
XII Premio Carátula de Cuento: La caída de Versalles
1 junio, 2024
Cuento ganador del XII Premio Centroamericano de Cuento Carátula 2024.
[…] porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Jorge Luis Borges
Yo no uso Louis Vuitton si no es con la Supreme.
Kendo Kaponi
1. EL VIEJO ORDEN
André Leclaire recorre furioso las habitaciones del apartamento/estudio/almacén de la Rue du Faubourg Saint-Honoré y sigue sin dar crédito a la última ocurrencia del viejo: regalar la colección entera. Así es: Emanuel Leclaire, el célébrité más respetado y envidiado de la alta costura francesa del siglo veinte, poseedor de un panaché desmedido, aliado de Eleanor Lambert, amante de Bill Blass y Hubert de Givenchy al mismo tiempo y en distintas ocasiones, confidente de la Baronesa de Rothschild al punto de hacerle compañía tomando té a su lado por largas horas cuando la artritis no la dejaba salir de su tina de baño, estilista voluntario del presidente de Gaulle en su llamado a la nación luego de las protestas de estudiantes y obreros en Nanterre de 1968, mentor de Virgil Abloh, cabildero de la derogación de la ley que prohibió a las francesas llevar pantalones por doscientos años, había obsequiado su colección completa de moda. También había muerto una semana antes, aunque parecía no importarle tanto a su sobrino, André, como la dilapidación de su legado y sustento.
Emanuel Leclaire nunca existió. Nadie averiguó su verdadero nombre. Algunos periodistas sospechan que nació en la región de Hendaya; especulan que en 1941 subió, quizá por embebecimiento, a los malnutridos vagones de la División Azul que Hitler y Franco habían enviado para aniquilar a la amenaza soviética; se sabe, gracias a la carta de un soldado del Regimiento 250, de un niño francés de trece años que, diligentemente y sin juzgar, cosía botones y remendaba rasgaduras en los uniformes de los oficiales españoles. Nadie puede decir si estuvo presente en la masacre de Nóvgorod; nadie sabe si conoció el apetito de las fosas comunes recién cavadas o el aroma del frío tocado por la muerte. Ignoramos si fue un fascista. Se cree que en 1957 vivió brevemente en Barcelona. Que luego fue a parar a París, intuimos con convicción. A pesar de migrar de una tiniebla a otra por años, sería inequívoco decir que Emanuel Leclaire nació realmente en la noche del 28 de noviembre de 1973 en el Théatre Gabriel del Palacio de Versalles. Esa noche, comenzaría a atisbar algo hasta entonces oculto, un lenguaje secreto al alcance de quien prestara atención. Comprendería esa noche que de la historia también se puede hacer una pasarela.
Lo que Luis XIII había destinado como remanso luego de la caza, y que su hijo había irrigado con cruenta opulencia, estaba cayéndose a pedazos. Hablamos de Versalles. Fue el matrimonio de Florence y Gérald van der Kemp el encargado de organizar una velada de exhibición en el Salón de los Espejos, con el fin de recaudar fondos para la restauración del palacio donde otro tratado de paz había sido firmado en junio de 1919. La curiosidad de los reflectores escrutó el combate entre cinco diseñadores estadounidenses, que apostaban por la utilidad y la vanguardia, y sus contrapartes francesas, defensoras de la tradición y el buen gusto. El resultado de este enfrentamiento cambiaría el rumbo del haute couture para siempre; aunque esto no importa por ahora. Lo que nos incumbe es la revelación de Leclaire; ya para esa noche, à la Gatsby, el esquivo socialite se había hecho de una pequeña fortuna y algunos allegados, suficientes como para ser un invitado más en la gala. Ahí, mientras Liza Minnelli bailaba y cantaba Bonjour, Paris, o mientras Josephine Baker interpretaba J’ai Deux Amours, Leclaire y van der Kemp tienen el siguiente intercambio: Leclaire ha escuchado una anécdota, envuelta de encanto, y desea saber si es verídica: corre 1941 y soldados alemanes atentan con quemar la Mona Lisa, que ha quedado bajo la tutela de un joven curador, van der Kemp; luego de horas de espinosa negociación, logra que los alemanes desistan. Leclaire le preguntó cómo consiguió salvar el retrato de las llamas nazis, a lo que van der Kemp contestó: repetí como loco, cientos de veces, la única palabra en alemán que conocía: kunst. La palabra arte. Lo que amansa a las fieras. En este gesto trivial y desesperado, Leclaire reconoció la necesidad de volverse a sí mismo un custodio de la belleza.
