La narrativa de Lizando Chávez Alfaro o la reescritura histórica. (Vino de carne y hierro)

1 octubre, 2009

Este ensayo forma parte del libro inédito «Palimpsestos en la narrativa de Chávez Alfaro», un estudio monográfico sobre la obra del autor, a quien Rosales admiró tanto.


Vino de carne y hierro se publica por primera vez en 1993, bajo el sello de editorial anamá ediciones, y consta de trece cuentos, casi todos nutridos en la historiografía, con la que el autor estaba muy familiarizado. El tema histórico es  recurrente en su narrativa, y alude a ellos con mucha sutileza, como asomándose con timidez a la historia nicaragüense. “En los trece títulos que conforman el volumen, su autor propone un modo de tratar el dato historiográfico como fuente de ficción, que casi siempre termina desbordándose en los ámbitos de la imaginación” (contraportada).

En “bufa de cuchilleros” el narrador recurre al recurso de la Carnavalización, en tanto describe de forma cruel y descarnada el episodio de la agonía y muerte de Rubén Darío, de quien tampoco menciona el nombre. El relato inicia con el regreso del poeta, a su tierra natal, para morir entre los suyos. El narrador describe con detalles intimistas la agonía de Darío y la angustia que él sentía al verse rodeado de personas que “esperaban comerse una muerte genial”. Todos los detalles escabrosos y repudiados, como la foto vergonzosa que se le tomó en su lecho agónico: “En el umbral de su temido sueño estaba un fotógrafo agazapado en trapos negros, y él indefenso, tendido sobre su costado izquierdo, inepto para derribar los bártulos fotográficos, el contratado ojo de vidrio que venía a retratarle la boca abierta de agonizante”. (Vino de carne… p.11)

Se palpa el terror de su desamparo. La impotencia de no tener las fuerzas para levantarse y tirar cámara y camarógrafo. Es una escena que nos habla del irrespeto al dolor ajeno, ese irrumpir en medio de la agonía, como si ésta fuese un espectáculo público: “Hubo un fogonazo arriba de los trapos negros; no pudo gritar ni detenerlos. La fotografía estaba hecha, ahí, en lo íntimo de su intimidad abierta de tajo”. (Chávez-Alfaro, 1993, 12)

Un narrador extradiegético, da la impresión de tomar la mirada y la voz de Darío para expresar el sufrimiento, la angustia, el repudio de hechos que él presintiera una vez, en su lecho de enfermo. Edelberto Torres  y Francisco Huezo se refieren al sueño premonitorio del poeta: “He visto que descuartizaban mi cuerpo y  que se disputaban mis vísceras…”

Alejandro Torrealba quien rompió la cuerda del reloj Ingersoll, aparece en el relato con el nombre de Alejo como otro rostro amenazante en la agonía del poeta:

Alejo sostenía en alto su reloj Ingersoll, comprado en Rue Monsieur Le Prince, la leontina colgándole sobre una oreja. Todas las manos se prolongaban en relucientes cuchillos”… vio el júbilo del pálido cronometrista al arrancar la cuerda del Ingersoll, la arrancaba y la masticaba para siempre fueran las diez y quince, hora llena de llantos de mujer. (12)

Nótese cómo el relato enfatiza en la alegría al arrancar la cuerda del reloj. Como un hecho inhumano, sólo para que conste la hora de la muerte, sin asomo de dolor, y aún cuando habla de gritos de mujer, éstos no representan el dolor, sino la histeria misma. Se aprecia cierta saña en el masticar de la cuerda. La agresión disimulada en el proceso de masticación.

Pero donde la carnavalización alcanza su clímax es en la descripción de la autopsia del cadáver de Darío, en la que el narrador no oculta su desagrado por los hechos sucedidos. Edelberto Torres relata que durante cinco horas los cuchillos de los cirujanos “van y vienen”. Extraen el hígado, el corazón, los pulmones, los riñones y finalmente, el cerebro. Lucas es el nombre bajo el cual oculta malamente a Debayle. “Era Lucas quien lo abría en canal con destellante bisturí… el bardo hecho res en tablajería”. El narrador está unificado al sufrimiento del poeta y describe cómo Rubén gritaba sin que pudiesen oírlo, como en una pesadilla, “su voz era sólo una cambiante mancha de añil”. Él quiere gritar ante tanto maltrato, pero no puede. Es como si él se posesionara del pensamiento y sentimientos del hombre derrumbado por la muerte, para dejar saber lo que hubiese querido decir ante tanto ultraje.

