La planta carnívora

25 noviembre, 2023

Casi nadie sabe lo que es tener que vivir con una quemadura en la cara. Yo sí. Por eso me marché a la cabaña que mi hermano había construido en medio de la selva amazónica para sumirse en el sopor de la hierba y la alucinación de los hongos sin que nadie lo molestara. La cabaña no era más que unos cuantos troncos de cedro, apilados unos sobre otros, plantados sobre tantas capas vegetales como años tiene el mundo y entechados con tallos de palma amarga y follaje reseco por el sol.

Cada uno tenía sus propias razones para evadirse del mundo y por eso permitíamos que la selva  devorara poco a poco nuestro entable, cada vez más oscuro por el abrazo de los árboles y las enredaderas, cada vez más húmedo por la persistencia de la sombra y de las lluvias tropicales.

Los espejos estaban prohibidos. La quemadura había deformado parte de mi cara y, mi pelo, negro como la tierra fértil, no alcanzaba a ocultarla. No podía mirarme ni por el envés de una cuchara y, tal vez por eso, había empezado a comer con las manos y a dejar de contemplar la superficie del río, en donde solía hallar tanta calma.

La única persona con la que mi hermano tenía contacto era un chamán de mirada indescifrable, conocido por traficar con orquídeas, ranas venenosas y animales tan desconocidos que aún carecían de nombre. Nacido en las profundidades de la selva amazónica, la gente decía que desde niño había aprendido a hacerse invisible entre el verde de la manigua y a pisar el tapete de hojas húmedas y descompuestas a pie limpio, con la misma discreción de las serpientes. Decían también que sus extremidades eran largas y nudosas como las ramas de un árbol primigenio, que se alimentaba de savia y clorofila, que nunca nadie lo había visto sonreír, que se comunicaba a punto de gestos y monosílabos porque en su mente indígena resonaba más el lenguaje de las plantas y animales, del trueno y la tormenta, que el de los seres humanos. Los que lo trataban, lo hacían, por lo general, atraídos por la venta de especímenes raros, algunos aún sin clasificar, y plantas con poderes alucinógenos.

Mi hermano conoció al chamán en una ceremonia de Yagué que casi termina en tragedia. Supe que alucinó tres noches y tres días sudando lo indecible, retorciéndose sobre su propio vómito, como un tigrillo agonizante. Supe que el chamán oficiaba la ceremonia con esa mirada del color de las noches sin luna, con esos ojos que parecían nunca parpadear ni transmitir emoción alguna. Supe que hasta los árboles se rendían ante sus cánticos frenéticos con los que emulaba los sonidos de todos los animales, de toda la selva amazónica. Lo que no supe fue lo que vio mi hermano durante su trance. Nunca quiso contármelo. Lo que haya sido, fue suficiente para dejar sus ojos verdeselva húmedos como el musgo y su boca contraída en un rictus que lo hacía ver como un animal asustado, a punto de emprender la huida para desvanecerse selva adentro.

Tras esa experiencia mi hermano no volvió a ser el mismo: fumaba más hierba, consumía más hongos, trituraba más amapolas. No sé si huía de lo que había visto o si buscaba volver a verlo. No sé si disfrutaba del vértigo de andar al borde del abismo o si quería lanzarse a sus profundidades. Le quedó un tic en el cuello que le hacía mover la cabeza con movimientos lentos y repetitivos como los de las serpientes de la hojarasca. Cada vez hablaba menos, como si temiera que fueran a acabársele las palabras. Adelgazó como un árbol reseco y, cuando me miraba, sus ojos parecían atravesarme como los de un ciego, entonces  yo tenía que sacudirlo de la misma forma como el viento a las ramas para sacarlo de ese letargo en el que parecía haberse quedado a vivir.

Una tarde, cuando se le acabaron las provisiones, mi hermano fue selva adentro a buscar al chamán. Como siempre, llevaba su puñal, el de la cabeza de jaguar grabada en el mango. Nunca se separaba de él, como si fuera parte de su propio cuerpo. Lo mantenía tan afilado que cortaba con solo mirarlo. Al dormir, lo escondía debajo su almohada.

A los tres días regresó con provisiones suficientes para evadirse del mundo por un buen rato. También regresó con una enigmática planta que el chamán, en un principio, no quería venderle, haciendo que la deseara más, con la fuerza que solo se desean aquellas cosas que no pueden poseerse. Tanto insistió mi hermano que el chamán por fin accedió, pero antes le hizo prometer que la alimentaría de manera suficiente cuando empezara la florescencia.

Así fue como la planta carnívora llegó al patio interior de nuestra cabaña. La sembramos con una extraña fascinación al pie de una de las columnas de cedro, en la que ella fue enroscándose con la fuerza de las anacondas. Lo hacía tan rápido que si uno dedicaba unos minutos a observarla, casi podía percibir el movimiento de sus ramas en expansión. Sólo después de abrazar con vehemencia las cuatro columnas y de haberse enroscado en el techo, se dignó a mostrarnos esas flores que más parecían globos suspendidos en el aire.

Verdosas y desinfladas, las flores comenzaron a hincharse y a teñirse del color de la sangre cuando llegaron las lluvias de abril. Al mediodía exhalaban un olor a carne putrefacta para atraer a sus presas. Las primeras en ser seducidas fueron las moscas que deambulaban enloquecidas por el patio, peleándose por asentarse en las flores nauseabundas que, cada tanto, abrían sus ventosas para tragárselas.