La reputada colección, que comenzaría un par de años después, abarcaba desde lo obligatoriamente infaltable (el vestido que Diane von Furstenberg usara para Newsweek en 1976 y el tuxedo femenino que acumuló para Cristóbal Balenciaga varias amenazas de muerte), pasando por lo kitsch (el sostén de figuras cónicas de Madonna y el guardarropa de Audrey Hepburn para Charade), hasta lo genuinamente morboso (el blazer Chanel de Jackie Kennedy con los sesos de su marido y los zapatos Gianni Versace talla 40 que Diana Spencer no volvería a necesitar). Ninguna recepción, ninguna fiesta, ninguna soirée podía estar completa sin al menos una mención de su espectacular colección. En esta norma, Leclaire encontraba orgullo, agrado, sosiego; se reunió con su hermana, su cuñado y el joven André. Su popularidad y misticismo aumentaron con las décadas, reputación que habría permanecido incólume de no ser por los años finales de su dueño. Lo que había comenzado como pasatiempo de pocos minutos cada tarde, se volvió horas, semanas, años. Leclaire se encerraba con su colección y no hacía más que contemplarla el día entero, a veces apartaba la vista y miraba el cielo, pero volvía pronto a su tarea, inspeccionaba la tela y seguía las costuras, pero se acababa una manga y comenzaba con el ruedo de otra camisa, el cuello de una casaca, la pretina de un pantalón, pero el casimir y la seda y la lana se terminaban antes de que encontrara lo que anduviera buscando y retomaba su labor al día siguiente. De su pecho creció un hueco que engullía todo a su alrededor. Bien conocida es la anécdota de un contenedor de pepes que había importado desde Haití luego del terremoto de 2010, pero no mucha gente está al tanto de la variedad de influencias aduaneras que necesitó convencer, y menos gente domina que regó todas las camisetas de escuelas públicas e iglesias evangélicas sobre la alfombra de su habitación, donde pasaba días estudiándolas, de pie encima de su cama o su escritorio, como si buscara dividir los límites reales de los imaginarios en un mapa que acababa de construir o encontrar. Dejó de vérsele en eventos sociales, no abandonaba sus aposentos en la Rue du Faubourg Saint-Honoré, descuidó su apariencia gentil y alargada, adoptó una postura misántropa, y perdió mucho peso, muchísimo. Cuando el semanario Charlie Hebdo publicó una caricatura comparándolo con Charles Montgomery Burns en el décimo episodio de la quinta temporada de Los Simpsons, Leclaire ya recorría a gusto los pasillos de la demencia. Murió unos cuantos días después. La revista nunca se disculpó.
Pero su viaje no ha terminado. Todo hombre debe dirigir su vida con cierta dosis de teatralidad, dijo en más de una ocasión. Vaya que lo creía. Cuando André, su único pariente restante, recibió un sobre sellado con el testamento del anciano, timbrado con las palabras doradas Tikkum Olam, maldijo por lo alto el apellido de su familia: su tío había decidido regalar toda su colección, miles de piezas, en una subasta virtual que estaría habilitada en una página web diseñada y creada únicamente para este propósito, donde el ganador o la ganadora no vencería con una oferta económica sino con escribir en el navegador una palabra y una palabra solamente; la palabra correcta, conocida solo por el viejo Leclaire, y décadas de trabajo e historia pasarían a las manos de cualquier persona en cualquier parte del mundo. Y justo así pasó. Cuando el despacho de abogados que su tío había contratado para finiquitar su voluntad le comunicó que alguien había ganado la subasta a pocos días de salir a la luz pública, André no lo quería creer. Su indignación arreció cuando supo que la heredera sería una estudiante de unos veinte años que residía en San Miguelito, Nicaragua. André maldijo una vez más, mientras ingresaba los últimos cuatro dígitos de su tarjeta de crédito y reservaba un vuelo para la mañana siguiente, la última ocurrencia del viejo.
2. EN LA BATALLA
Yorlenny González comenzó vendiendo ropa usada por Instagram para compensar los costos de vivir y estudiar en Managua. Su metodología era sencilla pero infalible: despertaba a las siete de la mañana en sus días libres y visitaba los mayores puestos de ropa usada de la ciudad, siendo el Mercado Oriental su principal proveedor. Se mantenía alejada de los percheros pues solían alojar la mercancía más costosa; se entregaba de preferencia a las canastas que redundaban con prendas a veinte córdobas. Ya en su cuenta de negocios, ElClosetDeYorly, se encargaba de modelar la ropa y capturar fotos que luego promocionaba por la red social. Aceptaba pagos en efectivo y transferencia bancaria, y entregaba todos los sábados de dos a cuatro en Metrocentro, frente a los cajeros automáticos del BAC. También coordinaba envíos a domicilio con un servicio de entregas por motocicleta por un costo adicional. Su top cinco de piezas más vendidas era: 1. camisetas oversized, 2. biker shorts, 3. trajes de baño, 4. cropped hoodies, y 5. todo Shein o alguna forma de fast fashion. Las propiedades intelectuales que más movía eran Jujutsu Kaisen, Poetic Justice y todo lo Nickelodeon. Jamás vendió algo por encima de ciento cincuenta córdobas; no consideraba ético vender ropa de segunda a un precio desorbitado. Rara vez se quedaba con algo para su vestuario, pero llegó a pasar. De vez en cuando, viajaba a Carazo para buscar nueva mercadería y visitar las playas. Durante la pandemia, luego de que su mamá perdiera su empleo, abandonó la universidad y regresó a la casa materna en San Miguelito, municipio del departamento de Río San Juan, bautizado así por los conquistadores, conocido antes como Cuahacapolca por los Chorotegas o Ukurikitúcara por los Guatusos, para apoyar con los gastos y cuidar a su Mama Chana, de ochenta años. La anciana igual falleció por complicaciones respiratorias y fue enterrada de noche en un ataúd sellado; ElClosetDeYorly pasó a ser una vitrina de ideas para outfits y escuetos vlogs, pero poco a poco dejó de compartir contenido. Algo no la dejaba descansar; el murmullo de algo íntimo y lejano martillaba sus noches con insomnio y apetito. Se encerraba en su habitación por madrugadas enteras inspeccionando el inventario que aún le quedaba, escuchándolo, prestándole toda la atención que le fuera permitida. Una de esas noches, navegando sin ruta en su teléfono celular, deslizándose con su dedo pero al mismo tiempo en estado total de parálisis, dio con la dirección electrónica www.aifaluba.com. Enseguida supo la palabra.
