La elección de los proscritos
1 octubre, 2011
Introduciendo su comentario en el cuerpo de la figura del plagio, Jorge Ávalos plantea un acercamiento a la médula escritural y a la predilección sobre el “pulp fiction” (“género policial” y “narrativa negra”) de su amigo, el narrador salvadoreño Rafael Menjívar Ochoa, lamentablemente fallecido en abril de este 2011 y ya referente de la literatura centroamericana; mostrando con ello algunos de los fundamentos: “trabajo de tensión entre la astucia del autor y el horizonte de expectativas del lector”, que Menjívar usó en su creación. Certero, conciso, esplendorosamente pulcro en el decir, con una prosa exenta de alardes verbales y de grandilocuencias, Ávalos, en este texto, nos abre una rendija por donde penetrar a los meandros de una obra que merece mayor atención, la de Rafael Menjívar Ochoa.
Rafael Menjívar Ochoa fue un escritor muy preocupado por el tema del plagio literario. Entre 1999, cuando yo aún vivía en Nueva York, y finales del 2001, ya de regreso al país, intercambiamos muchos correos electrónicos y discutimos el tema muy a menudo, generalmente porque él me incitaba a hacerlo. El tema adquirió cierta urgencia cuando un escritor, amigo de ambos, falleció, y su reputación literaria estaba en juego porque pesaban sobre él varias acusaciones de plagio. Estoy seguro que Menjívar Ochoa ha escrito sobre el tema, pero lo que me interesa es regresar al origen de su preocupación central: ¿Qué tanto cuenta la originalidad literaria en la obra de un autor?
Para mí esta era una discusión estéril, pero para Menjívar Ochoa esta era una pregunta importante porque él era un escritor de “género”. Este es un término literario inglés (genre), que no tiene una correspondencia idéntica en español pero que él utilizaba con su significado en inglés. En otras palabras, Menjívar Ochoa escribía libros que se apegaban a ciertas modalidades de la literatura y que en español son conocidos como el “género policial” y la “narrativa negra”. Aunque está tendencia está cambiando, en Latinoamérica estos serían considerados subgéneros de la literatura de ficción, ramificaciones menores —y genéricas por su distribución masiva— de un género mayor. A estas modalidades literarias también se les llama en inglés “pulp fiction” porque normalmente se publicaban en libros tamaño bolsillo e impresos en papel de empaque, papel de pulpa de madera: ficción de pulpa. No hay nada indigno en esto: el método lo inventó Balzac para distribuir masivamente su serie de novelas La Comedia Humana.
Ahora bien, Menjívar Ochoa aprendió muy bien las reglas de este tipo de literatura porque incluso fue guionista de cómics en México, donde estas reglas adquieren un rigor casi científico. Esto significa que la originalidad, tanto temática como estilística, no estaba dentro de sus prioridades. Al contrario, una novela policial se suele juzgar por la habilidad con la que el autor trabaja con las reglas del juego: es un trabajo de tensión entre la astucia del autor y el horizonte de expectativas del lector. En su ciclo de novelas negras, Menjívar Ochoa anheló crear obras genéricas dentro de las modalidades policiales o negras, pero en ellas su mayor aportación sería su voz narrativa. Esta es una ambición loable. Esto fue lo que hizo Jim Thompson, por ejemplo, a quien él tanto admiraba.
