas. Más de seis mil películas ardieron y se destruyeron para siempre. Algunas no tenían copia. Esto marcó mucho a mi generación. En 1982 la gente de mi edad salía de las escuelas de cine o estaba en las escuelas de cine, pero ¿qué significa hacer cine en un país donde el recinto que debe proteger las películas arde en llamas? Entonces mi protagonista, que se llama Diego González, siente que no puede tener mucho futuro en un país donde su oficio mismo parece reducirse a cenizas. Este es el fuego lejano que anima la historia. Pero la novela transcurre mucho tiempo después, en el 2014, cuando él ya se ha convertido en un documentalista. Justamente, por ser documentalista y tratar de registrar la realidad mexicana, siempre conflictiva, se mete en un vericueto laberíntico. Sobre el título, la verdad es que yo nunca había utilizado el nombre de una obra ajena para un libro mío. Es bastante frecuente que alguien le ponga a una novela el nombre o frase de una canción o de una película, pero yo no lo había hecho. Y, efectivamente, tenía un título tentativo, que no voy a mencionar, pero que incluía la palabra “fuego”. Pero resulta que yo fui jurado del Premio de Novela Alfaguara 2020, que ganó Guillermo Arriaga con una novela espléndida, pero el título no nos gustaba. A Pilar Reyes y a mí se nos ocurrió sugerirle que la llamara Salvar el fuego a partir de la respuesta de Jean Cocteau a la siguiente pregunta: «¿qué obra salvaría de un incendio en el Museo del Louvre?» Y él contestó «el fuego», dando a entender que ninguna pieza estética supera a este elemento. Tenía cinco minutos para aceptar, porque se iba a dar a conocer el premio, y aunque llevaba cinco años trabajando con el otro título, se convenció rápidamente. Pero en cuanto él dijo que sí, me di cuenta de que había echado a perder mi título, porque mi título tenía la palabra “fuego” e iba a quedar como un tonto, pues ya iba a salir el libro de Guillermo y el mío saldría apenas un poquito después. Entonces dije: “tengo que cambiar el título”. Luego mi esposa Sofía y yo nos reunimos con Guillermo y yo le pregunté: “oye, ¿dónde leíste el texto de Cocteau?” y, para mi sorpresa, me dice: “lo saqué de un artículo tuyo”. Es decir, que yo había citado ese texto y él me ganó el fuego.
DCM: ¿Y es cuando aparece Wajda?
JV: Me pareció que la película de Andrzej Wajda retrataba muy bien las falsas ilusiones que tantas veces tiene México. Cuando arde la Cineteca en 1982, el presidente López Portillo había dicho que la suya era la administración de la abundancia, ya que México se había convertido en el cuarto productor mundial de petróleo. Pero el problema no era tener dinero, sino cómo íbamos a administrar esa abundancia. Entonces surgen las grandes promesas: “Ahora todo cambia”. “Arriba y adelante”, decía Luis Echeverría. “Ahora estamos en la cuarta transformación”. Promesas de futuro, ilusiones. En La tierra de la gran promesa justamente ocurre un incendio, ¡qué ironía tan tremenda! Además, es un incendio que acaba con los sueños del protagonista, porque la trama de la película ocurre durante el surgimiento del capitalismo en Polonia. Se trata de un empresario que tiene mucho éxito, pero tiene un rival amoroso. No asegura su fábrica contra incendios y el adversario se la quema, sabiendo que esa tierra de la gran promesa va a desaparecer para él. Por eso me pareció que era un título doblemente irónico, porque una película que trata de un incendio arde en llamas, y al mismo tiempo, un país que ofrece bienestar, que promete ser una tierra extraordinaria, una vez más, incumple esta promesa. Esa es la historia del título.
DCM: Tengo entendido que La tierra de la gran promesa iba a ser un guión de cine para un director brasilero, y me acordé mucho de esos “felices fracasos” literarios, como pasó con La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa, que arrancó también como un guión para una película que no se hizo, y se convirtió en ese novelón. Me gustaría saber ¿qué pasó con el proyecto de esta película?
