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La barroca cocina nicaragüense

5 noviembre, 2014

Edgardo Rodríguez Juliá

– De regreso a Nicaragua, para los festejos del cumpleaños se­tenta del querido amigo, el escritor Sergio Ramírez — también celebraríamos sus cincuenta años en el oficio de la escritura — repaso los sabores añorados de esa cocina nacional, anticipo sor­presas, más bien asombros, de lo que considero la más rica y com­pleja cocina del Caribe. Coloco a Nicaragua dentro del sistema gastronómico caribeño no sólo por justeza geográfica, sino por­que muchos de los platos nicas comparten fisonomía y gusto con la cocina antillana, muy particularmente con la puertorriqueña.

Vigorón nicaragüense

A Sergio, a Tulita  y a Monchi

No sé si por lo que llamaba Alejandro Tapia y Rivera pa­sión «mofonguera» — celo patriótico —, siempre he considerado nuestra cocina puertorriqueña la más compleja y africana del sistema culinario antillano. La cocina de Cuba sería la más pe­ninsular, aunque bien pudo retener, en los tamales y la llamada «cazuela», el uso del maíz, sabor que ha ido desapareciendo de la nuestra. La dominicana es de sazón perfecta, prodigiosa en dul­ces y guisos, sobre todo en las variantes del sancocho y los fricasés. La puertorriqueña es pródiga en platos cuya compleja prepara­ción culmina con la envoltura en hoja de plátano, seña inequívoca de la presencia africana, como lo señaló Gilberto Freyre en su genial Casa grande y Senzala. Además, la cocina puertorriqueña tiene la «alcapurria» como plato único en las Antillas, no existe en las otras islas, el prefijo «al» insinúa parentela árabe, por lo que —quizás— pueda retrotraerse a un invento culinario africano —en la diáspora o en el África subsahariana—, concebido en promiscua cercanía con el «kibe» árabe, tan popular y omnipre­sente en Santo Domingo.

El primer plato nicaragüense que probé con deleite, y que luego fui paladeando con curiosidad, y hasta afinidad, fue el lla­mado «vigorón». Quizás me impresionó porque se trata de un plato nacional que a la vez resulta ser una «ensalada» nicara­güense, no sé si rareza en sí misma, pensé yo, como también lo son las ensaladas en la cocina puertorriqueña. Que yo recuerde la única ensalada interesante de nuestra cocina isleña —y que podría ser digna rival del vigorón— es la llamada «serenata», en­salada a base de bacalao de penca, cebollas, tomates, papas —en mi receta también apio— y que lleva aderezo de aceite, vinagre y cilantrillo picado, las aceitunas y las tiritas de pimientos morro­nes son opcionales. La serenata se come con tubérculos como la yautía, el ñame y la malanga, también la yuca. Es comida ascética de semana santa. Las otras ensaladas puertorriqueñas son «vina­gretas» peninsulares con mariscos que también se consiguen en España y con aquél que es singularmente caribeño, el «carrucho» o «lambi», hasta hace poco omnipresente en todo el archipiélago y plato nacional haitiano.

Es decir, el vigorón es esa rareza nuestra, «una ensalada del trópico». La combinación es parecida a la de la serenata en que un sabor fuerte y privilegiado —en este caso el chicharrón— se suaviza con sabores intermedios, bastante más sutiles, como matizándose, que van de lo agridulce a lo acre, de lo salado y duro a esas carnosidades algo dulzonas de la yuca sacada en su punto. Como en la serenata, hay camada de tomates y lechuga; nosotros usamos preferiblemente lechuga del país, mientras que el vigorón se engalana con repollo. El repollo, de hecho, se me antoja como seña de campesina rusticidad ancestral. Digo esto porque el repollo es menos delicado que la lechuga nuestra del país en lo tocante a textura, y su cultivo —dato para ser confirmado— quizás sea anterior a la lechuga, y, sin duda, menos cuidadoso. Entonces, por debajo de la zapata de repollo y tomates —es un plato que se monta de abajo hacia arriba y se come desde el tope— viene la camada de yuca tierna, aunque no muy blanda, guarnecida con el chicharrón, que, para los más exigentes, debe llevar iguales proporciones de carne, cuero y grasa, mostrándose lo más crujiente posible, «volao», como decimos los puertorriqueños. Para revigorizar el repollo y el tomate, aderezamos con el agridulce «vinagre de guineo», que no es agresivamente acre, y el llamado «mimbro», una especie de grosella nicaragüense que muchos consideran el secreto, «sin el cual no», del plato.

Estos sabores son barrocos porque son armónicos y a la vez opuestos, complejos porque la dureza del chicharrón, para que sea viable a cualquier dentadura, debe suavizarse con la terneza de la yuca; el repollo, que más bien es neutro, reafirma personali­dad con el tomate —algo ácido— y el mimbro, enteramente acre; pero este último sabor es suavizado por el ambivalente vinagre de guineo. El equilibrio es perfecto; si le colocáramos cebollas, como en la serenata, el vigorón se inclinaría al lado acre.

Este plato se come como entremés o entrada a platos más pe­sados, también es resuelve para el transeúnte en la calle, para el oficinista de prisa lo mismo que para el chofer que espera. Es enteramente democrático, por lo que muchas veces se suelta el tenedor y se come con las manos; es delicia oriunda de la hermosa ciudad colonial de Granada, situada a las orillas del Gran Lago.

En la celebración del cumpleaños de Sergio, que se escenificó en la casona solariega de los Ramírez en el pueblo de Masatepe, hoy Fundación educativa y musical que lleva el nombre de su madre Luisa, no sólo pude comprobar el papel del vigorón sino que me adentré en platos emblemáticos de la antigua y asombro­sa cocina nicaragüense. Es el lugar que respira tradición familiar, que honra el talento de los Ramírez para la música y el genio de Sergio para la literatura.

