La isla en el horizonte
1 abril, 2014
Arturo Echavarría, Profesor Emérito de Literatura de la Universidad de Puerto Rico, novelista, investigador y crítico, reconocido por sus trabajos sobre música y la obra de Jorge Luis Borges, comparte con los lectores de Carátula un cuento inédito, “La isla en el horizonte”.
Quizá había sido un error intentar llegar hasta la cumbre del más elevado de los montes de la pequeña isla en la que había desembarcado hacía poco. Dos cerros se destacaban de los otros por su altura y estaban separados por un valle que, por un extremo se orientaba a la isla de Mona y a la República Dominicana, y por el otro a la isla grande. A esa hora, y desde donde él se encontraba, Puerto Rico se divisaba, parcialmente y a pocos kilómetros de distancia, como una masa difuminada de un verde oscuro.
A mitad de camino, con la respiración entrecortada, contempló el fondo del valle. Recordó que la topografía de la islita lo había sorprendido cuando la lancha en que viajaban desde Rincón estaba ya cerca de su destino. Había estado mirando aquella masa de roca y tierra desde que era un niño, muchas veces apoyado en la barandilla de hierro en un balcón florecido de trinitarias. La familia solía pasar los meses de verano en un pueblo costero, en una casa alquilada de grandes ventanas por donde entraban el aire y la luz a raudales. Desde la terraza del piso bajo, cualquier mirada a la bahía siempre se topaba con la presencia de la isla. Había días que se divisaba como una sombra distante, desdibujada entre el cielo y el mar; otras veces, aparecía como un montículo con un perfil nítidamente trazado que daba la sensación de estar muy cerca, a unos minutos de travesía en uno de los botes anclados cerca de la costa. Pero durante todos esos años la vio, distante o cerca, como una masa irregular y compacta, un monte, una suerte de arco de piedra y tierra que abruptamente salía de las profundidades del océano. Isla oceánica la había llamado un geólogo marino amigo suyo. A diferencia de Culebra y de Vieques, no compartía la meseta submarina en la que se asentaba Puerto Rico. Emergía, sola, del fondo del mar. Ahora, ya cerca de la costa que iba a pisar por primera vez en su vida, supo que la topografía no era la de una mole compacta. El terreno era irregular y había varios cerros, los dos más prominentes separados por aquella hondonada que ahora miraba desde lo alto, absorto. Decidió no seguir subiendo. Se sintió fatigado. La edad, el cigarrillo, pensó. Descendió hasta el terreno llano y se encaminó a la pequeña playa en el sudoeste de la isla donde había desembarcado.
La lancha blanca, reluciente en el sol de la mañana, se bamboleaba plácidamente en el mismo lugar donde el capitán, que el grupo había contratado a última hora en Cabo Rojo, la había fondeado. Estaba a unos metros de la playa. Cerca de la embarcación se divisaban varias cabezas, con grandes mascarillas y tubos verticales de plástico, de aquellos que habían venido a practicar snorkeling. Los otros, los que trajeron tanques de oxígeno y vestimentas especiales, ya estarían deslizándose en las profundidades del agua transparente.
A él no le interesaba el buceo. Aceptó la invitación cuando Sonia le informó por teléfono quiénes iban. Tenía amistad, aunque no íntima, con los otros, dos parejas, todos profesionales, y le caían bien. Pero fue el proyecto del viaje a la islita lo que lo hizo decidirse sin titubear. Al abordar el yate llamado Sephora en Rincón, el Capitán, que era también el propietario, acordó con ellos el tiempo de que disponían para bucear y la hora aproximada del regreso. Al notar que no traía equipo de buceo, el oficial le preguntó si lo había olvidado. El otro explicó que no pensaba meterse al agua. Le interesaba bajar a tierra y dar una vuelta. La isla estaba desierta, advirtió el Capitán, y, en principio estaba prohibido desembarcar. Sin embargo, aclaró, como quien no va a poner obstáculos, había personas que de vez en cuando bajaban. Aquel terreno, le advirtió, no tenía nada de interesante. Él asintió con la cabeza. Minutos después la lancha zarpó al mar abierto.
