La otra colmena de Camilo José Cela

1 febrero, 2023

Consideraciones en torno a censura y edición en el franquismo.


A principios de 2014 la Biblioteca Nacional de España presentó un manuscrito parcial de más de 180 páginas datadas en diciembre de 1945 de La colmena, el cual había sido donado a la institución por Annie Salomon, hija del hispanista francés Noël Salomon, tras hallarlo en un cajón en la casa de campo de sus padres. El documento contiene duplicados de manuscritos paralelos que se encuentran archivados en la Fundación Camilo José Cela en Iria Flavia, Galicia, así como material inédito, principalmente del capitulo cinco, y largos fragmentos tachados con creyón rojo por las autoridades.

Mucho antes de aplicar para la aprobación de la versión final de La colmena, el 7 de enero de 1946, Camilo José Cela ya había abierto su expediente en los archivos del Ministerio de Gobernación: a pesar del éxito de su primera novela (o tal vez precisamente a causa de ello), La familia de Pascual Duarte (Burgos: Aldecoa, 1942) fue prohibida en 1943 y todas sus copias decomisadas. Sin embargo, el oficio de Cela como censor de revistas entre 1943-44 y su acreditación oficial como periodista permitieron que reapareciera como autor en 1945 con dos colecciones de poemas y tres novelas, entre ellas la cuarta edición (segunda en España) de Pascual Duarte.

A pesar de su incipiente reputación en el mundo de las letras, Cela no conseguiría ganarse el favor de las autoridades. En una carta del 11 de junio de 1946 el recién nombrado Director General de Comunicación, Tomás Cerro Corrochano, describe Pascual Duarte al Director General de Propaganda, Pedro Rocamora, como una obra “en absoluto intolerable”. La respuesta de Rocamora cinco días más tarde es contundente: en ella tilda a Cela de ser un “un hombre anormal”, hace eco de la indignación de Cerro ante una lectura que al parecer le causó náuseas al Director General y explica que él personalmente se ha encargado de prohibir la más reciente novela de Cela.[1] 

La prohibición a la que Rocamora hace alusión llegó a las manos de Cela en una carta oficial datada el 9 de marzo de 1946, en la que se le informaba que no se le había concedido la licencia para publicar La colmena. El criterio utilizado para llegar a esta decisión se reducía a tres preguntas básicas: “¿Ataca al régimen? No. ¿Ataca el dogma o la moral? Sí. ¿Valor literario? Escaso”. La colmena tendría que esperar hasta 1951 antes de llegar a ver la luz del día.

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Para un lector actual puede resultar sorprendente que La familia de Pascual Duarte fuese considerada “intolerable” por la censura franquista. Es cierto que la novela toca temas delicados –el protagonista es abusado en la niñez, pierde a su hermano discapacitado a los diez años, ultraja a su futura esposa, mata al amante de ella y, finalmente, culmina con el matricidio hacia el cual la narración ha venido apuntando desde el principio– pero el narrador introspectivo en primera persona que Cela utiliza es lo suficientemente problemático como para enfocar la atención del lector no tanto en estos mórbidos eventos sino más bien en las circunstancias que desembocan en ellos: puede que Pascual Duarte no sea una víctima pero sin lugar a dudas tampoco es un monstruo, a pesar de los actos monstruosos que comete. De hecho, Pascual Duarte es un hombre obligado a sufrir las consecuencias de la pobreza rampante propia del campo español a comienzos del siglo XX: una pobreza que va mucho más allá del plano económico; una pobreza cuya máxima expresión viene constatada en el plano moral, alienando a la población indiscriminada y definitivamente; una pobreza que en última instancia anuncia o tal vez busca explicar la carencia humana necesaria para que una sociedad caiga en una guerra civil.

El hecho de que esta interpretación de la realidad española en los años inmediatamente previos a la revuelta de 1936 del Movimiento Nacional no fuese del todo grata para las autoridades se puede explicar perfectamente si consideramos las intenciones del régimen de glorificar la lucha que lo vio hacerse con el poder. Sin embargo, aunque tanto La familia de Pascual Duarte como La colmena fueron prohibidas en un breve espacio de tiempo por la censura española a principios de los años 40, estas novelas son radicalmente diferentes no tan solo en el evidente contraste que ofrecen en su retrato del campo y la metrópolis, la periferia y el centro.