Masatepe es pueblo con iglesia pintada de amarillo ocre y que queda en diagonal a la casona solariega de los Ramírez; justo como la casona de mi infancia, que no pude conservar, está justo frente a la plaza del pueblo. De una sola planta y techumbre de tejas, levantada en mampostería, evoca una época antillana y centroamericana anterior a la que conocí en  mi infancia, ésta señalada por la madera y el cinc. El perfil bajo del pueblo, a causa de las edificaciones a una sola planta —Nicaragua es tierra de volcanes y temblores—, ocasiona que las calles se vean aún más despejadas, como tendidas al sol y con alto cielo. El padre de Sergio era comerciante; su tienda de comestibles y efectos de todo tipo estaba en la fachada del caserón, las puertas de doble hoja abiertas a la calle. (Mi abuela Ruperta, en el pueblo de Aguas Buenas, usaba «los bajos» de nuestro caserón para alquilar, lo mismo a un bazar de efectos escolares que a la Unidad de Salud Pública recién inaugurada.) Toda la familia Ramírez —sobre todo, sus tíos paternos— era musical; fueron instrumentistas y compositores, gente de bohemias florales y enamoramientos múltiples. La casa solariega que aparece en la novela autobiográfica de Sergio, Baile de máscaras, era, por lo tanto, lugar de tertulia diaria y sitio fiestero. Justo en eso se convirtió el hermoso caserón —ahora ornamentado su patio interior con una sorprendente parra cargada de uvas— para estos festejos. Tengo que evocar a mi tío abuelo, el novelista Ramón Juliá Marín, frente a una de estas fachadas, retratándose con su Kodak —mi abuelo materno fue el fotógrafo— ante la techumbre de tejas desvencijadas y portalones arruinados, en esa crónica lamentándose de cara a la desaparición de su casa solariega a principios del siglo XX. Yo también perdí la mía a mediados de ese siglo. Sergio retuvo la suya y eso hay que celebrarlo.

Se rumoraba que vendría, de un momento a otro, el poe­ta Ernesto Cardenal. Lo que jamás pensé es que este candida­to a Premio Nobel de Literatura fuera un catador de vigorón. Por muchos años leí la poesía de Cardenal y lo concebí asceta, al menos frugal; y quizás fue así, hasta que lo vi comiendo vigo­rón. Como, por alguna razón, la yuca no estuvo en su punto, o la que consiguieron no se ajustaba a las exigencias de este plato tan emblemático —quizás sacada de la tierra estaba un poquitín «pasada» y camino a convertirse en madera—, la yuca fue susti­tuida con tortillas de maíz; y éstas fueron confeccionadas con esa textura algo bronca que insinúa poco refinamiento en la harina y menos melindres en la preparación. Estas tortillas, con ese sabor irreductible del maíz sin procesamiento exagerado, substituiría la yuca con todos los honores, sirviendo como camada algo neutra, pero también con personalidad, como halagando tanto el olfato como al paladar.

Verlo comer aquel vigorón fue toda una lección sobre cómo se forma el bocado, justo con las debidas proporciones de chi­charrón, tómate y repollo, de aderezo de vinagre de guineo con la sutil medida del mimbro. El poeta era un maestro, sin duda. Sentado al frente mío, en una mecedora, como que escarbaba ex­pertamente en las entrañas del vigorón, entreverando las porcio­nes, comiéndolo desde abajo, y con las manos, es decir, primero colocando el chicharrón sobre la tortilla, aquél siendo el corazón del plato y entonces, sólo entonces, procediendo a completar la mixtura con la ensalada y su aderezo. Algo huraño y hasta hosco, el poeta de Oración por Marilyn Monroe verdaderamente provo­caba indulgencias aunque no plenarias con la ingesta de aquel vigorón, comiéndolo más con lujuria que con gula; siempre he pensado que la buena mesa es para los curas —lo mismo que el alcohol— substitutos de placeres más orgásmicos, más hú­medos que líquidos. Cardenal se comió aquel vigorón pensan­do en «la chica de Hamburgo» más que en la niña martiana de Guatemala. Lo cierto es que vivo maravillado con la cantidad de vigorón que la Némesis de Juan Pablo II envió tripa abajo. Con su boina guevarista, su melena de poeta emblemático y barba de anacoreta, comió hasta el hartazgo y el cansancio, todo aquello acompañado gaznate abajo con ron Flor de Caña sin paliativos. Me cansé viéndolo comer; me harté virtual y vicariamente.

Cuando llegamos a la casona de los Ramírez, nuestros amables anfitriones nos condujeron —a Ilca, mi esposa, a Sergio, al fotógrafo de los escritores, Daniel Mordzinski, y a mí— al patio trasero del caserón; allí se preparaba el famoso ajiaco de Masatepe. Aquél era un espacio que antiguamente se destinó a las provisiones y a la servidumbre; era lo que se conocía en mi casona como «la trastienda» de los bajos.

Este ajiaco tiene a la vista, por supuesto, un evidente parentes­co con el ajiaco cubano y colombiano, con el sancocho puertorri­queño y dominicano, el llamado «guiso» con las tres carnes —y todos los tubérculos y maduraciones del plátano— que mentaba mi madre. También a primera vista, y a vuelo de bajo pájaro de­predador, y hambriento, lo primero que me fascinó del espeso potaje que una señora de las humildes movía a ritmo acompasado de paleta, en cal­dero enorme y con fuego de car­bón de leña aba­jo, fue el color: este ajiaco era de un hermoso ama­rillo ocre, casi como el color de la iglesia de Ma­satepe, salpicado con el verdor de lo que prime­ramente supuse eran cantidades mostrencas de re­cao o cilantrillo. El color amarillo es del maíz, por lo que es impres­cindible mover el potaje para que no se convierta en funche, para que vaya liviano al plato. Las hojas verdes son del «quelite», in­grediente absolutamente necesario; a lo que más se parece esta hoja de quelite es a la del arbusto de la papaya. Este sancocho, que a diferencia del que preparaba mi madre con las tres carnes —pollo, res y cerdo— sólo lleva puerco y a veces posta de res, manifiesta su barroca complejidad para el paladar en las opo­siciones entre lo dulce y lo salado, lo acre y lo frutal, porque en este guiso están todos nuestros acostumbrados tubérculos, más, y en cantidades robustas, los amables sabores dulces de frutas y legumbres maduras.