La posibilidad de desembarcar en la isla interesó a los otros. Mariana, la hematóloga, comentó que siempre se dijo que había cabras salvajes que rondaban, libres, por el terreno montañoso. Sí, ripostó Fernando, su marido, que también era médico, pero eso había sido hace muchos años y, al cabo, la agencia estatal a cuyo cargo estaba ahora la isla las había eliminado. También eliminaron los monos que soltaron allí para observar cómo se adaptaban en un medio ambiente hostil. No había quedado uno. Ahora, añadió Fernando dirigiéndose a él, si fuera yo, no pondría el pie allí. Todo el mundo sabía que, entre otras cosas, aquel terreno estaba minado de material de artillería. La Fuerza Aérea de Estados Unidos había usado las isla, años atrás, como blanco para perfeccionar la pericia de sus bombarderos y de seguro quedarían muchos proyectiles aún activos, sin explotar.
Al notar el giro que había tomado la conversación, y quizá por agradar, el Capitán comentó: — No es para tanto. Yo he visto gente desembarcar y no ha pasado nada. Si usted quiere –se dirigió a él –puedo llevarlo a tierra en el dinghy y después usted me hace señas con su gorra blanca y lo busco.
Sin dejar de mirar el Sephora, encendió un cigarrillo y se recostó de una de las rocas que bordeaban la playita. A veces, entre los resplandores de un intenso sol vertical en el agua, llegaban gritos de asombro o de placer cuando alguien subía de las profundidades o se disponía a dispararse al fondo.
Se ajustó la gorra de lona y echó a caminar entre las rocas que bordeaban la costa. Subió a un terreno más firme y un poco más arriba advirtió que había dos cuevas. La boca de la cueva más grande estaba rodeada de arbustos y maleza por un costado y de lejos era difícil identificarla. Recordó las conversaciones a bordo mientras les servían tragos y la costa de Puerto Rico retrocedía en la distancia. Se detuvo cerca de la entrada. Luego, se quitó la gorra y se agachó para poder entrar por la boca angosta de la cueva.
El cambio de luz lo cegó momentáneamente. Una vez acostumbrado a la poca luz que venía del exterior, pudo observar que la bóveda era de varios metros de altura y que la profundidad de la caverna era considerable. Palpó en el pantalón la cajetilla de cigarrillos y luego extrajo la cajita los fósforos. Encendió uno. En la semi-oscuridad, no muy lejos, pudo distinguir a la luz de la llama, unos ojos. Eran de un color amarillo verdoso y había en ellos una intensidad, y a la vez una extraña quietud, que por unos instantes lo dejaron suspenso, incapaz de dar un paso. Luego, el primer impulso fue retroceder a toda prisa hacia la entrada. Lo inhibió el temor de provocar, con un movimiento brusco, una reacción agresiva de aquel bulto que hasta ahora se había mantenido inmóvil. La llama del fósforo se extinguió. Luego de unos minutos, prendió otro. Conforme su vista se adaptaba a la penumbra, pudo distinguir, cercando los ojos de color cambiante, una oscura espesura de arbusto que le pareció frondosa y que pensó que no podía ser otra cosa que una cabellera hirsuta. Y luego, surgieron los contornos de unos brazos lisos y redondos, cruzados sobre un pecho ligeramente abultado, y los hombros, apenas adivinados, casi sin asomo de musculatura. La figura, que parecía estar sentada, era una mujer. Sintió el calor en los dedos y dejó caer el palillo encendido. Seguía sin dar un paso. Había aguzado el oído pero no registraba ruido alguno. La figura continuaba inmóvil, esculpida en la oscuridad. Sin saber qué hacer, empezó, paso a paso, a retroceder hacia la entrada. Una vez que sintió el sol de mediodía golpearle la cabeza volvió a respirar a un ritmo normal y se encaminó a la playita.