En la nota a la primera edición de La colmena, publicada en la Argentina de Perón por Emecé Editores, la misma editorial que en 1943 había salido al rescate de La familia de Pascual Duarte tras ser esta prohibida en España, Cela describe su libro como “un pálido reflejo… una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad… un trozo de vida narrado paso a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre”.[2] Esta afirmación, aparentemente trivial, busca de hecho marcar el tono de la lectura desde su mismísimo comienzo, colocándonos en un contexto de normalidad extrema y al mismo tiempo remitiéndonos al estilo profundamente realista de La familia de Pascual Duarte.

Pero en el vocabulario de Cela “vida” es un término repleto de significados plenamente idiosincráticos. Según Cela, la vida es aquello que sucede –lo que vive, dice, no sin un toque de ironía– en nosotros, quienes “no somos más que su vehículo, su excipiente” (ibid). El tiempo, por otra parte, pasa inexorablemente, casi de manera imperceptible, de la mano con la “historia”, y aquí de nuevo debemos hacer una pausa para estudiar el uso particular que Cela hace de este término perfectamente común. En la concepción de la realidad de Cela la historia es un proceso natural que fluye, como nuestra sangre, indefectiblemente “a contrapelo de las ideas” (“Nota a la tercera edición”, p. 11). En otras palabras, vida, historia y tiempo todos apuntan en la misma dirección –una que es diametralmente opuesta a la de las ideas, a al menos completamente ajena a ella.

Sin embargo, vida, historia y tiempo no son términos intercambiables que puedan usarse de manera indiscriminada. Según Cela La colmena “es un libro de historia, no una novela” (“Nota a la cuarta edición”, p. 14), es decir, una crónica de la vida, no de los personajes de La colmena, quienes al fin y al cabo no son otra cosa que diversos vehículos de la vida. Para Cela “cada vida es una novela” (p. 55), pero La colmena navega a través de la vida de más de doscientos personajes y por lo tanto es mucho más que simplemente una novela, es más que doscientas novelas juntas, es la vida misma, no en toda su diversidad, por su puesto, pero es un trozo de ella.

La atrevida estructura de La colmena, dividida en brevísimos fragmentos, contribuye a que la narración siga un ritmo estrepitoso, el cual contrasta con las circunstancias aparentemente normales que ella trata. Nada más el primer capítulo del libro contiene 44 segmentos diferentes relatados a lo largo de apenas 46 páginas, la mayoría de ellos vinculados de una manera u otra a “La Delicia”, el café de doña Rosa. Así, por ejemplo, la vida de la señorita Elvira, “una señorita casi vieja” (p. 26), va discurriendo por etapas. Primero la encontramos hablando con el cerillero (ibid): 

—¿Le has dado la carta a ése?
—Sí, señorita.
—¿Qué te dijo?
—Nada. No estaba en casa…

Dos segmentos más tarde vemos como un hombre (pp. 28-9),

ya metido en años cuenta a gritos la broma que le gastó, va ya para el medio siglo, a Madame Pimentón.
… Corre por entre las mesas un gato gordo, reluciente; un gato lleno de salud y de bienestar; un gato orondo y presuntuoso. Se mete entre las piernas de una señora, y la señora se sobresalta.
—¡Gato del diablo! ¡Largo de aquí!

Cela aun no revela al lector quién es este hombre pero apenas cuatro segmentos después vuelve a aparecer la señorita Elvira, conversando con doña Rosa (p. 32):

—¿Se le arregló aquello?
—¿Cuál?
—Lo de…
—No, salió mal. Anduvo conmigo tres días y después me regaló un frasco de fijador.
… Doña Rosa se le acerca, le habla casi al oído.
—¿Por qué no se arregla con don Pablo?
—Porque no quiero. Una también tiene su orgullo, doña Rosa.

Para finalmente entender dos segmentos más allá que don Pablo está sentado en el café en ese mismo instante, a unas cuantas mesas de la señorita Elvira (p. 34):

Mientras don Pablo, que es un miserable que ve las cosas al revés, sonríe cantando lo de Madame Pimentón, la señorita Elvira deja caer la colilla y la pisa. La señorita Elvira, de cuando en cuando, tiene gestos de verdadera princesa.
—¿Qué daño le hacía a usted el gatito? ¡Michino, michino, toma, toma…!