“Chávez Alfaro no olvida que él es un artífice del lenguaje y hasta en las descripciones más desagradables, surge la belleza verbal”.

El acierto de Chávez Alfaro es asumir la mirada de Darío, prestarle sus ojos y su voz, para plasmar el horror de saberse despedazado, descuartizado. Este horror llega al máximo cuando “ve” a  Lucas aproximarse sierra en ristre: “Lo supo con súbita expansión de espanto… Venían por su cerebro. Ansiaba vocalizar la maldición circulante en el hemisferio del habla, y todo era un hondo ronquido” (14) Y luego, la disputa inhumana por el cerebro. La codicia reflejada en los rostros brillantes de Sagrario, la esposa, Aníbal, su hermano y Lucas, el médico.

Carnavalesca es la disputa por el cerebro, de aquella masa blanda  colocada en un latón “Pidiendo reposo entre los vaivenes”, ese cerebro que no logra descansar y tiene la capacidad de oír el diálogo telefónico, desde su lata de alcohol, el guardia pidiendo instrucciones para decidir en la disputa: “Aló.. Mirá, es aquí está preso el cerebelo del pueta, en la jefatura de policía. Es un bochinche”. (p.16). El cerebro que no logra encontrar descanso y sigue viendo, como en una pesadilla, los rostros de Lucas, Sagrario, Aníbal y Alejo. “Tras la cámara estaba iluminada la carnicera veneración de Lucas…”  Allí se cumpliría lo que una vez dijera en el Coloquio de los Centauros: “La pena de los dioses es no alcanzar la muerte”.

Es un relato que remueve las fibras más íntimas, en esta recreación carnavalizada de la autopsia del cuerpo de Rubén Darío. El narrador repudia de esta manera, el impudor de la esposa y su hermano en una pugna morbosa e impía. Pero a pesar de que la historia que se cuenta es cruel y hasta repugnante, Chávez Alfaro no olvida que él es un artífice del lenguaje y hasta en las descripciones más desagradables, surge la belleza verbal. Es como si el autor quisiera atenuar lo tétrico con un lenguaje incrustado de figuras retóricas, metáforas e  hipérboles, como cuando dice: “Allá, en uno de los frascos, su corazón estaba a flote: pez redondo que boqueaba en su último nado” (13)

El proceso de la autopsia es visto por el narrador con mirada de poeta y a la par de los dantescos episodios de los cuchilleros está el canto del cenzontle enjaulado en los patios cercanos. Es un cadáver con entrañas de algodón, esbelto figurón moldeado a fuerza de bultos empapados en formalina.  Aún en su agonía Darío siente el repudio por la esposa, que el autor dibuja en una apretada antítesis: “Cuánto había huido él de las negruras pilosas, reminiscentes de arañas; sólo en lo rubio había sol del oro y de las mieses”, asociando la negrura del pelo con la maldad, en oposición a lo rubio, símbolo de lo bueno y bello. Sagrario es vista con ojos con “brillo de puñales de obsidiana”, siempre lo negro equiparado con lo malo. Esta figura “puñales de obsidiana” tiene una enorme connotación simbólica,  pues es sabido que los puñales hablan de traición y la obsidiana, de dureza.

Magistralmente narrado, por su manejo de los hechos en una forma que mantiene el interés, hasta llegar a un final que no es final, sino que inicio de la agonía. Chávez Alfaro presenta al poeta como víctima  propiciatoria en un sacrificio intemporal, heredado de los ritos de los antepasados aztecas. Cualquier parecido con la realidad no es casualidad. Es la historia que habla a través de este impresionante relato.

“Desatar lo atado” es un relato que se mueve entre el mito y la historia. Los huesos de Hernán Cortés custodiados por una generación de mujeres que se transmiten la sabiduría del labio a oído. En un escenario intemporal, cada cincuenta y dos años, los huesos de Cortés son sometidos a los cantos y ensalmos de estas mujeres, que van logrando con sus secretos poderes, una mutación inexplicable, que termina por darle forma de huesos de mujer, y así, aunque sea después de tantos años. Cortés y Marina, la Malinche, son un solo ser. Fusionado y transformado a través de encantamientos de mujeres devotas de la Mayor de Todas Ellas: Malintzin.