JV: Buena parte del cine se planea y no se hace nunca. Hacer cine es muy difícil. Se requiere tiempo, muchísimo presupuesto, que los actores estén disponibles. En La jornada semanal hicimos un número que llamamos El cine imposible, basado en un reportaje publicado en la revista francesa Cahier du cinema, y la sorpresa para mí, y para muchos lectores, fue que entre las películas nunca realizadas había algunas de Fellini, de Scorsese, de grandes directores que uno cree que pueden filmar lo que quieran.
DCM: de Kubrick…
JV: De Kubrick, inclusive. El proyecto en el que yo participé con esta idea es uno de los muchos que no se han hecho. El director brasileño Felipe Hirsch reunió a diez escritores latinoamericanos y cada uno de ellos escribiría un relato. El único requisito era que alguien se durmiera y se despertara. No necesariamente tenía que tratarse de un sueño, sino de un personaje que, de pronto, se eclipsa, se duerme y luego se despierta. Eso era lo que iba a unir todas las historias. Entonces, yo escribí sobre la historia de un cineasta. Me pareció atractivo, puesto que iba a ser para el cine. Un cineasta que habla dormido, como tanta gente, pero en su caso la particularidad es que su esposa es sonidista y lo empieza a grabar.
DCM: Ya veo de dónde nacen las pesadillas del personaje principal de tu novela.
JV: Hay pesadillas que son inventadas, sobre cosas que no tienen nada que ver con nosotros, pero hay pesadillas que son recuerdos, cosas que verdaderamente sucedieron y que regresan a nosotros de forma amenazante. Y mi protagonista tiene una pesadilla recurrente sobre algo que le pasó y que nunca le ha contado a su esposa. De esta forma, la suya es una confesión onírica. Ese fue el relato que yo escribí para el proyecto, pero que, como tantos otros en la historia del cine, nunca se hizo. ¿Y ahora qué hago con esta historia?, me dije. En esas comencé a pensar: si el personaje se comporta de esta manera cuando está dormido, ¿qué hace cuando está despierto? Si es un documentalista, cuando registra la realidad, cree tener más control en la vigilia, con los ojos abiertos, que dormido. Considera que las cosas, que está registrando en sus documentales, son cosas objetivas, que puede administrar y, de alguna manera, controlar. Pero una entrevista lo compromete y la vida que lleva despierto se convierte en una vida tan compleja y difícil de controlar como la vida que lleva dormido. Luego vinieron otros elementos, como el incendio de la Cineteca, y lo que era un relato, para llevar al cine se fue convirtiendo en una novela.
DCM: Juan tiene, como dicen los nicaragüenses, una trenada de libros. Cuenta de muy buena manera historias sobre el fútbol, el rock y muchas otras cosas, pero creo que este es el primer libro que habla de cine. Muchos escritores dicen que son músicos frustrados, pero leyendo tu libro me dio la impresión de que estaba delante de un escritor que es un cineasta frustrado ¿está bien esa lectura?
JV: Está muy bien, Daniel, pero yo soy un frustrado crónico, porque también soy un médico frustrado. A mí me hubiera gustado estudiar medicina y entonces escribí una novela de médicos, El disparo de Argón. Soy un músico frustrado y escribí Tiempo transcurrido, que son historias relacionadas con la música. Soy un futbolista frustrado y entonces escribí Dios es redondo, que es la historia de alguien que quiere acercarse al juego a través de la palabra. Y en efecto, el cine es una de mis pasiones. En una época yo pensé en estudiar cine, no para dirigir, nunca pensé dirigir, pero sí quería escribir guiones. Me inscribí en una escuela en Italia, porque a mí me gustaba mucho el cine italiano. El cine de Luchino Visconti, de Bernardo Bertolucci, de Marco Bellocchio, que todavía sigue activo, y especialmente el trabajo del guionista Cesare Zavattini, que era muy admirado, por García Márquez.
DCM: De hecho, él estudió cine en Italia con Zavattini de maestro.