Cada fragmento de La colmena establece vínculos laterales con fragmentos paralelos, contribuyendo bien con la proyección de la historia, bien con la introducción de nuevos personajes o con el desarrollo de personajes existentes. La mujer que persigue al gato, el gitanillo que canta en las aceras, la señorita Elvira, su conquista fallida, su antiguo amante, inclusive el cerillero, cada uno de estos personajes actúa como canales conductores de esta crónica de lo sórdido, reapareciendo una y otra vez para hacerle seguir su curso. De manera que la historia de Cela se va erigiendo a trompicones de página en página en lo que hoy en día se podría describir como una secuencia de microrrelatos entrelazados con un orden aparentemente arbitrario pero al mismo tiempo coherente. El que este ejercicio no llegue a convertirse en una apología al tedio a lo largo de las más de 250 páginas de extensión del libro es prueba de la capacidad de su autor para reinventar constantemente el mismo recurso, convirtiendo al lector en cómplice inadvertido (e inclusive a veces involuntario) de un acto de voyeurismo –incómodo y a la vez fascinante– que acaba por difuminar los límites entre la curiosidad genuina, las intrigas clandestinas y la vigilancia institucionalizada.

La colmena explora la realidad de hombres y mujeres atrapados por su condición, por sus circunstancias, por la vida misma. En el proceso Cela demuestra una envidiable capacidad de observación (no por nada había actuado como informante para la facción nacionalista en 1938, tras ser dado de baja por las heridas múltiples sufridas en el frente de Logroño) y un talento no menos envidiable por destilar la esencia de sus personajes hasta poder expresarla en dos o tres líneas. Así pues, en el universo de Cela los hombres de mediana edad, como el ya citado don Pablo, son miserables:

Don Jaime es, lo más seguro, un hombre honrado y de mala suerte, de mala pata en esto del dinero. Muy trabajador no es, ésa es la verdad, pero tampoco tuvo nada de suerte. (p. 24)
La bestia de González, según le llamaba su cuñado, era un pobre hombre, un honesto padre de familia, más infeliz que un cubo, que en seguida se ponía tierno. (p. 169)

Cela tampoco es más benévolo con las mujeres de esa misma edad:

Doña Soledad no es feliz, puso toda la vida en los hijos, pero los hijos no han sabido, o no han querido, hacerla feliz. (p. 227)
Su señora [de Don Obdulio], la pobre, se ayuda a malvivir alquilando a algunos amigos de confianza unos gabinetitos muy cursis, de estilo cubista y pintados de color naranja y azul, donde el no muy abundante confort es suplido, hasta donde pueda serlo, con buena voluntad, con discreción y con mucho deseo de agradar y de servir. (p. 153)

A las jóvenes les va poco mejor: indefensas, sentimentales e idealistas, “con la mente llena de dorados sueños” (p. 213), las chicas de La colmena son incapaces de prosperar por medios que no involucren actividad sexual. Por lo tanto todas se ven obligadas a luchar (casi siempre sin éxito) contra la prostitución, como se hace ver en el caso de Nati Robles, “una señorita esbelta, elegante, bien vestida y bien calzada, compuesta con coquetería e incluso con arte” (p. 150), quien espontáneamente considera necesario aclararle a su viejo amigo de la Facultad, Marco Martín: “Te juro que no soy una golfa” (p. 163). Se deduce, entonces, que si Nati goza de tal bienestar solo puede ser gracias a la generosidad de algún hombre.

Pero si las jóvenes de La colmena están atrapadas en un mundo que las convierte en seres impotentes y francamente carentes de entereza, los hombres de su misma edad se ven obligados a participar en una competencia en la que no se otorgan premios ni se consigue consolación. Ese precisamente es el caso de Marco Martín, uno de los personajes más recurrentes de la novela, un pobre escritor con espíritu bohemio y conciencia social, quien se mueve sin cesar, prácticamente como la prosa misma de La colmena, buscando, al acecho, tras la pista de un propósito solo para encontrarlo cuando ya es demasiado tarde –a pesar de que él no lo sepa.