El Capitán, que había estado atento a lo que ocurría en tierra, lo vio agitando la gorra, bajó el bote inflable y fue a buscarlo.
Hacía rato que los otros habían salido del agua. Se habían despojado de las máscaras, tubos y trajes de buceo mientras comentaban la belleza del suelo submarino y, en particular, los delicados colores de los yacimientos de coral. Unos se habían ido a la popa para tomar el sol. Otros se habían acomodado bajo el toldo que protegía parte de la cubierta, trago en mano, esperando que les sirvieran algo de picar.
Gustavo, contable de profesión y muy aficionado a la guasa, notando que el recién llegado se veía acalorado y algo inquieto, se estiró en la silla de lona y comentó: –Se ve que has llegado enterito. No hubo encuentros con misiles ni bombas.
Suzy, que casi siempre le seguía la corriente al marido, añadió riendo:
–Ni te encontraste con alguno de esos seres raros que dicen que merodean por allí.
Él se quitó la gorra blanca y sintió que había recobrado el dominio de sí mismo.
–¿Seres raros? –preguntó fingiendo sorpresa.
–Lo que pasa –comentó Mariana con una sonrisa sabihonda –es que dicen que la islita no es tan desierta nada. Que de vez en cuando pasan cosas extrañas.
–Sí, raras –confirmó Gustavo.
Los otros estaban distraídos ayudando al Capitán disponer en una mesa los sándwiches, ensaladas y carnes frías para el almuerzo. Nadie pareció interesarse por el momento en el tema. Él arrastró una butaca de plástico para estar más cerca del grupo, se sentó y ordenó un whiskey.
–Lo que sí me tomó por sorpresa – dijo tomando un sorbo–, fue lo empinado de esas laderas. Me quedé a medio camino; no pude más. Debe ser la edad.
–O el cigarrillo –añadió Sonia, quien se había incorporado al grupo bajo el toldo – Una de tantas decisiones que no acabas de tomar. Dejarlo.– En el tono de Sonia no había mal humor pero sí algo de hastío o de impaciencia.
–O las dos cosas –dijo él dirigiendo la mirada al horizonte y haciéndose el distraído. Sacó del bolsillo del pantalón los fósforos y el paquete de cigarrillos y encendió uno. Sonia se levantó y fue a ordenar otro trago.
El Capitán, que también hacía las veces de mesero y de bartender , había traído un bol de maní y un plato con dados de queso. Mariana, sentada, había cruzado las piernas doradas por el sol y tenía la mirada fija en la islita.
–Tú sabes –quedaba claro que la observación de Mariana estaba destinada a él – que se dice que además de haber servido de blanco para la práctica de los bombardeos de los aviones de la Fuerza Aérea, la islita tiene ahora otros usos.
–¿De veras? –preguntó Gustavo risueño, fingiendo ignorancia.
–Eso no es un ningún secreto –intercaló Fernando. –Unos dicen que ahí almacenan drogas antes de llevarlas a Puerto Rico. Otros, que allí sencillamente el cargamento que viene de Suramérica cambia de manos, se hace el pago de unos a otros y listo. El terreno no puede ser mejor. Nadie oye, nadie ve, aquí están lejos de todo.
–¿Y los turistas, y los que vienen a bucear? –preguntó él. Había en sus palabras un interés que quizá era algo inusitado, o por lo menos, eso pensó.
–No seas bobo –exclamó Sonia con algo de impaciencia. –Los negocios se hacen de noche. Una vez que cae el sol, aquí no hay nadie.
–Cae sobre la islita un dark y quizá stormy night. Toda llena de murmullos…Qué solos se quedan… – las frases eran de Gustavo. Antes de ser contable, había estudiado literatura.
