#64 – Julio Cortázar: entre la desconfianza materna y los bifes clandestinos
19 enero, 2015
Carmen Boullosa
– “Cortázar es parte de mi vida” así lo afirma Carmen Boullosa cuando alude al magisterio ejercido por el argentino en la práctica de su escritura, pero este agradecimiento – homenaje no le impide expresar críticamente su opinión respecto del oficio de Cortázar como traductor y empata, con una coloquial manifestación ensayística, el concepto indubitable para ella: “traducir es ser escritor”; por cuanto para ambos trabajos se requiere dominio – maestría y una honestidad distinta a la del poeta o el narrador de ficciones. Así las cosas, Carmen manipula el lenguaje con la gracia que le otorga su talento y conjetura para ensayar esta idea del traductor, tomando como ejemplo a su admirado Cortázar.
Primero, agradezco a la Cátedra Cortázar, y en especial a Dulce María Zúñiga, por la invitación a hablar de Julio Cortázar en su centenario (el autor es parte de mi vida) en el Cervantes de Nueva York, y por convidarme a compartir mesa con grandes amigos a quienes admiro: Gregory Rabassa y Sergio Ramírez.
2. A Cortázar, escritor y traductor, lo rige la estrella de la traducción. Nació en Ixelles, en Bruselas, Bélgica, ciudad trilingüe – neerlandés, francés y alemán-, en la cuarta lengua de sus padres argentinos – el español-, y durante la ocupación alemana, forzando a Bruselas a vivir en clave en un particular ánimo de erización lingüística. En su cuna cuatrilingüe, fue bautizado con nombre en dos idiomas. No puede asombrarnos que “Jules Florencio” pasara a llamarse “Julio”.
No es mi labor aquí revisitar su obra literaria –Rayuela, los cuentos me han acompañado desde muy joven- sino su labor de traductor de la que somos beneficiados los hispanohablantes, por su luminosa, seductora y magnética traducción de Poe, y la versión de Memorias de Adriano, que han pertenecido a varias generaciones de lectores (como las de Rabassa para el lector anglosajón, que la cosecha, además, la formaron varias generaciones de escritores, por la identidad monolingüe de amerianglolandia, explicable por el poder de la lengua inglesa y su situación de poder económico, político, ideológico, cultural y militar).
En Cortázar – como en Rabassa -, el traductor es fiel espejo en otra lengua, espejo brillante, que tiene en sí genio. El ejercicio no es sólo trasvasar a otra lengua. Es por supuesto, y sobre todo, escribir.
Traducir es ser escritor –el oficio requiere tanto dominio y maestría para los dos oficios-, pero exige una honestidad distinta, diferente que la del poeta o el narrador de ficciones –digamos que el narrador miente por oficio, altera, inventa, falsea con la intención de apegarse al imaginario que el texto demanda para existir como ficción literaria, pero sobre todo miente, inventa y falsea para comprender una verdad profunda-. El narrador ficciona para tocar la verdad, mientras que es deber del traductor procurar (hasta donde le sea posible) no falsear o mentir, no “ficcionar” sobre el texto que vierte a otra lengua. El traductor no miente, excepto lo connatural al lenguaje: una rosa no es una rosa, un vaso no es un vaso, la tristeza no está comprendida en una palabra, etcétera infinito.
Pero lo que es imposible negar es que el paso del traductor deja marcas. Más todavía, el traductor deja su huella digital en el texto. Más rigurosamente, hay que aclararlo, un buen traductor no puede ser del todo transparente, tiene que tener huella digital “sucia” para no “producir” una materia escrita que no sea inerte. Se traduce bien porque se escribe, que es casi decir se “redoblamiente”.
Traducir no es un estado de “posesión” –aunque Cortázar lo alaba en Baudelaire cuando traduce a Poe: un caso aparte, pues estaba convencido Cortázar, “y así lo afirma, de que Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire eran un mismo escritor desdoblado en dos personas. Es decir, pensaba Cortázar que Baudelaire era el doble de Poe”.
Cortázar afirma que el poeta francés se equivoca por conocer mal el inglés y que incluso en sus equivocaciones hay aciertos:
“Sin embargo Baudelaire, con una intuición maravillosa, jamás falla. Incluso cuando se equivoca en el sentido literal, acierta en el sentido intuitivo; hay como un contacto telepático por encima y por debajo del idioma.”