Esta es la parte de la vida que concierne a La colmena, una parte que coincide con La familia de Pascual Duarte solo en su tratamiento de lo sórdido: Cela, como Goya, decide hacer énfasis en lo grotesco. Pero en La colmena la vida gira en torno a una espiral de frustraciones que apunta decididamente al desastre de una sociedad en ruinas: si La familia de Pascual Duarte deja al descubierto las carencias morales de la España rural en los años inmediatamente previos a la Guerra Civil, La colmena delata la bancarrota espiritual de la España urbana de la posguerra. 

Y es aquí donde el material recientemente presentado por la Biblioteca Nacional resulta especialmente interesante. A pesar de que la novela de Cela tiene que ser, obligatoriamente, una crónica incompleta de la vida, el criterio utilizado por los organismos censores de la época resalta nuevos aspectos de la cotidianidad española de los años 40. Es de notar que la gran mayoría de las secciones tachadas en el nuevo manuscrito corresponden al amplio número de escenas de contenido sexual incluidas en el libro, las cuales con toda seguridad no hacían más que retratar los hábitos de una buena parte de la sociedad madrileña a finales de 1943. Pero en 1946, apenas siete años después del final de la Guerra Civil, el gobierno franquista estaba más interesado en mantener las formas, reivindicando el orden impuesto por los organismos eclesiásticos y militares, que en enfrentarse al gran problema que asediaba a una población apenas capaz de satisfacer sus necesidades más básicas. Al fin y al cabo, los gobiernos suelen demorarse en captar el sentimiento de sus gentes, y el manuscrito Salomon da fe del desfase del régimen franquista, obsesionado con la moral en una época de profunda decadencia espiritual.

Sin embargo este no es, de lejos, el aspecto más interesante del archivo de Annie Salomon, porque junto a las páginas tachadas con creyón rojo se encuentran también otras intactas, ni siquiera marcadas con el sello del ente censor, las cuales contienen material previamente desconocido. Corresponden pues a un episodio incluido al final del capítulo cinco, recreado de diversas maneras en cuatro versiones diferentes y titulado “Historia de una fotografía”. Este material contiene fragmentos explícitos que relatan un encuentro entre la joven Lola y el infame Don Roque, seguido por un intercambio lésbico entre la insaciable Lola y la viuda de Don Obdulio, Doña Celia.

El descubrimiento tanto del material censurado como de los fragmentos previamente desconocidos de La colmena, nos obliga a plantearnos dos asuntos de gran interés: el primero de ellos concierne al lugar de la erótica y/o la pornografía en la “alta” literatura. De más está decir que si La colmena hubiera sido publicada en 1946 sin las secciones que ahora sabemos fueron rechazadas por las autoridades, es decir, si la obra hubiese sido censurada en lugar de ser prohibida, su calidad habría sido infinitamente inferior, con lo cual el hipotético descubrimiento del original décadas más tarde hubiera aumentado enormemente nuestra percepción de la obra. Ese, sin embargo, no ha sido el efecto del descubrimiento actual, entre otros motivos porque la obra que ha estado a nuestra disposición desde 1951 incluye las escenas clave tachadas por el censor en 1946, pero sobre todo porque el mérito literario de los fragmentos inéditos y altamente explícitos apenas descubiertos es, en el mejor de los casos, cuestionable. Estas escenas, volcadas a detallar momentos de lujuria sin recato alguno, son más escandalosas que memorables y su aportación al conjunto novelístico es modesta pues su intención pareciera ser la de causar estrépito en el lector a través de un retrato más bien crudo de las preferencias (o acaso fantasías) sexuales prevalentes en España en la época.

Aún así, solo el hecho, prácticamente geográfico y posiblemente casual, de que este material adicional venga presentado lado a lado –compartiendo el mismo espacio físico, por así decirlo– con otras secciones que en algún momento fueron consideradas excesivas, inmorales y de “escaso” mérito literario, prácticamente nos obliga a cuestionar nuestro propio criterio estético y a preguntarnos si en setenta años seremos juzgados (acaso con la misma severidad) por lo que hoy en día estimamos cuestionable por motivos que al fin y al cabo podrían obedecer a valores morales en mayor medida de lo que quisiéramos admitir.

