erick aguirre

La fructífera agonía de Roberto Bolaño

5 noviembre, 2014

Erick Aguirre

“Porque mucho antes de que los médicos lo desahuciaran, Bolaño ya estaba agonizando; es más: siempre fue un agonizante. Y la agonía es la esencia de lo verdaderamente marginal.” De esta manera, Erick Aguirre una de las voces ensayísticas más fuertes de la literatura nicaragüense actual, finiquita el texto que a continuación se presenta aquí en caratula 63. Texto provocativo que da cuenta de una lectura por demás penetrante y develadora de Erick, por cuanto apunta hacia las deudas literarias del narrador chileno, para con Borges, Cortázar, Vargas Llosa y hasta de Faulkner desde su novela Los detectives salvajes.


Año 1999. En un breve texto impreso en el programa de mano distribuido entre el público durante el acto de entrega, en Caracas, del XI Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, el escritor chileno Roberto Bolaño aventuraba, al parecer un poco a regañadientes, ciertas consideraciones acerca de su novela galardonada: Los detectives salvajes (1998).

Bolaño sugería la posibilidad de percibir en su novela “una lectura de las tantas que se han hecho en la estela del Huckleberry Finn, de Mark Twain”. Para Bolaño, Los detectives salvajes está fundamentalmente sostenida en el flujo de voces y las múltiples vertientes de breves historias y versiones de su voluminosa segunda parte; que a la larga viene siendo la transcripción más o menos fiel, más o menos ficcional, de ciertos fragmentos en la vida del poeta mexicano Mario Santiago (Ulises Lima en la ficción), su amigo y compañero de generación.

La novela es, pues, a confesión de parte, una especie de testamento generacional: la felicidad, tragedia y derrota de un grupo de poetas veinteañeros en los años setentas del siglo veinte, que se embarcaron en la aventura de buscar al eslabón perdido del realismo visceral o real visceralismo, un movimiento literario mexicano, derivado del estridentismo y fundado en 1929 por la solitaria, elusiva, misteriosa y casi inalcanzable poeta Cesárea Tijerino, a quien los jóvenes protagonistas imaginaban perdida en el alto desierto de Sonora, hasta donde partieron para buscarla.

Bolaño también confiesa, en aquel texto del programa de mano en Caracas, su deuda con la obra de los argentinos Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, y supongo que esa deuda alcanza, por extensión o por influjo directo, la de William Faulkner, en el sentido de cierto procedimiento narrativo, más obviamente influyente que el de Mark Twain; aunque creo comprender la metáfora del Missisipi en el flujo de voces e historias de la segunda parte de la novela, que, según confesión del propio Bolaño, “tiene tantas lecturas como voces hay en ella”.
La considerable cantidad y variedad de voces narrativas de esa segunda parte es sencillamente impresionante. Son voces que se distinguen, cada una, no tanto por quiénes son o por lo que cuentan, sino por los giros característicos particulares de su oralidad, determinados por sus propias ascendencias culturales.

Sin embargo, seguramente debido a esa cantidad de voces que intervienen en la construcción en mosaico del derrotero de los real visceralistas, no todas llegan a funcionar plenamente, o con la suficiente eficacia; pero en conjunto logran un sugestivo friso cuya factura requiere de un talento narrativo poco común, que a su vez requiere de un cuidado meticuloso en la representación textual de las variantes idiomáticas regionales, así como de las distintas jergas y registros coloquiales.
Se ha dicho ya que el riesgo en el uso de esa técnica, digamos cervantina o faulkneriana, es que algunos de esos fragmentos suelen adquirir autonomía propia y de alguna forma pueden apartarse de la historia central. Es un problema al que se ha enfrentado la narrativa desde Cervantes hasta la modernidad más reciente. En Los detectives salvajes Bolaño ha enfrentado con audacia ese peligro, aunque no siempre sale indemne.

