La parte aérea

18 mayo, 2023
    • Mención especial del XI Premio Centroamericano de Cuento Carátula 2023

Observa las ramas del árbol como si quisiera encontrar un pájaro extraño o una imposible fruta de invierno. Hace sólo un momento, Mariano recibió la llamada telefónica de su madre que le comunicó el fallecimiento de su tía, la madre de Ceci. Hablaron poco tiempo, él dijo que no podía y tampoco quería hacerse cargo del funeral, ella dijo que lo entendía perfectamente. Le preguntó si todo estaba bien, debés buscar un nuevo empleo; él respondió que sí varias veces, pero que lamentablemente tenía que irse a limpiar el porche. Ojalá pueda verte pronto, hace mucho que no venís a visitarme, dijo ella antes de terminar la llamada.

           Ahora contempla aquel árbol e imagina que sube por su tronco hasta alcanzar la copa y desde allí observa la Putnam Avenue, resguardada por edificios de arenisca color marrón. Todavía lleva puesto el pantalón Nike con el que duerme. Enciende un cigarrillo y se ajusta el suéter. Toma asiento en el porche de la casa 999 y sigue las volutas hasta encontrar el árbol. Adentro, en la cocina, comienzan los preparativos para la cena de año nuevo. Mariano piensa en Ceci y en su infancia.

           Cuando cumplió seis años recibió una beca para estudiar en un colegio católico. El edificio de cuatro pisos y vastos campos le ofrecía la posibilidad de continuar los estudios de primaria y luego la secundaria. Así que él permanecería allí muchos años más, después del fracaso de la venta de cosméticos, la tienda de abarrotes o el auge y caída del cibercafé. Además de que su casa estaba enfrente del colegio, sobre la carretera que conduce al océano Pacífico, le daba ánimos que su prima Ceci también estudiara allí, tres cursos adelante.

           Era Jueves Santo e intentaba alcanzar un par de gaviotas que se habían detenido sobre el motor de una lancha descolorida, después intentó construir una torre de arena con ayuda de su madre, pero el calor comenzó a ser insoportable y decidieron volver a casa. Su madre fue directo a la ducha y él se dispuso a jugar con una escoba mientras su padre se encontraba sacando varios utensilios de la cocina. Tenía una maleta abierta en donde comenzó a meter las cosas, un cuchillo largo, algunos vasos, un martillo y también arrojó algunas cucharas. Después cogió un balde azul, lo llenó de aceite para freír y se lo entregó a Mariano.

           Le ordenó que tuviera cuidado y lo llevara al patio, donde estaba encendida la leña, cuya columna de humo solía hacerlo lagrimear. La humareda cruzaba el follaje de un árbol de limones. Mariano arrojó la escoba al piso y cruzó la puerta rumbo al patio con el balde tambaleándose lentamente. Desde afuera podía escuchar el juego de beisbol que se transmitía por la radio, se estaba jugando la parte baja del séptimo inning, el de la buena suerte, y los locales, que estaban perdiendo, tenían las bases llenas. Entonces decidió verter hasta la última gota de aceite en la tierra y se ajustó el balde vacío en la cabeza como si fuera el casco que usan los peloteros en la caja de bateo. Tomó un trozo de leña por bate y empezó a golpear el tronco del limonero.

           Es la hebilla lo que más duele. Lo peor, le había contado una vez Ceci, es cuando te golpean con la hebilla de la faja. En estas palabras iba pensando Mariano mientras corría por el patio huyendo de su padre. Logró entrar a la casa de la familia vecina, cruzó el pasillo hasta que se topó con la puerta principal, que para su mala suerte se encontraba bajo llave. Allí lo atrapó su padre, que primero lo sacudió de una bofetada y después le dijo algo que Mariano nunca olvidaría:

           —Yo, que te di la vida, también te la puedo quitar, ¡muy hijueputa! —dijo su padre, y lo arrastró hacia el patio.

           Yacía sobre la tierra con las piernas enrojecidas. Desde allí logró ver a su madre envuelta en una toalla persiguiendo a su padre. Los dos se perdieron de su vista tras las paredes de la casa. Escuchó el escandaloso cacareo de las gallinas, y el ulular de una ráfaga de viento que sacudió los árboles de mango. De pronto hubo un silencio que aisló el grito largo y agudo de su madre.