El relato se enriquece con el imaginario muy arraigado en México acerca de que las mujeres tienen la capacidad de restituir las carnes de un esqueleto o modificar su forma por medio del canto. Clarisa Pinkola afirma que esta mujer se mueve en territorio de los Tahumaras, Monte Albán o en un mercado de Oaxaca y que se le conoce como “La huesera” o “La Trapera”. Su tarea consiste en recoger huesos y conservarlos del peligro de perderse: “… se sitúa al lado de criatura, levanta los brazos sobre ella y se pone a cantar… canta un poco más y la criatura cobra vida”. Pinkola afirma que todas las mujeres inician su andadura como un saco de huesos perdidos y para preservarlos, cantan que significa utilizar la voz del alma, infundir alma a lo que necesita recuperarse. (Pinkola Estés, Clarissa, Mujeres que corren con lobos,  Ed. Bailén, 2004, p.48.)

Esto es precisamente lo que hacen Porfiria Robles, Ágata Lagunas, Galena Llamas, Petra Canales: cantarle a los huesos de Cortés, “en un registro de voz que se oía más dentro de ella que fuera (Vino de...p. 41). Cantar para mantener viva a Doña Marina: “Porfiria habría de cantar hasta cómo construir una imagen interna, de abajo hacia arriba y de la cabeza a los pies” (41). Es un relato que revela un mundo lleno de magia femenina, en el cual las mujeres son las encargadas de restaurar la vida, por el canto. El conocimiento transmitido de generación en generación por la línea matriarcal. Es un relato con una factura totalmente femenina y muy diverso a los otros de Chávez Alfaro. La mujer como maga, hacedora de vida y que canta “Soy mujer que habla/ soy mujer que da la vida/ soy mujer de aire / soy mujer de luz/ soy muñeca / soy mujer espíritu”.

Siempre inmerso en el mundo mítico es el relato “Vestido de agua” en el que relata el traslado de un prisionero oriundo de la costa Caribe, que inexplicablemente se convierte en río para escapar de su captor. En este caso se trata de un narrador testigo que va dando las pautas de los acontecimientos que concluyen con la pasmosa transformación del hombre en río, “con su vestido de agua”. Es un relato que se nutre de nuevo del imaginario colectivo y pinta un personaje con poderes de “encantador”: “Con su mano libre, el encantador elevó el vaso que ya tenía un peso agregado, lo contempló a trasluz y se bebió el agua a tragos lentos, pero continuos, sin atención a la facilidad con que hubiera podido zafarse  de las esposas con sólo bajarse hasta el piso y levantar la mesa” (69).

“Una vez más, Lizandro Chávez retoma la historiografía, pero no para recrearla, sino para ofrecer otra mirada, otra visión: la del caribe olvidado históricamente y que aún resiente el abandono y la marginación”.

            En “Ferrocarril de Sombra” Chávez Alfaro aborda con tono crítico y mordaz la construcción del ferrocarril a Monkey Point. Una vez más el autor ubica el relato en el Caribe nicaragüense del que extrae éste  que se remonta al gobierno liberal de Zelaya, quien, como registra la historiografía nacional, negoció un empréstito con el sindicato Ethelburg de Inglaterra, para construir un ferrocarril desde el puerto de San Miguelito hasta Monkey Point,  Los rieles abandonados, según el relato, fueron ocupados como soporte para los techos de palma, de contrafuertes, como horcones, etc. Un narrador intradigético indaga por el origen de los rieles, y Cibola un canaletero y arponero le responde con tremendo sarcasmo:

¿Has oído hablar de Zelaya? … El reyecito con sus bigotes puntudos y sus ideas de gran hombre. Quería un ferrocarril del Atlántico. Iba a principiar en Monkey Point … Allí fuimos los negros a desembarcar los rieles traídos en vapores de bandera francesa… Después iban a venir las máquinas, decía. Pero se cayó el hombre. Lo botaron por tener demasiado levantados los bigotes.  (Chávez, 1993, 56)

En este relato se encuentra la mirada de un narrador que se nutre de la cultura caribeña, se  identifica con ella y hace suyos los rencores contra lo que posteriormente el autor llamaría “la invasión del Pacífico”. Es notoria la bufa contra el gobernante que tuvo el sueño de unificar la Nación. Este proyecto, como otros quedaron truncados por motivos ampliamente conocidos en la historiografía y el narrador concluye: “Allá quedaron los rieles para tapar del sol a las culebras, para cueva de lagartijas y tarántulas”. (56)

Una vez más, Lizandro Chávez retoma la historiografía, pero no para recrearla, sino para ofrecer otra mirada, otra visión: la del caribe olvidado históricamente y que aún resiente el abandono y la marginación. Chávez habla por los otros, los del otro lado, marginal y desconocido. En la voz de Cibola se resume la inconformidad, el recelo, el olvido y la marginalidad. Voz que incomoda, porque nunca ha sido fácil escuchar a los “otros”.

