La huella de Ovidio en «Lo fatal» de Rubén Darío*

1 junio, 2024

Universidad de Valladolid
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Seguramente, el poema más peculiar de cuantos dio a la luz Rubén Darío sea el que clausura su magistral Cantos de vida y esperanza, obra publicada, con la colaboración de Juan Ramón Jiménez, en Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1905. Me refiero, claro es, a «Lo fatal», uno de los poemas –valga la paradoja– más perfectos en su imperfección, más acabados en su inacabamiento, de toda la lírica escrita en español. Dedicado a su amigo y luego secretario el músico René Pérez, está compuesto por dos serventesios en alejandrinos con rima consonante alterna (ABAB CDCD) más una tercera estrofa que se inicia de la misma manera (EFE), pero que tras esos tres primeros alejandrinos concluye de una manera abrupta con un eneasílabo y un heptasílabo: de hecho, se ha llegado a sugerir la posibilidad de que la intención primera de Rubén fuera escribir un soneto al modo modernista, que habría optado por dejar en suspenso haciendo rimar esos dos últimos versos más cortos con el último y el antepenúltimo. Recordemos el poema 1:

Dichoso el árbol1 que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos
y no saber a dónde vamos,
ni de dónde venimos…

«Lo fatal» viene a culminar y cerrar, en estos Cantos de vida y esperanza2, una línea de pensamiento y sentimiento que, entre la sonora brillantez y el exultante tintineo típicos del Rubén más modernista (así, en «Al Rey Óscar», «Pegaso», «A Roosevelt», «Helios», «Los cisnes», «Leda», «Marina» o, sobre todo, los célebres «Salutación del optimista» y «Marcha Triunfal»), va poniendo un severo, casi lúgubre, contrapunto de amargor existencial que retumba cada tanto, casi como campana que doblara, en las páginas de este poemario: desde «Spes», donde ya se habla de este espantoso horror de la agonía / que me obsede, hasta «Thánatos», donde se menciona a la ignorada / emperatriz y reina de la Nada que jamás olvida, pasando por «Ay, triste del que un día…», «Melancolía» o los dos «Nocturno», y en especial el primero de ellos, que contiene versos muy próximos en tono y contenido a los de «Lo fatal», con esas enumeraciones angustiadas y angustiosas de sentimientos desolados y desoladores: la conciencia espantable de nuestro humano cieno / y el horror de sentirse pasajero, el horror3 // de ir a tientas, en intermitentes espantos, / hacia lo inevitable desconocido.

A la hora de insertar el poema «Lo fatal» de Darío en las corrientes de pensamiento de su época, la crítica se ha fijado sobre todo en sus primeros cuatro versos y ha alegado, seguramente con bastante razón, algunos autores que ejercieron gran influencia en dicho pensamiento: así, Claude Bernard (1813-1878), con la muy influyente Introducción al estudio de la medicina experimental (París 1865), apuntado por Arturo Marasso en su aún imprescindible estudio dedicado a Rubén4; y, sobre todo, Arthur Schopenhauer (1788-1860), con El mundo como voluntad y representación (Leipzig 1819), sobre cuyos capítulos 55 y 56 llamó la atención R. Benítez5 abriendo una vía de investigación en la que ha profundizado Alberto Acereda6. En dichos capítulos, el pesimista filósofo establece una escala de proporción en los seres vivos entre su conciencia de existir y su capacidad de experimentar el dolor que deriva de dicha conciencia.

Pero desde el punto de vista estrictamente literario (o estrictamente poético), la fuente más conocida que se ha propuesto para el poema de Darío es, que sepamos, una cuarteta de las Rimas de Miguel Ángel Buonarotti. Fue Amado Alonso7 en el primer capítulo («Rubén Darío y Miguel Ángel») de su Estilística de las fuentes literarias, quien expuso y desarrolló tal hipótesis. La citada cuarteta del genial artista reza así:

Caro m’è’l sonno e più l’esser di sasso,
mentre che’l danno e la vergogna dura.
Non veder, non sentir m’è gran ventura:
però non mi destar, deh! parla basso

De ella contamos con una lograda traducción debida a Manuel J. Santayana8:

Me place el sueño, y más ser piedra inerte
mientras el daño y la ignominia dura.
No ver, nada sentir, me es gran ventura.
¡Baja la voz! Que nadie me despierte.