           Nada. Más tarde le contó a Ceci lo que había pasado; ella dijo con un tono indiferente que eso no era nada. He visto cosas peores, dijo, y continuó subiendo por la copa del árbol hasta la cima. Mariano se detuvo y comenzó a descender lentamente. Tenía miedo a las alturas, le provocaban dolor de estómago.  Aunque ese temor le producía vergüenza, prefería dar un paso atrás, que enfrentarse a la caída. Después todo pasó muy rápido. Escuchó el crujido de la rama, y el cuerpo de Ceci precipitándose como un costal de arena al impactar el suelo. Los demás niños la rodearon, algunos se rieron y otros, incluyéndolo a él, la llevaron a casa.

           —Me gusta estar allá arriba, porque cuando el viento sopla con fuerza, el árbol te zangolotea. Es más mejor que los juegos de la feria.

           —No se dice más mejor.

           —Y yo sabía que la rama iba a quebrarse.

           —¿Cómo sabías?

           —Porque yo misma la quebré —dijo Ceci mientras Mariano observaba el yeso que le habían puesto en el brazo; tenía los nombres de sus amigos del colegio escritos con lápices de colores.

           El día que le quitaron el yeso, Ceci volvió a subir a los árboles. El padre de Mariano se había ido de casa y su madre pasaba hasta entrada la noche vendiendo cosméticos. Mariano y Ceci se hacían compañía toda la tarde. La madre de ella no salía nunca de su cuarto y a veces se iba de casa sin decirle nada a nadie; esto ocurría desde que su pareja la había abandonado. El hombre, un internacionalista que había llegado al país con la revolución y que se regresó por donde vino cuando esta terminó, solo le dejó una nota: “Necesito tiempo para pensar, tiene que haber una Utopía”. Ceci nunca conoció a su padre biológico. Aunque su madre le decía que había muerto durante la guerra, ella le explicó una vez a Mariano que en realidad él se había ido del país con otra mujer, una cooperante.

           La tarde que hablaron de eso jugaban junto al río. Mariano escarbaba la tierra para llenarla de agua mientras Ceci escogía las piedras adecuadas para construir un puente.

           —¿Qué traés allí? —preguntó Mariano poniéndose de pie cuando descubrió que Ceci se acercaba con una pequeña bolsa.

           —¡Mirá vos! —dijo Ceci haciendo un gesto de asco.

           —¡Son gatitos! —gritó Mariano antes de notar que no se movían, excepto uno que tenía los ojos plomizos.

           En la bolsa había tres bolas de pelo amasadas como plastilina.

           —No podemos hacer nada con ellos, pobrecitos, de todas formas se van a morir sin su madre, lo mejor es tirarlos al río.

           Él sintió dolor de estómago cuando vio a Ceci caminar hacia la ribera. Ella estiró el brazo y dejó caer la bolsa sobre el agua. Se quedaron juntos viendo la corriente del río hasta que la bolsa desapareció.

           Mariano sale nuevamente al porche, ahora con una taza de café y se queda observando una ardilla que salta de una rama a otra. De pronto lo interrumpe la voz del señor Davis. Le pregunta qué hará esta noche; nada en especial, ver una película, cenar y dormir, responde Mariano. Te traje este six pack de Corona, dice el señor Davis, feliz año nuevo. Se dan una palmada en el hombro y Mariano promete devolverle las tijeras del jardín la próxima semana. Es una mañana despejada que lo sorprende porque el pronóstico del tiempo había anunciado más nieve; si bien odia el invierno, nunca ha dejado de asombrarlo la experiencia de verlo todo convertido en hielo.

           Le recuerda a un zanate, caprichosa conexión la que hace con la ardilla. Con la chiva del cigarrillo enciende el siguiente Pall Mall mentolado. Observa por la ventana vigilando que todo siga en orden allá adentro, como si hiciera falta, piensa. 

           Cuando regresaron del río, Ceci dijo que no le hacía falta nadie. Que tampoco necesitaba que nadie cuidara de ella. No quiso jugar más y le dijo a Mariano que la dejara sola. Él regresó a su casa y se puso a ver televisión. Su madre llegó temprano esa tarde, había tenido suerte y le habían comprado tres kits de cremas hidratantes. Le preguntó a Mariano por Ceci y se cruzó a la casa de ella para ver que todo estuviera en orden.