El Capitán repartió platos y cubiertos de plástico y los invitó a que pasaran a servirse. La mesa estaba dispuesta a un costado del puesto de mando. Él observó que Sonia, en lugar de dirigirse al pequeño bufé, se había detenido, cerca de la popa, frente a una caja de madera pintada de blanco. En un costado tenía un estarcido en grandes letras negras que leía LIFE JACKETS. De lejos, notó que Sonia había levantado la tapa y estaba sorteando cuidadosamente el contenido de aquella suerte de arcón de gran tamaño. Por unos instantes examinó uno de los chalecos de un anaranjado muy vivo y luego volvió a colocarlo en la caja y cerró la tapa. Con otro trago en mano, él había apoyado los antebrazos en la barandilla de estribor y no hizo caso cuando lo llamaron a comer. No tenía hambre.
Dio media vuelta y miró de lejos a Sonia. Evocó una imagen más esbelta, con el pelo un poco más largo y todavía sin teñir de ese rubio oscuro que le daba un aire de mujer madura y más interesante. Aún ahora, que su cuerpo había perdido la tersura que en aquella época era el resultado de un obstinado régimen de ejercicios, sus senos y sus caderas se ceñían al traje de baño con gracia e incitaban a adivinar todo aquello que la tela encubría. Sabía bien lo que encubría. Sus manos, y en ocasiones su boca, habían explorado con lentitud la superficie deleitosamente desigual de su figura, sus puntos sensibles, sus zonas levemente ásperas.
La relación amorosa entre ellos no había durado mucho. Se habían conocido, años atrás, mientras ambos trabajaban en una agencia de publicidad, y lo que comenzó como una mera colaboración profesional pronto tomó los visos de una atracción poderosa. La unión fue breve pero intensa. Lugo vinieron las diferencias, primero en el trabajo y luego en la vida cotidiana. La ruptura fue abrupta y dolorosa. Pasados unos años, se volvieron a encontrar. Cada cual, por su lado, se había casado, y ambos se habían divorciado. Con los años, comenzaron poco a poco a reanudar la amistad. El viaje a la islita se presentó como una ocasión única. Era la primera vez en años que pasaban muchas horas juntos.
Él tomó unos sándwiches y se acomodó en una silla de lona. Sonia, quien también había pospuesto la hora de comer, arrastró otra silla y, con el plato en la falda, se sentó a su lado.
–Creía que eran unos irresponsables, pero han cumplido con el reglamento – comentó por lo bajo, pero en un tono suficientemente decidido como para que la oyeran los compañeros de a bordo. –He contado los chalecos salvavidas almacenados en aquella caja de madera y hay el número suficiente para todos los pasajeros. Incluido el Capitán. El número justo, eso sí, ni uno más. Porque algunos amigos me han dicho que hay mucho irresponsable que maneja estas lanchas. A veces vienen grupos de siete u ocho y sólo hay cuatro chalecos salvavidas a bordo. SI llega a pasar cualquier cosa …
–Tú siempre supermeticulosa, pensando en desastres, Sonia –la interrumpió Suzie. Hubo un silencio algo incómodo.
–Hablemos de otra cosa –dijo Fernando, el marido de Mariana. –Hablemos sobre ese arco iris de peces de colores que encontramos esta mañana cuando nos lanzamos al fondo. – Mira lo que te perdiste –comentó Gustavo.
–Pero cuéntanos más de la isla, la isla que desconocemos,–dijo Fernando –y que ninguno de los que estamos aquí tiene intención de pisar.
–Tenían razón –dijo él y empuñó el vaso que había dispuesto en una mesita cerca de su silla. Al acercar la bebida a sus labios, temió que los otros notaran que su mano temblaba muy levemente. –Aquello es un desierto –añadió con voz más firme. –No es fácil caminar por allí. Me hubiera gustado, sin embargo, poder llegar a lo alto del cerro y desde allí mirar la isla grande. Debe de ser magnífica esa vista. Y para mí, que he estado mirando esta islita desde la otra costa por tantos años… azul, donde se acaba el mar… Sería magnífico poder mirar ahora aquella costa desde ésta.
