La perspectiva Nevski

3 octubre, 2022

1.

Me preguntan por Marcela. No preguntan por Ileana Corzo Lemus. Prefieren usar el pseudónimo, el nombre «artístico». ¿La compañera Marcela? No sé, han pasado veinte años, respondo primero. Desaparecida, respondo después. Torturada y muerta y enterrada en una fosa clandestina. O quizá esté viva. Yo qué sé. Tal vez vive en México, como tantos otros. Puede que tenga un empleo burgués y devengue un salario. También es posible que se haya suicidado. O que la hayan purgado los propios compañeros del Frente, creyéndola oreja por haber sobrevivido a los sótanos del cuarto cuerpo de la policía.

—¿No era usted uno de ellos?— me preguntan.

—¿Uno de quiénes?

—De sus compañeros del Frente.

—Sí— respondo —es cierto, a Marcela no la purgó el Frente… claro que yo no podría asegurarlo, yo
me fui, estudié en París y en Londres y volví recién hace cuatro años. Sin embargo, tal posibilidad me resulta completamente inverosímil. ¿Quién se habría atrevido a dudar de la integridad de Ileana…? Perdón, de Marcela.

—¿Por qué la mencionó entonces?

Pero yo no puedo explicar por qué dije lo que dije. No puedo por el miedo a reconocer que la memoria no es tal sino pesadilla: una suma de absurdos y espasmos y callejones mal iluminados. ¿Me explico? La casa de seguridad, por ejemplo, cercada por cientos de soldados, por tanquetas, por un helicóptero que licuaba el aire sobre nosotros: máquina de ruido triturador que quería destrozarnos los oídos. Y después destriparnos. Los compañeros gritaban. Los compañeros se insultaban entre sí: querían destinar esos últimos instantes de sus vidas a desenmascarar al soplón. Un compañero temblaba y lloraba en una esquina de la casa, recostado contra la pared, mientras un charco de orina se expandía alrededor de sus pies. Marcela, sentada sobre cajas de madera llenas de explosivos y propaganda, lo miraba de reojo y con desprecio sin dejar de apuntar la .45 hacia las ventanas. ¡¿Marcela?! ¡¿Marcela?!, le grité. Pero ella parecía querer morirse ahí, empuñando su pistola.

Fue Jacinto o Miriam, la pobre Miriam, quien la tomó del brazo y escapamos los cuatro. ¿Cómo? No me pregunten. No tengo idea. Por una ventana o a través de un boquete en la pared, disparando o arrastrándonos. Quizá saltamos un muro. Quizá golpeamos a una anciana vecina de ojos horrorizados. Quizá el helicóptero informó a las unidades de tierra que huíamos pero nosotros fuimos más rápidos. Quizá rodamos barranco abajo. Yo qué sé. Las piernas, los brazos y el corazón abandonan al resto del cuerpo y la memoria hunde su cabeza en un charco de adrenalina. Solo nos queda el año, 1981, como una cicatriz. Al día siguiente, las imágenes en la prensa (cadáveres irreconocibles, decenas de montículos de ceniza y ripio) nos lanzaron a la cara dos preguntas sin respuesta. La primera, esa misma que me han hecho ustedes: ¿cómo hicimos para sobrevivir? La segunda: ¿cómo supo el ejército la ubicación de las casas? El único plan que fuimos capaces de concebir, en las horas posteriores a la huida, fue intentar establecer contacto con las otras células: Jacinto y yo a la casa de seguridad de Vista Hermosa; Marcela y Miriam a la casa de la colonia Mariscal. A ellas dos no las volvimos a ver.

—No es suficiente— me dicen.

—¿No es suficiente?— pregunto.

Ellos quieren continuar y yo sé que detrás de sus preguntas no hay más que morbo. Para equilibrar un poco el juego, les digo que ahora les toca a ellos responder:

—¿Cómo saben que Marcela era la mujer de Jacinto? Eso ni los miembros del Frente lo sabían.

—Nosotros sabemos muchas cosas— me responden.

—¿Y qué más saben?— pregunto.

—Que usted y Marcela…

 —¿Que yo y Marcela qué?

No me responden, prefieren alargar la humillación y seguir escupiéndome a la cara preguntas revueltas con saliva: ¿por qué se escondían?, ¿a qué le tenían miedo Jacinto y Marcela?, ¿por qué mantener su relación en secreto? Tengo que pensar bien mis respuestas:

—A la dirigencia del Frente no le gustaba eso, el corazón debía estar comprometido con la clase obrera … y no se puede servir a dos amos.

—Nosotros servimos a dos amos—, me responden y se ríen a carcajadas.

Siento que la sangre se me vuelve espuma debajo de la piel, las tripas se me contraen, algo se mueve adentro de mí, entre los pulmones y el estómago: los estertores de una víbora interior y una erupción de bilis.

—¿Saben a quién buscó Ileana, Marcela, hace apenas un mes?— les pregunto —no buscó a Jacinto, a Fernando, me buscó a mí.

Con eso consigo cerrarles la boca un rato. ¿Cuándo?, ¿cómo?, preguntan al fin y al unísono. ¿Y no que sabían muchas cosas, pues?, quisiera decirles. ¿No sabían, imbéciles, que la compañera Marcela sí sobrevivió? Pero no lo hago. Me mantengo en silencio. El miedo es la más arraigada de mis costumbres. Aunque por otro lado ¿qué importaría si se los digo? ¿Qué puedo esperar yo de la vida a estas alturas? Primero pensé que mis años en el Frente habían de ser los más memorables de mi vida y lo mismo después, en el exilio, con la cabeza hundida en los textos de Durkheim y de Weber. ¿Qué iba yo a saber que todo aquello no era más que un prólogo?

2. 

El 2 de octubre del año 2000, Ileana Corzo Lemus se apareció en mi casa, en la colonia Centroamérica. Las bocas babean de curiosidad pero yo me abstengo de alimentarlas con detalles. Me limito a revelarles lo esencial. ¿Que si nos abrazamos? Por supuesto que sí. ¿Que si descubrí con desconsuelo que se había marchitado su belleza? No, ésta se encontraba más bien como escondida y por momentos parecía resurgir con todo lo que tuvo de valiente y de rebelde.

«Estuve en todas partes y en ninguna, como si mi conciencia sólo pudiera existir aquí», dijo Ileana o eso quise interpretar yo de lo que me dijo. Después me preguntó por Jacinto.