Prosigue, dando un salto en el tiempo para remontarse a 1740 y abriendo esa ventana temporal, el lector puede ver al Capitán Padilla apresado en un cepo de madera por haber objetado al Gobernador Antonio Lacayo y Briones. Padilla, era capitán de la Primera Compañía de Pardos, compuesta por lo que étnicamente se conocía como “zambos”.

El historiador Germán Romero señala que en 1741 había en León cinco compañías de milicias: dos españoles y tres de pardos. El mulato Antonio Padilla era en efecto, capitán de estas últimas. Temiendo una rebelión de las compañías de pardos, Lacayo mandó a encarcelar a Padilla por considerarlo peligroso:

El 15 de enero de 1741, llegan las tropas a la casa de Padilla, ubicada a unos cuatrocientos metros de la catedral, para arrestarlo. El sitiado no hace ninguna oposición y se limita a gritar: “Viva el Rey y muera el mal gobierno” .

Lacayo acusa a Padilla de haber sido el causante de la pérdida de los bienes de su hermano y lo condena a morir por garrote vil acusado de traidor al rey. (Romero: 1988, 328) La ejecución de Padilla demuestra que las autoridades españolas tenían temor de que los ladinos adquiriesen poder militar. Sin embargo, en el cuento “Las dos majestades de don Antonio”, el lector tiene que realizar un buen ejercicio mental para inducir de qué se acusa a Padilla. Hay un deseo de ocultar, de decir las cosas con un estilo críptico, de ocultamiento, de no dejar  que los hechos fluyan en forma clara. El narrador insinúa “la traición” del mulato: “Creía, creía en un gaseoso derecho a darse gobernador, él y sus soldados, él y las dos compañías de pardos que eran la mitad de la fuerza armada de León” (82) … Para Dios y el Rey su más obediente fidelidad pero no para Lacayo ni cualquier otro vasallo de las dos Majestades. Esto les había dicho en Quebrada Honda, entre cantos de pocoyos, balidos de venados en brama y todo el ruidoso quehacer de la noche.” (85).

El cuento inicia “in meda res” con la descripción del reo: “El Capitán Padilla, hecho varios dobleces entre grillos, el taburete que mal sostenía su peso, y el cepo que le sujetaba  cabeza y manos, resoplaba de vez en cuando, como si en su corpulencia de mulato estuviera un toro amarrado a su corazón”. (79)  y avanza con breves analepsis que se remontan a los días que la madre de Padilla, Felipa, para distraer la angustia que provoca la entrada de Lacayo y Briones, en la ciudad de León, arregla el Nacimiento, mientras a un lado del patio, Padilla descansa en un chinchorro.

En el relato hay una serie de códigos que es preciso conocer para comprender la historia que se narra. El cuento se desarrolla en el contexto de la amenaza de invasiones inglesas por lo cual se había recurrido a reforzar las tropas españolas con esta compañía de mulatos, pero en los que no llega a tener ninguna confianza. Fiel a la historia, es la ejecución de Padilla quien fue condenado a muerte por garrote vil y después descuartizado “para exhibir sus cuartos en los cuatro puntos cardinales”. Pero el autor, en una macabra hipérbole que se hermana con la Carnavalización, añade que se ordenó que: “una de sus manos fuera clavada en un palo en el solar de su casa, y que después fuera demolida hasta sus cimientos, y que después su cabeza fuera empalada en el cruce de caminos”. (93) 