La segunda consideración que se nos plantea a través del manuscrito Salomon gira en torno a los motivos por los cuales Cela puede haber excluido este material tanto de la versión presentada a las autoridades españolas en 1946 como de la versión publicada en 1951, así como de todas las ediciones subsiguientes de la obra. Lo más natural sería asumir que Cela sabía perfectamente que la única manera que su libro llegaría a ser publicado sería sin estas escenas por lo que se habría auto-censurado inclusive antes de presentar la novela al órgano regulador. La auto-censura es, después de todo, el objetivo último de cualquier forma de gobierno que opte por la represión de la libertad de expresión. Si un sistema consigue indoctrinar a sus ciudadanos con un sentido absoluto del bien y el mal, de lo que es aceptable y lo que no, de lo que se puede y lo que no se debe expresar, entonces el control que ese sistema ejerce sobre sus ciudadanos llega a ser interno, lo cual hace (idealmente) que la censura sea del todo redundante.

Sin lugar a dudas, en el caso de Cela, si el escritor verdaderamente optó por censurarse a sí mismo lo hizo por motivos prácticos más que escrupulosos. Sin embargo, Cela llevó a cabo cambios, enmiendas y correcciones en el manuscrito de La colmena a lo largo de los años 50 y hasta comienzos de los ’60, mientras el libro se publicaba en la clandestinidad –entre 1955 y 1962 se imprimieron tres ediciones secretas de la novela en Barcelona, aunque en la mancheta apareciera editado por Noguer en México–. De hecho, cada una de estas ediciones vino acompañada por notas preliminares y al pie de página que continuaban esclareciendo errores que iban desde asuntos de estructura gramatical hasta despistes en los nombres o profesiones de algunos de los personajes. Aún así, por algún motivo Cela nunca consideró apropiado o necesario incluir los pasajes más gráficos descubiertos en el manuscrito Salomon en ninguna de las versiones de la novela. Ni siquiera en 1963, cuando finalmente le fue otorgado el permiso para publicar el libro en España. Ni tampoco después de la muerte de Franco en 1975.

¿Por qué?

Desafortunadamente llegados a este punto no podemos hacer más que especular, sin embargo existe la posibilidad de que tal vez, solo tal vez, Cela haya eliminado estos fragmentos de la versión final de La colmena por motivos puramente estéticos o literarios. Es posible que en lugar de auto-censurarse Cela simplemente estuviera editando su propio libro.

En pleno siglo 21, a más de cien años del nacimiento de Camilo José Cela, puede que lo que haya o no haya pensado el Nobel español ya no tenga mayor relevancia. Lo que sí lo tiene, sin duda, es nuestra respuesta a las incógnitas planteadas por el manuscrito Salomon, pues ellas nos alertan a algo mucho más importante que la reputación de una obra o inclusive un autor: lo que está en juego, a fin de cuentas, es la validez de los principios básicos que rigen nuestra percepción del arte, del mundo, y en última instancia inclusive de nosotros mismos.

Notas 

1 Esta correspondencia se encuentra reproducida en Sinova, Justino, La censura de prensa durante el franquismo (Barcelona: DeBolsillo, 2006), pp. 154-5.

2 Cela, Camilo José. La colmena (Barcelona: Bruguera, 1980). «Nota a la primera edición», p. 7. Citas subsiguientes tomadas de esta edición.

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Escritor ambilingüe con nombre shakesperiano, nacido en Caracas, en un país que ya no existe, en un milenio que ya pasó. Ha publicado las novelas The Night of the Rambler (mención Premio Casa de las Américas 2014) y On the Way Back y la colección de micro relatos Historias de camas y aeropuertos, la cual fue adaptada al teatro en 2017. Co-editó la primera colección de textos de autores venezolanos traducida al inglés, Crude Words: Contemporary Writing from Venezuela. Ha traducido cerca de 20 títulos con la editorial española de arte y fotografía La Fábrica y colaboró por una década con el Daily Herald de Sint Maarten. Desde 2016 divide su tiempo entre Florencia (Italia) y la isla de Anguilla. Actualmente está desarrollando un guión cinematográfico y una colección híbrida de textos de ficción y no-ficción.