Con tal cuarteta respondía Miguel Ángel a otra de Giovanni Strozzi en la que, a propósito de los grupos escultóricos creados por aquel para las tumbas de los Medici, afirmaba que en una de tales figuras9, a pesar de estar sumida en un sueño de piedra, había vida, y que si alguien no lo creía, bastaba con que la despertara y ella hablaría10.

Según Alonso, sería el poema-respuesta de Miguel Ángel, en el que habla una estatua, el texto que habría operado como «incitación y motivo de reacción» para que Rubén alumbrara uno de sus poemas más geniales, que no sería sino la «réplica» a esa incitación que le supuso la lectura de la cuarteta escrita cuatro siglos antes por el maravilloso escultor italiano. Diré, ante todo, que no es en absoluto inverosímil que Darío pudiera conocer las Rime de aquel, pues estas fueron divulgadas, leídas y estudiadas durante el siglo de su nacimiento, el XIX. Pero también es evidente que, para que la hipótesis de Alonso quedara mucho más y mejor fundamentada, sería muy necesario hallar en la producción de Rubén Darío otras huellas de los textos poéticos miguelangelescos, las cuales demostraran que el poeta nicaragüense conoció y leyó al italiano.

Pero, como bien se observa, en la propuesta que apunta a Schopenhauer como fuente (independientemente del hecho de que Rubén conociera su obra con mayor o menor profundidad), falta la piedra del segundo verso de «Lo fatal», puesto que el filósofo se refiere sólo a la escala de los seres vivos; y, del mismo modo, en la posibilidad de la cuarteta de Miguel Ángel como «hipotexto» de Rubén se echa muy de menos al «dichoso» árbol con que se abre el poema en cuestión.

Yo quiero proponer aquí otro autor y otro texto que pudieron –por emplear los mismos conceptos y términos que el profesor Alonso– servir como incitación y reactivo al gran poeta nicaragüense para crear el emocionante «Lo fatal». Considero, modestamente, que mi propuesta es, por varias razones, mucho más válida y plausible que la del citado profesor, desde el momento en que el autor que propongo como candidato es uno de los que, de manera absolutamente indudable, más influencia ejerció sobre toda la poesía de Darío. Me estoy refiriendo a un poeta cuyo nombre completo se cita, precisamente, en otro de los poemas –uno de las más célebres, además– que integran Cantos de vida y esperanza: Publio Ovidio Nasón11.

La segunda de las composiciones que integran el primer libro de sus Cartas desde el Ponto está dirigida a Fabio Máximo, personaje de alcurnia que fue cónsul en 11 a.C. y que moriría el mismo año que Augusto (14 d.C.). Aunque no debió de ser un íntimo amigo de Ovidio, este le dirige la segunda de sus cartas (tras la primera a Bruto, destinatario general de toda la obra) para rogarle su intercesión ante el César. A partir del verso 13, el sulmonense empieza a contar a Máximo las penalidades que está padeciendo en su destierro en Tomis entre los getas (hostibus in mediis interque pericula): la desértica aspereza del lugar, la crudeza de su clima y el peligro constante de muerte por hallarse en una región bárbara expuesta a continuas incursiones enemigas, y ello sin contar el carácter rudo y belicoso de los propios moradores de la zona. A partir del verso 29, Ovidio se sirve de exempla míticos para intentar transmitir a su destinatario (y al lector, en general) la hondura de su melancólico sentir:

Felicem Nioben, quamuis tot funera uidit,
          quae posuit sensum saxea facta mali!           30
Vos quoque felices, quarum clamantia fratrem
          cortice uelauit populus ora nouo!
Ille ego sum lignum qui non admittar in ullum;
          ille ego sum frustra qui lapis esse uelim.
Ipsa Medusa oculis ueniat licet obuia nostris,          3
          amittet uires ipsa Medusa suas.
Viuimus ut numquam sensu careamus amaro,
          et grauior longa fit mea poena mora.
Dichosa Níobe, que aun habiendo visto tanto luto,
          tornada en piedra dejó de sentir su desgracia.
Dichosas vosotras, cuyas bocas que “¡hermano!” gritaban,
          ocultas dejó repentina corteza de álamo.
Yo soy aquel al que no se lo acoge en tronco ninguno,
          yo aquel que en vano quisiera volverse de piedra.
Aunque la misma Medusa ante mi vista se plantara,
          poder ninguno tendría la misma Medusa.
Para nunca dejar de sentir amargura yo vivo,
          y en su durar mi tortura más daño me causa12.

Diré que antes de emprender la elaboración del presente trabajo había yo leído este fragmento, tanto por gusto personal como por diversas razones docentes e investigadoras, una media docena de veces: pues bien, no hubo ninguna, desde la primera, en que su lectura no me evocara y remitiera de manera inmediata al poema «Lo fatal» de Rubén Darío. Y ello, sobre todo, por evidentes razones tanto de forma como de contenido, que más adelante expondré.

Tal como cuenta el propio Ovidio en el sexto libro de sus Metamorfosis (vv. 146-312), la princesa lidia Níobe, hija de Tántalo y reina de Tebas por haberse casado con su rey Anfión, pecó de soberbia contra la diosa Latona, madre de Apolo y Diana, por creerse superior a ella al haber dado a luz a siete hijos y siete hijas. Exigió que los tebanos abandonaran el culto a dicha diosa y se lo rindieran a ella. Su castigo consistió en que toda su prole fue ejecutada a flechazos por Apolo y Diana. Transida Níobe de insoportable dolor, se convirtió en una roca que fue colocada en la cima de un monte de su patria, Lidia, y de la que brotaba un manantial alimentado por sus lágrimas.

Las mujeres aludidas en el segundo dístico del fragmento ovidiano arriba reproducido son las Helíades, hijas del Sol y hermanas de Faetón: se metamorfosearon en álamos debido a la honda pena que les produjo la trágica muerte de su hermano, precipitado a tierra junto con el carro de su padre, que no pudo ni supo dirigir. Su historia puede leerse, igualmente, en las Metamorfosis ovidianas (2.340-366).

En el cuarto dístico insiste Ovidio en el asunto de la petrificación recordando el poder que tenía la monstruosa Gorgona Medusa de convertir en piedra a quien la mirara. Como es sabido, fue vencida por Perseo, quien, en vez de mirarla directamente, lo hizo empleando su escudo de bronce como espejo y así logró decapitarla. La historia la cuenta Ovidio, por boca del propio Perseo, en el libro cuarto de sus Metamorfosis (vv. 772-803).

Esas son, pues, tres de las cuatro leyendas míticas13 con las que el poeta romano trata de hacer más patente su depresivo estado de ánimo14.

Pues bien, como apuntaba más arriba, considero que las similitudes, tanto en forma como en contenido, de este fragmento de Ovidio con el poema rubeniano son indudables, así como más numerosas y de más peso que las que puedan conectarlo con la cuarteta de Buonarotti:

-tenemos, en primer lugar, la coincidencia en el empleo de la fórmula del makarismós (aunque a contrario) con que se abren ambos textos: Felicem […] felices / Dichoso […] y más (e.e. dichoso).

-también la presencia explícita de la piedra en el primer dístico (saxea) y la implícita, o más bien sinecdóquica, del árbol en el segundo (cortice); la diferencia es que el poeta moderno cambia el orden de presentación de ambos elementos para mostrar una gradación de seres de menos a más «sensitivos» inversa a la que ofrece Ovidio. Este presenta a Níobe como una mujer que saxea facta (repárese en el participio de pasado) –esto es, «tornada en piedra»– posuit sensum –esto es, «dejó de sentir»–, y, por tanto, «ya no siente», sintagma de «Lo fatal» que vale perfectamente para traducir el de Ovidio. Este, en el segundo dístico y recurriendo a la correlación temporal entre una forma verbal de perfecto (uelauit) y un participio de presente (clamantia), muestra a las Helíades prácticamente en el momento en que sus clamantes bocas estaban siendo cubiertas por la corteza del álamo en que se transformarían: es decir, cuando ya eran «apenas sensitivas».