«Ahora exige que se le llame como fue bautizado cuando nació», respondí.

«Fernando», dijo ella como si evocara y a continuación me preguntó qué hacía, de qué vivía.

«De sus rentas», respondí, «es una de las ventajas de ser converso y no haber nacido proletario».

Por la risa de Ileana no había pasado el tiempo.

«¿Y vos?», me preguntó y dejó caer sus ojos adormilados, sonrientes, no sé si en mi boca.

«Yo doy clases en tres universidades».

Serví el café. Ileana notó que me temblaba la mano. ¿Era posible abrir una última puerta? ¿Lanzarme al fin a sus labios, como deseé tantas veces y, al hacerlo, convencerme a mí mismo de que el tiempo es un engaño, que los diecinueve años de Ileana eran inmutables?

«¿Cómo es que te llamás?»

«Ileana».

«Bueno, Ileana, comenzá leyendo esto y después hablamos».

Ileana pasa los dedos por encima de las tapas de ambos libros. Lee y repite en voz alta los nombres de sus autores: Nicolai Ostrovski, Máximo Gorki. Levanta la vista, me mira como desafiándome.  

«¿Después hablamos? ¿Cuándo?»

«No sé todavía cuándo… ¿qué edad me dijiste que tenías?»

«Diecinueve».

Pero en cambio me pidió que la acompañara a buscar a Fernando. Me lo pidió con una sonrisa compasiva, como si yo fuera un niño o un retrasado mental o ambas cosas.

«Vamos», dije con la resignación de siempre, la misma resignación con la que vi a Fernando, hace casi treinta años, colocar una mano en la cintura de Ileana el día que la conoció.   

3.

Pedí un taxi por teléfono. Durante los veinte minutos que se tardó en llegar, Ileana y yo nos mantuvimos en silencio: yo fingí haber perdido las llaves y ella se dedicó a verme ir y venir de un lado a otro de la casa. Contrario a mi costumbre, no ocupé el asiento del copiloto sino me senté atrás, junto a ella.

«Colonia El Maestro, zona quince», le indiqué al taxista.

Eran las seis de la tarde. Por el tráfico y la distancia, nos iba a tomar unos cuarenta minutos llegar a casa de Fernando. Me acomodé mientras pensaba por dónde continuar la conversación. Pero Ileana habló primero.

«En México y en Costa Rica», dijo.

«¿Qué?»

«Me preguntaste dónde había estado y no te contesté».

«Ah… ¿en México y en Costa Rica?»

«Sí», dijo Ileana y noté que un párpado le temblaba.
No le di importancia: casi todos los excombatientes padecen tics nerviosos (o sufren de terrores nocturnos o se les abren sangrantes úlceras duodenales). Lo que yo en verdad quería era interrogarla. Esa es la verdad, aunque me cueste reconocerlo. Son así de viejas, así de arraigadas mis costumbres, por eso nunca utilizo el mismo trayecto de mi casa al trabajo, por eso hablo con la gente casi en susurros, por eso duermo con una pistola bajo la almohada. Pero en el acto, varias veces, incluso mientras tomábamos café en mi casa, me avergonzaba de estar queriendo interrogar a Ileana y volvía a verla con diecinueve años: el cabello liso hasta la cintura, los ojos que me hacían bajar la mirada, el entusiasmo en su pecho. Fernando, en cambio, jamás se avergonzaría: él se iba a encargar de exprimirla una vez repuesto de la sorpresa de volver a verla.

—¿Se sorprenden?— les pregunto —¿Qué esperaban? La revolución no es como la Perspectiva Nevski. No es una avenida recta, perfectamente pavimentada, sino un camino torcido, oscuro y pantanoso. La guerra no se acaba, permanece. Eso que los incautos llaman paz no es más que una guerra latente, una bestia recelosa que se lame las heridas en la penumbra, esperando pacientemente a que cicatricen para volver a sembrar de cadáveres las orillas de los caminos y los cauces de los ríos. ¿Y nosotros, quiénes somos? Eso no tiene ninguna importancia: las historias individuales cuentan solo como engranajes de un motor que es la Historia. ¿Trágicos, heroicos engranajes? Sí, pero engranajes que por sí solos son completamente inútiles y, finalmente, aunque ustedes digan lo contrario, no se puede servir a dos amos.

¿Cómo hiciste para sobrevivir? ¿Te torturaron? ¿Hablaste? ¿Por qué no contactaste al Frente? Preguntas cuya respuesta yo también querría saber. O quizá solo yo querría saber. Porque yo me fui después de la caída de la casa y quizá las respuestas de esas y otras preguntas no era solo Ileana quien las conocía, sino también Jacinto, Fernando, que se había quedado.

«Dos pasaportes, un boleto y ciento cincuenta dólares», dice Jacinto y me extiende un sobre cubierto, a su vez, por una bolsa plástica de supermercado.

«¿Y vos?»

«Yo me quedo».

«Entonces yo me quedo también, que use otro esta salida».

«El que se va sos vos, ya lo decidió la dirigencia».

«La dirigencia no decidió ni mierda, y vos lo sabés».

«Es una orden».

«¿Me estás salvando la vida?»

A veces, Jacinto es capaz de sonreír:

«Vos y tu cursilería burguesa…»

Me da la espalda y el sudor de mis manos comienza a empapar el plástico del paquete.

El resto del viaje en el taxi transcurrió en silencio. Ileana se abrazó a su cartera como si la protegiera.

4.

Fue Ileana la que pareció más sorprendida. La vi detenerse unos segundos, como si el miedo la obligara a calcular con cautela sus movimientos. Pero qué clase de miedo podía inspirar un hombre viejo y cansado, cuyos ojos, en la oscuridad y protegidos por gruesos lentes, apenas podían distinguir una silueta de otra. Un hombre encorvado y también temeroso, que sostenía con una mano la puerta enrejada de su casa mientras preguntaba quiénes éramos con una vocecita insegura y sibilante. Un hombre que, quizá, antes de escuchar el timbre estaba terminando de prepararse una cena ligera que tomaría con una novela gorda entre los dedos o frente a la televisión.

Por fin consiguió Ileana vencer la inmovilidad y se acercó a él.

«Fernando», dijo y me dio la impresión de que fue su voz y no su cara lo que Fernando reconoció primero.

