La carretera, de Cormac McCarthy

1 agosto, 2009

Posterior a la devastación total, no existe nada salvo la devastación misma. Sus causas, si llegamos a comprenderlas, no ayudan a recrear alguna forma de sobre vivencia y, más que eso, no ayudan a recrear la vida tal como la entendíamos, tal como creímos que la entendíamos. La devastación es la única realidad única y lo que nos queda por hacer es contarla, no cantarla porque no hay aire para el trino, sino contarla sobre la marcha, escribirla y escribirnos con ambiguos puntos suspensivos.

La carretera (The road. Traducción de Luís Murillo Fort. Random House Mondadori. México, 2007. 210 pp.), comienza su larga caminata en el bosque como un cuento infantil de terror o fantasía: “Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado.”

Sin embargo, en esta fábula sin moraleja el bosque y el pueblo, la ciudad y el campo, se han equiparado, se han rebajado a una misma condición casi anterior a la vida, o en todo caso hormigueante de una vida extraña, anómala, inhumana y muy humana a un tiempo: “Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo.”

Un hombre y su pequeño hijo caminan por una carretera con la esperanza de llegar al océano, a una zona donde el clima no sea tan hostil y haya la posibilidad de encontrar comida y un refugio seguro para sobrevivir. No hay nada más, ni paisajes profusamente descritos –lo que hay a lo largo de la novela es la ausencia profusa de paisajes-, ni encuentros llamativos con otros seres humanos, ni recuerdos luminosos que iluminan al presente. Sólo la “senda del sol opaco” que es la única y engañosa luz en el camino.

Con el paso de los años, la prosa de Cormac McCarthy (Estados Unidos, 1933) ha evolucionado de la economía verbal a la economía de personajes y aun a la economía de anécdotas. La carretera es una novela con el pulso y la prosa estilizada de McCarthy, pero con todo cuesta reconocer al mismo autor de No es país para viejos y la trilogía de la frontera en las escuetas páginas de la narración.

No me refiero a un cambio radical de la estructura, sino a una actitud introspectiva en que las emociones, los sentimientos, las ideas se reducen a gestos, miradas, acciones físicas depauperadas y básicas.

Lejos estamos aquí de la fascinación por el abismo que arrastra a los personajes de No es país para viejos al encuentro con el mal absoluto, como lejos estamos de los sentimientos de abandono y ostracismo emocional de la trilogía de la frontera. En La carretera estamos ante la soledad verdadera, total, impecable e implacable, frente a la cual sólo podemos confiar en volver a nosotros mismos, buscar entre los escombros nuestro espíritu para protegernos con él.

Por alguna razón que no se explica, y que acaso no hace falta explicar, el mundo se ha incendiado, ha sido arrasado por una catástrofe debida a la acción humana o de la naturaleza. En pie subsisten exclusivamente la soledad y la devastación, que siguen la línea de la carretera como los seres humanos o subhumanos que andan y desandan esa línea irregular que se pierde y retorna y se deshace y rehace una vez y otra.

A reserva de su aliento poético, La carretera es una novela plástica, pero sobre todo cinematográfica. Novela unívoca, hecha de párrafos concisos y cerrados que evocan stills de cine, La carretera es un relato de peregrinos, de éxodos, del camino, que aprovecha con singular fortuna la estética del road movie posapocalíptico.

El desarraigo sentimental e intelectual, la falta de pertenencia a una región, un grupo, un credo religioso, han sido temas recurrentes en la narrativa de McCarthy. Un puñado de desarraigados conducidos a las malas por instintos elementales se persiguen y se asesinan en las páginas de No es país para viejos. El mal en bruto –amoral si así pudiéramos llamarlo- se enseñorea en ellos.

Al contrario, en La carretera sólo conocemos dos personajes, el hombre y su hijo. El acierto de McCarthy radica en la grafía con que destaca la complejidad intelectual y anímica de ambos personajes, la intensa y sorprendente forma en que se van encontrando el uno al otro, el uno en el otro. El sol opaco que atisba a verse entre la niebla es más agudo y verosímil que cualquier promesa de redención, porque ilumina el esfuerzo de un par de peregrinos por creer en y crear la tierra prometida.

El mundo degenerado en silencio y ceniza que domina La carretera, contrasta con la riqueza de cromatismos sentimentales que evidencian los anómalos viajeros: un hombre atizado a la vez por el miedo a y el deseo de vivir; un niño que, en un mundo reducido a la brutalidad, ha decidido pertenecer a los buenos, a los “que portan el fuego.”

Los grandes relatos de peregrinos hablan de multitudes escapando del horror apocalíptico, en busca de una redención que ofreciera la oportunidad de una vida nueva, en paz consigo misma. Los relatores señalaban con abundancia los vicios e iniquidades que habían acelerado la consumación de la desgracia. Si los seres humanos querían ser redimidos, debían acercarse al fuego de Dios, no el de las hogueras del castigo y la muerte, sino la hoguera de Dios, la de la zarza ardiente que renueva el pacto entre lo divino y lo humano.

La paradoja de la sociedad moderna estriba en que los vicios no hay que recordarlos, están a flor de piel y a la vista de todos. En un mundo sobre poblado estamos más solos que nunca, apresados por nuestros vicios.

La peregrinación de La carretera no la hace una multitud, sino dos viajeros anómalos: un hombre temeroso de vivir pero dispuesto a hacerlo, y un niño que, en un mundo reducido a la brutalidad, ha decidido pertenecer a los “que portan el fuego”, los que han renovado el pacto entre lo divino y lo humano, y entre la vida y la muerte, en lo que ambas tienen de creativo.Novela dura, escuálida, sin embargo, pocas novelas contemporáneas están tan llenas  de solidaridad humana y de fidelidad a la esperanza como La carretera, quizá porque sólo unos cuantos escritores, Cormac McCarthy entre ellos, pueden preciarse de saber de las iniquidades y malandanzas del mundo actual, y ser de los “que portan el fuego”.

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Managua, Nicaragua, 1972.
Poeta y ensayista nicaragüense . Licenciado en lengua y literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam). Ha colaborado en diversas revistas culturales de su país (Cultura de Paz, Decenio, El Pez y la Serpiente), así como de México (Diturna, Alforja de Poesía, Cuadernos Americanos). Publica artículos y ensayos de crítica literaria y de cine en el periódico El Nuevo Diario, de su país, y en la revista virtual Carátula, del escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Ha participado en el 4º Encuentro Internacional de Poesía Pacífico-Lázaro Cárdenas (2002), en Michoacán, en el Primer Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), en el 8º Encuentro Internacional de Escritores Zamora (2004), en Michoacán, en el Libro Club de la Fábrica de Artes y Oficios de Oriente (2004), como invitado especial en el Tercer Encuentro Regional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), y en el Segundo Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2005). Radica en México, D.F.