La cuerda rota

3 octubre, 2022

—Ya no llames más, Arístides. Ese tipo nos jodió.

El Tucuso decide finalmente hacer caso a su mujer y cuelga el teléfono, frenando la mano justo a tiempo para no romperlo. Es un hombre conocido, entre otras cosas, por su imperturbabilidad, pero hoy le está costando contenerse. Le pican los ojos y le sudan las manos de bronce. Cierra y abre los puños. Sus largas uñas tienen el brillo tenue pero amenazante de las espuelas artificiales en los gallos de pelea. Nelly, en cambio, ya agotó su furia hablando sin parar y caminando entre las maletas que vuelven la sala de la casa más pequeña de lo que ya es.

Se habían levantado a las tres de la mañana. Chequearon que no olvidaban los pasaportes ni nada importante. Remataron un pan andino del día anterior, mojado en café con leche. Dejaron una lista de instrucciones para la sobrina de Nelly, que debía llegar a mediodía. A eso de las cinco oyeron unos disparos hacer eco en la parte alta del barrio. No comentaron nada. A las cinco y media abrieron la ventana, alertas por ese taxi en el que vendría Esteban Marcano para llevárselos consigo, a tiempo para el vuelo de las diez a Frankfurt. A las seis y media el Tucuso hizo la primera llamada al único número de Marcano que tenía, y sonó ocupado. Lo mismo en las diez o veinte llamadas siguientes.

Cuando el Tucuso se preguntó en voz alta si a Marcano lo pudieron haber asaltado en el camino, Nelly le recordó que no sabían nada de él desde tres días atrás, cuando les aseguró por teléfono que a las seis de la mañana del 25 los pasaba buscando con los pasajes y los viáticos. 

—Ese carajo se fue y se llevó esos reales —dijo Nelly a las siete y cuarto, cuando ya entraba el sol por la calle y el barrio se había despertado: gritaban los loros en los árboles, las madres apurando a los niños, los vendedores de café.

Ella sabe que él sabe que ella tiene razón, aunque él no lo diga. Nelly sabe muchas veces lo que su marido está pensando, y eso al Tucuso le parece muy bien, porque no le gusta hablar de más. “Como el pájaro: callaíto desde su mata, con su pico de medio lado, hasta que de repente coge pa’l monte”, decía siempre Margarito, el que le enseñó a tocar y le puso el sobrenombre con que lo conocen todos los bailadores de esos pueblos asfixiados entre cerros de verde muy oscuro, de Zuata a Petare y a Altagracia de Orituco. 

Al principio el desconfiado era él. Cuando esa noche en Ocumare del Tuy se les acercó un profesor de la Fundación para presentarle a Marcano, el Tucuso acababa de sentarse frente a un gran cuenco de sancocho y un vaso alto rebosante de whisky, hielo y soda. Faltaban dos horas más de baile, pero el Tucuso ya había tocado por cuatro y los dedos le hormigueaban como si viniera de disparar truenos. El galpón estaba repleto y el público alborotado, pero al Tucuso no le gustaba cómo estaba sonando el conjunto. Estaba pensando en si el problema era el maraquero o el bajista, y tratando de disfrutar su sancocho, así que no prestaba demasiada atención a lo que le decía Marcano.

Nelly sí. Fue ella quien al día siguiente, de regreso en Petare, le hizo entender que Marcano pretendía hacer una película sobre él y el golpe tuyero.

Diez días más tarde, en la Fundación, el cineasta les explicó que el joropo central era increíblemente similar a una música que hacían hace siglos en Alemania. 

—Yo lo que quiero —declaró Marcano, abriendo mucho los ojos, moviendo mucho las manos— es filmar a un organista aléman tocando aquella música, que llaman barroca, en los sitios donde el Tucuso toca siempre, y filmar al arpista tuyero tocando en las iglesias allá.

—Arpisto —dijo el Tucuso, mirándolo un poco a él, pero más a las gotas de agua que golpeaban en síncopa el poyo de la ventana. Venía un aguacero.

—¿Cómo?

—Que los tuyeros somos arpistos, no arpistas.