Algunos fragmentos de la novela pueden ser prescindibles. Pero precisamente esa autonomía y la destreza narrativa con que han sido facturados, los convierten, a veces, considerados con independencia de la historia central, en piezas magistrales como relatos breves. Tal es el caso, por ejemplo, del testimonio de la uruguaya Auxilio Lacouture acerca de su encierro en un baño de la Facultad de Filosofía y Letras durante los disturbios de 1968 en México, que incluso Bolaño desarrolla después como una novela independiente en Amuleto (1999). O de alguna breve historia contenida en La literatura nazi en América (1996), que luego reaparece desarrollada como novela bajo el título de Estrella distante (1996).
El influjo cortazariano, proveniente a todas luces de Rayuela, es evidente en la intención de narrar desde diversas perspectivas críticas, especulativas, ciertos momentos significativos en la vida de los jóvenes protagonistas; un juego de planos, o de voces narrativas, que se conjugan en un solo y más amplio movimiento; voces que activan sus propias memorias para evocar, unas veces con nostalgia, otras con ironía y crueldad descarnadas, los más sórdidos episodios en la vida de los jóvenes real visceralistas, y con las cuales, al parecer, Bolaño intenta representar una agonía en particular: la de Arturo Belano, su alter-ego, pero también la de Ulises Lima (Mario Santiago), que a su vez representa la agonía colectiva de una generación literaria.
Los jóvenes protagonistas y los distintos planos desde donde es narrado su pasado reciente, vistos desde tiempos y perspectivas diferentes, prefiguran un mismo tiempo agónico. El ejercicio cortazariano (a la larga faulkneriano) de trenzar las voces o los tiempos y permitir al lector reemprender a su arbitrio, en cualquier momento, el orden de la lectura; muestran un espacio abierto de múltiples vasos comunicantes que nos conectan más efectivamente con el tiempo y el espacio novelados.
La apropiación y vivificación de distintas voces evocativas, recordadas y en apariencia transcritas, funciona como una especie de recopilación ficcional de testimonios, es decir, testimonios ficticios de todas las personas que conocieron y de alguna manera entrecruzaron significativamente sus vidas, en el México de los años setentas y en otros ámbitos del mundo, con las de Ulises Lima, Arturo Belano y el narrador de la primera y tercera parte de la novela: el joven Juan García Maderos.
Cuando leí ese breve texto autocrítico sobre su novela, el mismo del programa de mano en la ceremonia de Caracas pero ahora en la compilación póstuma de artículos y ensayos titulada Entre paréntesis (2003), donde Bolaño reconoce algo a regañadientes sus deudas con Borges y Cortázar; recuerdo que me pregunté: ¿Borges? ¿Dónde? Pero después caí en la cuenta: A mí, tan luego, hablarme del finado Mario Santiago, me dije, recordando las ejercitaciones de mímesis oral relativamente recurrentes en buena parte de la obra del argentino.
La deuda de Bolaño con Borges es innegable, pero concretamente en su ideología estética, porque en su obra narrativa la lejanía es evidente. Bolaño es drama, humor negro y sordidez agónica. Sus personajes se parecen muy poco a los de Borges. La obra de Bolaño es más bien el anuncio de una nueva narrativa latinoamericana en gestación, una nueva narrativa que, a diferencia del mismo Bolaño, quien sin duda la encabeza, no discute ni intenta trenzarse a bofetadas con las obras que conforman nuestra gran tradición narrativa; obras de las que los nuevos escritores tratan de alejarse con esfuerzo, y que al parecer los agobian, o los abruman demasiado.
Definitivamente, algunas lecturas de Bolaño me recuerdan más a Borges o a Cortázar que a García Márquez o a otros más o menos influyentes del “Boom”. Sin embargo debo reconocer que, al menos en Los detectives salvajes, el procedimiento faulkneriano (y por derivación también vargasllosiano) de utilizar multiplicidad de voces y perspectivas para construir el todo de la historia, aunque no tan diestramente urdido como en algunas obras de Vargas Llosa, es evidente. Y la habilidad o la naturalidad de Bolaño para apropiarse de las voces e imitar los giros de oralidad de los hablantes, es probablemente superior.