JV: Efectivamente, García Márquez, estudió cine en Roma. A mí se me antojó mucho estudiar cine y para llegar a esa escuela tenía que estudiar primero italiano. Me metí en clases de italiano y hasta ahí llegué porque no era fácil, no había becas para irse a Italia. No fue más que una ilusión juvenil. Aprendí algo de italiano, no estudié cine, pero sí me convertí en un cinéfilo muy apasionado, gracias al cine club del Centro Cultural Universitario, donde mi generación aprendió a ver cine de autor.
DCM: Algo de cine habrás hecho.
JV: Nunca hice cine. He escrito algunos guiones, pero escribir guiones es muy frustrante, porque te dicen: “es extraordinaria la historia, es magnífica, increíble, le vamos a meter un presupuesto sensacional, tomas en helicóptero” –bueno, ya ahora con drones todo es muy fácil, pero antes eran tomas en helicóptero– “actrices internacionales, sólo tienes que hacer unos cuantos ajustes pequeñitos”. Pasas cuatro años haciendo ajustes y el proyecto original cambia de manera radical para que sea filmable según el criterio de los productores. Por eso yo digo que escribir guiones es como ser el cocinero de un antropófago: tú le preparas un guiso queriendo que le guste y no le gusta; le preparas otro guiso y dice que le faltó picante; así preparas otro y otro, hasta que finalmente descubres que lo que quiere es devorarte a ti. El guionista siempre acaba siendo devorado por los productores y el director.
DCM: Tú dijiste que la crónica es el ornitorrinco de los géneros, y yo te veo como un ornitorrinco escritor, porque haces crónica, ensayo, dramaturgia, poesía, narrativa, pero cada novela te toma escribirla ocho años y ésta te llevó nueve. ¿Es para ti la novela el terreno más escarpado que transitas como creador?
JV: Yo creo que cada género literario tiene desafíos totalmente distintos. Cuando tú escribes un artículo para el periódico debes ser conciso, claro y tratar asuntos de la realidad. El artículo es un género urgente y tiene que ver con el momento, tiene que entenderse de inmediato. Un articulista no puede decir: “ya entenderán mi artículo dentro de cuarenta años”. Ese artículo va a desaparecer. En cambio, las novelas a veces se comprenden tiempo después. Y la elaboración de una novela es muy distinta. Pero yo soy muy disperso, así que me gusta escribir en distintos géneros, hacer distintas cosas: libros para niños, ensayos literarios, artículos, y me tardo en llegar a las novelas. La verdad es que en esos nueve años que separan esta novela de mi novela anterior, que es Arrecife, no estuve solo dedicado a esta novela, sino que iba haciendo otras cosas. En realidad, fue en los últimos cuatro o cinco años que escribí La tierra de la gran promesa. Al principio tú no sabes que serán 400 o 500 páginas, no sabes qué dimensión va a tener la novela y eso es parte de la angustia. Si una película dura 6 horas, va a ser muy difícil que se exhiba en el cine. Debe tener una duración de una hora y media a dos horas, más o menos. Un artículo de periódico 4,300 caracteres. En el periódico El Norte, es lo que a mí me dan y ya sé que no me puedo pasar de eso. En cambio, en una novela puedes extenderte y extenderte. ¿Quién te controla? Sólo tú mismo. Escribir una novela durante tanto tiempo es como tener a una familia encerrada en un cuarto de tu casa. Te metes ahí y les preguntas cómo están, qué han hecho y te cuentan parte de su vida y sus ilusiones. Luego regresas al resto de la casa, continúas con tu vida y sabes que en ese cuarto las cosas ocurren de otro modo. Ahí viven los personajes de tu novela. Y mantener eso vivo no es fácil. Se requiere de mucha paciencia psicológica. Así es como se escriben las novelas, y para mí es difícil conservar esa retentiva. Para alguien como yo, que se entusiasma rápido con otras cosas, es difícil mantener esa constancia. Por supuesto, envidio a los que cada dos años publican una novela, porque yo soy incapaz de hacer eso, en medio hago muchas otras cosas.
DCM: Al mismo tiempo que nos habla de cine, tu novela intenta explorar lo que es ser mexicano, con todas sus virtudes y miserias. Como ejemplo, quiero leer el siguiente fragmento: “Diego disfrutaba con lo que le dolía. Como muchos, se asumía como mexicano ejemplar. Admiraba los logros que os confunden con el fracaso”. Como venezolano, sentí que nos estuviera describiendo a nosotros también. ¿Crees que ese derrotismo, tan presente en la novela, es aplicable al resto de los países latinoamericanos?