–Qué poético – suspiró Suzie. Lo dijo sin asomo de ironía.
–Hablando de costas –comentó Mariana. –Se sabe que aquí –e hizo un gesto en la dirección de la islita –paran a veces las yolas que vienen repletas de inmigrantes ilegales de República Dominicana.
Gustavo objetó que la prensa, por lo menos la que él leía, sólo reseñaba el caso de las yolas que llegaban a las costas de Puerto Rico. –A esa costa ahí enfrente –dijo con énfasis y señaló a Rincón. –Caminando por la playa, a veces me he encontrado con cascos de yola ya casi despedazadas. Abandonan lo que queda del bote y los que lograron llegar con vida, a correr se ha dicho.
–Es la ruta más común –asintió Fernando. –Pero, como Mariana, yo también he oído decir que a veces hacen un alto aquí. A lo mejor es que los cogió el día en el trayecto y esperan a que anochezca para seguir el viaje hasta Puerto Rico. O a lo mejor es que se le acabó la gasolina.
–O a lo mejor –intervino Sonia –es que el bote se averió. Vaya usted a saber si se estaba hundiendo y hasta aquí llegó, o a aquí llegaron a nado los que sobrevivieron. Qué horror – dijo señalando en dirección del cuerpo de agua que los separaba de Santo Domingo –este mar del Canal de la Mona debe ser un cementerio.
Él había estado escuchando todo aquello en silencio. Por momentos, creyó sentir que el ritmo de su respiración se aceleraba. Intentó serenarse. Miró a su alrededor. Casi todos estaban ahora entretenidos en el recogido del equipo de buceo y se preparaban para la segunda tanda de la excursión submarina.
–¿Te vas a quedar aquí bebiendo? – le preguntó Gustavo, sonriendo, mientras se agarraba de la borda para dar el salto al agua.
– A lo mejor vuelvo a bajar a tierra –contestó él, también sonriendo.
–¡Por Dios! – exclamó Sonia, ya a punto de acomodarse la careta de buceo. -–Qué modo de pasar el día. ¿No se te ocurre otra cosa? –Pero no aguardó una respuesta. Se ajustó la mascarilla y el tubo de plástico, y casi enseguida se escuchó el chasquido del cuerpo rompiendo el agua.
Quedaron sólo él y el Capitán a bordo. Se levantó, recogió unos cuantos sándwiches y varias botellas de agua, por si más tarde le picaba el hambre o le daba sed. Se sirvió un trago. Lo apuró. Poco después pidió al oficial que preparara el bote inflable para descender a tierra.
Pisando con cuidado el enjambre de matorrales y piedras sueltas, como si estuviera evitando hacer ruido, se acercó a la bóveda irregular de piedra porosa. Como había hecho antes, se agachó, se quitó la gorra y con la ayuda de manos y pies, se arrastró poco a poco hasta la entrada. Una vez dentro, esperó que la vista se acomodara a la penumbra. Pudo ver, casi adivinar, que la figura aún estaba allí. Había cambiado de posición. Se había colocado en el lugar más distante de la entrada. Prendió un fósforo. Era una mujer, como había supuesto. Estaba sentada, esta vez con el rostro apoyado en las rodillas y los brazos desnudos abrazando las piernas. Su cuerpo estaba escasamente cubierto por unos jirones de tela. Levantó súbitamente la cabeza.
–Apaga eso –casi gritó.
Aquel mandato brusco lo paralizó y el fósforo se mantuvo, en alto, encendido por unos instantes.
–Apaga y no te acerques –y su voz ahora retumbó con fuerza en aquel espacio escasamente iluminado. Por la entonación de la voz, adivinó que era dominicana. Él dejó caer el fósforo en tierra.