Rubén Darío, en Letras y cocina, sí menciona como ingredien­tes las tres carnes, pues enumera la «vaca» y el puerco ahumado, el tasajo, es decir, la cecina y también el pollo o la gallina. Apa­rentemente, y como ocurre con tantos platos de la pobreza —este tiene el aroma de la esclavitud y la africanía—, las variantes se crean según lo que se consiga —cocina de «menudencias»—, de acuerdo a la abundancia o escasez de ingredientes. En la versión de Masatepe, que fue la que comimos en la celebración del cum­pleaños de Sergio, la carne era de cerdo, aunque también pudo haber sido variante con posta de res o cecina; no tenía pollo, de eso estoy seguro. De todos modos, desde los tiempos de Rubén Darío pudo ocurrir con este plato lo que observamos en tantos de la cocina criolla: con el tiempo se simplificaron, volviéndose menos barrocos, más livianos, hasta rococós, tendencia, por otra parte, también reconocible en la cocina francesa.

Y hasta aquí, pues más o menos me encuentro en territorio reconocible y ya explorado. Pero entonces a este ajiaco se le añade la dulce piña, el jengibre de afiliación acre, dos huevos de gallina para fortificar, plátano maduro para acentuar aún más el dulzor, el verde para darle presencia a las verduras, la cebolla y el ajo para retomar la melodía de lo acre; azúcar y sal para marcar de nuevo los contrastes, la naranja agria para recapitular, a manera de si­nécdoque, las irresoluciones barrocas de este guiso.

La cocción es lenta, a fuego bajo, hay que mover el guiso con­tinuamente, además, para que no se ahume. Para servirlo enga­lanado, con festejos de última hora, se prepara un sofrito crudo con cebolla y tómate, «para poner encima de la masa ya servida», según Doña Luisa Ramírez.

Este plato mestizo, que tiene tanto de la africanía caribeña como de la cultura de Mesoamérica centrada en el consumo del maíz, fue servido en luminoso salón que daba a la plaza, las me­sas comunales y la compañía grata. A mi modo de ver, y esto es un atrevimiento de visitante, el ajiaco fue servido un poqui­to sobre el punto, pues estaba más grumoso que espeso, justo a punto de despedirse para siempre de la levedad del ser. Adivino que justo aquí está la dificultad, precisamente, la de mantener el plato caldoso mientras se le rinde pleitesía a la textura del maíz. La combinación de sabores extremosos, de lo salado a lo dulce, y recalando por momentos en lo acre, le otorga esa complejidad armónica, porque, aparte del maíz, los otros sabores se integran tan sutilmente que, a pesar de los muchos ingredientes, en el pa­ladar permanece un regusto a un único guiso, ello como trasfon­do sólo interrumpido por la masticación de los pedazos de cerdo, tan tiernos que se deshacen en la boca, con sabor vigoroso aunque sólo notable al marcar compás de espera con el resto de este caldo santo.

Pasado el ajiaco, se sirvieron las tamugas. Éstas son nacatama­les de arroz, siendo el nacatamal lo que nosotros los puertorrique­ños conocemos como «pasteles». Las tamugas comparten con los pasteles puertorriqueños el africano envoltorio de la hoja de plá­tano. Por cierto, eran cinco las variantes de pasteles que mi madre preparaba para las Navidades: las hayacas de harina de maíz, de parentesco venezolano, confeccionada la masa con caldo de pollo y rellenas del mismo; los pasteles «de masa» —masa de yautía y plátano verde rallado— con relleno de carne de cerdo picada; los pasteles de yuca, esta vez el relleno de puerco entreverado con la masa de yuca amarilla, avivado este color con manteca de achiote usada discretamente; entonces vienen las «empanadas» de yuca, que es lo mismo que el pastel aunque esta vez se cocinen al hor­no, o a la leña con «burén» de metal, y sólo entonces la prepara­ción más compleja, es decir, los pasteles de arroz, con antiquísima filiación árabe —emparentados con los llamados «bollos mo­ros», carne de res o cerdo vuelta picadillo y envuelta en hoja de repollo—, ahora replanteada la africanía en la envoltura con hoja de plátano.

Las tamugas preparadas en la casa solariega de Sergio —por un verdadero ejército de aquellas sirvientas que en el caso mío llegaban al caserón de Aguas Buenas para descalzarse y ayudar a mi abuela en el fogón— mostraban un oscurísimo envoltorio en hoja de plátano, como si ésta hubiese sido amortiguada con carbón de leña. Para amarrar las tamugas, los nicaragüenses usan la fibra de la misma hoja de plátano, costumbre que desapare­ció en Puerto Rico; desde que tengo memoria los pasteles se han amarrado con hilo. Al abrir la tamugas nos maravillamos ante un arroz amarillo pálido, aunque a la vez brillante; los aliños con que se adorna la mezcla de arroz con cecina de res, esos acicalamientos añadidos a última hora, antes de envolver, son de colores brillantes —anaranjados intensos de pimientos o zana­horias, verdes color monte como el del recao— y su picadera es más gruesa que la acostumbrada por acá; de hecho, podríamos aseverar que en Nicaragua los picadillos —sean de carnes o le­gumbres— admiten un grosor menos delicado que el usado en  la cocina antillana. Se trata aquí de confeccionar con el criterio de la visibilidad y la identificación de los ingredientes, justo el reverso de la minimalista cocina atómica de Ferrán Adrià. Las tamu­gas son más cuadradas que oblongas, esta última siendo la forma ancestral de los pasteles nuestros. Quizás sea porque la tamuga se sirve como plato principalísimo, mientras que los pasteles son redundantes — ¡la amplificación barroca!— como acompaña­miento del lechón asado y el arroz con gandules, la morcilla y los guineos flacos sancochados. La tamuga es reina mientras que el pastel es peón.

Visitar a Sergio Ramírez en su espléndida casa de la Colonia Los Chilamates, en la Managua de urbanizaciones clasemedianeras que poco tienen que ver con las de acá —las altas tapias sustituyendo los «lawns» suburbia U.S.A.—, sobre todo, ser los huéspedes de Tulita y Sergio durante una semana, es adentrarnos en exploración, guiada y comentada, por las dos veces rica gastronomía nicaragüense. Porque se trata no sólo de un halago al paladar, un entregarnos a la sabrosura de la cocina nica, sino también descubrir y fijar la atención en toda una historia social de la alimentación en Mesoamérica y las Antillas.