«Hola, Ileana», dijo solamente y a mí me hizo un gesto ambiguo con la cabeza. No pareció sorprenderse por tenerla delante, como si la estuviera esperando. Se hizo a un lado y nos invitó a pasar. Ileana entró primero y yo detrás. A mis espaldas, Fernando colocó entre las rejas de la puerta una cadena y un candado. Volteé cuando escuché que el candado se cerraba y me encontré con los ojos grises de Fernando. Quizá me interrogaban. Le di la espalda y entré. Ileana y yo lo esperamos de pie en medio de la salita modesta, rodeados por muebles llenos de libros y, sobre los muebles, fotos enmarcadas: de Budapest, de Moscú, de Santiago de Chile, de La Habana. Fotos muy parecidas a las mías y quizá también a las de Ileana, si es que Ileana guardaba alguna.

«Resucitaste», le dijo Fernando a Ileana mirándola de lleno.

Como dije, a veces Fernando era capaz de sonreír. Ileana asintió y sonrió también. Fernando destapó una botella de vino y dos latas de anchoas que comimos con trozos de pan. Se sentó en un sillón frente a Ileana. Ella eligió una silla, para mantener la espalda recta, explicó. Yo me acomodé en el sofá pero nadie estaba prestándome a mí ninguna atención. Ileana habló de México, del Distrito Federal y de Orizaba, Veracruz; habló de San José de Costa Rica, de una iglesia en Cartago y de una cabaña en Puerto Limón. Fernando, en contra de todas mis suposiciones, no parecía ansioso por interrogarla. No le hizo siquiera la pregunta obvia: ¿por qué no había entrado en contacto con los grupos de exiliados en México y en Costa Rica? Yo habría hecho la pregunta, pero yo era uno más entre los muebles de Fernando y mi voz no se habría escuchado. Él habló entonces de la paz, dijo que una cosa era avanzar en la agenda revolucionaria por la vía democrática y otra, muy distinta, estrecharle la mano al enemigo y peor aún abrazarlo. Pero yo dejé de escuchar lo que Fernando decía, lo que replicaba Ileana como si no hubiese dos décadas de silencio y un montón de muertos entre ellos.

Yo más bien los sigo a una distancia cautelosa. Yo sé cómo seguir personas. Y porque los sigo los veo besarse y veo las manos de Jacinto en la cintura de Marcela y continúo siguiéndolos mientras ellos avanzan por los callejones oscuros que rodean al Mercado Colón. Se detienen frente a la puerta de una miserable pensión y yo me detengo también, a una cuadra de distancia. Antes de entrar, veo que vuelven a besarse. Es ahora la boca de Marcela la que toma la iniciativa. Y cuando desaparecen en el interior de la pensión, yo vuelvo a las sombras y me refugio en una cantina cercana que se llama El Gólgota.

Y que ya no existe.

Como nosotros, que tampoco existimos.

5.

—Déjenme terminar y después hacen todas las preguntas que quieran.

Cuando Fernando por fin cerró la boca, esto fue lo que dijo Ileana:

«Supongo que quieren saber lo que me pasó, cómo es que estoy viva, aquí, con ustedes».

Asentimos, aunque Fernando con menos convicción que yo.

«También sobrevivió Miriam», dijo Ileana y volteó a ver a Fernando, «y muchos otros que ustedes creen que están muertos».

La voz de Ileana era la voz de una madre.

«Me capturaron ustedes ya saben cuándo», siguió, «una panel blanca sin ventanas nos cerró el paso en el periférico. Se bajaron tres tipos. No llevaban las caras tapadas, pero estaba oscuro y no podíamos distinguirles las facciones. Serían las diez de la noche. Nos apuntaron, cada uno, con unos revólveres enormes de cañón largo. Se veían ridículos. Parecía que no eran capaces de sostenerlos con sus bracitos raquíticos. Pero claro que eran capaces, eran fuertes y sabían perfectamente lo que estaban haciendo. Miriam y yo íbamos armadas, quiero decir que llevábamos armas ocultas debajo de los asientos del Datsun, pero no dio tiempo. ¿Te acordás del Datsun, Fernando? ¿Qué habrá sido del Datsun? Nos bajaron arrastradas. Uno de los tipos abrió las puertas traseras de la panel mientras otro nos empujó adentro, hundiéndonos el cañón del revólver en las costillas. El tercero se sentó al volante y no lo vimos más. Nos esposaron, nos vendaron los ojos y no ofrecimos resistencia. El interior de la panel olía a pollo frito. Miriam comenzó a llorar justo cuando sentimos que la panel avanzaba. Un instante después sentí un trapo húmedo que me tapaba la boca y la nariz. Todo fue tan rápido: el silencio, el sueño, la negrura.

»Cuando volví a abrir los ojos estaba tirada sobre un piso de cemento crudo. Las paredes estaban cubiertas por azulejos blancos. Apenas había luz y no sé por dónde entraba. Tampoco sabía cuánto tiempo había pasado desde que nos bajaron del Datsun y nos subieron a la panel. Me tuve que tocar para asegurarme de que estuviera vestida. Me desabroché el pantalón y metí la mano: tenía puesto el calzón. Metí la mano una segunda vez, para constatar si me dolía o si sangraba. Pero no. Estaba intacta y fue el silencio en el interior de ese cuarto (un cuarto con una puerta de hierro y no una celda con barrotes), lo que me heló la sangre. Un silencio como no he escuchado nunca: hermético, no sé si decir submarino o subterráneo. O espacial. Cósmico. Como hice un verdadero esfuerzo por contar los minutos, puedo asegurar que estuve allí cerca de una hora desde el momento en que abrí los ojos.