–¿Qué haces aquí? –dijo él luego de una larga pausa.
–¿Tú eres policía?
–No soy policía. –Había contestado casi atropelladamente. Luego hubo un silencio.
–La yola se hundió aquí, bien cerca –había vuelto a apoyar el rostro en las rodillas pero la voz adquirió fuerza y él la escuchaba con claridad. –Éramos pocos esta vez. De eso se quejó el que guiaba el bote. Que teníamos que haber sido más. Pero salimos porque los que habíamos pagado nos quejamos y gritamos, gritamos duro y él tuvo que salir. Eso fue hace tres noches.
–¿Y los demás?– preguntó él. Ella no respondió de inmediato.
– Yo creo que era la única que sabía nadar. Me crié al lado del mar. A lo mejor hay uno o dos más que también sabían. No sé–. Pausó. –A lo mejor hay dos o tres más sueltos por ahí. No sé. Pero yo traía comida en una bolsa plástica, escondida porque no dejaban. Tenía miedo. Uno nunca sabe. Traje la comida y cuando pasó lo del bote me amarré al cuello la bolsa y pude nadar hasta aquí. El bote se hundió ahí al lado, te dije, cerquita. Dio trabajo llegar porque la bolsa pesaba con el agua. Pero yo nado bueno.
Hubo otro silencio.
–Puedo nadar hasta allí –había levantado la cabeza y señaló en la dirección general de la isla grande, Puerto Rico. — Porque la he visto desde arriba del monte. La he visto –insistió alzando la voz
– No está cerca– balbució él. –Está lejos.
–Yo puedo nadar. Nadar sí.
Hablaban como si estuvieran muy cerca el uno del otro, en un tono que parecería delatar intimidad. Él se llevó la mano al rostro para detener los chorros de sudor que le corrían por las mejillas. Levantó los ojos a lo alto de la cueva como si hubiera allí algo digno de observación. Sabía que no había otra cosa que roca pero tenía que pensar. El tiempo escaseaba. Compuso mentalmente varias alternativas: confiarle a los otros lo que había visto y sugerir que la llevaran con ellos en el viaje de vuelta a Rincón y la soltaran en un paraje apartado de la costa. Pero el Capitán sería el primero en oponerse. Es más, aclararía que era su deber informar a los Guardacostas, a su regreso, que en la islita había indocumentados. De no hacerlo, se arriesgaba a perder la licencia porque era el cuerpo de Guardacostas el organismo que otorgaba el grado de capitán. Y los otros, pensó, lo tomarían por loco. Imposible. Llevarla equivalía a convertirse en traficantes de seres humanos indocumentados. Había perdido la cabeza. Y si había más indocumentados en la islita, y si estaban armados y tomaban de rehenes a los del grupo que vino a bucear y los indocumentados se llevaban la lancha. Y si los dejaban allí varados. Había que salir de allí cuanto antes.
–¿Qué va a pasar contigo? –Al articular la pregunta sintió una leve opresión en el pecho.
-–No sé –su voz aún sonaba vigorosa, con algo de reto en el tono. –Vendrán otras yolas y me recogen. Vienen botes de noche, también, de allá– y señaló una vez más en la dirección de la isla grande. –Anoche vino uno y se quedó mucho tiempo. Todos tenían unos chalecos. Después el bote se fue. Oí el ruido del motor. Yo no me atreví. Me había escondido y miraba de lejos. Y si son policías. Pero a lo mejor no. A lo mejor los convenzo y me sacan de aquí.
De entrada, él no se atrevió a decirle que los que venían de noche probablemente no eran policías. Y por unos instantes imaginó las condiciones que pondrían los sombríos visitantes nocturnos en el proceso de cualquier tipo de negociación para llevarla a Puerto Rico: el chantaje, la violación y el abuso físico, como poco. Él guardó silencio por un largo rato. Luego dijo:
–Trata de no meterte con esa gente que viene de noche. Trata, trata–– repitió.