Uno de estos platos sorprendentes, cuya confección es complicada, requiere gran paciencia, y cuyos resultados son complejísimos al paladar, es la llamada «carne al vaho». Este plato lo comimos en un almuerzo sabatino, porque en casa de Tulita y Sergio —como en el Puerto Rico de hace sesenta años— se almuerza y cena opíparamente. Rodeados de obras de arte que engalanan el pequeño aunque acogedor comedor, cuyos muebles tradicionales son de pajilla y madera torneada, con un escaparate de obvia tradición familiar en un extremo y el aparador, que alcanzó ese color oscuro profundo que cobran las maderas nobles del trópico, situado atrás entre las dos cabeceras de la mesa, Monchita y Tulita que se afanaban en la cocina mientras que nosotros —Ilca, Daniel Mordzinski, Sergio y yo— que discutíamos sobre los catastróficos dictadores antillanos y centroamericanos. Un bodegón de Armando Morales que representa la pulposa y dulce guanábana, colocado muy a la vista sobre el aparador, podría representar la suculencia del plato que esperábamos. Un cuadro de tiempos coloniales que podría simbolizar la agricultura, o la esperanza de la abundancia, y que casi preside la mesa, colocado como está sobre la cabecera, bien puede ser símbolo del gran plato que comeremos. Monchita — ¡la  de la mano poderosa!— es la gran cocinera de Sergio y Tulita; la Tuli, como soberana dueña de la casa, vela por la suprema vistosidad, abundancia y suculencia de todo lo que va a la mesa. Monchi es el corazón de la cocina, Tulita, quien también es cocinera espléndida, custodia la sabiduría culinaria; Sergio ostenta el don de la teoría, la erudición y el buen apetito.

La «carne al vaho» es el plato barroco y maximalista por ex­celencia, porque justo está en las antípodas de la gastronomía mo­lecular, como la del Noma en Copenhague, o el antiguo Bulli en Cala Montjoi. Podríamos establecer, de manera algo superficial, y dejándonos llevar por las apariencias, el parentesco de la carne al vaho con la carne mechada nuestra y la venezolana —esta última siendo carne deshilachada—, con el «tasajo» o «cecina» isleños, de cocción abrillantada por el achiote, el tomate y la cebo­lla, también de tradición salada y marinera, esa variante boricua de la «ropa vieja cubana». Nuestra mechada en salsa negra, que también tiene variante venezolana, con su regusto agridulce al­canzado por las alcaparras, las pasas y la cebolla, también podría reconocer algo de filiación con esta carne nicaragüense. Y ese aire familiar tiene que ver, sobre todo, con la textura de la posta cuan­do se ablanda supremamente a fuego lento, y también con esa cualidad de carne en tiras, deshilachada, que bien se logra en el tasajo, o la mechada al modo venezolano, a condición de que todo se guise con paciencia suprema, porque, justo, esta carne al vaho, que empaña todos los sentidos y que termina en siesta, aunque popular y disfrutada tanto por el estibador como por el oficinista, es todo lo opuesto al «fast food» yanqui.

Primeramente, hay que destacar el continente para empezar a conocer el contenido: la carne al vaho, al lento vapor, «al bajo», como también se le conoce, se cocina en olla de gran tamaño con tapa. Este plato de las haciendas ganaderas consiste —como el vigorón— de distintas capas, cada una de las cuales colabora para conseguir el sabor único y las texturas variopintas. Empezamos colocando, allá en el fondo del gran ollón, palitos de guayabo; esto es como si se creara, en las entrañas de la olla, un rústico baño de María. Sobre esa cama de guayabo —esto me lo explicó la supre­ma Monchi— se colocan los pedazos de yuca, guineos verdes, el plátano verde sin cáscara y el maduro con ésta; estos maduros nunca podrían ser los llamados «pintones», es decir, a mitad del camino a la maduración, y en esto veo capricho, superstición o fundamento, no sé. Sobre esta cama de verduras, se coloca la carne, que puede ser cecina, salada, o de «posta», lo que nosotros lla­mamos carne o «lechón» de mechar. Toda esta carne se envuelve en la reconocida africanía de la hoja de plátano —como forman­do una «tamuga» enorme—, y se coloca en el centro de la olla. El agua para la cocción se irá echando poco a poco por el lado de la olla hasta llenar la parrillita de guayabos al fondo. Todo estará listo dentro de cuatro horas; para que durante el borboteo inicial no salte la tapa, muchos cocineros colocan una gran piedra sobre la olla. El fuego es lento y la expectativa ansiosa. El poeta Fer­nando Silva asegura que el «vaho» debe ser preparado por una sola persona y jamás se debe «husmear» o curiosear, echándose a «perder» enseguida.

Al servirse el plato, que propiamente lo que se hace es desenlazar el gran paquete de carnes —en las versiones más antiguas las carnes están mezcladas con las verduras dentro del paquete—, cocidas todas en hoja de plátano y al lento vapor, guarnecidas por las viandas como formándole cama, justo ahí, en ese preciso instante, es que comenzamos a disfrutar de un espectáculo visual como el que jamás he conocido en comida alguna, quizás con la excepción del cous-cous árabe. Como en éste, las carnes se separan de las legumbres. Al servirse el comensal, hasta podría añadirle acentos a esta complejidad sirviéndose sobre las verduras y las carnes una ensalada de repollo en tiras, cebolla y tomate. Preferiría prescindir siempre de esta añadidura, porque justo la gracia del plato a la vista reside en esos colores. El color cárdeno de los maduros, que prácticamente se han convertido ya en melcocha, proviene de la cecina, este morado alcanzó otras cáscaras de maduros y también entintó la yuca. La carne luce de un color oscuro; es un color de cocina antiquísima, como medieval, en que todavía no se acentuaba el lucimiento y la brillantez de los platos.

Tulita, la sabia Tulita, nos dice que justo para que la carne no se vea tan apagada, ella le añade aceite al paquete, porque no­temos que esa coloración también viene de la hoja amortiguada del plátano; no usándose la manteca de achiote para abrillantar la carne —como en la cecina nuestra—, dice Tulita que es necesa­rio el aceite, para así servir la mesa con mayor galanía y brillan­tez. La yuca también nos sorprende con ese leve toque morado, lo mismo que el plátano verde, y es como si la tintura del maduro vestido con su cáscara le hubiese dado la apariencia definitoria al plato. Los maduros han quedado rojos, del color de la cecina, y ésta ha cobrado ese color caoba cárdeno del aparador que tengo al frente.