JV: Yo creo que sí. En general, hay un derrotismo heroico en América Latina. La frase: “jugamos como nunca y perdimos como siempre” se dice en varios países latinoamericanos. Hay muchas maneras de fracasar heroicamente en América Latina. Numerosos héroes del continente son héroes que perdieron. Pedro María Anaya fue un héroe que perdió, pero pasó a la historia con una gran frase pronunciada durante la defensa del exconvento de Churubusco en la intervención del ejército estadounidense en la Ciudad de México en 1847: “Si tuviéramos parque, no estarían ustedes aquí”. Los mexicanos estamos muy acostumbrados a los grandes fracasos. También encontramos placer en cosas que nos lastiman. Basta pensar en la ingesta de chile mexicano. Comes suficiente chile para perforarte el duodeno, estás transpirando, te suda la coronilla y dices: “está buenísimo, está riquísimo” y no dejas de comer chile. Además, si alguien comenta: “él come más picante que tú”, viene la competencia, a ver quién come más picante. Otras cosas como el señor, que llega a la cantina con una cajita de puros, que contiene una batería para dar toques eléctricos, y a la gente le parece divertidísimo darse toques eléctricos en cadena. Y no solo eso, sino que te quieren convencer de que es muy saludable, que te baja la borrachera y es bueno para la circulación. Te electrocutas por salud.
DCM: ¿Podríamos llamarlo la filosofía del riesgo?
JV: Yo creo que en México y en América Latina convertimos esos riesgos en parte del gozo y nos cuesta trabajo sentirnos autorizados a triunfar. No tenemos una sociedad triunfalista, como la norteamericana. Quizás la excepción en el continente son los argentinos. Martín Caparrós, en uno de sus libros afirma, que a él le sorprende mucho, que los demás latinoamericanos sean aficionados al fútbol, cuando los únicos que pueden ganar son los brasileños y los argentinos. Ellos van al Mundial y tienen oportunidad de llegar lejos, pero ¿por qué un costarricense, un ecuatoriano o un mexicano se apasiona tanto por un campeonato en el que no va a ganar nunca su selección?, se pregunta Caparrós. Él, que es un gran intérprete del fútbol, no entiende que a nosotros nos encanta algo en lo que podemos perder. Eso es parte de la mística latinoamericana.
DCM: ¿Nos regalas un ejemplo salido directamente del juego?
JC: Si tú vas a tirar el penalti y lo anotas, te comprometes –a mí me pasaba, como a todos los que hemos jugado fútbol. De inmediato los compañeros te dicen: “Uh, a ver si anotas el siguiente, ya que eres tan bueno”. Te ponen en una situación sospechosa. El que triunfa se separa de los demás, se distingue, se aleja. Entonces empiezan a decirle: “Uy, todavía me diriges la palabra, después de que lo haces tan bien”. Nos cuesta trabajo entender que si él triunfa nosotros triunfamos también. En cambio, si fallas el penalti te dicen: “No te preocupes, hombre, de todas maneras, te queremos, ven con nosotros”. Te asimilan otra vez, porque vuelves a ser del montón, vuelves a ser como todos. Tenemos una relación complicada con el éxito del otro y creo que esto se extiende al resto de América Latina.
DCM: Volviendo a tu libro, al leerlo de alguna manera lo relaciono con tu crónica La alfombra roja, el imperio del narcoterrorismo y tu novela El testigo. ¿Cuánto hay de Julio Valdivieso, el protagonista de El Testigo, en Diego González de La tierra de la gran promesa?