Extasiados por el espectáculo, salimos a buscar insectos más grandes como libélulas, cucarrones y cigarras que ella succionaba con tal avidez, que hasta temimos por nuestros dedos. Quisimos ver si la planta podía con escorpiones venenosos y tarántulas, así que nos pasamos todo el día buscándolos debajo de las piedras de los vallados. Ella dio cuenta del banquete sin sentir los efectos letales del veneno, todo lo contrario, sus flores se volvieron más grandes, más fuertes y aumentaron su hediondez a carne podrida para atraer más presas y así poder consumir porciones más abundantes.

Luego descubrí que mi hermano le conseguía animales cada vez más grandes que ella devoraba sin compasión. Primero ratones y pájaros, más tarde gallinas y conejos. Luego tigrillos y gatos fieros que él reducía con su puñal afilado y ella asimilaba en sus entrañas para luego escupir durante la noche los fragmentos de hueso, pelo, dientes y plumas que no lograba digerir.

Nuestro patio se volvió, de repente, un enorme tapete de desechos orgánicos, coronado por esas flores redondas e insaciables que mi hermano se empeñaba en alimentar, no sé si por temor de incumplir la promesa al chamán o por miedo de convivir con esa planta hambrienta al interior de nuestra cabaña.

Todo empeoró. Llegaba el mediodía y, si no era el olor de la putrefacción lo que me despertaba, eran lo quejidos de los animales que mi hermano, bajo el efecto de las drogas, apuñalaba cañada abajo para ofrecérselos a su protegida. Cuando lo enfrenté, me confesó que el chamán le había advertido que podía ser peligroso no alimentar a la planta de manera suficiente. Pero pasaban los días y nada parecía saciar su hambre.

Me envalentoné y traté de convencerlo de que arrancáramos a esa intrusa de nuestro patio antes de que nos devorara a nosotros. Ya ningún animal pasaba por nuestro predio, lo que lo obligaba a internarse cada vez más en la selva para encontrar alimento que la satisficiera. Entretanto, él estaba cada vez estaba más flaco y ausente. Sus ojos miraban menos las cosas de este mundo, sus palabras las nombraban menos y el rictus endurecía su rostro como una piedra. Su figura semejaba más la de una planta y menos la de un ser humano.

Yo quería matarla, quería sacar a ese monstruo de nuestro patio y de nuestras vidas. Quería recuperar a mi hermano, quería su compañía, quería su mirada, quería volver a oír su voz y, por eso, una noche, me infundí valor a punta de hongos y agarré un machete para comenzar a rebanarla. Los brotes más recientes fueron los más fáciles, pero conforme me acercaba a las raíces, el machete rebotaba lastimándome las manos. Apenas tajaba las ramas más delgadas, nuevos brotes se asomaban, cada vez más largos, cada vez más fuertes, cada vez más amenazantes, como látigos.

Las flores hinchadas eran prácticamente impenetrables, sus paredes redondas y gruesas eran duras como cartílagos. Sólo logré cortar una de las flores y, cuando cayó al suelo, reventó como un globo y salpicó mis piernas con sangre y una secreción amarillenta llena de pelos, restos de carne y fragmentos óseos.

Y entonces fue cuando pensé en el fuego, porque en eso es en lo que pienso cada vez que siento un miedo incontrolable.

Mi temor a la candela lo heredé después del accidente que me ocasionó la quemadura del rostro. Aún recordaba la puerta del carro atrancada y el aliento de las llamas mordiéndome la cara, mientras intentaba rescatar el cuerpo inconsciente de mi hermano tras el volcamiento en la carretera. Desde aquel día, mi respeto hacia el fuego había sido algo casi sagrado, pero en esta ocasión, lo que me impulsaba a actuar era un miedo superior a todos los miedos que había sentido alguna vez. Histérica, busqué el bidón de gasolina y rocié las flores, las raíces, las ramas. Un solo fósforo fue suficiente. La planta comenzó a arder y a retorcerse con los latigazos de las lenguas ardientes.

Las flores escupían cadáveres antes de explotar en mil pedazos. Inmóvil, bajo esa noche de luna morada y hierba fosforescente, me sentía tan poderosa como el chamán cuando doblegaba a los otros en sus ceremonias. El sabor amargo en la boca que me habían dejado los hongos aún me infundía valor. Afuera se oía el canto de los cocuyos y las ranas con una intensidad que nunca había percibido. Montaña arriba el currucutú lanzaba sus presagios.

De repente sentí mis ojos más potentes que los de un ave rapaz. Tanto, que pude reconocer ahí, en el suelo, entre los restos de carne y hueso, el puñal de mi hermano. Cuando me agaché a recogerlo no pude evitar ver el reflejo de mi rostro en la hoja de plata. Vi mi cicatriz. La miré bien. Y luego miré al fuego. Ardió toda la noche. Yo me quedé ahí de pie, sin miedo, percibiendo su abrazo cálido y eterno.

Comparte en:

Colombia, 1979. Es periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana y tiene un máster en Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid en donde actualmente es profesora. En 2019 publicó la obra autobiográfica Cómo maté a mi padre, que resultó finalista del Premio Nacional de Novela. En 2020 publicó la novela Donde cantan las ballenas con la cual ganó el Premio San Clemente en España. Sara es columnista semanal del periódico El Colombiano. Varios de sus textos han aparecido en revistas como Generación, Vogue España, La Rompedora, The London Magazine y Quimera. Escrito en la piel del jaguar es su tercera novela.