El caso Baudelaire-Poe es excepcional, en nada representativo, y merece estudio por motivos ajenos al tema “traducir”. Ilumina nuestra noción de intimidad, indica que vivimos ligados a los otros, aún en nuestro mayor aislamiento, traza lo que pica el hacha del poeta que abre una vena colectiva aunque escarbe en lo más escondido. De esta manera, ilumina una razón de ser del texto literario.
Lo “irregular” es Poe-Baudelaire (un autor acusado de plagio se aplica para ser el traductor del autor que no pudo haber plagiado por desconocer sus textos y su lengua). Su caso se explica como el de un alma para dos autores. Si la ponemos en popular, citando a María Greever, se les cumplió el “si yo encontrara un alma como la mía”, y Baudelaire decidió hacer propia el alma gemela, traduciendo los versos del que le habían dicho era su original. La calca se esmeró en volver a su idioma otra lengua. Del azul del papel carbón, al negro de la tinta cierta.
Lo “regular” es que el grado de separación entre el traductor y el texto sea necesario –como lo es para poder escribir un texto literario de alguna densidad-. Y es en ese grado de separación donde radica el genio del traductor y llamémosle su “sex-appeal”, su encanto, su magnetismo.
En prosa fiel, y muy clara y comprensible –más diáfana que la de Poe, para hacer la lengua aún más transparente-, Cortázar (con Aurora Bermúdez, a quien no podemos no mencionar, porque con él formó la mesa de traductores más sobresaliente en una década), nos legó el mejor Poe posible. Y no sólo éste, de Daniel Defoe, Robinson Crusoe, en 45, G. K. Chesterton El hombre que sabía demasiado, de Walter de la Mare Memorias de una enana, de André Gide El inmoralista, de Henri Bremond La poesía pura, de Stern Filosofía de la risa y del llanto, y aquí un cambio de tono, Mujercitas, de Louisa May Alcott; de Marcel Ayme La víbora, que no conozco, como tampoco el de Ladislas Dormandi: La vida de los otros. Aparte hay que volver a mencionar a la icónica Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
Cortázar resume el oficio de traductor: “Cuando uno traduce, es decir, cuando no tiene la responsabilidad del contenido del original, su problema no son las ideas del autor porque él ya las puso allí; lo que uno tiene que hacer es trasladarlas y, entonces, los valores formales y los valores rítmicos, que está sintiendo latir en el original, pasan a un primer plano. Su responsabilidad es trasladarlos, con las diferencias que haya, de un idioma al otro. Es un ejercicio extraordinario desde el punto de vista rítmico.”
3. Cortázar dijo en varias entrevistas que se formó como narrador traduciendo – lo recomendaba a los jóvenes escritores, a los novatos: traduzcan, para aprender a escribir-:
“Yo le aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta que puede escribir con una soltura que no tenía antes”¹ .
Recomendación que se debe tomar con pinzas, porque la situación de Cortázar era única, desde su cuna plurilingüe. Para cualquier nuevo escritor, la recomendación presenta problemas. El primero es “traduzcan como entrenamiento” -porque Cortázar cuenta con que el novato ya sabe escribir, pues si no traducir es imposible, el traductor tiene que tener ya lo que Cortázar llama “soltura”. A lo que invita al joven escritor es a “comprender” la voz de otro escritor, como camino para encontrar la propia, a “escribir” en la voz y la trama de otro, como un proceso de descubrimiento de la propia. La recomendación subraya una premisa básica: “Todo escritor es lector” –si no, la escritura es imposible. El alimento de un escritor está ahí, en los otros.
Pero volviendo a su afirmación: lo que es insostenible, me parece, aunque lo he visto publicado, es que traducir a Edgar Allan Poe y a Marguerite Yourcenar le haya dado forma al narrador Cortázar. Estos dos autores no me parecen “ingredientes” de la personalidad literaria cortazariana. La estructura de los cuentos de Poe, la tensión de sus narraciones, no es ni la estructura, ni la tensión de Cortázar. Y con Yourcenar, diría lo mismo, aplicado a la novela, pero iría incluso más allá: de pintar una cartografía de la Novela Universal, colocaría en el centro de un continente ancestral a Las memorias de Adriano dialogando frontalmente con la tradición grecolatina y con alta voz con la gran novela decimonónica, y colocaría a Rayuela en una isla, donde una comunidad bohemia le daría casa, negándose a recibir los cables recibidos de aquel continente, que (por cierto) es también plurilingüe y naturalmente traductor –del griego, al latín, a las lenguas romances y otras-. Su isla no podría ser la Ile San Luis, porque la novela pide no ser central: su estructura misma es ser los márgenes, la invención que exige desafiar la existencia misma del centro.