»Al mismo tiempo chirriaron los goznes de la puerta de hierro y un tubo de luz blanca se encendió sobre mi cabeza. Delante de mí había un hombre sin camisa pero con pantalones de vestir y mocasines de charol negros. Sus pezones también eran negros. Y grandes. Recuerdo sus pezones porque me asustó el tamaño. Parecían tatuajes o agujeros. Llevaba la cabeza al rape y no estaba armado. Como me habían quitado las esposas, pensé por un segundo en pelear, pero la idea era ridícula. El hombre se me acercó y me levantó del brazo, sin esfuerzo, no le interesaba agredirme. Me esposó, me sujetó de la nuca y me sacó del cuarto. Cerré los ojos. Los abrí. Volví a cerrarlos. Los abrí otra vez. Me ardían. También me ardía la garganta. Caminábamos por un pasillo idéntico al interior del cuarto de dónde habíamos salido: piso de cemento crudo, azulejos blancos en las paredes, tubos de luz blanca sobre nosotros. De repente, caminando en sentido contrario al nuestro, nos cruzamos con un viejo, calvo y de corta estatura. No quiero decir que fuera un doctor porque yo qué sé, pero llevaba una bata blanca, guantes de látex y un estetoscopio le colgaba del cuello. Nos dijo buenas noches con una sonrisa y siguió de largo. Recordé entonces a mi pediatra, ese hombre bueno que me regalaba paletas, y quise gritar, suplicarle a gritos a ese presunto doctor que se había cruzado en nuestro camino que me ayudara, decirle que no sabía a dónde me llevaban ni porqué me encontraba allí pero que era inocente. Me reí en silencio de mí misma cuando volteé: el viejito había desaparecido en la oscuridad, al final del pasillo.

»Poco después, nos detuvimos delante de unas gradas. Calculo que subimos unos cuatro pisos. Entre dientes, dije que tenía sed pero el hombre, que seguía sujetándome de la nuca con los dedos, no se dio por enterado. Por fin encontramos una puerta de hierro que se abrió y el hombre me empujó adentro. Uno dice ‘adentro’ y no sabe lo que está diciendo, no lo sabía yo entonces y apenas ahora comienzo a comprender el significado de esa palabra. Adentro era como un gimnasio. No sé calcular su tamaño. El cemento pulido del piso estaba pintado de verde oscuro. El techo era de láminas y vigas de acero de las cuales colgaban unos pocos tubos de luz blanca que solo conseguían iluminar el centro del salón. En un extremo alcancé a distinguir una canasta de basquetbol. Pensé en el salón municipal de un pueblo o en el gimnasio de un colegio. Pero continuaba teniendo la sensación de que nos encontrábamos en un nivel subterráneo: algo en el aire escaso o en el hecho de que no había ventanas visibles ni otra puerta que aquella por la cual entramos. En todo caso, lo importante es lo que había debajo de la luz blanca y que fui descubriendo conforme avanzaba. Primero vi un escritorio y después distinguí la silueta de un hombre sentado detrás del escritorio. Escribía a máquina y los golpes a las teclas retumbaban en todo el salón. Junto a él había otro, de pie y sin camisa, como el que me sujetaba de la nuca, pero a diferencia suya este se encontraba en calzoncillos y miraba con interés algo en lo alto que lo obligaba a mantener el cuello torcido y la cabeza inclinada. Avancé un poco más. Lo que el hombre miraba era un altísimo trapecio formado con tubos, barras y varillas de acero. Como un andamio, hagan de cuenta. Del tubo transversal, sostenido por cadenas, colgaba de los brazos el cuerpo desnudo de Miriam. Si no hubiera movido los ojos, si no la hubiera escuchado gemir y toser, hubiera jurado que estaba muerta. Su cara era un pedazo de carne inerte. El hombre en pantaloneta alcanzó una silla. Me sentaron y me amarraron. El de la máquina de escribir dejó de golpear las teclas y me volteó a ver. No puedo calificar su expresión. Me vio como si yo no estuviera ahí, como si fuera transparente y él me atravesara con los ojos. Luego sacó la hoja del carrete, la dobló en dos, se levantó y se la entregó al hombre que me había estado conduciendo. Por último, cargó con las dos manos la máquina de escribir y se fue. Todavía puedo, si cierro los ojos y me esfuerzo, escuchar sus pasos alejándose. De entre la oscuridad, aparecieron de tal modo otros dos hombres que a mí todo aquello comenzó a parecerme una puesta en escena. Uno era idéntico al de los calzoncillos. El otro, en cambio, era viejo, flaco, pálido y estaba vestido a la manera de los empleados públicos: traje café, camisa blanca, corbata de nudo grueso, mocasines negros. Fumaba un cigarro tras otro y cada vez que se quitaba el cigarro de la boca tosía y escupía en el suelo algo que yo no alcanzaba a ver pero que me sonaba a cosa espesa y enferma. Él fue quién activo no sé qué mecanismo en uno de los soportes del trapecio que liberaron las cadenas que sostenían a Miriam y Miriam cayó al suelo con las rodillas y después con la cara».

6.

Ileana encendió un cigarro y tomó del pico de la botella un largo trago de vino. Luego nos sonrió y le preguntó a Fernando por el baño. Desapareció un par de minutos, tiempo durante el cual Fernando y yo apenas quisimos disipar la niebla fría que nos envolvía. Es verdad que Fernando trató de decir algo.

«Mirá», me dijo. «Todo esto…»

«¿Todo esto qué?», dije yo, pero entonces escuchamos a Ileana jalar la cadena, escuchamos el agua corriendo y después el golpe al interruptor y la puerta que se abría. Lo escuchamos todo con la atención que se le presta a los pasos de un intruso. Ileana no levantó la vista cuando pasó entre nosotros. Se sentó en la misma silla y continuó con el relato.

«Estuvimos tres días en ese salón, o tal vez más, no sé. ¿Quieren saber lo que nos hicieron?»

—¿O prefieren imaginárselo?— les pregunto —¿Quieren, hijos de puta? Se mueren por saber ¿verdad? Supongo que en todo este tiempo han escuchado miles de historias como esta. Han leído testimonios. ¿Y qué sienten? Sean sinceros. ¿Se les pone dura? ¿Babean? ¿Se les acelera el pulso?

Pero ellos no me responden, tan solo me miran con los mismos ojos aguados con que las vacas miran al matarife.

Sobre la mesa, los restos de anchoas flotaban en un charco de aceite y nadie volvió a llenar las copas vacías. Quise decir algo: pero si nosotros no existimos, ¿por qué esta nausea? Pero no me atreví. Fernando fue el que abrió la boca.

«¿Y hablaste? ¿Miriam habló?»