Por eso digo que Los detectives salvajes alardea de una apropiación de voces disímiles, de perspectivas opuestas, contradictorias, pero confluyentes o coincidentes en la perspectiva patética con que por lo general se evoca la actitud y los desplantes de los jóvenes real visceralistas. Es como si, haciendo de médium o de ventrílocuo, Bolaño intentara verse y describirse a sí mismo y a sus compañeros de generación.
He hablado de presuntas deudas con Borges y algunos autores distinguidos del “Boom”, confesadas con cierto descreimiento por el propio Bolaño, que como autor encarna el más legítimo y visible paradigma entre la generación latinoamericana posterior al llamado “Post-boom”, y que a partir de él (y con su excepción; quizá también de los argentinos Ricardo Piglia y Rodrigo Fresán) se ha empeñado, a veces con demasiado esfuerzo, en marcar las distancias y delimitar las fronteras que aparentemente la separan de sus predecesores. Todo para llegar a plantearme las mismas preguntas que, no porque a los mismos integrantes de esa generación se las hubiesen formulado ya y las hubiesen intentado responder otras veces, dejan de ser inquietantes o en gran medida aún aguarden respuestas suficientemente satisfactorias.
¿Qué es lo que separa del “Boom”, y aun del “Post-boom”, a la generación de narradores latinoamericanos que, en su mayoría, irrumpieron con obras y manifiestos llenos, más que de otras cosas, de un voluntarioso afán de ruptura, durante la última década del siglo veinte? ¿Qué hace realmente distinta a esa generación encabezada indiscutiblemente por Bolaño, y conformada por quienes suscribieron, y hasta quienes no suscribieron los manifiestos del “Crack” y de “Mac Condo”? ¿Los separa y los distingue el hecho de que, aunque nunca haya firmado nada, cuentan con Bolaño como absoluto paradigma? ¿Qué significa el paradigma Bolaño?
Uno de los miembros de esa generación, el mexicano Jorge Volpi, en su largo ensayo titulado El insomnio de Bolívar (2009), reconoce que fue a sus 28 años, en la Universidad de Salamanca, durante uno de esos veranos en los que la ausencia de estudiantes europeos hacen subrayar las profundas diferencias entre mexicanos, chilenos, argentinos, colombianos, peruanos o centroamericanos, cuando verdaderamente descubrió que era latinoamericano. “Para los mexicanos de mi generación –dice–, América Latina era un hermoso fantasma, una herencia incómoda, una carga o una deuda imposible de calcular”.
Curiosamente, Volpi señala como un distintivo destacado por los críticos en la literatura latinoamericana de hoy, el hecho de que “los fantasmas del nacionalismo todavía merodeen entre nosotros”. Un nacionalismo que, sin embargo, para él ha ido perdiendo vigencia entre las nuevas generaciones de escritores, en especial los nacidos después de 1960.
“Testigos del desmoronamiento del socialismo real y del descrédito de las utopías, y cada vez más escépticos frente a lo político, estos autores parecen haberse desprendido por fin de cualquier constreñimiento nacional… No se muestran obsesionados por la identidad latinoamericana; aun así continúan escribiendo sobre sus países… América Latina continúa siendo una de sus preocupaciones, sólo que su obsesión está desprovista del carácter militante de otros tiempos… No necesitan consolidar una tradición… No aspiran a convertirse en voceros de América Latina”.
Además, escriben novelas que sólo de manera oblicua y confusa, fractal, desentrañan el misterio de América Latina; novelas que encuentran su mejor modelo en Los detectives salvajes, en la que Bolaños ajusta cuentas con el pasado y responde con bofetadas a las tradiciones que lo obsesionan. Basta con revisar, además de Los detectives, al menos otras tres de sus obras fundamentales.