Dos semanas más tarde, Marcano los vino a visitar a su casa. Nelly lo puso a sudar con un mondongo. El Tucuso lo examinaba desde su silla con la espalda hacia atrás y los brazos cruzados. Marcano contó que estaba buscando los fondos con el gobierno, la embajada de Alemania, unas empresas. A principios de noviembre los llamó para decirles que ya tenía el dinero para pagar todos los gastos y que al Tucuso le pagarían además por los recitales. Nelly y el Tucuso obtuvieron a tiempo sus primeros pasaportes gracias a un vecino que trabaja en Identificación y Extranjería. El Tucuso estaba acostumbrado a irse los fines de semana a tocar por la región, pero con un viaje tan largo le preocupaba dejar la casa sola con los perros. Entonces Nelly consiguió que la sobrina se comprometiera a quedarse en la casa las tres semanas. Al Tucuso tampoco le gustaba perder de vista a los choferes de los dos autobuses que tenían, y mucho menos que debía cancelar todos los bailes de noviembre y la primera mitad de diciembre, justo los que se agendan cuando la gente todavía no se ha gastado la plata extra de los aguinaldos. Nelly le hizo ver que lo que ganara tocando en Alemania seguro sería mucho más. Después el Tucuso comprendió que nunca había montado su arpa en un avión, que no sabía cómo protegerla para que no sufriera daño, y el profesor que les presentó a Marcano le consiguió en la Fundación un estuche que podían adaptar. Al final, tres días antes de la fecha prevista para el viaje, ya el Tucuso se sentía hasta ilusionado con todo este invento de tocar en Alemania y medio Petare estaba al tanto, luego de que Nelly se lo contó a su hermana la peluquera.

Y todo para que esta madrugada el hombre se terminara de desaparecer. Sin los viáticos ni siquiera los pasajes que supuestamente habían comprado para ellos, no podían hacer nada. Nunca conocieron a la gente que según Marcano financiaba la aventura. Solo tenían un número al que llamar, que él no atendió por dos días, y que hoy parecía que Marcano dejó descolgado antes de irse.

Nelly enciende la radio en el lavandero y arrastra sus dos maletas hasta la habitación para desempacar. El Tucuso se acerca al estuche que guarda su arpa. Tiene hambre o dolor de estómago, no sabe bien. No halla por dónde sacar esa rabia que le camina dentro del cuerpo como un cunaguaro enjaulado.

Le cuesta abrir el estuche, desenvolver el arpa y levantarla para liberarla del papel y el plástico con que la envolvieron. Uno de los músicos de la Fundación insistía en que las cuerdas debían estar bien tensadas para que no hubiera juego, decía, para que no hubiera ningún chance de que se salieran de lugar; el Tucuso se quedó preocupado porque al menos tres cuerdas están viejas y se pueden romper. Tampoco le gusta que nadie le esté cambiando la tensión de las cuerdas que él calibra con cuidado para que suenen como él quiere.

Entre los muebles, el equipaje y el estuche casi no tiene espacio, pero el Tucuso se acomoda como puede frente al arpa para girar las clavijas y aflojar las cuerdas. Escucha cierta agitación en la calle, pero no ha tenido tiempo de percibir que algo de cierta gravedad está ocurriendo cuando lo sobresaltan los golpes en la puerta, tanto que al levantarse para atender pierde el control del arpa. El instrumento cae de lado contra la esquina de una mesa con un tope de falso mármol, y el Tucuso ve cómo una de las cuerdas más agudas, que no alcanzó a aflojar, se rompe al contacto con la mesa, despidiéndose con un lamento metálico y curvo que se extingue en el aire en un segundo.

—El coño de la madre —murmura El Tucuso mientras acude a abrir la puerta. Delante de él una cabellera amarilla se agita y grita, unas manos suben y bajan y chocan con cosas que no logran agarrar, y al fondo otros cuerpos y caras se acumulan, la calle revienta de colores y de palabras que se rompen unas contra otras. El Tucuso empieza a entender que una muchacha le ruega le permita entrar, y un hombre detrás de ella la sujeta para impedírselo. Los ojos del Tucuso encuentran los del hombre en medio de la refriega: es Luis, el conductor de su buseta más nueva.