«No hablamos porque no nos preguntaron nada», respondió Ileana y continuó con su relato:

«Abrí los ojos y ya no estaba en el gimnasio sino amarrada a una cama de hospital, en un cuarto idéntico al primero. Tenía una aguja ensartada en el brazo y conectada a una botella llena de un líquido cristalino. Me volví a quedar dormida. Todo este tiempo he tratado de recordar lo que soñé pero solo consigo ver una ceiba, inmensa y frondosa, como las de Amatitlán. Me despertó la voz amable, casi cariñosa, de un hombre mayor. Mi papá me despertaba temprano los sábados en la mañana y me decía al oído, como si fuera su cómplice: “¿querés ir a comprar pastelitos a la Alemana?” Creí que era mi papá. Creí que íbamos a ir a comprar pastelitos a la Alemana para desayunar con café. Quien me estaba despertando era el doctor que yo había visto quién sabe cuántos días antes en el pasillo. Me preguntó cómo me sentía y colocó su mano fría en mi frente. No le respondí. Me preguntó entonces si podía tragar y yo, otra vez, mantuve la boca cerrada. Me ofreció dos gordas pastillas rojas y me dijo que me iban a ayudar a sentirme mejor. Le respondí al fin que me sentía bien y fue horrible porque no reconocí mi propia voz. Traté de incorporarme, de moverme un poco y pero el dolor no me lo permitió. Me levanté un poco el camisón de hospital con que me habían vestido. Necesitaba verme: el abdomen era una sola mancha negra y me habían puesto gasa cubierta con esparadrapo en los pezones. Le pedí al doctor que me diera las pastillas. Me las tragué con prisa y me volví a dormir. No sé cuánto tiempo pasó. No sabía si era de día o de noche.

»Me despertó el hambre y me puse a gritar. Al fin entraron dos señoras como las que se quedan en la Iglesia cuando termina la misa para saludar al cura, con sus suéteres raídos y sus faldas floreadas. Tal vez eran las madres de los torturadores. Mientras una me daba de comer en la boca un caldo de pollo con tortillas, la otra me preguntó si quería rezar el rosario. Sé que estuve dos días más allí porque las señoras llegaron otras cinco veces, vestidas siempre de la misma forma y muy serias, como enfermeras viejas y preocupadas. A veces eran huevos y pan en lugar de caldo y tortillas, a veces el caldo no era de pollo sino de res. Al doctor fue a la siguiente persona que vi y a la última antes del siguiente cambio. Habían puesto una mesa junto a mi cama. El doctor preparaba una inyección sobre esa mesa. Le pregunté dónde estaba. El doctor sonrió y sin que yo me diera cuenta me clavó la aguja en el brazo.

»Me despertaron los rayos del sol. Vi una ventana abierta y el cielo azul detrás de una malla de cedazo. Las paredes de la habitación eran verde menta. El techo era de lámina. Junto al mío, había un catre desocupado. Estaba vestida con un camisón blanco, sin ropa interior y calzada con sandalias. Me vi: ya no tenía cubiertos los pezones, tampoco tenía pezones sino cicatrices. La mancha sobre el abdomen había desaparecido. La puerta de madera del cuarto estaba entreabierta. Pasaron algunos minutos antes de que decidiera levantarme. Cuando al fin lo hice comencé a llorar. Pero no lloraba exactamente. Me chorreaban lágrimas de los ojos pero como un mero mecanismo fisiológico. El cuerpo no me dolía tanto como para inmovilizarme. En la mesa que separaba los dos catres había un pichel con agua y un vaso. No me serví el agua en el vaso sino me empiné el pichel y bebí sin respirar hasta vaciarlo. Después alcancé la puerta y la abrí. Delante de mí había un jardín de hortensias y agapantos y, más allá, un campo abierto de suelo ondulado, irregular y verde rodeado por cientos de cipreses y pinabetes, pero también por unos árboles cuyo nombre desconozco y que dan una flor amarilla muy olorosa. Era mediodía y a pesar de intensidad del sol hacía algo de frío. El viento era ligero y fresco. ¿Me encontraba entre montañas? Pensé que aquello podía ser Tecpán o Tactic. Había mesitas redondas de día de campo frente al edificio de dónde yo estaba saliendo y que no era más que una galera larga de ladrillos crudos cubierta por un techo de láminas pintadas de rojo. Sentadas a las mesitas había personas solas o acompañadas. Hablaban o fumaban o jugaban cartas o damas. Más allá había otras que paseaban despreocupadas entre los árboles o acostadas sobre la grama. Los hombres vestían pijamas celestes y las mujeres camisones blancos. Miriam era una de ellas.

»Estaba sentada en el suelo con la espalda recostada contra el tronco de un árbol y tenía la mirada perdida. No sé por qué fue lo último que noté y no lo primero: paseándose entre las flores había también policías, o lo que yo creí eran policías porque lucían el disfraz completo: además del pelo aceitoso y los bigotes ralos, vestían chumpas negras de cuerina, gafas rayban y una pistola al cinto. Su indiferencia me heló la sangre y necias olas de escalofríos me recorrieron la espalda.

»Comencé a acercarme a Miriam y, con cada paso, la certeza de que se había vuelto loca se hacía más definitiva. Algo en sus ojos, en la manera como arañaba la tierra o arrancaba manojos de grama me convencieron de que, en algún momento durante las torturas, Miriam había perdido sus facultades mentales. Cuando estuve a unos tres metros de ella, levantó la vista. Me reconoció. Me sonrió. Qué linda era Miriam. Creo que nunca le supe su nombre verdadero. ¿Ustedes se lo supieron? Sobre su regazo había una cajetilla de Viceroy y un encendedor.

“¿Miriam?”, le dije y avancé unos cuantos pasos.

Ella me lanzó la cajetilla pero yo no pude cacharla en el aire y cayó al suelo. La levanté mientras sentía la mirada de Miriam sobre mí. Saqué un cigarro y me lo colgué de los labios. Antes de que Miriam me lo lanzara como me había lanzado el paquete, me incliné sobre ella para tomar el encendedor. Me mareé cuando inhalé el humo.

“Llevás una semana durmiendo”, me dijo, “¿no tenés hambre?”

Me di cuenta entonces de que no estaba loca. Así de repente se desvaneció lo que hacía unos segundos era una certeza. Me senté junto a ella sobre el pasto y recosté la espalda contra el mismo árbol.

“¿Una semana?, ¿y por qué no me despertaste?”

“Saber qué tenías, solo te medio levantabas para tomar agua. El resto del tiempo, nada, te di de comer y hasta me puse a coger en el catre a la par tuya y vos ni en cuenta”.

“¿A coger? ¿Cómo así a coger? ¿Con quién?”

