La Habana para un infante difunto. Guillermo Cabrera Infante
1 abril, 2012
Hay una canción de José María Peñaranda que canta el barranquillero Nelson Pinedo con el acompañamiento magistral de La Sonora Matancera que dice: “yo me voy pa’ La Habana y no vuelvo más”. Esta frase también pudo rondar la cabeza de un niño cubano de doce años, al dejar junto a su familia su pueblo natal en migración a la capital. Tiempo después ya no tan infante pero sí Infante, escribiría sobre los recuerdos, recovecos y lujurias de una ciudad de dos historias: la de los otros y la propia.
Para Guillermo Cabrera Infante la ciudad de sus apegos no es aquella de revoluciones, utopías y patrimonios culturales, sino un orbe entero donde suceden todos los imperiosos rituales iniciáticos de su sexualidad incipiente, su cine como escape existencial, y su afán literario como catarsis inevitable.
La Habana para un Infante difunto es una suculenta novela (¿novela? allí mismo en sus páginas el autor la llama “retahíla de recuerdos”) de más de seiscientas páginas que prodiga un magisterio colosal donde las palabras en un puzle mágico, priman por sobre el argumento.
Entré a esta catedral lingüística, luego de que una profesora de castellano, sin proponérselo por supuesto, me empujara a leerla. ─Antes sí, había leído la recomendación de Francisco Javier Sancho-Más─. Es una novela machista, −sentenció la profe−, además, muy explícita.
Pero en ella más que testosterona preponderante, se desvela un compendio aleccionador. Una sarta de evocaciones de unos años y una ciudad prontos a aletargarse que constituyen el testamento cultural de un artista andariego más que mujeriego.
Este cuaderno de bitácora hace guiños a lecturas necesarias y sugiere qué, cómo y cuándo leer, y aquello que se debe evitar leer. Propone sin sutilezas una pauta básica desde la cual cada quién podrá bajo su particular responsabilidad discernir qué toma y qué deja.
Nos planta en una estación desde donde parten trenes a diversos destinos: Ovidio, Virgilio, Goethe, Byron, Baudelaire, Brontë, Víctor Hugo, Flaubert, Proust, Joyce, Mann, Wolf, Faulkner, Shakespeare, nuestro Rubén y todo aquel que se le hace necesario al cubano, es artificiosamente empotrado entre medio de sus escarceos sexuales juveniles, además de dar soberbias lecciones sobre el uso de la palabra escrita.
Cabrera Infante edifica su propia piedra roseta de la cultura literaria, musical y cinematográfica del siglo XX, porque, además de literatura, nos hace deambular entre teatros, filmes, música, ópera y canciones populares, zambulléndonos en la verbena, verbosidad y cadencia de una centuria que tuvo en este autor a un efectivo cronista del lenguaje.
Es músico, compositor, y escritor. De forma paralela a su carrera de arreglista para proyectos musicales y cinematográficos, ha escrito y publicado entrevistas, reseñas, y relatos en distintos periódicos y revistas, entre los que destacan Carátula, El Hilo Azul, NotiCultura, La Prensa y El Nuevo Diario. Algunos de sus textos han sido incluidos en diversas antologías literarias y periodísticas. En la actualidad trabaja en su primera novela.