Fotografía: Simone Dalmasso
Fotografía: Simone Dalmasso

La mirada del mundo*

5 agosto, 2022

*Esta crónica forma parte del proyecto Cuenta Centroamérica, bajo la curaduría del escritor mexicano Emiliano Monge, y en el cual tres escritores y escritoras de Iberoamérica, participantes en el Festival Centroamérica Cuenta 2022, escribieron sobre sitios y personajes emblemáticos de Ciudad de Guatemala.


Son las cinco de la mañana y amanece en el mercado La Terminal.

Desde la madrugada miles de hombres y mujeres han llegado a instalarse con sus mercaderías para comenzar con el rito diario de la compra y la venta.

El corazón del intercambio que define el comercio completo de Ciudad de Guatemala ocurre aquí. La transacción tiene lugar en esta ciudadela de pasillos húmedos donde todos cumplen un rol, donde cada quien es la pieza de un antiguo y caótico juego.

Mi lugar aquí no es claro.

Soy una extranjera. No conozco los códigos, no sé leer el subtexto.

Llevo apenas un par de días acá. Entiendo poco de este territorio en el que estoy y en este paseo matutino busco algo, no sé bien qué, probablemente una pista que me ayude a comprender mejor este país.

Imagino que esa pista no se vende como el resto de las cosas que aquí circulan. Imagino que no podré regatear si llego a encontrarla y esa condición me deja fuera del tablero de este juego. Pero estoy dispuesta a hacer el intento de encajar y así entro al mercado y comienzo mi cacería en este estallido de colores, aromas, texturas, brillos, sonidos, temperaturas, músicas, gritos y silbidos que se enredan modulando una experiencia sensorial de alta complejidad.

Fotografía: Simone Dalmasso

Quizá Guatemala sea eso, una experiencia sensorial de alta complejidad. Y quizá mi estrategia de búsqueda deba ser la sorpresa, el asombro, el corto circuito de los sentidos frente a todo lo que aparece por delante.

Galpones de color blanco, llenos de brillantes cebollas. Galpones de color rojo, con tomates encajonados y comerciantes risueños. Galpones de color verde, atiborrados de limones. Galpones de color amarillo, repletos de maíz. Galpones negros, con negros vendedores, de cara y ropa tiznada por la venta y la carga del carbón. Pasillos con frutas desconocidas, verduras que nunca imaginé. Venta de pescados de todos los tamaños. Veo cabezas de tiburón, antenas de cangrejo, mariscos. En otro sector aparecen las carnes, los embutidos. Y en otro, las legumbres. Veo gallinas amarradas y encerradas en canastos cubiertos por mallas, veo cabras paseándose con sus dueños, que las ordeñan ofreciendo leche. Un tipo ofrece figuras de santos, de vírgenes, de ángeles. Hay locales con venta de ropa, zapatos, calcetines, buzos, calzones. Veo la oferta de juguetes plásticos, de mascarillas, de artículos de aseo, de tónicos para el pelo, para las arrugas, para el mejor sexo. Una seño camina vendiendo remedios. A cinco la dolo. A cinco la dolo. A cinco la dolo y el neurobión.

Supongo que la pista que busco para comprender Guatemala está escondida bajo el movimiento desordenado de toda esta gente. Seguro se aloja en sus cuerpos, en la suma de todos sus cuerpos. En una esquina la voz de un hombre alaba a dios con un micrófono en la mano. Mientras en otra esquina la voz de otro hombre alaba al mismo dios con otro micrófono en la mano. Mientras en otra esquina ocurre lo mismo. Y en otra. Y en otra. Y en otra. Gloria a dios, gloria al pulento. Gloria a dios, gloria al pulento. La mayoría de los locales tienen nombres de santos o vírgenes. Depósito La Bendición, El Divino Niño, Tomatera de San Miguel, venta de fruta La Auxiliadora. En las paredes hay afiches anunciando vigilias y grafitis con frases que protegen al mercado. A Dios sea la gloria, leo en el frontis de una casa. Gloria a dios, gloria al pulento. Gloria a dios, gloria al pulento.