Este plato es de la región ganadera de Nicaragua; pero fijé­monos que es criollo y a la vez africano, de preparación rústica y resultados sutiles, porque, de nuevo, aquí la sabiduría culinaria está en mezclar lo dulce con lo salado, matizar sabores contra­rios mediante la yuca y el plátano verde. Pero la carne al vaho es, sobre todo, un plato engalanado por la variedad de texturas y sabores, desde una carne cuya terneza invita a que el tenedor la deshilache hasta ese plátano maduro amelcochado, dulce hasta más no poder, a pesar de que para nada es postre ni lleva almíbar.

El plato que ahora intentaré describir es uno de esos platos ecuménicos y que tienen variantes en distintas cocinas regionales del mundo hispánico. Si bien es cierto que Daniel Mordzinski, nuestro fotógrafo, miraba la carne al vaho con algo de cautela, este plato que sigue finalmente lo sedujo; aquí se entregó sin re­servas a las sutilezas de la cocina nicaragüense, y ya explicaré por qué. La gente que convoca Sergio a su mesa debe ser de la más inquieta y curiosa de la intelectualidad latinoamericana; pero también es cierto que casi siempre comemos con gusto aquello que nos resulta familiar, lo que aprendimos a comer en la in­fancia. Esta vez se sentaron a la mesa, además de Ilca y yo, los antillanos, nuestros anfitriones, Sergio y Tulita, el incansable Daniel, argentino perseguidor de imágenes, nuestros queridos Lola y John, siendo estos últimos una pareja de educadores ra­dicados en Suiza y de visita a la Fundación Luisa Ramírez de Masatepe. Los encantadores Lola y John —él escocés con español honroso, ella española con castellano central— también queda­ron fascinados, y regustándose, con la sin par sopa tapada, plato aristocrático como pocos, oriundo, en su sabrosa complejidad, de esa ciudad antigua y tradicionalista que es León.

La sopa tapada es un plato con parentela antillana y continental, porque es fácil reconocer en sus texturas, en un guiso de pollo «tapado» con una capa de pan esponjoso, algo de nuestro pastelón de papa con picadillo de carne molida, también algo del pastelón de papa argentino que lleva entre capas huevos duros rebanados, con ese picadillo de fuerte acento en la cebolla y el comino, relleno que también llevan las empanadas del cono sur. Todo esto explica el entusiasmo del argentino Daniel Mordzinski con ese plato. Pero también podríamos encontrarle justa filiación con la empanada gallega —esto fue lo que sedujo a la simpática Lola—, porque se trata de un guiso de pollo desmenuzado bajo capa de harina de trigo. «Sopa tapada» es un nombre inexacto para este manjar, ya que no se trata de ningún caldo sino de un pastelón de pollo bajo abrigo de algo verdaderamente sutil al olfato, al paladar y la vista. Aquí lo que «tapa» es lo verdaderamente asombroso. Una empanada gallega tiene, al lado de la masa que pronto descubriremos, una cualidad gruesa, algo basta. Aún el pastelón de pollo en masa de harina de trigo, el «pot pie» que preparaba mi madre —de ahí el reconocimiento del escocés John—, con su masa liviana casi con la consistencia del hojaldre, y un relleno de pollo guisado oscuro, acentuado con pasas y vino tinto a la manera del fricasé, palidece ante el asombro que me causó la «sopa tapada» nicaragüense.

El guiso se prepara con gallina y cerdo, tocino crudo, papas, garbanzos, salsa de tomate y salsa inglesa —notemos aquí el cui­do de ese equilibrio entre lo ácido y lo dulzón—, aceitunas ver­des y alcaparras, aunque inmediatamente el guiso se vuelva sutil, complejo y contradictorio, barroco, con los acentos de las pasas y las rajas de canela. La sazón está a cargo de la pimienta y el ajo, el azafrán vigila la apariencia mediante un amarillo pálido, el vinagre, la canela en rajas con que se guisa todo, el clavo de olor, vuelven más aromático el guiso. En su textura, ya servido el plato, podemos notar que este relleno muestra la gallina bien desmenu­zada, pero sobre todo, y aquí está la gran diferencia con el «pot pie» de mi madre, su consistencia es caldosa y a la vez liviana. El relleno del pastelón de pollo de mi madre acentuaba los pedazos de pollo, en la sopa tapada inmediatamente identificamos la ga­llina como «deshilachada»; mientras que la cocción del pollo de Doña Acacia creaba salsa, el relleno de la sopa tapada tiene una textura mojada, caldosa. John tiene que haber reconocido en este plato —cuyo guiso lleva aderezo de salsa inglesa, por cierto— algo del «kidney pie» británico, aquél que comí en Londres en una taberna oscura que no ha visto cambios desde que la visitaba Samuel Johnson.

Pero lo que describiré ahora es el salto cualitativo; aquí termina todo parecido con los platos arriba mencionados, porque en la «sopa tapada» lo asombroso está precisamente en las tapas, abajo y arriba, una en el medio, que sostienen y custodian a la vista el relleno. Estas «tapas» están confeccionadas con el llamado «pan de bonete», que por lo que indagué es lo que nosotros conocemos como el esponjoso y dulzón pan de huevo. Este pan se corta en rodajas y se remoja en «vino de consagrar» y leche. Se coloca al fondo del molde de cristal y luego se coloca una capa de relleno; otra tapa de este pan debidamente remojado en la doméstica leche y el litúrgico vino se coloca encima de este relleno. (Veamos que aquí está el secreto de esa consistencia caldosa y húmeda del relleno de gallina.) Volvemos a rellenar con el guiso y se corona todo con más pan de bonete en remojo. Entonces, sorpresivamente, encontramos parentesco con nuestro piñón de amarillos, porque a esta última capa se le unta clara de huevo antes de poner la sopa tapada al horno.

Una vez servida para el disfrute de antillanos, centroamerica­nos, argentinos, españoles y escoceses, mi atención quedó captura­da, casi al grado del ensimismamiento, por esas capas esponjosas de pan, de consistencia abizcochadas, pero sin que desmereciera el talante de pan. Esa consistencia del pan de bonete, remojado y bendecido, tiene también como múltiples fronteras, o capas de textura, porque arriba se muestra firme y dorado por la clara de huevo tostada al horno; más abajo el tenedor, que ya alcanza el relleno, corta sin dificultad, no se ofrece resistencia gomosa, es, justo, la consistencia de un pan dulce y liviano, como nuestras mallorcas.