Volvió a callar. La única alternativa viable para ella, pensó, era hacerse notar de otras lanchas que venían casi a diario con turistas aficionados al buceo. Pero las consecuencias no se harían esperar: la noticia sería trasmitida sin dilación a las autoridades de inmigración y luego la encarcelarían mientras manejaban los arreglos para la deportación.
–Me tengo que ir –dijo al fin. No hubo respuesta desde el otro extremo de la cueva.
–Te dejo unos sándwiches y unas botellas de agua. Buena suerte.
No se volvió a oír una palabra. Él se arrastró con las manos hasta la salida, se acomodó la gorra de lona y caminó hasta la playita.
Había un pequeño revuelo en la lancha cuando, agarrándose de un cable, él saltó de regreso a la cubierta.
–¿Qué te habías hecho, muchacho? –preguntó Fernando un poco molesto. –Hace rato que te estábamos buscando con la vista. Tenemos que irnos. Estamos atrasados. El Capitán tiene otros compromisos.
Él había notado que en el trayecto de vuelta al Sephora, el Capitán que manejaba el bote inflable estaba visiblemente molesto. –Se ha hecho tarde –dijo poco antes de que él saltara a la cubierta.
–Nos preocupamos. De veras que nos preocupamos –dijo Suzie. –Te habías desaparecido y nosotros aquí desesperados.
–Me entretuve explorando el valle ese –dijo él en un tono que no convenció a nadie. Sonia lo miraba fijamente desde un extremo de la cubierta.
El Capitán había soltado las amarras que ataban la lancha a la boya que la sujetaba. El motor ya estaba en marcha. La embarcación comenzó lentamente a girar para dirigir la proa hacia la isla grande.
Algunos de los compañeros, las toallas atadas al cinto, desechaban los trajes de baño para ponerse ropa seca. Mientras el yate giraba, Mariana, con un vaso en la mano, se había recostado de uno de los tubos que sujetaban el techo y contemplaba en silencio y con un aire de ensoñación la islita que, con la caída de la tarde, comenzaba a adquirir un color verdegris cada vez más uniforme. Estaban aún a unos metros de la playa. Pronto, pensó él, aquella masa comenzaría rápidamente a disminuir en tamaño y no sería más que un bulto oscuro en el horizonte.
Se dirigió a la popa. De camino, se detuvo y recogió uno de los chalecos salvavidas que se almacenaban en la caja de madera cerca de los motores. Al llegar al extremo de la embarcación, lo lanzó con fuerza, y el torbellino de agua que levantaban las hélices, cuya aceleración aumentaba de minuto en minuto con un ruido ensordecedor, comenzó a encausar aquella pieza de color anaranjado subido hacia la costa.
–¿Qué has hecho? ¿A quién se le ocurre? –le gritó Sonia mientras caminaba hacia la popa. Los otros, luego del susto inicial, se tranquilizaron. Lo miraron como si estuviera bebido, como si por unos minutos hubiera perdido el juicio. Pero si en efecto estaba bebido, era mejor dejarlo así.
–Qué majadería –musitó Fernando –qué solemne majadería–. Luego le susurró a Mariana: –Sonia dice que él bebe, que, además del cigarrillo, le da duro a la botella.
–No pasa nada –dijo sonriente Gustavo. –El chaleco no era necesario porque no va a pasar nada– añadió.
Luego de un silencio incómodo, algunos se dispusieron a ordenar el equipo de buceo que estaba desparramado por la cubierta.
–Dentro de treinta y cinco minutos estamos en Rincón –aseguró el Capitán. Por el tono de voz quiso dar a entender que no le había dado importancia al asunto del chaleco salvavidas. Con frecuencia se encontraba con clientes que bebían de más.