“Con el cuque ese que está acostado allá, mirá”.

Me señaló un árbol y vi un soldado durmiendo bajo su sombra con la gorra sobre los ojos y las manos detrás de la cabeza.

“¿También hay soldados?”

“Algunos, no muchos”.

“¿Te violó?”

“No”, dijo Miriam con la mirada perdida, “aquí no te violan ni te hacen nada”.

Volteé a mí alrededor: cuerpos en camisón y pijama deambulando, mostrando sonrisas idiotas y, en contraste, policías y soldados aburridos, dormitando o mirándose las uñas. Después Miriam señaló a un hombre gordo y altísimo, de cachetes rosados y vestido con una guayabera roja y unos pantalones blancos, que se acercaba a nosotras. Iba armado con una .45 apenas oculta bajo los faldones la guayabera y yo comencé a temblar. Se acuclilló delante de nosotras.

“¿Qué pasó, gordo?”, le dijo Miriam.

Volteé a verla y por un segundo pensé que quizá la que se había vuelto loca era yo.

“¿Ya se despertó su amiga?”, dijo el hombre.

“Ya, mirá”, dijo Miriam y después dijo, dirigiéndose a mí, “Marcela, te presento a Gordolfo Gelatino”.

El hombre me extendió la mano pero yo mantuve las mías quietas y tensas sobre el regazo.

“Está toda confundida, no le hagás caso”, dijo Miriam.

“Lo que yo quería”, dijo el hombre ahora viéndome a mí pero dirigiéndose a Miriam, “era decirle a tu amiga que sepa que aquí no le va a pasar nada. Si nosotros también queremos componer el país, acabar con las injusticias”.

Al decir eso me acarició la cara. Las manos le sudaban:

“¿Para qué nos vamos a estar peleando si todos queremos lo mismo?”.

A continuación se incorporó y nos dio la espalda. Lo vimos alejarse. Caminaba como si en cualquier momento se fuera a derrumbar, como un elefante en la cuerda floja.

“¿De qué putas me estás hablando?”, le dije a Miriam viéndola a los ojos, “¿cómo chingados podés coger después de lo que nos hicieron?”

Miriam parpadeó, como si de repente yo estuviera hablándole en otro idioma.

“¿Cómo puedo moralmente?”, dijo.

“También, pero no me refiero a eso, ¿cómo podés?”, hice una seña que ilustraba el sentido de mi pregunta. 

“Eso fue hace dos meses, Marcela, y aquí nos han ido curando”. 

“¿Qué? ¿Dos meses?”

“Pasamos un mes encerradas después de lo del gimnasio, ¿era un gimnasio o no? Y otro mes aquí”

“No, no”, interrumpí desesperada y a punto de soltarme a llorar, “si las señoras que me daban de comer solo llegaron cinco o seis veces, yo las conté”.

“¿Qué señoras?”, dijo Miriam y colocó su mano sobre la mía, “No pensés en eso, no hagás cáculos con el tiempo porque te podés volver loca”. 

“¿Y aquí qué? ¿Nos drogan?”

Miriam negó con la cabeza y señaló una de las mesas frente a la galera.

“¿Ya viste quién es ese?”, dijo.

“¿Quién?”

“Ese que está jugando póquer con los chontes. ¿Ya viste quién es?”

“No”.

“Es el Negro Salguero”.

“¿El comandante Abel?”

“Si”.

“¿Cómo vas a creer? Estás loca. A ese lo mataron cuando yo ni siquiera había salido del colegio”.

“¿Alguien vio cuando lo mataron?”

“Y yo qué sé”.

“Nadie vio cuando lo mataron. Solo supusieron que lo habían matado”.

“No puede ser”.

“Acercate si no me creés”.

“De nada me sirve, yo nunca lo conocí”.

“Pues yo sí, yo entré a la organización dos meses antes de que lo desaparecieran… y esos dos de allá, ¿los ves?, esos son del Frente Renato Prado. Y aquella chaparrita es la Marina, una leyenda, esa botó torres eléctricas, se quebró policías, dicen que una vez voló a puro granadazo un pick up que la venía persiguiendo”.

Miriam encendió un cigarro y se quedó callada, viendo a la Marina, que correteaba frente a nosotras, jugando con otros dos policías».

«¿Y el Che no estaba de casualidad allí también? ¿Y Sandino y Farabundo Martí?», bromeó Fernando y comenzó a reírse.

Ileana lo miraba con odio, un odio vivo que era un aguijón o un colmillo goteando espesas babas, mientras Fernando seguía riéndose descaradamente. Para ignorarlo, Ileana comenzó a dirigirse a mí y dijo que también se encontraban allí, vivos, sonriendo como idiotas pero vivos, Gregorio Fonseca y Abelardo Barrios, que eran intelectuales marxistas leninistas; Raúl Méndez Luján, que era poeta revolucionario; Felipe Morales, Rubén Osoy y Carlos Agustín Barrientos, que eran líderes, respectivamente, de los sindicatos de Industrias La Palmera, de Industrias Villasol y de Embotelladora Oriental; Adelaida Cruz, Faustino Salvador y Amílcar Barrios, que eran periodistas; Lautaro Castejón, que era médico; Julio y Pablo Mérida, que eran líderes estudiantiles de las facultades de Derecho y de Economía, respectivamente; Mirtala Icó, Pedro Maaz y Paulino Caal, que eran líderes campesinos; Lorenzo Rustrián, que era alcalde… y dijo que todos habían sido torturados y llevados después allí, a esa granja, en dónde habían conseguido neutralizarlos, idiotizarlos, volverlos maripositas de jardín, maripositas fumigadas.

«¿A cambio de qué?», preguntó Fernando, la risa se le había borrado de pronto de la cara y fue suplantada por una mirada endurecida, cortante, con la que parecía querer despellejar a Ileana.

«No sé», respondió Ileana y alcanzó su cartera colgada en el espaldar de la silla y se la colocó sobre las piernas.

A cambio de la noche, me respondí yo en silencio, a cambio de las tinieblas al fondo de un barranco en donde se desnucan los padres de familia y sus hijos y sus perros; a cambio de una fila interminable de incendios; a cambio de un pozo lleno de muertos y de un río de agua lodosa que va al mar y lleva muertos.

«Mejor vamos a tranquilizarnos», dije, pero nadie me escuchó.