Porque, si hablamos de rupturas, reconozcamos que no es lo mismo confrontar que dar la espalda y huir con temeroso disimulo de los altos paradigmas de la tradición. Dice el crítico mexicano Rafael Lemus, y con razón, que Los detectives salvajes es a la vez un elogio y una parodia de las vanguardias latinoamericanas (Letras Libres. Junio 2011). Es cierto, y es cierto también que si la obra de Bolaño ha sobresalido no es porque se haya desprendido de todo aliento vanguardista, sino justamente porque discute con las vanguardias y está en tensión con ellas.
La escena en que Ulises Lima y Octavio Paz se encuentran en el Parque Hundido, en efecto, no solo quiere decir que las hostilidades generacionales entre poetas han terminado, y que es hora ya de rendirse ante los maestros; sino también que, en el fondo, Paz envidia en Ulises Lima al joven radical que él también fue.
¿Qué es, por ejemplo, 2666 (2004)? Una novela que, en cada una de sus extensísimas cinco partes, desliza un homenaje a diversas tradiciones novelísticas del siglo veinte. Una novela-despedida en la que recurren las más grandes obsesiones de Bolaño, entre ellas la delirante búsqueda de oscuros escritores perdidos, en cuyas figuras se cifra el enigma del mundo y de la existencia.
¿Y Nocturno de Chile (2000), no es el relato, también delirante, escrito en un solo párrafo, de un agonizante poetastro, sacerdote, crítico literario y miembro del Opus Dei? ¿No es su agonía un enfrentamiento, despreciativo y temeroso, con ese muchacho que lo observa agonizar y que parece, al mismo tiempo, respetarlo y burlarse de él? ¿No es también el resultado de una profunda conciencia de la dolorosa y trágica historia que afectó a Chile y a todo el continente?
¿Y Amuleto, no es acaso la extensión de un fragmento de Los detectives salvajes; un fragmento en donde se hace palpable, en cada palabra y en cada recuerdo, la patética agonía de la narradora y al mismo tiempo se desvela la más patética agonía de los jóvenes real visceralistas? ¿No es, además, la expatriada agonía de todo un continente?
Bien que mal, la obra narrativa de Bolaño ha terminado por servir de parteaguas a toda una época literaria en América Latina. Y ese parteaguas podría estar pasando de alguna manera inadvertido para los nuevos narradores del continente. Volpi reconoce que, si bien Bolaño es idolatrado por buena parte de los escritores jóvenes de hoy, muy pocos han continuado la relación que él mantenía con la tradición.
“Imitan sus historias, sus juegos y bravatas estilísticas, sus delirantes monólogos y su erudición metaliteraria, pero no buscan el diálogo o la confrontación con sus predecesores… No imitan su espíritu, sino sus procedimientos retóricos”. Y eso es porque (también lo reconoce Volpi) Bolaño seguía asumiéndose como un escritor latinoamericano, tanto en el sentido literario como político del término. “Después de él nadie parece conservar esa fe abstrusa en una causa que comenzó a extinguirse en los noventa… Todos admiramos a Bolaño y todos desconocemos en realidad lo que significa ser un escritor latinoamericano”, reconoce Volpi.
Por supuesto: Bolaño es el único que lo sabe a ciencia cierta porque en esencia, y desde cualquier ángulo desde el que se le mire, lo es; más que nadie en las últimas décadas. Los demás escritores de su generación y los subsiguientes hasta hoy, aunque se empeñen con todas sus fuerzas en no parecerlo, son, inevitable e involuntariamente insulares; aunque escriban sobre Europa u otros continentes, y sobre otros tiempos; y por más que esos tiempos y esos espacios sean también parte o pre-secuencia de los nuestros. Hablo de escritores como el mismo Volpi o Andres Neuman, para mencionar dos extremos que cronológicamente abarcan a las últimas generaciones.
Pero bueno, digamos que sí lo son. Digamos que sí son escritores latinoamericanos. Pero no lo saben. Ellos mismos reconocen que no lo saben. Y mientras no lo sepan no escribirán como tales. Para eso deben poseer algunas de, no digamos las cualidades, digamos más bien las características de Bolaño: Apátrida y nómada. Revolucionario descreído y fracasado. Decepcionado y escéptico. Literariamente erudito y pasional. Marginal hasta la muerte.