JV: Cuando uno escribe una novela tiene presente los distintos géneros en los que trabaja y las otras cosas que ha escrito. Al director de orquesta argentino Daniel Barenboim en alguna ocasión le preguntaron: “siendo usted un gran director de orquesta, se obstina en dar conciertos de piano, compone, da clases de música, ¿por qué no se concentra en lo que la gente está esperando de usted que es la dirección de orquesta”. A mí me encanta la respuesta que dio: “porque si yo no fuera el pianista que soy el maestro que soy y el compositor que soy, no entendería desde el podio a los autores como los entiendo”. Ver la música desde otros aspectos te ayuda a mejorar en cualquier aspecto de la música. Esto le conviene mucho a alguien disperso como yo. Al escribir otros géneros, tienes otras maneras de entender la literatura. Cuando escribes una novela, puedes incorporar algo del ensayista que también eres, del cronista que también eres. Y, por supuesto, te relacionas con alguna de tus crónicas o novelas previas.
DCM: La tierra de la gran promesa tiene, además de una trama que camina, unos personajes complejos y completos que la habitan, como el documentalista Diego González y el periodista Adalberto Anaya. Cuando escribes ficción, novelas y cuentos. ¿Qué peso le das a la trama y qué peso le das a los personajes?
JV: Para mí la trama es decisiva porque es lo que va a hacer que el lector siga adelante. Hay novelas en donde el personaje es tan interesante, tan singular, que no importa lo que le suceda. Pero en La tierra de la gran promesa, yo sí quería que el lector estuviera todo el tiempo preguntándose: “¿y ahora qué va a pasar?”. Sin ser una novela policíaca, tiene bastante misterio. En ocasiones crees que la solución está a la mano y no es así. Y cuando ésta finalmente llega, te sorprende. Esa solución puede haber sido lógica, era algo que podía pasar, pero no te habías dado cuenta. El manejo de la intriga, plantear situaciones problemáticas con resoluciones inesperadas, es de las cosas más difíciles de lograr.
DCM: En tu novela hay unas cuantas máximas que he apuntado y que me gustaría compartir: “La bondad tiene historia”. “Hay momentos en que la desconfianza es la última expresión de la dignidad”. “La envidia es admiración con bronca”. “Ser rencoroso es la manera mexicana de tener buena memoria”. “Las idolatrías son un momento de pertenencia”. “En México se aprende geografía con las tragedias”. ¿Cómo se te ocurren esas frases tan profundas y directas?
JV: A mí me interesa el género del aforismo. Yo traduje uno de los grandes aforistas de la historia de la literatura para el Fondo de Cultura Económica, a Georg Christoph Lichtenberg, un físico matemático y escritor alemán del siglo XVIII. Escribir un libro de perlas de sabiduría me resulta pretencioso, pero me gusta que al final de mis párrafos haya un remate contundente. Como un tiro al arco en el fútbol. Estas frases surgen espontáneamente, no son muy buscadas. Algunas de ellas tienen que ver exclusivamente con la experiencia de ser mexicano. Por ejemplo, cuando escribí: “En México se aprende geografía con las tragedias”, y señalo a Ayotzinapa, Acteal, Aguas Blancas, Tetelcingo, esos en verdad eran lugares desconocidos hasta que fueron marcados por la tragedia. A veces la realidad te pide que la condenses en un aforismo.
DCM: Otra frase de tu novela que subrayé es: “Un amigo venezolano que vive de los culebrones dice: ‘Tengo que matar un tigre’”. Esa me llegó por razones obvias.
JV: A mí me gusta mucho esa expresión: se refiere a tener que hacer un trabajo porque no quedó más remedio. No se desea hacer esa labor, no es algo que se había pensado, pero hay que acometerlo para ganarse un dinero. Entonces, por eso en tu país se dice: “tuve que matar un tigre”.
DCM: ¿Y Juan Villoro mata muchos tigres?
JV: Inevitablemente, de eso vivimos.
Comunicadora social con estudios de postgrado en Sistemas devInformación y en Literatura Latinoamericana. Desde 1993, trabaja en archivo y memoria, coordinando proyectos de digitalización de documentos relacionados con arte, arquitectura, literatura, música y prensa. Fue coordinadora y productora general de actividades educativas y eventos culturales de la Fundación Iberoamericana para el Nuevo Periodismo Gabriel García Márquez. Ha publicado artículos en la Revista Javeriana Cuadernos de Literatura y en Latin American Literature Today.