-está la clara expresión por parte del poeta de su imposible deseo de ser eso, piedra y árbol, para hurtarse, de una vez por todas, a un agobiante y lacerante sentimiento de dolor (vv. 33-34); y lo hace con una expresión en anáfora –ille ego sum–, que recuerda, cómo no, las muy conocidas tres primeras palabras con que se inician precisamente los Cantos de vida y esperanza: «Yo soy aquel que ayer no más decía…»15. Pero cabe observar que este dístico, en que el poeta aplica a su persona y a su deseo los exempla míticos a los que acaba de recurrir, presenta una disposición en quiasmo respecto a dichos exempla, con lo cual coincide, ahora sí, con el orden que presentan el árbol y la piedra en «Lo fatal»: «yo soy aquel a quien no dejan ser árbol, yo soy aquel que quisiera ser de piedra».

-y, en fin, no menos digno de atención e interés es el dístico formado por los versos 37 y 38, tras el recuerdo, en el anterior, de la Gorgona de serpentinos cabellos. En el primero de esos versos, el verbo uiuimus se refiere, en realidad, al propio Ovidio, en un uso de la primera persona del plural frecuente en los poetas latinos para designar la del singular. Pero una lectura literal (e incluso descontextualizada, si se quiere), centrada en el nosotros y no en el yo, podría hacer de ese verso un verdadero lema del pesimismo existencial (Para nunca dejar de sentir amargura vivimos), que se redondearía con una lectura del pentámetro desde ese mismo punto de vista: y en su durar nuestra tortura más daño nos causa, es decir, que cuanto más larga es nuestra vida más tiempo tenemos de flagelarnos con las lacerantes dudas que nos plantea nuestro consciente, pero incomprensible, existir16. De hecho, en esos dos versos ovidianos puede cifrarse el núcleo del mensaje de «Lo fatal», y hasta podrían haber servido perfectamente como una cita para encabezarlo. Rubén los habría «reinterpretado» afirmando, certero y tajante, que no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Acerca del conocimiento de Ovidio por parte del gran poeta de Nicaragua no cabe duda alguna: «Rubén leía a Ovidio», afirma categórico A. Marasso17. Dada la importancia del mito clásico en toda su obra, su conocimiento de las Metamorfosis podría darse por seguro, aun si no contáramos con la prueba incontrovertible que supone el magistral «Coloquio de los Centauros», incluido en Prosas profanas (Buenos Aires, 1896; París, 1901, 2ª ed. ampliada) y que presupone (para los nombres de los centauros, por ejemplo) la lectura de los versos 210 a 535 del duodécimo libro del gran poema ovidiano, es decir, el episodio del combate entre los lápitas y esos seres medio hombres medio caballos. En los mismos Cantos de vida y esperanza hay un poema dedicado nada menos que al Ibis, poema que no puede considerarse uno de los más conocidos y leídos del poeta de Sulmona. Cierto es que no hay, que sepamos, una referencia tan clara como esas a los poemas ovidianos del exilio en los textos del corpus rubendariano; tal vez un estudio detenido podría detectar alguna presencia más o menos latente. Pero creo que es del todo aceptable postular un conocimiento bastante profundo por parte de Rubén, probablemente mediante traducciones, de toda la producción poética del poeta romano.

También la propia figura de Ovidio debió de serle muy atractiva, por sus vivencias como poeta exiliado de Roma (recordemos que Rubén Darío pasó la mayor parte de su vida lejos de su tierra natal) y por sus innegables contactos con corrientes religiosas y filosóficas que, como el pitagorismo, tanto influyeron en las creencias de Darío y en las de muchos de los intelectuales coetáneos18.