Estos puntos en la confección del pan leonés llegan a su cul­minación en los famosos y notables «picos de León». Estos son como unas panatelas algo dulces y abrillantadas, muy delgadas en grosor y delicadas en su discreción con el azúcar, porque en estas galletas, esponjosas en sus centros y duras en sus piquitos, consumidas casi siempre en el desayuno, podemos adivinar los mismos cuidos que crearon el pan de bonete y luego lo consa­graron para tapar la sopa. De nuevo, se trata de una confección antigua —las viejitas que preparan los picos de León custodian la receta más que a sus vidas, ya se la pasan, con gran vigilancia, a la descendencia—, y a la vez sencilla, sin grandes complicaciones ni alardes; estas panatelas son más complejas que complicadas, su color bronceado y brillante representa gran cuido en el horneado, que supongo requiere toque leve de temperatura alta.

Compramos los picos de León en una de esas panaderías an­tiguas de pueblo chiquito, lugares de poca «repostería», siendo los panes funcionales, gustosos y nada vistosos; la luz del local es melancólica, casi moribunda, igual a la de aquella panadería de mi pueblo durante los años cincuenta, con su techumbre de cinc a cuatro aguas y las grandes puertas a dos hojas y con cierre de tranca. También se compran, en algunas tardes, además de los picos de León, esas galletas dulces, aunque no del todo, color ma­rrón, más bien carmelita, y que se parecen a las galletas «cucas» nuestras, pero más dulzonas. Esta panadería leonesa está en las antípodas de las reposterías y «confiterías» cubanas que llegaron a Puerto Rico con la revolución y el exilio, los escaparates repletos de palitos de jacob, torrejas y todas las formas y variedades de las yemitas de almendras y el mazapán. Contaba Lezama Lima que la confitería cubana se volvió exuberante y alardosa por un famoso repostero de la corte de Carlos V que fue desterrado a Cuba. Ese no visitó Puerto Rico, ni Nicaragua. En esa panadería de León lo que se respira es una escasez venerable, la sabiduría de lograr lo único con lo poco.

Granada es la vetusta ciudad nicaragüense con vista al Gran Lago de Nicaragua. Isleño rodeado simétricamente de mares con ambiciones globales —Océano Atlántico al norte y Mar Caribe al sur—, y ello por los cuatro costados, la idea de un mar interior como este lago me resulta extraña. La vez pasada que visitamos Granada paseamos en bote por algunos islotes y el paisaje lacustre resultó más asequible aunque, igual, me sentía que visitaba cayos frente a La Parguera, en la costa Caribe de Puerto Rico. Esta vez la dimensión épica del lago —es más que la extensión territorial de Puerto Rico; eso lo calculamos cuando visitamos la isla de Ometepe en el mismo centro— me resultó más impensable aún. En un pequeño ferry que va a la isla de Solentiname el horario lo dice todo: sólo hay un viaje diario a la legendaria isla del padre Cardenal. Si el poeta se embarca en ese pequeño ferry camino a su isla, tardará ocho horas en llegar. La otra orilla es ya la región de Nicaragua camino a la cercanía y figuración del Caribe nuestro. Para llegar a nuestro mar tendríamos que cruzar éste, que no lo es.

Un tren de caballos y yeguas viene por la orilla del lago, pasa frente al embarcadero del ferry. El arriero, que va a caballo, nos saluda y sonríe, las bestias van arrebiatadas y su guía que posa para una foto que le toma ese tragón de la realidad y la luz que es Daniel Mordzinski. El arriero sigue su rumbo y de nuevo contemplo ese lago y me resulta inconcebible su anchura. Somos figuras al borde de un paisaje vasto y ajeno.

Visitamos la gran casa granadina donde se crió el poeta Car­denal. Es una elegante estructura de dos plantas, techos con tejas, adosados balcones señoriales que dan a la calle y galerías con vista a un enorme patio interior en que se destaca el antiguo liquen de las tejas y la majestuosidad de la palma real. Al fondo, una fuente sirve de remanso y lugar de ensayo para un grupo de jóvenes mú­sicos que ejecutan en sus metales, que son el trombón y la trom­pa, la trompeta y el bombardino. Como ocurre en Masatepe con el caserón solariego de los Ramírez en que se crió Sergio, estos es­pacios memoriosos acogen fundaciones dedicadas a la música, la pintura y la literatura; es una manera de mantener viva y vigente la formación de los grandes talentos nicaragüenses.

Llegamos hasta la antigua estación del tren en Granada, restaurada en parte con euros provenientes de España, verdadera joya que también alberga un restaurante de la escuela hotelera de Nicaragua. Tuvimos que cruzar por este restaurante melancólico de meseros perfectamente uniformados para esos comensales que nunca llegan. No había nadie en el salón comedor y ya alcanzábamos el mediodía, por lo que allí quedaron a la expectativa aquellos jovencitos de miradas tímidas, en espera de algún apetito extraviado. Todos mantenían sus paños puestos al brazo, éstos vistosamente almidonados, aquella seña del servicio impecable de otros tiempos, la época de los magnates de la caña y los banquetes que montarían aparte, y contra la pared, la mesa del Señor Presidente.

Algo distinto, ¡muy diferente!, es el restaurante Zaguán, con­currido lugar de asados y mariscos, cuya especialidad es el pes­cado fresco traído del lago. Allí empezamos la comilona con el omnipresente vigorón, esta vez el tradicional, montado con yuca blanca en su punto en vez de las tortillas de harina de maíz. Es cierto lo que dice el poeta Fernando Silva cuando nos insta a co­mer el vigorón como una liturgia, cuyo oficiante principal —ya lo vimos en el padre Cardenal— es el regusto y el relamerse del glo­tón. Nos dice Silva: «hay que fijarse que en cada bocado deben ir todos los elementos: mordisco de chicharrón, el pedacito de yuca y el poquito de ensaladita». El propio Fernando Silva nos aclara el misterio de la palabra vigorón, nombre identificado, justo, con el vigor y la potencia masculina: «Yo le he dado vueltas al asunto indagando por varios lados y al final he encontrado que viene de un viejo reconstituyente muy popularizado que hubo, conocido así como Vigorón. Venía envasado en una pacha (caneca) media­na de color café claro etiquetado con la figura de un hombrazo musculoso que dominaba a un toro de los cuernos; tomando muy seguro de la imagen de Ursus, el extraordinario personaje de Quo Vadis, de Sinkewitch, muy en boga en ese tiempo»…