Desatendiendo todo lo que pasaba a su alrededor, de pie en la popa, él estuvo sin despegar la vista de la masa de tierra y roca que ahora volvía a adquirir la forma de promontorio que súbitamente surgía del mar y que él conocía desde la infancia. Hacía mucho rato que había visto por última vez, en un revuelo de espuma, ya cerca de la costa, la pieza de tela de un anaranjado brillante.
Profesor Emérito de Literatura de la Universidad de Puerto Rico (Río Piedras), se desempeñó como catedrático de Literatura Comparada y Literatura Hispanoamericana en esa universidad hasta su jubilación. Fue Presidente de la Junta de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico de 1986-1989 y director de la revista La Torre de 1986-1995. Se ha desempeñado también como profesor invitado en las universidades de Yale, Brown, Michigan State, Pennsylvania State, OFINES (Madrid), la Universidad de Málaga, la de Rabat y el Colegio de España en Salamanca. Fue Director del curso Corrientes actuales de la narrativa hispanoamericana en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (Santander). En 1981-2 fue nombrado “Visiting Scholar” y “Fellow” del Committee on Latin American Studies en la Universidad de Harvard.
Durante el año lectivo 2002-2003 el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid le otorgó la Cátedra Dámaso Alonso y la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades lo distinguió, en 2003, como Humanista del Año. Fue asesor científico del Centro de Estudios Iberoamericanos de la Universidad de Leipzig (Alemania) y lo es en la actualidad del de Estudios e Investigaciones Centroamericanas y del Caribe de la Universidad Jules Verne (Amiens, Francia), Fue Presidente de la Sección de Literatura del Ateneo Puertorriqueño del 2000-2010. Es académico de número de la Academia de Artes y Ciencias de Puerto Rico, académico de número de la Academia Puertorriqueña de la Lengua Española y académico correspondiente de la Real Academia Española (Madrid).
En el 2010 se le otorgó, junto a Luce López-Baralt, la Cátedra Julio Cortazar de Literatura Latinoamericana (Universidad de Guadalajara, México) y en 2012 la Cátedra Carlos Fuentes (Universidad Veracruzana). La Feria Internacional del Libro de Puerto Rico le otorgó el Gran Premio Feria en 2011.
Egresado de la Johns Hopkins University (B.A., M.A.), obtuvo un segundo máster y el grado de Doctor en Filosofía (Ph.D.) con especialidad en Lenguas y Literaturas Románicas de la Harvard University.
Ha publicado múltiples estudios sobre Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, entre otros, y un largo ensayo sobre la novela puertorriqueña contemporánea.
Editó los estudios presentados en honor de Pedro Salinas, Primer centenario del nacimiento de Pedro Salinas (1994) y Visiones de ultramar. Cómo se percibe la literatura puertorriqueña en el extranjero (Editorial Lea-Ateneo, 2009). Además, dos extensos estudios sobre Jorge Luis Borges aparecieron hace unos años bajo el sello editorial de Iberoamericana-Vervuert Verlag (Madrid-Francfort): Lengua y literatura de Borges (nueva edición, 2006; 1ra. edición, Col. Letras e Ideas, Ariel, 1983) y El arte de la jardinería china en Borges y otros estudios (2006). Sus aportaciones más recientes a ese campo de estudios son un extenso ensayo (“On Brodie’s Report”) que forma parte del Cambridge Companion to Borges, Edwin Williamson, ed., Cambridge University Press (en prensa), “Borges y la espiritualidad judía en tiempos de crisis: la cábala y el hasidismo transpuestos” en Borges y la fe. Hildescheim-Zurich, New York: Olms (en prensa) y “Borges, Henry James and the Europeans” en MLN (125:5, 1126-1139; December, 2010). Ha publicado varios cuentos en las revistas Caribán y en Sin Nombre, y el relato “La isla en el horizonte” recibió la Mención de Honor del Concurso de Cuento de EL Nuevo Día (2011).
Su novela Como el aire de abril apareció en 1994 en la Editorial de la Universidad de Puerto Rico.