La hipótesis aquí planteada es, por tanto, que, dadas las indudables similitudes en forma y contenido que he expuesto, la lectura del pasaje analizado, procedente de la segunda epístola del primer libro de las Ex Ponto de Ovidio, pudo estar en el origen de la redacción de «Lo fatal», uno de los poemas más singulares publicados por el gran Rubén Darío. Este, que bien podría haber escrito un texto similar, pero sin despojarlo del sólito aparato mítico (esto es, mencionando a Níobe y a las hijas del Sol), habría preferido conferirle un tono más universal, por más atemporal (ergo menos «modernista»), eludiendo dicho aparato y centrando su atención en la piedra y en el árbol en los que se metamorfosearon todas esas mujeres al no poder soportar –no lo olvidemos– la terrible congoja provocada por la muerte de seres muy próximos y queridos. Podemos afirmar que el fragmento de Ovidio es «particularista», puesto que se centra en su experiencia de sufrimiento personal, mientras que el poema de Rubén Darío es, como decía, «universalizador»: no habría querido mantener la alusión mítica para no conectar ni identificar su texto con ninguna cultura ni época de la historia humana; su árbol ya no se corresponde con unos árboles concretos, las Helíades, ni su piedra con una piedra concreta, Níobe, pero es posible que ambos mitos estén en el origen.

En el poemita de Miguel Ángel es una estatua de piedra quien afirma que quiere seguir siéndolo y no despertar de su marmóreo sueño, cierto que para no ver ni sentir, como le correspondería si se «humanizara». En los textos de Ovidio y de Rubén es un ser humano quien envidia y anhela la ventura de una piedra, y de un árbol, que tuvieron la fortuna de perder su condición humana anterior. El gran poeta nicaragüense optó por «tirar de ese hilo» en los versos posteriores para desarrollar la idea y seguir expresando con emocionante hondura la paradoja de la vida del ser humano, atrapado constante e irremisiblemente entre la pulsión hedonista y el abatimiento existencialista, entre los frescos racimos y los fúnebres ramos.


Notas

* Publicado originalmente en Ágalma. Ofrenda desde la Filología Clásica a Manuel García Teijeiro, Valladolid, Ediciones UVa, 2014.

1 Reproduzco el poema sin coma tras árbol, pues así aparece en el manuscrito autógrafo conservado de Darío (puede verse una reproducción en Acereda, A., (ed.), Rubén Darío. Poemas filosóficos, Madrid 2007, 314) y en la primera edición, por lo que es habitual editar el poema sin la tal coma. Pero parece evidente que su presencia resulta del todo necesaria, puesto que una oración de relativo especificativa (que supondría que hay árboles que son «muy sensitivos» y otros que lo son «apenas») parece absurda aquí: Rubén estaría hablando del árbol –como luego de la piedra– en general, y no de un tipo de árbol «específico». Salvo que se refiera a un árbol en concreto que, habiendo sido «muy sensitivo», lo es ya apenas: ¿un árbol, tal vez, que era muy «humano»? ¿un árbol que ha sido antes un ser humano? Esta aparentemente superflua disquisición quizá cobre sentido al leer hasta el final las presentes líneas.

2 En realidad, «Lo fatal» cierra no solo el poemario, sino también la segunda parte de este, que porta el título «Otros poemas». Aquí consideramos Cantos de vida y esperanza como un todo, sin atender a esas divisiones internas.

3 Inevitable es, ante este verso, evocar (sin pretensión de establecer relación intertextual alguna) las últimas palabras (¡El horror, el horror!) pronunciadas, antes de morir, por el inolvidable Kurtz que coprotagoniza Heart of Darkness de Joseph Conrad, novela que había sido publicada pocos años antes (1902) que el poemario de Darío.

4 Marasso, A., Rubén Darío y su creación poética, Buenos Aires 1954, 281.

5 Benítez, R., «Schopenhauer en Lo fatal de Rubén Darío», Revista Iberoamericana 80, julio-septiembre 1972, 507-512.

6 Acereda, A., «A Comparative Reading of Hispanic Modernism: Darío’s Knowledge of Schopenhauer», Romance Notes 43, 2003,181-192 y «Eudemonología y pesimismo en el fin de siglo modernista: huellas filosóficas en Rubén Darío», en Urbina, N. (ed.), Miradas críticas sobre Rubén Darío, Miami-Managua 2005, 128-141.