En una ocasión, Menjívar Ochoa me admitió que no había leído ni le interesaba leer las novelas clásicas del siglo XVIII o XIX. Estamos hablando aquí de Austen, de Goethe, de Pushkin, de Balzac, de Gogol, de Dostoyevski, de Tolstoi, de James, de Dickens, de Pérez Galdós, de Stendhal y de tantos otros. En cambio le obsesionaban ciertos libros. Por ejemplo, cada vez que me veía, hacía que le recordara el título y el autor de un famosísimo libro de poesía norteamericana. Ese libro es Spoon River Anthology de Edgard Lee Masters. Quiero decir que yo amo ese libro. Menjívar Ochoa no lo amaba, lo envidiaba; e hizo el intento vano de imitarlo con el fin de superarlo. No lo logró pero lo que hizo es más interesante de lo que uno podría imaginar. Lo llamó la Cantata de los muertos, y en efecto fue musicalizado como una cantata. Esta versión personal de la propuesta de Masters es mucho mejor que la pálida imitación que Roque Dalton hiciera del mismo libro al escribir su poemario Por el ojo de la llave (como se puede apreciar, una transliteración de la frase en inglés Through the Keyhole; la frase correcta en español es: Por el ojo de la cerradura). En su versión, Menjívar Ochoa mantiene intacta la premisa de la secuencia de las voces de los muertos, pero reemplaza el conjunto de seres comunes y corrientes por personajes históricos. A primera vista esto parece una solución insuperable del dilema que supone la imitación literaria; pero muy pronto se descubre por qué la intuición de Masters fue correcta al elegir las vidas entrelazadas de un solo pueblo: la antología de Spoon River es tanto una secuencia de retratos individuales como el amplio lienzo panorámico de toda una comunidad. En esto radica la extraordinaria originalidad del libro. A los personajes históricos de la Cantata de los muertos sólo los conecta su prestigio, pero los epigramas sobre sus vidas no se cohesionan en un retrato de la historia; es decir, la secuencia de la lectura no crea el efecto simultáneo del retrato individual y el colectivo.
Esta afición por ciertos autores y su desnutrición en la lectura de los clásicos forma parte del estilo de Menjívar Ochoa. Entre las cosas que un narrador se pierde al no leer a los clásicos están: la sagacidad en el tratamiento de las relaciones entre los personajes (Austen y Stendhal); el sentido de autonomía del pensamiento y la acción de cada personaje (Dostoyevski y Gogol); la tragedia del individuo en un mundo donde los dioses son el mercado o las jerarquías sociales (Balzac y James); también crítica es la pérdida del sentido del ser en su tiempo histórico por medio del gran panorama narrativo (Pushkin o Tolstoi o Stendhal o Pérez Galdós). Lo que se gana al ser un adicto a la literatura genérica es la agilidad y la concentración obsesiva. Menjívar Ochoa no pierde el tiempo describiendo un armario francés ni con elucubraciones filosóficas sobre la decadencia de una clase social ni con la sorpresa moralista de un tren atropellando a una adúltera. Sus personajes vomitan, matan y reducen a esos extraños otros que les rodean a su más banal expresión física (la “gorda”, el “flaco”, el “tuerto”, el “negro”); pero sobre todo, hablan y hablan sin fin en la primera persona del verbo y en un tiempo pretérito (“yo no sé”), y se siente así aunque lo hagan en la segunda persona del verbo del tiempo presente (“usted sabe”).
Esta es la receta para una literatura compacta, ágil, cínica, descarnada y, no sin razón, grotesca. Pero también es una obra de gustos genéricos, y me refiero a los gustos, las preferencias y las elecciones evidentes del autor, no al gusto de los lectores. En esto está el origen de muchas conversaciones que tuve con Menjívar Ochoa: ¿qué valor podría tener la originalidad en un tiempo cuando la originalidad es imposible? Yo no creo que la originalidad sea imposible, por la simple y sencilla razón de que mi definición personal de lo “original” está demarcada por la huella de lo auténtico. El problema con esta definición, según Menjívar Ochoa, era que no hay manera de determinar si un autor es auténtico, porque toda la literatura es un arte de imposturas. Hay algo de verdad en esto: la narrativa se formula a partir de una voz ficticia. Aunque hable en primera persona, aunque se refiera a sí mismo, aunque nos diga que él y el autor son la misma persona, en una novela no es el autor el que habla sino el personaje. Y una novela de Menjívar Ochoa es, ante todo, una voz. La voz de un solo personaje.