3. VENCIDOS Y VENCEDORES
Román Elvir es un abogado, sociólogo y profesor de francés de unos cuarenta años. Reside y trabaja en Managua. Cuando el vuelo de Leclaire aterrizó en el Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino, su sentido común y algunos tragos de whisky arrojaron dos necesidades vertiginosas: maldecir el calor centroamericano y contratar a un intérprete y a un chófer. Lo segundo lo llevó a contactar a su embajada, que lo conectó con la Alianza Francesa, que a su vez recomendó al tal Elvir, que estaba libre y bien podía cubrir ambas funciones. Gracias a esto podemos saber qué ocurrió en el encuentro entre Leclaire y González.
Elvir cuenta que luego de varias horas manejando de Managua a San Miguelito, tres paradas técnicas para orinar, una cuarta para recargar combustible y conseguir algo de comer, y pasadas las reverencias de rigor, la conversación en la casa de habitación de González transcurrió más o menos de la siguiente manera:
–Sé bien a qué ha venido, pero pierde su tiempo.
–Esa herencia no le pertenece; es mía por derecho. Mi tío era un hombre senil, no sabía ni dónde estaba parado.
–Su tío sabía bien lo que hacía; su tío quería hacer un todo con todo. Estaba en busca de algo.
–¿En busca de qué?
––Shefa –respondió González. Explica el traductor que en ese momento la autoridad de la charla cambió de manos–. Su tío estaba buscando la única verdad.
–Qué locura, ahora resulta que voy a ceder lo que es mío por un disparate. Se lo advierto: tengo suficiente dinero y abogados como para revertir esa dec…
–Quédese la colección, ya no me sirve de nada. Ya descubrí lo que Emanuel quería que descubriera, lo que él había encontrado y que deseaba compartir con quien prestara ojos para ver y oídos para escuchar.
González caminó hasta la puerta abierta y analizó por un segundo la erosión en las nubes; se volteó a Leclaire y le preguntó: ¿quiere ver lo que su tío vio? ¿Quiere entender?
Le pidieron a Elvir que saliera de la casa. Minutos después, se reunió con su jefe. Hicieron todo el camino de regreso en silencio, pasaron por el hotel sacando la maleta de Leclaire y manejaron de inmediato al aeropuerto. Leclaire o el capullo de un hombre llamado Leclaire estaba listo para regresar a París, a su preciada colección. Antes de despedirse, Elvir le preguntó qué había sucedido en la casa de González, y el francés respondió: vi el cuidado y la dedicación en los primeros dedos hiladores desde Dzudzuana hasta Catal Hüyük; contemplé a Xerxes el Persa construir un puente con la misma linaza que usaron en Egipto para despedir a un niño y soberano; comparé las manchas en el manto de un mancebo de la corte de Harún al-Rashid y una chaqueta de Paw Patrol perdida bajo escombros en Gaza; entendí por fin los motivos detrás de los versos estelares que una poeta china había escrito en la seda para su esposo, lejos del hogar y su corazón; escuché la tensión en las velas de Skíðblaðnir, marché en las guerras textiles de Venecia, saboreé la viruela en cada frazada de Fort Pitt, combatí el calor con canciones mientras recogía algodón en Louisiana y examiné la sangre en los jeans de Christopher George Latore Wallace, caminé por primera vez sobre la superficie de Marte junto a la tripulación de la cápsula Dragon X Æ A-XIII, y solo luego de todo esto, amigo Elvir, llegué a comprender que no puedo seguir evadiendo la verdad del universo ni por un solo segundo más: hay un hilo que nos une a todos, un hilo que recorre cada época y cada mundo, cada comienzo y desenlace posibles, un hilo que amontona toda vida y toda muerte en una misma prenda, una sola palabra, un único nombre.
2022-2024
Centroamérica, 1988.
Joven escritor que ya tiene una obra en donde se destacan los cuentos, poemas y antologías. También se desempeña como profesor y editor.