— ¿Ustedes me escuchan? Qué me van a escuchar, imbéciles, ustedes solo escuchan a sus intestinos llenos de gas. ¿Que qué más dijo Ileana?

Pidió que la dejáramos terminar, dijo que, si no le creíamos lo que hasta ahora nos había contado, mucho menos íbamos a creerle lo que nos iba a contar después.

— ¿Y qué nos contó después?

Que las noches eran una fiesta, que los policías y los soldados y los prisioneros hacían fogatas y bailaban. Bebían alcohol y después lo vomitaban. Que había tanto vómito como había alcohol. Contaban chistes. Alguien cogía una guitarra y cantaba boleros. Fornicaban. No todos pero sí algunos. Fornicaban en los cuartos o detrás de un árbol y si ya el alcohol había fluido bastante fornicaban ahí mismo, delante de todos. ¿Cuántas veces vio Ileana soldados y policías fornicando entre ellos? No muchas, pero sí algunas. También vio al gordo que le había acariciado la cara ponerse una peluca rubia y saltar sobre las llamas, como un neurasténico elefante de circo. También sacrificaban gallinas y sacrificaban chompipes y se bebían la sangre caliente recién salida de los pescuezos abiertos de los animales y después los desplumaban y los asaban y se los comían, sin dejar de bailar, arrebatándose las pechugas y las patas, como perros en el basurero de un mercado, y si uno era tímido le dejaban solo las tripas o de plano no le dejaban nada. Y mientras todo esto ocurría, alguien, una silueta que se confundía entre las risas y el fuego, entre los genitales colgantes y los pescuezos abiertos, alguien que no participaba propiamente de la fiesta, sacaba fotos compulsivamente, con varias cámaras que colgaban de su cuello: fotos de los cuerpos enlazados y alcoholizados, fotos de abrazos y de bocas abiertas.

— ¿Que qué más dijo la compañera Marcela?

Que no había jefes. Que aquello era una gozosa pesadilla en donde uno podía correr desnudo o prodigar mordidas o ponerse a recitar poemas de León Felipe sin que a los policías les entraran ganas de torturar. Y que las noches eran largas y los cuerpos iban cayendo uno a uno sobre la grama, rendidos, atormentados por sueños en donde no eran cuerpos sino barquitos de papel navegando los charcos que formó el invierno en los baches de una calle pobremente asfaltada, una calle abandonada y en ruinas que lo hacía a uno preguntarse: y si por aquí ya no transita nadie, ni siquiera huérfanos, ¿quién colocó los barquitos en los charcos?

Fernando se levantó de golpe, se acercó a Ileana y le dio un puñetazo en la cara.

«Ya callate, estúpida», le dijo. «Maldita», le dijo también y quizá le iba a decir más pero entonces Ileana sacó de su cartera un revolver .38 de cañón corto y le apuntó a los genitales.

«Sentate que voy a terminar», le ordenó.

Fernando obedeció como un perro amaestrado.                  

«No me pregunten cómo volvieron imbéciles a los prisioneros ni cómo nosotras conseguimos mantenernos cuerdas. No nos drogaban. Tal vez era cosa de tiempo y la diferencia entre ellos y nosotras es que nosotras acabábamos de llegar. Tampoco sé para qué nos querían. Una noche vi que Miriam se besaba con un policía, un hombrecito pequeño y flaco. Sin dejar de besarlo, Miriam le abrió la bragueta y metió la mano. Otro policía se acercó, se colocó detrás de Miriam y comenzó a frotarse contra sus nalgas. Miriam los tomó a ambos de las manos y los condujo hacia el bosque. Los vi desaparecer entre los árboles. Había visto a Miriam hacer eso varias veces, pero yo nunca me había atrevido a penetrar el bosque. Pensaba que allí sí habría soldados de verdad dispuestos a disparar. Quizá lo mismo pensaban los demás y por eso nadie se apartaba demasiado de los alrededores de la casa, como le llamábamos a la galera dónde dormíamos. Me comencé a preocupar porque Miriam no volvía. Los demás, alrededor del fuego, cantaban rancheras a gritos. Me acerqué al fuego y canté con ellos. El Negro Salguero me abrazó de lado y me besó la sien. Se respiraba tranquilidad aunque los gritos eran ensordecedores. A los pocos minutos Miriam, sola, se acercó a la fogata. Su mirada no era la de alguien que quiere sumarse al círculo y cantar rancheras. Me sujetó con fuerza del codo. El Negro Salguero volteó a vernos un segundo y devolvió la vista al fuego. Miriam me separó de su abrazo y me dijo al oído que la acompañara. Volví a sentir el miedo. El pulso me retumbaba en las sienes y en el cuello. Comenzamos a caminar hacia el bosque.

“Calmate”, me dijo Miriam.

“Nos van a matar”, le repetí varias veces conforme penetrábamos la masa de árboles.

“Nadie nos va a matar”.

Volteé, Miriam tenía razón: allí seguían todos, cantando y riéndose. Nadie nos iba a matar. Caminamos entre los árboles, sobre piedras, ramas y hojas secas. Cada vez escuchábamos menos los cantos, las risas, los gritos. En su lugar, el sonido de la corriente de un arroyo nos llegaba nítido a los oídos. Descendíamos. La pendiente era cada vez más pronunciada y la oscuridad apenas nos dejaba ver nuestros pies. Tenía que sujetarme de los árboles para no caerme. Miriam, en cambio, parecía conocer el camino de memoria y avanzaba casi corriendo hasta que se detuvo de pronto. Me tomó varios segundos distinguir que lo que había a los pies de Miriam eran dos cuerpos. La cabeza de uno estaba aplastada debajo de una piedra y, a su lado, yacía el otro bocabajo.

“¿Vos hiciste eso?”, pregunté.

Miriam dijo que sí.

“¿Son los policías con los que te fuiste hace un rato?”

Miriam volvió a decir que sí.

“¿Cómo lo hiciste?”

Miriam no me respondió. Se acuclilló y procedió a quitarles pistolas, billeteras, navajas y linternas. Me entregó la mitad del botín y ella se quedó con la restante. Me dijo que esos hijos de puta sabían perfectamente que era casi imposible huir con estos camisones, sin ropa interior y en sandalias, y que por eso había necesitado matar a dos. Me dijo que nunca pensó en huir sin mí.