Un grupo de hombres cargan torres de plátano sobre sus cabezas. Luego corren a lanzarlas al galpón platanero. Setenta y cinco kilos de plátano sobre sus cabezas, así dicen. Setenta y cinco kilos de plátano por los que recibirán un pago que luego invierten en una máquina electrónica. Es una máquina colorinche que propone un juego de azar. Una moneda en la ranura, un botón apretado y la suerte ya está echada. Puede venir un gran premio y doblar la cantidad de monedas lanzadas a la máquina. O se puede perder todo. Los setenta y cinco kilos de plátano, cargados sobre la cabeza, por nada. Veo el ejercicio una y otra vez. A veces ganan. A veces pierden y vuelven a cargar su cabeza de plátano para apostarle a la suerte. De setenta y cinco kilos de plátano.

Le lleva el pega mosca, le lleva el pega rata. Hay que echarle pega mosca, hay que echarle pega rata. Difícil organizar tanto estímulo. Todo es un gran caos aquí dentro, un desorden completo. Y en esa lógica explosiva, fuera de toda lógica, me comienzo a marear. Ya no sé bien hacia dónde voy. A ratos creo que hay puestos que ya he visitado, pero no estoy segura. A ratos creo que hay caras, voces, sonrisas, coronas dentales que ya vi, pero tampoco lo podría afirmar. Las calles no tienen nombre, no hay brújula ni punto alguno de orientación. Sólo una energía innombrable que me empuja y me hace avanzar entre vendedores y compradoras, entre carros y canastos, entre carnitas y tortillas y horchatas.

Qué va a llevar, qué busca, qué le damos.
Hay plásticos, hay alcancías.
La piña hawaiana, la piña hawaiana.
Le lleva el pega mosca, le lleva el pega rata.

Las voces retumban en estos pasillos húmedos de construcciones a medio terminar, encumbradas hacia el cielo. Si levanto la vista puedo ver ropa tendida, la cara de algún niño o la silueta de un gato asomándose por las pequeñas ventanas. Familias que han hecho de esas pajareras sus casas, haciendo equilibrio para no caer. Como una torre de setenta y cinco kilos de plátano sobre la cabeza de un hombre. Me pregunto si estas construcciones, lo mismo que la cabeza de un hombre, pueden resistir el peso sin desmoronarse. Sin caer.

Arrepiéntete de tus pecados. Gloria a dios, gloria al pulento.

Un tufo ácido, mezcla de basura y mierda sale del sector del vertedero. Los desperdicios del mercado completo vienen a dar aquí. En este último enclave de la cadena de transacción, un grupo de mujeres mastica la hediondez para recoger plásticos bajo la lluvia que comienza a caer. Acá ya no hay colores. Acá la fetidez lo consume todo. Diez quetzales por una bolsa llena de plástico es lo que les dan a cambio, me dicen. Diez quetzales por un día entero de trabajo porque nunca logran recoger más que una bolsa. Se quejan de hambre. Se quejan de sed. Quieren café, quieren un refresco, quieren tortillas. Y mientras se quejan siguen recogiendo basura como quien recolecta maíz o fresas en el campo. Lo hacen al ritmo de los machetes. Decenas de machetes golpeando cortezas de coco. Los hombres, ahí enfrente, van pelando el fruto para venderlo y la percusión de sus filos es la música de fondo en esta última estación del juego.

Hay algo ancestral en este delirio. Mientras camino intentando encontrar la pista que me hará comprender Guatemala, veo a los cargadores llevando todo tipo de mercancías sobre sus espaldas. No hablo sólo de los plataneros, hablo de otros muchos que siempre estuvieron aquí, trasladándose de un lado a otro. Recién ahora tomo conciencia de ellos. Hombres menudos con pesos tremendos sobre sus cuerpos. Van con la vista baja, mirando únicamente el camino que deben recorrer para llegar rápido al lugar de la descarga. Me han acompañado durante todo este trayecto, se han cruzado en mi ruta, he tenido que hacerme a un lado una y otra vez para dejarles pasar con su carga urgente.