Cortázar no es alumno de Poe ni de su manera de construir la trama, no lo es tampoco de Yourcenar, de su lógica narrativa extranjera a la de Cortázar. Espíritus diferentes, estilos distintos, voces casi antípodas: en Cortázar, no se resuelven las diferencias entre Yourcenar y Poe y Defoe o Keats (que él amaba) –se vuelven más notables.
También es verdad que todo escritor es lector, y todo lector es un traductor pasivo – en un desliz misógino, Cortázar lo podría haber llamado “lector: traductor hembra”-.
Pero esto (el escritor/lectorizca) es otro punto, importante porque nos conecta con su pulsión por traducir dentro de sus ficciones, especialmente la traducción no-hembra de la música, específicamente del jazz. Una obsesión para él: traducir alma, ritmo, espíritu, ritmo, del jazz sus creadores, sus intérpretes. Cortázar se quiso un traductor al verbo del jazz.
Sin contar, además, que su era estaba marcada por la traducción: el rock –en sí traducción al blanco de música afroamericana- ya se cantaba en español. Lo que Cortázar llamó “conquista cultural del imperio” era también una liberación de las costumbres, y un incentivo, un enriquecimiento que rebotaba de varios puntos, sin provenir todo de Wall Street.
Nada convencida, pues, de que su genial labor de traductor lo “formó” o lo preparó para narrar lo propio, pero sí que consiguió traducciones sobresalientes, paso a lo siguiente: En el caso de Cortázar, hay más en su labor de traductor que ganarse el pan o entrenar el puño de escritor –entrenarse a escribir-, es un traductor hasta la médula. Hay vasos comunicantes entre su obra de narrador y su obra de traductor más intrincados que su voluntad de traducir. Voy a conjeturar algunos que no son sino eso, elucubraciones acientíficas.
4. Como una paradoja divertida, podemos observar las reacciones del Cortázar escritor y traductor, frente a la traducción de Las babas del diablo que Antonioni hizo para el cine. Primero: haber creído, como cuenta en la entrevista a LIFE que reproduce en los Papeles inesperados, que la carta de Antonioni era una broma. Al leer en el mal francés la intención de escribir en buen francés, lo supo: la carta era auténtica, no de un amigo que quisiera tomarle el pelo, y comprendió que Antonioni no iba a ser un buen “traductor”. La distancia que Cortázar toma con Antonioni, la permisividad que le da de hacer de su cuento otra ficción, parte de que entiende que no es una labor de traductor o de adaptador, sino de creador. La apropiación será absoluta:
“A Antonioni le interesaba la idea central del cuento, pero sus derivaciones fantásticas le eran indiferentes (incluso no había entendido bien el final)… Le cedí el cuento sabiendo que en sus manos le acontecería lo que dice Ariel del ahogado en La Tempestad:
“Nothing of him that doth fade
but doth suffer a sea-change
into something rich and strange.”
Antonioni volverá a narrar –diferente- la historia que Cortázar (según revela en la misma entrevista de LIFE) a su vez había creído copiar de la realidad, traicionándola para volverla propia:
“La realidad es fantástica al punto de que mis cuentos son literalmente realistas, es obvio que lo físico tiene que parecerme metafísico, siempre que entre la visión y lo visto, entre el sujeto y el objeto, haya ese puente privilegiado que es su traslación verbal… según los casos poesía o locura o música”.
5. La combinación del padre por completo ausente y de la madre incondicional que un día desconfía (si la madre es la lengua y el padre el mundo), funciona como parábola del traductor. En el caso de Cortázar, la parábola calza literal a la vida del escritor: el padre los abandona muy temprano, y la mamá rompe por primera vez el corazón del niño cuando, oyendo la voz sensata de un amigo, desconfía de la voz del hijo. Aquí la anécdota, que él cuenta en entrevista (transcrita de youtube):
“…los poemas de Poe… en la famosa traducción de Blanco Belmonte. … Escribí una serie de poemas que eran (me imagino) un plagio involuntario. … Y seguí escribiendo ya otros en que yo trabajaba algo por mi cuenta…”
Cortázar leyó estos poemas a un amigo adulto:
“y que le dijo a mi madre, que evidentemente esos poemas no eran míos. … Un dolor infinito y terrible, cuando mi madre, en quien yo tenía plena confianza, a preguntarme, un poco avergonzada, si esos textos eran míos o yo los había copiado… uno de esos primeros golpes que te marcan para siempre… había que vivir en el mundo que no era de total confianza… uno de mis primeros dolores”.