En un país de gran arrojo y valentía, la patria de Sandino, un pescado traído del lago a nuestra mesa tiene que llamarse guapote. Daniel, Ilca y Tulita compartieron uno de los guapotes. Sergio y yo atacamos con celo y exclusividad el segundo, éste guarnecido con tostones y frito a la manera boricua, es decir, en manteca muy honda y a temperatura muy alta, la piel tostadita y la carne casi sancochada, tierna y jugosa. El guapote es como un pargo de agua dulce. A diferencia de la tilapia, no tiene sabor tierroso sino que su delicada carne blanca se parece a la del chillo nuestro. Granada es sitio lacustre de reminiscencias marinas, porque cuesta reconocer en el guapote esa agua dulce en que una vez nadó. El guapote también se hace al horno; preferimos la versión frita por aquello de que los puertorriqueños siempre llevamos como idea platónica del pescado frito la versión que doña Ladí impuso en los años cincuenta. De hecho, se sirve con esa omnipresente salsa caribeña de cebollas y tomates que nosotros conocemos como el salinense «mojo isleño».

Ahora la mala noticia: el guapote está amenazado por la con­taminación de las aguas y los criaderos de la tilapia; ésta se come las huevas del guapote. Este guapote del gran lago «se distingue por el morro que encuadra su cabeza chata, y por su cola gris terroso, moteado. Vive en los lodazales montosos de las riberas». Pero a pesar de esto último, su sabor no es «tierroso» sino marino, no parece criado en el babote sino en los arrecifes.

Ahora bien, el detalle, ese desplazamiento de atención hacia algo único, es el arte de comer las «cocochas», o los cachetes del guapote. Y éstos son al guapote lo que la médula al osso bucco, es decir, la exquisitez escondida en la terneza, otro nivel de textu­ra, todavía más sutil, la caricia extra en la mordida y dada a ese paladar que ya conoció la delicadeza. Los cachetes son tiernos, parecidos en textura a las vieiras; el sabor de estos cachetes del guapote están a mitad de camino entre la —para muchos, no para mí— sublime carne de langosta y el más terrenal de los pes­cados clásicos de agua dulce, como la trucha y el salmón.

Camino a casa del agricultor y poeta Luis Rocha, se me ocu­rre pensar que todas estas cocinas criollas son irreductibles, es decir, no admiten esas reducciones minimalistas y livianas que promovió la «nouvelle cuisine». ¿Cómo reducir la barroca carne mechada nuestra, cómo hacerla minimalista? ¿Cómo volver liviana una carne al vaho? Ahora se trata de conocer que buena parte de la cocina contemporánea está pensada más para degustar que para comer. Nos dicen hasta cómo debemos masticar… La inclusión —principalmente por franceses y catalanes— de cierto esteticismo en la gastronomía, con la conversión del cocinero en chef y luego en celebridad, ha vuelto lo que era arte para satis­facer una necesidad biológica en artificio para aplacar una loca pretensión centrada en la vista, el olfato y, por último, en el pala­dar. Quizás el paladar humano está hecho para pocos sabores a la vez, tiende a simplificar la complejidad gustativa y en realidad pasamos demasiado tiempo cocinando. Pero ocurre que las co­cinas tradicionales —muchas de ellas plantadas en la escasez— prefieren complicar los platos en vez de simplificarlos, o reducir­los. Parece que el barroco es asunto de pobres que sueñan con la abundancia.

Luis Rocha, de la misma generación de Sergio (1942), tiene toda la pinta del pensionado gentilhombre. Usa pantalones cortos de cuadritos y las camisas por fuera, le gus­ta usar medias largas con zapatos y «bermuda shorts». Es bajito, mulato, de cara redonda y bigote, parece todo un «don» de Villa Palmeras a punto de combinar un cuadro o una papeleta hípica; nada de alardes de melena al aire para este poeta con añoran­za campesina. Muy amigo de ese olvidado poeta nicaragüense, Carlos Martínez Rivas, con quien aparece fotografiado con el trasfondo de una Europa de pos­guerra que fue ensoñación de sus vidas centroamericanas. Es una avenida madrileña, o parisina, que ahora, todavía, sigue distante. Aparecen sonrientes y confiados; era la juventud hoy camino al olvido.

Entre caminos de trocha y siembras de plátanos y matas de papayas, encontramos la pequeña casa del poeta, cuya galería es acogedor salón para amigos y literatos. Su amable esposa, la pe­ninsular Teresita, nos recibió con ese refrescante té frío que es la llamada «flor de Jamaica».

Luego de que Daniel Mordzinski le tomará las fotos de rigor, la conversación gravitó hacia la comida nicaragüense, porque ya Luis me había aclarado, en el cumpleaños de Sergio, sobre los frutos de la fértil tierra de Nicaragua. Nos dio algo de trabajo identificar los mismos tubérculos —la yautía, por ejemplo— con distintos nombres.

Pasó una señora por la trocha entre el platanal, voceando la venta de nacatamales, lo que sería para nosotros tamales «cie­gos», sin carne. Quise probarlos. La señora los trajo en una batea que me evocó la venta callejera de alcapurrias y bacalaítos fritos en el pueblo chiquito de mi infancia… Y el nacatamal es lo que nosotros conocemos como guanime, el «pastel» ciego de harina de maíz. Al comerlos, recuperé justo el sabor de los guanimes cam­pesinos que probé en mi infancia, quizás éstos ajenos al dulzor con que mi abuela acentuaba la harina de maíz, y que saltaba al paladar una vez se sancochaban, la marca del anís estrellado o el del mono.