El Tucuso no lo conoce mucho pero hasta ahora ha visto que le cuida el vehículo, trabaja mucho y aparece temprano aunque haya bebido la noche anterior. “Ayúdeme, señor Arístides, este desgraciado me va a matar”, solloza la muchacha. Tiene un golpe en el pómulo y pone sus manos en el pecho del Tucuso, arrugándole la camisa blanca, transmitiéndole el calor que carga en su cuerpo al cabo de lo que pueden haber sido horas de pelea en un rancho, un carro o un callejón. Las manos de ella desaparecen cuando Luis las aparta del Tucuso, “deja la mariquera, chica, vente pa la casa, todo el barrio te está viendo”, masculla Luis. Mujeres, niños, ancianos gritan en torno a la pareja que lucha frente al Tucuso. Él no puede paralizar el tiempo para separar una voz de la otra, una orden de la siguiente; lo que hace, en cambio, es soltar un poco de la rabia humeante como un sancocho recién servido que carga desde la madrugada, y eso basta para que sus brazos tomen a la muchacha mientras su cuerpo gira a la izquierda para entregársela a Nelly, y para arrancar a Luis de su presa. De pronto Luis está sentado en medio de la calle, mirándolo asustado, con sus brazos fibrosos desplegados desde una camiseta blanca sucia. El Tucuso da un paso al frente y lo mira sin decir nada, y Luis no se levanta ni lo amenaza como el Tucuso o cualquiera de los vecinos esperaría, no dice esa es mi mujer y eso no es problema de nadie, esto es un peo de nosotros dos, ella tiene que venirse conmigo. El Tucuso aguarda, plantado delante de su casa donde la muchacha está a salvo tras la puerta cerrada, hasta que Luis se abre paso entre los vecinos y desaparece.

El Tucuso cierra la puerta y la ventana, endereza el arpa y examina la cuerda rota. En el baño, la muchacha cuenta a Nelly cómo fue la paliza. El Tucuso saca la cuerda rota del arpa, la enrolla y se la mete en un bolsillo. Guarda dentro del estuche prestado el material aislante con que habían envuelto el arpa. Lleva su maleta y su chaqueta al cuarto. Tiende sobre la cama el portatraje del cuñado donde llevaba el liquiliqui bien planchado con el que había tratado de imaginarse tocando en una iglesia oscura y fría ante gente silenciosa.

Entonces, con la cuerda en el bolsillo y el gran estuche para el arpa, el Tucuso vuelve a salir. Los vecinos siguen en la acera, comentando lo que acaban de presenciar, pero ninguno le dice nada respecto al viaje frustrado. Las mujeres lo miran con agradecimiento, con respeto. Los hombres y los niños le dan los buenos días o le extienden la mano. El Tucuso sube por las calles empedradas hasta la plaza. La Fundación está cerrada, pero conoce al vigilante y le deja el estuche con el encargo de que lo entregue a la secretaria apenas abran. En el camino hacia el garage donde guarda los autobuses, se detiene donde una vecina para comprar café y empanadas. Ella dice que hoy las empanadas van por la casa. El Tucuso insiste pero termina agradeciendo el gesto con una inclinación de cabeza.

—Imagínese que esa muchacha no los hubiera encontrado en la casa —dice la vecina entregándole el desayuno.

En el garaje lo esperan el mecánico y los dos conductores. 

—Discúlpeme, Tucuso, no sé qué me pasó —dice Luis— . Es que María Angélica es una vaina…

El Tucuso lo calla con un ademán categórico. Las uñas de arpisto silban cerca de los ojos de Luis.

—Agarren una empanada cada uno —dice el Tucuso, extendiendo la bolsa de papel con el fondo traslúcido por el aceite.

El Tucuso examina el tubo de escape y el estado de limpieza de El Tucuso y El Tucuso II. Sorbiendo un vasito de café, mira el nuevo día por el portón abierto. Zumban las motos y los carros. Hace calor y los loros dejan sus árboles, graznando mientras se dispersan hacia Caracas.

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Periodista y escritor venezolano basado en Montreal, Canadá. Entre sus libros de no ficción están Apuntes bajo el aguacero, El horizonte encendido y Salitre en el corazón. Es editor jefe de las revistas online Caracas Chronicles y Cinco8. Ha publicado ficción en la revista Casapaís y las antologías Semana de la narrativa urbana y Los topos mecánicos.