Ficcional es la factura de la anciana Felipa quien asiste silenciosa y transida de dolor a todo el proceso. Lo demás, deuda con la historiografía, de la que una vez más, se nutre Chávez Alfaro. Relato escrito con un lenguaje lleno de códigos y símbolos que es necesario ir decodificando para comprender el despiadado castigo infringido al Capitán Padilla. La historiografía no habla de que Padilla haya sido sometido al ignominioso cepo, pero el narrador lo emplea como recurso para resaltar la crueldad del gobernador español. De nuevo la ironía y el rechazo hacia las autoridades españolas coloniales se hacen evidentes en este relato. Esa perspectiva en la que entran en juego las oposiciones: Lacaya-blanco-dominador-pacífico, versus Padilla-negro o mulato-dominado-caribe o minoría. Juegos de opuestos que irán adquiriendo una tensión que finalmente se plasma en la novela Columpio al aire. Hay incluso una voluntad de enfatizar en descripciones donde el color negro se repite, como para no olvidar que existe: “los hombres de caras y manos más oscuras al salir del cuello y las mangas de la guerrera azul; mulatos entintados, color zambo se decía en habla de españoles” y más adelante: “En la oscuridad hermana de la mulatez”, (82) y describe a Felipa cubierta con una tapado negro y la plaza llena de bufidos acarreados en la oscuridad, calles en penumbra. Es decir, el predominio de lo oscuro, en contrapunto con la blancura o palidez del español.

La recreación del ambiente, vestuarios y escenarios coloniales, guardan estrecha fidelidad con la historia, se describe a Lacayo de Briones vestido con casaca galoneada, sombrero tricornio y espuelas relumbrantes. Un canto al Niño Dios, escrito con letra itálica, suaviza el texto y crea un sentido de identidad: Niño e barro, niño en tierra/ venimos a celebrar/ al niño de los pastores/ colocado en el altar/. Niñito lo que te pido/ con todo mi corazón/ es que a nosotros los pardos/ nos echés tu bendición. (83)
 
El estilo es irónico y al mismo tiempo, de denuncia. Es una voz que se levanta para denunciar los atropellos y atrocidades que sufrieron “los otros”, los vencidos, durante la vida colonial en Nicaragua, pero que puede ser la que cualquier país latinoamericano.

“Chávez Alfaro recrea un momento histórico, poblado por personajes también históricos, para lanzar su dardo contra ese momento ignominioso que fue la ocupación norteamericana en nuestro país”.

No podían faltar dos hechos históricos que literalmente estremecieron nuestro país: la lucha de Sandino y el terremoto del 31, enunciados en forma sutil y el lector tiene que leer con mucho cuidado para no perder detalle y seguir el hilo narrativo que alude a estos dos aspectos en el cuento “Cinco yardas de bandoleros”. En éste se narra la llegada de dos norteamericanos Hoke y Rossich que arriban a Managua motivados por una oferta que ha hecho la “Twentieth Century” de premiar con cincuenta mil dólares al que hiciera cinco yardas de película sobre la guerrilla de Sandino, a quien ellos llamaban bandoleros. Por eso, cuando Hoke se entrevista con el General Mathews le dice que necesita cinco yardas de bandoleros. Calvin Matews es un personaje histórico, primer director de la Constabularia, a la que alude el narrador, quien señala: “Estamos preparando un ejército nativo, un verdadero ejército” (115).

Matews niega el permiso solicitado por Hoke  debido a que la ley Logan  prohíbe a “todo ciudadano americano llevar mensajes o asesorar a ningún gobierno o persona extranjera con quien nuestro gobierno tenga cualquier desacuerdo” y añade con ironía “Sabrás que con Sandino tenemos algo más que un desacuerdo” (Idem). La negación del permiso se debe a que Matews cree que filmar al ejército de Sandino en lucha sería darles propaganda y aumentar las simpatías por su causa libertaria que ya se había difundido desde Chile, donde Gabriela Mistral los llamó “El pequeño ejército loco”, hasta México, donde Sandino se había inspirado en la Revolución Mexicana.

Negado el permiso, deciden filmar al ejército nativo que está entrenando Matews, y mientras se dirigen al lugar los sorprendió un olor a picante y la tierra comenzó a convulsionarse. Era el 31 de marzo de 1931 y eran las diez y diez de la mañana. En unos segundos Managua quedaría destruida.

Llama la atención la descripción casi poética del movimiento telúrico: “Y en esa fracción de nada que separa un instante de otro, se partió el eje de la tierra, el hedor se hizo trueno profundo, las paredes zozobraron, una ola negra pasó por las raíces de todo, arrancando, volteando, moliendo… La calle, la ciudad fue un espeso manto amarillo lleno de toses y voces enterradas”. (120)

Hasta este momento el narrador no menciona la palabra terremoto, pero describe de manera casi plástica los efectos del mismo. Y en medio del terror del momento, Hoke decide aprovechar el momento para ganar su concurso, filmando el dolor, el miedo, la angustia, la muerte misma. Con enorme ironía éste señala que no necesitan luz para filmar pues el incendio del mercado alumbra la tenebrosa mañana de ese 31 de marzo que los managuas festejaban la Semana Santa. Y como embriagados por el dolor, camino a la legación van filmando cascadas de sangre y enfermos en camisones cargados de tierra, con los “pómulos como cuernos empujándoles el pellejo”.