Para darle cuerpo a sus novelas Menjívar Ochoa hacía uso de un recurso del que yo no me habría percatado jamás si no fuera porque él me confesó que lo hacía: toma prestados escenarios de otras obras. No los argumentos, no los personajes, sino los escenarios. Por ejemplo, en su cuento Cementerio de carros ubica a un par de personajes de su propia invención en un escenario que alguna vez vio en una representación teatral de la obra Cementerio de automóbiles de Fernando Arrabal. Tiene un cuento de horror sobre un pintor que parte de la estructura de diario que Maupassant utiliza en su cuento La Horla, pero introduce como escenario el estudio del pintor del cuadro de El retrato de Dorian Gray. Este cuento, Un cabello en la solapa, es el mejor que escribió. Una interpretación ingenua nos diría que estos cuentos no son originales, pero sí lo son. Sobre todo el último y es el que más toma prestadas las estrategias de la tradición narrativa popular, del cuento fantástico del siglo XIX en su vertiente de horror.
Todos los autores hacen uso de una lengua común, y la utilizan para crear un lenguaje literario que rara vez es completamente original. Pero los críticos suelen tomar una actitud de rigurosa comparación con la tradición en estas cuestiones, y si en la obra se evidencian demasiados préstamos de estilo o de otro tipo, revelarlos se torna en una obligación. Al escribir una reseña de la novela Cualquier forma de morir de Menjívar Ochoa, la doctora Catherine Rendón, de Savanah, Georgia —y que al parecer conoce demasiado bien la literatura centroamericana—, escribe sin reserva alguna sobre la cuestión de la originalidad: “En esta última obra, un policía que ha sido enviado a la cárcel en calidad de chivo expiatorio descubre que sus compañeros de prisión son conocidas figuras públicas que pretendieron cometer suicidio con el propósito de tener una vacación dentro de los muros de la cárcel. Un elenco de estereotipos (que van desde travestis homosexuales y traficantes de drogas, hasta sacerdotes y parásitos, militares y periodistas) pueblan estas páginas; sin embargo, estos personajes carecen de substancia o desarrollo. A pesar de una interesante premisa, el autor fracasa en darles profundidad a sus personajes o en crear situaciones convincentes. Con el uso de oraciones breves y enfáticas, a veces ingeniosas, Menjívar Ochoa domina la concisa prosa típica de la literatura centroamericana escrita en los últimos 40 años; el guatemalteco Marco Antonio Flores hizo alarde de este estilo en Los Compañeros. Lamentablemente, este tipo de prosa ahora se siente anticuada; esta nueva obra es una mezcla de amarillismo cínico y del ingenio “negro” de las obras de Raymond Chandler, así como del uso abusivo de lo grotesco como en la novela Woyzeck de Georg Büchner”. (Críticas Magazine, febrero 15 de 2007).
Escuchemos otra vez la conclusión a la que llega Rendón: “El autor fracasa…
Esta opinión crítica no hace rodeo alguno con una interpretación o con la historicidad del autor y de su obra. La actitud de Rendón es un poco como la de aplastar a un escritor que no ha aprendido la lección de cómo ser moderno, y lo hace como si el autor fuese un insecto impertinente por atreverse a ser anticuado al asumir tan abiertamente sus influencias. Aún así no se equivoca: esas comparaciones no sólo son legítimas, sino que también son fáciles de corroborar. El otro lado de la cuestión es esta: si la novela Cualquier forma de morir es superficial, lo es porque, de entrada, es una ficción sobre una impostura. No hay manera de escapar de la superficialidad de esa impostura. Por otra parte, Menjívar Ochoa sí imitaba, conscientemente, el estilo de Marco Antonio Flores, amigo y maestro suyo, porque al hacerlo tropicalizaba las posibilidades del género negro. Y no hay duda que el fraseo que utiliza parte del pintoresco y sardónico lirismo urbano de Chandler, también deliberado. La sorpresa es la comparación con la novela de Büchner. Lo que es grotesco en Europa y los Estados Unidos no es igualmente grotesco en El Salvador. Aquí lo grotesco es la regla, no la excepción y por lo tanto no hay un abuso de lo grotesco en su representación de la realidad. Igualmente se acusa al teatro y al cine latinoamericano de ser excesivamente melodramático, pero nuestras vidas están llenas de melodrama y soslayar esto sería mentir. De cualquier manera, la reveladora comparación con Woyzeck más bien ilumina el hecho de que la novela es sobre la sumisión y la aceptación de las imposturas como norma en una sociedad donde la violencia es la forma, y donde la mentira es el contenido de las relaciones sociales. Si el autor pretendía hacer un pastiche para mostrarnos una faceta de la realidad en sus propios términos, ¿se le puede acusar de haber escrito un pastiche?