           Lo que recuerda es el grito. Veloz, su madre le ordenó que buscara un taxi. Cuando uno se detuvo, la señora salió cargando a Ceci en brazos y con dificultad se montaron al carro. Mariano quedó solo hasta que su otra vecina, la de la casa donde había intentado esconderse de su padre, le dijo que su madre le había pedido que lo cuidara mientras estaba en el hospital.

           Aquella casa le parecía más bonita que la suya, tenía un televisor grande y un Nintendo. El padre, un combatiente histórico, le dijo que podía comer con ellos, pero nada de carne porque las porciones ya estaban repartidas. Así que estuvo allí jugando Mario Bros hasta que su madre regresó por él.

           —¿Qué fue lo que pasó?

           —Ceci se cortó por accidente con unas tijeras. Va a estar bien. ¿Ya hiciste tareas?

           Mariano guardó silencio, su madre tampoco quiso insistir con la pregunta, en cambio lo cogió de la mano y le dijo que ahora iría a buscar a su hermana para avisarle lo que había pasado con su hija, pero que él tendría que dormirse muy pronto.

           Cuando Mariano estaba a punto de terminar la primaria, la madre de Ceci decidió irse a Miami a buscar trabajo. Lo único que dijo fue que Ceci ahora viviría con la abuela paterna, y que en algunos años mandaría a traerla. Los primos ya no se veían con la frecuencia de antes, pero ella siempre pasaba por su casa para saludarlo. Durante estas visitas Ceci también comía algo de la tienda de abarrotes, que ahora era el negocio de la madre de Mariano, después de fracasar con la venta de cosméticos.

           —Maicol estudiaba también en este colegio, pero lo expulsaron —le dijo un día Ceci—; hoy vas a conocerlo, viene a traerme para irnos al parque. Parece un poco tonto, pero nada que ver, más bien está un poquito loco.

           —El próximo año comienzo la secundaria —Ceci escuchó a Mariano y sacó una Coca Cola de la refri. Él abrió una bolsa de meneítos y se sentaron en las gradas donde estuvieron en silencio viendo los carros que viajaban hacia el mar.

           Ceci dijo que las Suburban eran las camionetas favoritas de los ricos, todos los que no estuvieron con la revolución usan esos carros. Tenía las mejillas encendidas y la piel brillante, llevaba el cabello lacio recogido en cola de caballo. Ahora sus pechos eran puntiagudos y vestía la falda del uniforme bien corta. En su voz había un tono de añoranza, como quien ha perdido algo importante. Ceci le preguntó cómo había sido el reencuentro con su padre, pero entonces apareció Maicol por la esquina.

           —Sí, es verdad, parece loco —dijo Mariano metiéndose un puño de meneítos a la boca —; ¿por qué usa una chaqueta de cuero con este maldito calor?

           —Es que quiere parecerse a los Backstreetboys.

           —¿Es difícil la secundaria? —Ceci lo observó y le sacudió el cabello.

           —Imaginate que voy a repetir el año, es más, hoy no fui a clase, sólo me puse el uniforme para que mi abuela no se ponga mala conmigo. Me vine caminando lentamente hasta aquí. Ya no voy más, no tiene sentido.

           —¿Y no tenés miedo de que te descubran?

           —No, no es miedo lo que tengo, es otra cosa, son ganas de vomitar.

           Después pasaron unos largos segundos en silencio hasta que Maicol dijo hola. Mariano entendió entonces que el silencio era una forma distinta de comunicarse y dejó que ese vacío hiciera su trabajo.

           Pasaron algunos huracanes y de pronto ya era diciembre. Mariano se obsesionó con el fin del mundo. Su profecía favorita era la de una serpiente, que hasta entonces estaba amarrada con tres cabellos de la virgen María y sería liberada a la medianoche del nuevo milenio, cuando la tercera hebra se reventase.