Chávez Alfaro recrea un momento histórico, poblado por personajes también históricos, para lanzar su dardo contra ese momento ignominioso que fue la ocupación norteamericana en nuestro país. Deja al desnudo la falta de valores de estos hombres que en medio del terror y la muerte sólo se preocupan por sus intereses personales, en este caso, filmar cinco yardas de lo que sea y obtener el premio anhelado.

“Se mantiene el rechazo del narrador hacia la represión, esclavitud y tortura con que los colonizadores sometieron a los naturales de estas tierras americanas. Es la mirada solidaria por los vencidos, con los que no pudieron contar su historia”.

La frase de cierre es lapidaria y sintetiza el odio de este grupo de soldados carentes de cualquier sentimiento de humanidad. “Todo lo que queda de este maldito pueblo será una sola llama”, dice el General Fuller, haciendo alusión a la  destrucción que realizaron con el pretexto de extinguir los incendios, dinamitaron la capital, con el odio reprimido por la derrota que a diario les infringía Sandino.

El relato está escrito con un narrador extradigético, es como si hubiese colocado una lente que captara y reprodujera todo lo que pasó en ese trágico día que nunca se borrará de la memoria colectiva de los managuas. Escrito con un estilo directo que resulta un tanto descarnado: “La mujer rascando escombros con la mano y llamando para que el hijo le contestara desde abajo, rascando con furia y grito para encontrar al fin un brazo solitario y llevárselo como si cargara el cadáver íntegro del hijo”. (120)  Sorprende que para describir ese pavoroso momento, el narrador use expresiones elaboradas, con belleza estética, como para contrastar el terror y lo horrible, o quizás para que no nos golpee tanto: “La gente con la conciencia despedazada, eriza de harapos polvosos, los ojos tan enormes, como inservibles”.

Una vez más Chávez Alfaro recrea la historia, ficcionaliza la historia para que no se olvide. Para revivir momentos de tristeza y dolor, destrucción y angustia, que se repetirán cada que la madre tierra necesite sacudirse el exceso de peso que le hemos puesto.

En el cuento “Ojos bajo la mar” se encuentra de nuevo un tema que queda a caballo entre la historia y el mito. El relato se ubica cronológicamente en los inicios de la colonización española y geográficamente en Santo Domingo o La Hispaniola.  Históricos son los datos y descripciones que el Almirante hace de los naturales del lugar, a quienes llama lacayos, de quien dice tenían “muy hermosos cuerpos y muy buenas caras, de buena estatura de grandeza y buenos gestos, de sus ojos muy hermosos y no pequeños”  que aunque no es literal, se conoce que en Diario de Viaje de Cristóbal Colón que transcribió el Padre de las Casas en su Historia de las Indias, Colón describe a los “mancebos” como “muy bien hechos, de muy hermosos y lindos cuerpos y muy buenas caras…”

Como es sabido, la conquista española fue una empresa militar y al mismo tiempo constituyó un esfuerzo por hacer prevalecer los preceptos cristianos. El narrador apunta: “La toma de posesión con estandartes y cruces, así como la traza de Nueva Sagunto fue cosa de españoles” (137). Parte de este momento fue la reducción a la esclavitud  de la población indígena. Así, Mosen Gaspar había pagado ciento veinte ducados por cada uno de los lacayos, con fama de excelentes buceadores, a quienes bautizó “otorgándoles luz de nombre cristiano” y asumió el mismo la responsabilidad de ser doctrinero.

Nuevamente, Chávez Alfaro mezcla la historiografía con la ficción y pinta a los lucayos como poseedores de poderes sobrenaturales que les permitían convertirse en somorgujos y de esa forma desaparecían debajo del agua. Es el recurso que el mayordomo Idiáquez recurre para justificar la desaparición de dos buzos, y añadía que los lacayos eran hechiceros y sabían cosas del demonio. Ha sido usual que al no encontrar explicación lógica a determinados actos, se recurra a la justificación mágica o mítica. El relato queda muy bien acabado cuando el final otro grupo de buzos huye sumergiéndose en el mar, y deciden ahogarse antes que compartir la muerte por ahorcamiento con los que se creían sus dueños. Se mantiene el rechazo del narrador hacia la represión, esclavitud y tortura con que los colonizadores sometieron a los naturales de estas tierras americanas. Es la mirada solidaria por los vencidos, con los que no pudieron contar su historia.