Menjívar Ochoa defendía a menudo al escritor salvadoreño que más ha sufrido de la acusación de plagio: Álvaro Menén Desleal. Su defensa del autor de Luz negra es, en parte, una fundamentación sobre la necesidad de los autores de crear un universo literario con las influencias y referentes de su elección. Como lo argumentó tan bien Jorge Luis Borges, todos los escritores hacemos esto. Pero Menén Desleal sí cometió todos los pecados literarios relacionados al plagio: el robo de textos y premisas, además de la imitación, la paráfrasis y la falsa atribución de textos apócrifos con fines publicitarios. El dilema ante la obra de Menén Desleal no es si era o no un escritor original, porque, irónicamente, sí lo era. Menén Desleal llegó a ser brillante y original en sus mejores cuentos y en sus más descabelladas propuestas publicitarias, pero sacrificó su reputación literaria a favor de una campaña permanente por la fama instantánea. Menjívar Ochoa se reservaba la palabra “postmoderno” para el escritor mediocre que robaba sin saber qué hacer con lo que robaba; para él Menén Desleal robaba a su gusto pero era un genio. Se equivocaba. El postmodernismo no es sinónimo de mediocridad. En realidad, por su postura en contra de las tradiciones literarias heredadas, Menén Desleal establece por primera vez en El Salvador una ética (o una estética) postmoderna. En ese sentido, Dalton sería su principal heredero, pero es Menjívar Ochoa el que restaura cierto equilibrio con la tradición al reintroducir el respeto a los cánones de los “géneros” literarios tal y como él los entendía (y se refería a los géneros narrativos populares). Si alguno de estos escritores es un genio o no, ese es otro debate y no es una discusión estrictamente literaria. Un genio alcanza el rango de un clásico de la literatura cuando sus defectos se convierten en atributos, y ese momento no lo veremos en nuestras vidas.
Lo que sí es importante afirmar es que la cuestión que tanto le preocupaba a Menjívar Ochoa, ese asunto tan discutible de la originalidad en la literatura, ha dejado de ser importante en su caso. Que esa inquietud descanse en paz. El problema literario más pertinente ahora, en cuanto a su obra, es si esa voz solitaria y cruda en cada una de sus novelas es auténtica y si será suficiente para esquivar y dejar atrás los señalamientos negativos que penden sobre sus novelas. Esto, por ahora, no lo decidirá el crítico literario.
La relevancia de un autor para su tiempo la decide el lector.
San Salvador, El Salvador, 1964.
Poeta, narrador, artista visual, dramaturgo y periodista.
Residió en Estados Unidos de Norteamérica veinte años a partir de 1980. Obtuvo su Licenciatura en Artes, con una especialidad en Antropología Cultural y una subespecialidad en Economía, en la Universidad de Long Island en 1997. Fue becario de la Fundación para las Artes de New York y ha obtenido valiosos galardones, entre los que destacan el Premio del Consejo para las Artes de New York; Premio Nacional Fideicomiso para las Artes de New York (Young Scholar Award); Premio New Voices 2000 por la Academy for Educational Development: Premio Nacional del Medio Ambiente 2007; Premio de la Asociación de Periodistas de El Salvador, categoría Prensa Escrita. Ganó la tercera edición del Premio Centroamericano de Cuento Mario Monteforte Toledo 2011, con su obra El secreto del Ángel.
Ha publicado los poemarios Cuerpo vulnerado (1984); El coleccionista de almas (1996); y El espejo hechizado (2001); el libro de cuentos La ciudad del deseo (Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán 2004).
En teatro ha publicado Ángel de la guarda (2005), La canción de nuestros días (2008), Lo que no se dice (2009) y La balada de Jimmy Rosa (Premio Nacional de Teatro Ovación 2009).
Fue incluido en la antología de cuento centroamericano Puertos Abiertos, seleccionada por Sergio Ramírez y publicada por el Fondo de Cultura Económica, México.