7 Alonso, A., «Estilística de las fuentes literarias. Rubén Darío y Miguel Ángel», en Materia y forma en poesía, Madrid 19693, 325-338.

8 Santayana, M. J., Michelangelo Buonarroti. Rimas (1507-1555), Valencia 2012.

9 Strozzi se refiere, en concreto, a la alegoría de la Noche, que junto con la del Día, yace a los pies de la tumba de Giuliano dei Medici: La notte, che tu vedi in sì dolci atti / dormir, fu da un Angelo scolpita. / In questo sasso, e perchè dorme, ha vita. / Destala, se nol credi, e parlerati.

10 Alonso, A., op. cit., 331.

11 En la segunda estrofa del primero de los cuatro poemas que conforman la breve suite titulada «Los cisnes» y que, dedicada a Juan Ramón Jiménez, se inserta en el centro de los Cantos: Yo te saludo ahora [esto es, al cisne] como en versos latinos / te saludara antaño Publio Ovidio Nasón.

12 La modesta traducción es mía.

13 La cuarta aparece en el dístico inmediatamente posterior a los reproducidos (vv. 39-40): es la historia de Ticio, el gigante castigado a que sus entrañas fueran devoradas eternamente por un ave de rapiña (águila o buitre) en el Tártaro (Sic inconsumptum Tityi semperque renascens / non perit, ut possit saepe perire, iecur); en este caso, el poeta no anhela la tortura de Ticio, sino que lo parangona con la que él está padeciendo. En este sentido, tal vez no esté de más recordar que un poeta contemporáneo de Darío recurrió a la leyenda de Ticio (o a la similar de Prometeo) para reflejar la angustia existencial que lo acuciaba, tanto o más que al poeta nicaragüense: me refiero a Miguel de Unamuno y a su célebre poema titulado «A mi buitre», incluido en su Rosario de sonetos líricos (1911).

14 Sobre la presencia de los mitos en la poesía ovidiana del exilio, puede consultarse, p. ej., Davisson, M. H. T., «Quid moror exemplis? Mythological exempla in Ovid’s pre-exilic poems and the elegies from the exile», Phoenix 47.3, 1993, 213-237.

15 Sin olvidarnos tampoco, claro está, del supuesto primer verso de la Eneida virgiliana, que es muy probable que esté evocando ahí el propio Ovidio, tan dado a homenajear de ese modo a sus predecesores ilustres: Ille ego qui quondam gracili modulatus auena…

16 A mi juicio, no termina de quedar claro cómo debe interpretarse la oración de ut con subjuntivo presente en el verso 37 (Vivimus ut nunquam sensu careamus amaro): si como una oración subordinada final (así en la traducción propuesta) o como una consecutiva. Es muy posible que Ovidio juegue ahí con la ambigüedad para transmitir ambos terribles mensajes a la vez, pero particularizados en su propia persona; si generalizamos el mensaje, el resultado sería que la amargura vital es, a un tiempo, la finalidad y la consecuencia de nuestro existir, de nuestro «ser en el mundo».

17 Marasso, op. cit., 246.

18 Vid., p. ej., Gullón, R., «Pitagorismo y modernismo», en Direcciones del modernismo, Madrid 1971, 104-136, y Bourne, L., Fuerza invisible. Lo divino en la poesía de Rubén Darío, Málaga 1999.

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Doctor en Filología Clásica y Profesor Titular de Filología Latina en la Universidad de Valladolid (España), en la que ha dirigido su Servicio de Publicaciones desde 2006 hasta 2014, así como el Departamento de Filología Clásica desde 2016 hasta el presente. Ha sido miembro de la junta directiva nacional de la Sociedad de Estudios Latinos y director de la prestigiosa revista de Filología Clásica Minerva. Sus principales líneas de investigación y publicación se centran en la historia de la Medicina greco-latina y su influencia posterior, el Humanismo renacentista, la historia del enciclopedismo hasta el Renacimiento y las influencias de la cultura greco-latina en la literatura española hasta nuestros días, con especial atención al Siglo de Oro y a la poesía contemporánea (ss. XX-XXI).