El cuento “La Potestad y el danzante” narra con gran sutileza el momento en que López Pérez disparó sobre Somoza García. Pero este hecho está puesto al final del relato, constituyéndose en clímax y cierre del mismo. Con mucha gracia inicia describiendo una fiesta donde todos bailan diferentes ritmos y es notorio el empleo de expresiones precisas y de belleza estética para describir la moda del momento, para ubicar al lector en el contexto: “Sobre el piso ajedrezado se gastaban zapatos bicolores, zapatos de estreno…” (147) y prosigue con detalles de los pasos del baile, la música de la incorpora fragmentos, recurriendo siempre al intertexto: “YO SOY, YO SOY EL RULETERO … YO SOY, YO SOY EL CHFIFIRETE…” (149) haciendo énfasis en el ritmo del mambo, muy de moda en esos años y que en efecto, era la pieza que bailaban cuando se cometió el “ajusticiamiento”. El narrador va creando una atmósfera de alegría, casi de inocencia, y cuenta cómo bailaban el paso del perro pulgoso y en una hábil giro señala: “Sin transición el perro se hizo hombre con revólver de boca rojiza” (154) para referirse al momento en que el danzante comienza a disparar sobre La Potestad, por debajo de la mesa, de pie, con la rodilla izquierda reposada en un ladrillo, mientras los coroneles vaciaban sus pistolas en el danzante.

Es soprendente la descripción que hace en las dos últimas líneas: “Él siguió dando giros y saltos, de frente hacia un sueño que se construía bailando”. Porque nuevamente para describir la muerte del danzante, alude a los sueños, al ideal de terminar con la dictadura del que él llama simbólicamente la Potestad. El sueño que se construyó bailando. Chavez Alfaro emplea un lenguaje cuidado y poético. Para referirse al danzante dice que “ponía la vida en cada invención de su cuerpo jaspeado de luces”, es decir un lenguaje lleno de expresiones figuradas, metáforas, y voces llenas de simbolismos. En este relato todo ocurre en los tres últimos párrafos y asombra por el cambio abrupto del relato, que de un apacible y alegre baile se transformó en un momento que cambiaría la historia de nuestro país.

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Narradora, Crítica literaria, Catedrática. Nació en Estelí, Nicaragua. Catedrática universitaria vinculada al conocimiento del idioma, autora de varios cursos de Lengua Española, crítica literaria del discurso narrativo, narradora de cuentos y relatos, historiográfica de la Educación en Nicaragua ha publicado tres tomos de los períodos 1893-1909, 1910-1928 y 1959-1979.

Ha ejercido la crítica de forma sistemática y académica en los años más recientes. En 1999, publica su libro de ensayo, Una década en la narrativa nicaragüense. El enfoque histórico de sus ensayos se enriquece con una Maestría en Historia. A sus estudios especializados en Literatura en universidades españolas, se suma una larga experiencia como catedrática universitaria en Nicaragua vinculada estrechamente con el mundo literario: Supervisora de Español y Literatura de la UNAN-Managua, Jefa de Departamento de Artes y Letras y luego Directora del Departamento de Cultura de la Universidad Centroamericana, UCA.

Ha publicado manuales para el estudio de nuestro idioma: Curso de lengua española, La expresión escrita, y Español para la Facultad Preparatoria, son algunos de los textos que la autora ha escrito en su carácter docente.

La casa de los pájaros y Daguerrotipos y otros retratos de mujeres, son dos libros de cuentos con los que la autora incursiona en el mundo de la creación literaria.

Ingresó a la Academia Nicaragüense de la Lengua como individua de Número, en Septiembre del 2007. Su discurso de ingreso versó sobre el narrador Lizandro Chávez Alfaro y la desacralización de la historia en su novela, Trágame tierra (1969). Integra la membresía del Centro Nicaragüense de Escritores, del Instituto de Cultura Hispánica, del Foro Nicaragüense de Cultura y de la Asociación Nicaragüense de Escritoras (ANIDE).