Y en la galería de aquella acogedora casa llena de libros y memorias, hablamos sobre cómo la gandinga nuestra se conoce en Nicaragua como menudencias. Luis era el poeta-traductor de platos descritos, y entonces reconocidos en la escasez y la abun­dancia compartidas. Porque la gandinga obviamente es uno de esos platos de la esclavitud, la búsqueda de la abundancia en las menudencias, en lo que sobró y que sería necesario consumir por­que sería pecado botar. La gandinga puertorriqueña —como el mofongo— ha sido uno de esos platos que ha perdido comple­jidad a causa de la organización moderna del tiempo y la res­trictiva reglamentación alimentaria del gobierno federal. Aunque mi madre preparaba la gandinga únicamente con hígado de res, añoraba ese espeso guiso con papas que su madre preparaba con corazón, riñón, entraña o bofe, además del hígado. Luis me acla­ra que las menudencias nicaragüenses son como un revoltijo de las vísceras del chancho. Ahí sobresalen, según las recetas más antiguas, los riñones, el corazón y el hígado.

También me ilustró el poeta sobre cómo lo que yo conozco como sopón de demonio —plato que nunca conocí de niño, pero que era fijación en la memoria gastronómica de mi amigo Manolo Pavía— «es lo que se conoce en Nicaragua como pebre». José Coronel Urtecho, maestro de poetas nicaragüenses y que, junto al otro gran bardo, Salomón de la Selva, fue amigo del Luis Muñoz Marín joven, aquel bohemio de corazón impuro que conoció el callejeo en el Village de Nueva York, define así este plato: «el pebre es una suculentísima picadura o picadillo de la cabeza y las pezuñas del sabroso animal elogiado por Charles Lamb en uno de sus ensayos». Manolo Pavía me decía que después de los tres martinis tomados en etílica reunión familiar y dominguera, se zampaban camino a la siesta el sopón de «demonio», la cabeza del puerco siendo protagonista y señor de  semejante obnubilación. El «pebre» suena lírico e inofensivo, aunque igualmente irreductible en su colesterol.

Todos son platos, como el barroco literario de Lezama Lima, o el de José I. De Diego Padró, fatalmente desproporcionados; el barroquismo consistiría, entonces, en esa desproporción entre la adjetivación y la cosa descrita. (Lezama Lima, por ejemplo, llamaba al sexo femenino «la araña gorda», el adjetivo simplón cabalgando sobre la plurisémica metáfora.) En la cocina lo barroco podría definirse en esa desproporción entre los ingredientes y la sazón, los adobos y aderezos, y lo que finalmente saboreamos. Quizás el paladar termina reduciendo lo que la sabiduría ancestral culinaria ha amplificado, justo por antigua y coleccionista.

En Guaynabo, A 18 de septiembre de 2012

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Inicia como escritor en 1973, después de obtener el tercer premio en el certamen anual de cuentos del Ateneo Puertorriqueño. Surge durante la generación setenta cuando da a la luz su primera novela La renuncia del héroe Baltasar 1974. Originario de Río Piedras en Puerto Rico donde nació un 9 de octubre de 1946, Edgardo pasó su infancia en la población de Aguas Buenas.

Estudió Humanidades, con énfasis en Estudios Hispánicos, e hizo la maestría en Madrid en el Programa de la Universidad de Nueva York. Actualmente es catedrático jubilado de la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado, al menos, una decena de novelas, un libro de relatos y dieciséis libros de crónicas y ensayos. Obra que le ha significado ser considerado uno de los más sobresalientes escritores puertorriqueños.

Desde 1999 Rodríguez Juliá es miembro de número de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española, adscrita a la Real Academia Española. En 2006 fue nombrado Profesor Distinguido en el Conservatorio de Música de Puerto Rico. Es Escritor Residente de la Universidad del Turabo desde 2007. Ha tenido a su cargo cursos de Composición Literaria y un curso graduado sobre Literatura Antillana en la Florida International University.

Hasta junio de 2010 dirigió la colección Antología Personal en La Editorial, Universidad de Puerto Rico, así como la revista La Torre de la misma institución. En junio de 2011, impartió en la Universidad de Guadalajara la prestigiosa cátedra Julio Cortázar, presidida por los escritores Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez.

En 1974 publicó su primera novela, La renuncia del héroe Baltasar. Su segunda La noche oscura del Niño Avilés, aparece en 1984 y fue publicada en francés por Ediciones Belfond bajo el título Chronique de la Nouvelle Venise (1991). El libro de relatos Cortejos fúnebres es de 1997. En 1986 recibe la Beca Guggenheim de Literatura. Con la novela Cartagena fue primer finalista del Premio Planeta-Joaquín Mortiz 1992. Publica El camino de Yyaloide, ed. Grijalbo, 1994. En 1995 gana el Concurso Internacional de Novela Francisco Herrera Luque con Sol de medianoche, también galardonada con el Premio Bolívar Pagán del Instituto de Literatura de Puerto Rico en 2001. El entierro de Cortijo fue traducido al inglés en 2004 por Duke University Press con el título Cortijo’s Wake, y en 1991 al francés por Éditions L’Harmattan con el título L’enterrement de Cortijo. En 1997 la editorial Four Walls Eight Windows de Nueva York publicó la traducción al inglés de La renuncia del héroe Baltasar (The Renunciation). Bajo el título San Juan, Memoir of a City. En 2007 The University of Wisconsin Press publicó la traducción al inglés de su guía literaria de San Juan: San Juan, Ciudad Soñada. Su novela Mujer con sombrero panamá, 2004, ed. Mondadori en 2004, fue premiada por el Instituto de Literatura Puertorriqueña. Sus más recientes creaciones novelísticas son: El espíritu de la luz (San Juan: Editorial, Universidad de Puerto Rico, 2010) y La piscina (Buenos Aires: Corregidor, 2012). Además, ha publicado los siguientes libros de crónicas y ensayos: Las tribulaciones de Jonás, 1981; El entierro de Cortijo, 1983; Una noche con Iris Chacón, 1986; Campeche o los diablejos de la melancolía, 1986; Puertorriqueños, 1988; El cruce de la Bahía de Guánica, 1989; Cámara secreta, 1994; Peloteros, 1997; Elogio de la fonda, 2000; Caribeños, 2002; Mapa de una pasión literaria, 2003; Musarañas de domingo, 2004; y San Juan, Ciudad Soñada, 2005. En 2009 publica con Beatriz Viterbo de Argentina la Antología Personal de crónicas La nave del olvido. Para 2012 publica el libro de ensayos Mapa desfigurado de la Literatura Antillana, ed.Callejón.