Uno de ellos me muestra el instrumento que ocupa para hacerlo. Es un mecapal, me dice. Una faja ancha que va sujeta por sus extremos a dos cuerdas con las que sostiene la carga. La faja se la colocan en la frente para proteger la cabeza y el cuello, que tienen la doble función de equilibrar el bulto a partir de la frente y la de distribuir el peso por todo el cuerpo, de manera que no haya un sólo músculo que no se someta a la carga. Cuando me lo explica comprendo por qué caminan sin levantar la vista. La faja del mecapal en la frente y el peso que cargan no se los permite. El trabajo de estos hombres es transportar la carga, llevar el peso sobre sus espaldas, no mirar más allá, no levantar la cabeza.

Busco en mi celular información sobre el mecapal y Wikiguate me cuenta que es un artefacto que comenzó a usarse en Mesoamérica. Leo que sobrevive del régimen esclavista, en el que los indígenas estaban obligados a transportar cargas pesadas sobre la espalda, sostenidas por la faja desde sus frentes. El uso del mecapal requiere que el cuerpo se incline hacia adelante, como si se estuviera haciendo una reverencia, limitando la visión. Todo este sistema de intercambio que ocurre aquí diariamente, todo este juego de transacción del que depende la ciudad completa, no funciona ni habría funcionado nunca, desde Mesoamérica en adelante, sin estos hombres dispuestos a llevar la carga. Desde hace siglos han estado en eso, mirando el suelo y avanzando sin levantar la cabeza.

Simone, el hombre de las imágenes que acompañan esta crónica, personaje protagónico en mi recorrido (a quien menciono únicamente ahora, hacia el fin de la escritura) al ver mi interés por el mecapal me lanza una frase que no sé bien de dónde proviene. Quizá sea de él. Quizá la leyó o la escuchó. Quizá alguien se la dijo y ahora simplemente la trasmite, como un mensaje antiguo que llega a mí de la misma forma que llegan las revelaciones o las pistas claves para comprender Guatemala.

“La mirada del mundo termina con la faja del mecapal”, así me dice.

El recorrido por el mercado llega a su fin. Hemos estado cuatro horas enredadas en este laberinto. Mi lugar acá aún no es claro. Sigo siendo una extranjera que no conoce los códigos, que no sabe leer el subtexto, y es probable que después de todo este viaje no haya comprendido absolutamente nada de Guatemala.

Me voy con la vista baja, mirando el suelo, con la sensación de haber llevado siempre una carga tan pesada sobre mi espalda, como una torre de setenta y cinco kilos de plátano.

Quizá todo, Chile, Guatemala, América Latina entera, se resuma a eso, a la faja del mecapal bloqueando nuestra posibilidad de levantar la cabeza.

La mirada del mundo termina con la faja del mecapal.

Autora: Nona Fernández Silanes
Fotografía: Simone Dalmasso
Curaduría y edición: Emiliano Monge
Centroamérica Cuenta Ciudad de Guatemala, mayo 2022

Comparte en:

Nació en 1971 en Santiago de Chile. Es actriz y escritora. Como escritora ha publicado diversos libros entre los que destacan las novelas Mapocho (2002), ganadora del Premio Municipal de Literatura, Space Invaders (2013), finalista del National Book Award, Chilean Electric (2015), ganadora del premio Mejores Obras Publicadas del Consejo Nacional del Libro, La Dimensión Desconocida(2016), distinguida con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado por La Feria del Libro de Guadalajara, y sus recientes trabajos VoyageryPreguntas Frecuentes. Sus libros han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano, sueco, griego y portugués.
Foto de Rodrigo Fernández • CC BY-SA 4.0