»Los desnudamos. Como pudimos, ajustamos a toda prisa sus ropas a nuestros cuerpos. Nos pusimos sus zapatos y comenzamos a correr. Tropezamos varias veces. Cuando alcanzamos el río comprendimos que teníamos dos opciones: cruzarlo y subir el extremo opuesto del barranco o caminar por el cauce. Elegimos la segunda opción porque era la más fácil. Creo que, en determinado momento, al cabo de no sé cuánto tiempo y cuántos pasos, nos quedamos dormidas. Es decir, continuábamos caminando, nuestras piernas se movían pero los ojos se nos habían cerrado. Y si eso es cierto, si es cierto que nos quedamos dormidas mientras caminábamos, también lo es que nos despertaron los ladridos de un perro. Miriam lo espantó blandiendo en el aire un palo y el perro huyó hacia una fila de covachas construidas a orillas del río. Estaba amaneciendo. De las covachas salía humo blanco. Vimos hombres bañándose a guacalazos en el río o afilando sus machetes o vistiéndose. Vimos mujeres lavando ropa. A lo lejos, se escuchaba el palmoteo de manos echando tortillas. Muy pronto, nos vimos rodeadas de niños curiosos y sonrientes. No nos hicieron preguntas. Las mujeres nos dieron de comer tortillas y frijoles y nos invitaron a bañarnos en el río. Algunos hombres se quedaron a ver nuestros cuerpos desnudos y dañados. Las mujeres nos ayudaron a secarnos y nos vistieron con prendas viejas, por fin de mujer. Lo único que conservamos de los policías fueron los zapatos. Los hombres nos recomendaron irnos con ellos. Nos dijeron que trabajaban cerca pero que podían mostrarnos el camino a la carretera, donde cada media hora pasaba una camioneta que bajaba a la capital».

Ileana se quedó callada, sin apartar el cañón del revólver que ahora apuntaba a la cabeza de Fernando. Calculando cuán fácil iba a ser para mí escapar de aquella situación ridícula, vi el reloj y dije que me tenía que ir, que tenía clase mañana a las siete. Fernando e Ileana voltearon a verme, otra vez, como si yo fuera un idiota.

«No he terminado», dijo Ileana y yo me senté.

Ella tenía el poder y no el poder del arma, porque el poder del arma es efímero, sino el poder de los ríos que atraviesan montañas y llevan muertos al mar. Dijo Ileana que tomaron un bus y que durante todo el trayecto y también después, cuando se bajaron en la terminal para tomar otro bus que las llevara al centro, la gente no apartó la vista de ellas. En las calles del centro tampoco. Personas que nada sabían del horror o que aparentaban no saber nada del horror, torcían sus cabezas para verlas alejarse. La única que no pareció sorprendida por el aspecto de su nieta y de la amiga de su nieta, fue la abuela de Miriam, que les abrió la puerta de su casita oscura de tres patios en El Sauce, las hizo pasar adelante y les sirvió un desayuno consistente en huevos, frijoles, pan francés y café con champurradas. Tomaron después la ropa que Miriam guardaba en casa de su abuela precisamente para ser utilizada en situaciones semejantes, aunque Miriam jamás hubiese siquiera soñado con una situación semejante, y se encerraron cada una en un baño. Ileana lloró bajo la ducha pero también se rio a carcajadas y así se estuvo, entre riéndose y llorando, cerca de una hora. La siguiente hora la dedicó a verse en el espejo para reconocer su cara y aceptarla como propia.

«Hay que contactar al Frente», dijo Miriam.

«Al Frente no, sólo a Jacinto», dijo Ileana.

«Pero no podemos ir las dos, voy a ir yo».

«Vos ya me salvaste la vida, ahora me toca a mí».

«Mañana vemos», dijo Miriam pero esa misma noche se fue mientras Ileana dormía.

Le dejó dicho a su abuela que su amiga estaba enferma y que se tenía que quedar allí. La abuela estuvo de acuerdo y durante los siguientes días estuvo prodigándole a Ileana toda clase de cuidados. Ileana pensó que Miriam estaría de vuelta en dos días, a lo sumo tres, pero al cabo de una semana Miriam aún no había vuelto. Ileana le pidió entonces a la abuela que le facilitara unas tijeras y un tinte para el pelo. Las tijeras se las dio en el acto pero el tinte tuvo que irlo a comprar. Cuando la abuela volvió, Ileana ya se había cortado el pelo. A la abuela no le gustó cómo le quedaba y se lo hizo saber. Ileana se limitó a recibir el tinte y se encerró de nuevo en el baño. Antes de irse, la abuela le preguntó si ya se sentía bien, si estaba segura de que podía cuidarse sola, que a ella no le molestaba su compañía sino todo lo contrario. Ileana le dio las gracias, la besó y le llenó la cara de saliva y de lágrimas.

«Poco después», dijo Ileana, «me enteré de que habían asesinado a Miriam de un tiro en la nuca».

«¿Cómo?», pregunté, «¿quién te lo dijo?»

Pero Ileana me ignoró como había sido su costumbre esa noche y, en cambio, se dirigió a Fernando.

«¿Y si hubiera sido yo y no Miriam la que fue a buscarte?», dijo.

«Hubiera hecho lo mismo», respondió Fernando.

Ileana se puso de pie y amartilló el revólver. Durante un segundo, me cruzó por la cabeza la posibilidad de lanzarme sobre ella, someterla con fuerza en el piso, golpearla si fuera necesario, arrancarle el arma de las manos y salvarle la vida a Fernando, como él había salvado la mía. Pero también pensé que, a lo mejor, Ileana y yo…

—¿Que Ileana y usted, qué?— me preguntan, pero yo no puedo responder porque las tristezas viejas entumecen la lengua.

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Escritor de ficción y no-ficción. Ha publicado el libro de relatos La Palabra Cementerio (Punto de Lectura, 2013) y las novelas Los Jueces (XI Premio Centroamericano de Novela “Mario Monteforte Toledo” en 2009) y Puente Adentro (III Premio BAM Letras en 2015), traducida al alemán como Die rache der Mercedes Lima (Edition Büchergilde, 2017). En 2013 publicó El círculo rojo (Plaza Pública, 2013), una larga crónica sobre la vida en una de las prisiones más emblemáticas de Guatemala. Sus crónicas, entrevistas y reportajes pueden leerse en los periódicos en línea Plaza Pública, Nómada y Words Without Borders.