           Se pregunta si debe llamarla o si es mejor no provocar un momento incómodo a los que está acostumbrado desde que nadie sabe dónde vive Ceci, ni sus hijas. Indeciso como se encuentra, sólo está seguro de tomarse una cerveza, así que abre una Corona. Es posible que le pida dinero o que ni conteste el teléfono o que sencillamente no le importe una mierda. Después de todo, se trata de su madre, piensa, debería intentarlo. Adentro alguien ya ha encendido el árbol de navidad, por el que había pagado una pequeña fortuna a pesar de estar desempleado. 

           El que tenían en casa cuando llegó el nuevo milenio era de plástico. Tenía esferas de plástico, nieve de plástico y una estrella de plástico. Si el fin del mundo llegaba, pensó Mariano, nos encontrará bailando merengue. A los vecinos de la izquierda bolero y a los de la derecha, bachata. Distintos géneros musicales, un mismo final. Antes de la cena, él y su madre vieron una película de Whoopi Goldberg que pasaban todos los años antes de un concierto de Pavarotti y sus amigos. Como cada año, el final de la película los hizo llorar. Después se prepararon para comer, sirvió él mismo el relleno mientras su madre terminaba de preparar la ensalada. Él aprovechó para tomar toda la Coca Cola que pudo. Añadía trozos de hielo y dejaba que la efervescencia pringara su nariz. Una parte de él deseaba el fin del mundo, y sintió vergüenza de su deseo.

           —No tomés tanta gaseosa —dijo su madre, que tenía puesto un vestido color azul.

           Alguien golpeó la puerta. Mariano fue corriendo a abrir y se sorprendió al ver a un hombre desconocido. Su madre gritó que lo dejara pasar, es un amigo. Se sentaron a la mesa y él comió en silencio, a pesar de las preguntas que aquel hombre le hacía en un intento de ganar su simpatía. Le había llevado un regalo que Mariano abrió rápidamente, se trataba de un libro, que lo decepcionó porque no tenía dibujos. Al menos el regalo funcionó para distender el ambiente. Cuando acabaron de cenar, su madre y su amigo se quedaron lavando los platos en la cocina. Mariano escuchaba detrás de la puerta, aunque había dicho que vería el concierto de Pavarotti y sus amigos. Ella contaba que Ceci estaba embarazada y que no sabía qué hacer. Su amigo dijo que conocía a un doctor que podría ayudarlos, si todavía era posible.

           —¿Quién es el padre? —preguntó él.

           —No lo sé —dijo ella, que tenía los brazos cruzados y un cigarrillo en la mano—, pero no es el novio. Su abuela vino hace una semana para contármelo. Hablé con Ceci y dijo que su novio no es el padre.

           —O simplemente él no quiere hacerse cargo.

           —Puede ser.

           Mariano salió al porche de su casa y vio un par de Suburban color negro pasar a alta velocidad rumbo al mar. Iban a recibir el año nuevo. Faltaba poco, incluso podían verse algunos fuegos artificiales en el cielo y el humo de la pólvora ya penetraba todo el aire. Había cogido uno de los cigarrillos de su madre y se lo había colocado en la boca aunque sin encenderlo. Pensó que el mundo seguía adelante, pero que también terminaba. Esta contradicción era nueva y sin embargo seguía deseando que se acabase.  La música de cada año cuando faltan cinco minutos para la medianoche comenzó a sonar y pensó en la serpiente y esperó que reventara el hilo y lo rompiera todo.

           Piensa que no quiere llamarla, que lo mejor es hablar con alguna de sus hijas, es muy difícil hablar con Ceci estos días. La oscuridad del invierno ensombrece los árboles,  tiene frío y le duele un poco el estómago. Adentro, donde están reunidos alrededor de la comida, nadie da muestras de necesitarlo, pero es mejor así, piensa. Mejor aquí que en la parte aérea. Enciende otro cigarrillo y abre otra cerveza. Después, un poco ebrio, decide hacer una videollamada, pero Ceci no contesta, el número que ha marcado ya no existe. 

Comparte en:

Nicaragua, 1988. Autor del libro de poesía La casa detrás del tiempo, libro ganador del certamen nacional para publicación de obras literarias (2012) convocado por el Centro Nicaragüense de Escritores. Su trabajo ha sido publicado en revistas y antologías de España, México, Centroamérica, Argentina y Chile. Imparte cursos de lectura y escritura creativa en español en la Volkshochschule de Colonia, Alemania y es director de la editorial Quiebraplata. Posee un MFA en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York.