Él se vio obligado a conquistar mundo para conquistar la lengua, para certificar su autenticidad ante su madre. Explico: el primer acto fue darle a ella lo que el mundo le negó. Ella, dijo Cortázar repetidas veces, pudo haber sido una gran traductora, pero que se lo impidió su condición de mujer, maladie de su época, Cortázar toma el papel que ella no pudo tomar, reivindicándola. El segundo y acto decisivo fue, porque traducir no le bastará al hijo para darle la total autenticidad propia, él había de inventar su propio mundo para que supliera al que lo había abandonado –al padre-. Tenía que crear un mundo tan distinguible que convenciera a su lengua para que ésta se le entregase –única, irrepetible-. Mundo y lengua conquistados.
Hay más aquí. En la desconfianza está otra clave del universo cortazariano. La de su madre (la incondicional) hacia él, la de él hacia su madre, según devela cuando explica su cuento Circe:
“Cortázar vivía con su madre y ella cocinaba. En determinado momento notó que había empezado a desconfiar de la comida y observaba cuidadosamente cada bocado por miedo a que hubiese caído una mosca. En los restaurantes todavía era peor ”².
De ahí el cuento en que esto ocurre, como una reseña cortazariana puntual de cucarachas en la comida.
Su radicalismo “estético”, “narrativo”, su mayor fuerza como narrador, está en una desconfianza subterránea que lo lleva a la invención formal y puntual de su lengua y del mundo. No es una desconfianza destructiva, sino amorosa:
“Me nació un estilo lo más propio posible que según opiniones que respeto, empezando por la mía, se apoya en el humor para ir en busca del amor, entendiendo por este último la más extrema sed antropológica”.
6. La propia voz, el universo imaginario de Cortázar, único, sin paralelo, diferente incluso de sus pares –“Esto lo estoy tocando mañana”-, tiene algo de aquellos bifes que él y Aurora ponían al fuego en su primera habitación parisina, rompiendo la ley. Un bife ilegal. La suya, auténtica, única, es narración de ilegales. Rápida, con la agilidad de quien va escapando a salta de mata, sobreviviendo, y que comete la prohibición mayor, la total trasgresión, si no en la trama (al mezclar lo fantástico con lo real), sí en la cordura lógica de la narración directa –el libro de páginas brincables. Cortázar necesitaba romper la ley primera.
7. Casi al empezar estas páginas, etiqueté a Cortázar como un “escritor-traductor”. Pero no es ésta la identidad de su obra. Nada más ajeno al traductor, pues, que su traición mayor. Cortázar-traductor asemejaría al traductor que, no contento con traicionar el texto que se le ha encargado para la edición bilingüe, mete también mano en el original, alterándolo a su propio gusto. (Ejercicio que hace, por cierto, Rolando Hinojosa: se autotraduce, del español al inglés, del inglés al español, y altera su propia trama: su texto en dos lenguas no es el mismo, pero ése es otro tema).
NOTAS
- Julio Cortázar, en Conversaciones con Cortázar, de Ernesto González Bermejo
- http://www.nci.tv/index.php/menuportalvoz/submenu-el-escritorio/12579-aproximacion-a-la-idea-de-lector-complice-en-julio-cortazar-ii, en la entrevista con Joaquín Soler Serrano en el programa “A fondo” emitido el 20 de marzo de 1977 en Televisión Española.
Carmen Boullosa nació en Ciudad de México el 4 de septiembre de 1954. Se graduó en Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad Iberoamericana y en la Universidad Autónoma de México. En 1976 obtuvo la beca Salvador Novo. De 1977 a 1979 trabajó como redactora del Diccionario del Español de México en el Colegio de México, y en 1979 ganó la beca del FONAPAS del Instituto Nacional de Bellas Artes. En 1980 fundó el Taller Tres Sirenas, dedicado a la edición de libros artísticos en tiradas pequeñas. En el mismo año recibió una beca del Centro Mexicano de Escritores, donde escribió su primera novela: Mejor desaparece. De 1983 a 2000 fue copropietaria de un teatro-bar, El Cuervo. En 1991 se le otorgó una beca de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation. En 1995 vivió en Berlín con sus dos hijos Juan y María, invitada por el programa para artistas y escritores residentes de la DAAD (Deutscher Akademischer Austauschdienst). En teatro destaca su obra "Los totoles", que fue estrenada con gran éxito. Participa en el programa de TV "Nueva York" de la televisión pública (CUNY-TV), en la que entrevista escritores y artistas. Actualmente reside en Nueva York y en Coyoacán, México, con su marido, el historiador y premio Pulitzer Mike Wallace.