Dice el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael (Letras Libres. Mayo 2001) que como escritor Bolaño pertenece simultáneamente a varias literaturas, no sólo a la mexicana y la chilena, o latinoamericana, sino a la tradición universal de la novela, “virtud de la que pocos escritores se pueden jactar”.
Sin embargo para mí, la gran ventaja de Bolaño –y debo repetirlo– es que siempre fue, en todo sentido, un escritor genuinamente latinoamericano: ni chileno, ni mexicano; menos argentino, peruano o centroamericano. Se ha dejado leer bien por todos, hasta por los españoles; y ahora que el “boom” de sus traducciones lo ha vuelto mito y casi estereotipo, también por gringos y europeos del Norte.
Además, tuvo el decoro, la dignidad y la falta de vanidad propias de un agonizante, o de un condenado a muerte –objetor de conciencia– frente al pelotón de fusilamiento. Para Bolaño, un verdadero escritor es quien se atreve a internarse en la oscuridad con los ojos abiertos; escribir literatura para él es intentar descifrar el enigma de la existencia y enfrentarse cara a cara con la muerte. “La literatura es una maquinaria exigente que ofrece dificultades enormes”, dijo en una entrevista.
Acerca de los nuevos escritores latinoamericanos decía que se dedican en cuerpo y alma a vender, que sólo desean un ligero barniz de respetabilidad, que sólo buscan el reconocimiento del poder, sea del signo que sea, y a través de él la venta de libros y el reconocimiento del público. Y para Bolaño, escritor de verdad es quien se hunde sin vacilación en el abismo, donde no hay posibilidades de vender.
“¿Qué no vende? Ah, eso es importante tenerlo en cuenta. La ruptura no vende. Una literatura que se sumerja con los ojos abiertos no vende… Macedonio Fernández no vende. Si Macedonio Fernández fue uno de los maestros de Borges, es lo de menos”. Lo importante es vender, y como los mafiosos italianos, asegurarse de exigir respeto. Para Bolaño la nueva literatura latinoamericana “viene del deseo de respetabilidad, que solo encubre el miedo” (“Sevilla me mata”: Entre paréntesis).
Quizás por eso también dijo que los jóvenes escritores latinoamericanos, aunque pretendan evadirlo, seguirán teniendo un futuro gris como el atroz crucigrama de la historia latinoamericana, como las innumerables dictaduras y gobiernos corruptos que se han sucedido en nuestras tierras. Porque “el tesoro que nos dejaron nuestros padres o aquellos que creímos nuestros padres es lamentable”.
Por eso tuvo la hidalguía de esforzarse en dar vida a voces narrativas que por refracción lo refirieran a él, incapaz de auto-referirse directamente; voces narrativas que en conjunto representaran su propia agonía y la de sus compañeros de viaje. Porque mucho antes de que los médicos lo desahuciaran, Bolaño ya estaba agonizando; es más: siempre fue un agonizante. Y la agonía es la esencia de lo verdaderamente marginal.

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Managua, Nicaragua.1961.
Poeta, narrador, crítico y periodista. Es autor de los libros de poesía Pasado meridiano (1995), Conversación con las sombras (2000) y La vida que se ama (2011); este último ganador del Premio Internacional de Poesía “Rubén Darío” 2009, convocado por el Instituto Nicaragüense de Cultura. También ha publicado las novelas Un sol sobre Managua (1998, 2000, 2003), Con sangre de hermanos (2002, 2011), y los volúmenes de crítica Juez y parte (1999), La espuma sucia del río (2000), Subversión de la memoria (2005) y Las máscaras del texto (2006). Ha sido redactor y editor en los más importantes periódicos de Nicaragua. Ha ejercido la docencia como profesor de Géneros periodísticos y Escritura creativa en la Facultad de Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA), en la carrera de Filología y Comunicación de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) y en la carrera de Periodismo de la Universidad Hispanoamericana de Managua (UHISPAM). Graduado de Filología y Comunicación por la UNAN-Managua, con Maestría en Literatura Hispanoamericana por la UCA. Miembro del consejo editorial de la Revista Virtual de Estudios Literarios Centroamericanos, Istmo; miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española.