La poza del tiempo y la piel de la ría

25 noviembre, 2023

antoniosandovalrey.weebly.com

1. La poza del tiempo

Quien me mira, a quien hoy miro, es al niño naturalista que fui hace ya muchos años. Tantos, que he tenido que venir a asomarme a uno de los ojos de una roca para comprobar el verdadero paso de ese tiempo. He llegado atravesando en bajamar la playa de mi infancia, he buscado por entre los volúmenes de granito húmedo las pozas más propicias, me he sentado junto a una de ellas y me he asomado a su interior.

Aquí estoy, pero no como un Narciso maduro y superviviente del feroz castigo de Némesis. Y no solo porque mi imagen jamás me haya resultado fascinante. Es que lo que he venido a buscar está justo debajo del reflejo de mi rostro en esta lámina acuática. A lo que he venido es a mirar la vida.

Y aun así, lo cierto es que mi silueta oscura, recortada contra el cielo en este espejo líquido, me ayudaba y me ayuda en mi empeño. Lo he recordado nada más inclinarme hacia la breve profundidad que la subyace: justo por donde hago sombra encuentro el mejor lugar para examinar con comodidad la comunidad de criaturas que la habitan.

Caigo entonces en la cuenta de que, para verlas bien, precisaré de mis gafas de presbicia… Echo mano al bolsillo, las saco, abro sus patillas, las encajo en mis orejas y vuelvo a empezar. Pero solo por un instante, porque casi en seguida mis articulaciones protestan por lo forzado de la postura que intento mantener. Busco una posición más cómoda, tumbado boca abajo en una zona llana de la piedra, y me dispongo por fin a medir la distancia entre lo que fui y lo que soy.

Ahí están. ¡Ah, ahí están! Como de la página recién abierta de un libro durante demasiado tiempo cerrado, rebrotan en mi mirada las melenas carnosas de las actinias y la huraña terquedad de los erizos de mar, siempre apretados contra los rincones. También los pentáculos amarillos de las estrellas, los ojos saltones de los blenios, el cuerpo translúcido de los pequeños camarones, capaces de cambiar de espacio-tiempo con sólo un golpe de cola, para teletransportarse a unos centímetros de donde ramoneaban una lechuga de mar… Y el gesto intrigante, como si sostuvieran un símbolo entre sus pinzas, de los cangrejos, agazapados entre los sueños de los bígaros y las caracolas y las aldeas apretadas de los mejillones. Aquel niño miraba todo aquello sin poder dejar de mirar.

Yo vivía en un séptimo piso frente al océano, en un edificio demasiado alto que el viento marino estremecía durante los temporales de otoño y de invierno. El resto del barrio también había crecido con avidez, ajeno a los espacios verdes o la apertura de vías peatonales hacia su entorno. Eran los años 70 del siglo pasado, los del boom del desarrollismo. Mi familia venía de fuera: no teníamos origen. Cuando no jugaba con mi pandilla de amigos por aceras y soportales, refugiaba mi anhelo de soledad en la lectura, y luego cada vez más, según iban cayendo en mis manos obras de historia natural, en la exploración de lo más salvaje que tenía a mano, a veces con solo cruzar la avenida: aquella playa, aquellas rocas que durante muchos días eran solo para mí.

Aún conservo uno de los libros que llevaba junto al salabardo y varios botes de cristal, todo metido en una mochila de lona. Sus páginas están llenas de motas amarillentas, sus esquinas romas por el uso, la encuadernación algo desbaratada pero aún firme. Se titula “La senda de la Naturaleza. Costas y playas”. Su portada roja muestra, precisamente, la ilustración idealizada de una poza entre rocas. Pertenecía a una serie editada por Ediciones Plesa de la que guardo otros títulos igual de usados, igual de disfrutados.

Ojalá lo hubiese traído hoy conmigo. Seguro que también le hubiese gustado volver aquí. Comparar de nuevo sus imágenes con las del fondo de esta poza, ayudarme una vez más a nombrar a quienes viven tras este espejo, animar una vez más a este investigador a poner en marcha estudios tan sencillos como excitantes. Una vez hice un mapa de los volúmenes de esta misma roca, como quien cartografía una isla recién descubierta. Desde mi ventana, miraba con frecuencia cómo la cubrían las olas en pleamar, cómo la envolvía la espuma. Llegué a conocer los escondites de los lorchos más grandes de cuantos aquí vivían. Nunca logré capturar a ninguno de ellos. Solo conseguía, de vez en cuando, meter a alguno de los más pequeños en uno de mis botes. Cuando tras observarlos los liberaba, y nadaban veloces a esconderse entre las algas, sentía un goce que por entonces, claro, no tenía aún la necesidad de describir. Era el goce de la reposición. De devolver algo a donde pertenece.

¿En qué medida pertenezco yo a esta poza?, pregunto a su espejo mágico. Pasó el tiempo y sobrevinieron la adolescencia, las mareas negras, la edad adulta, los rellenos de esta playa con arena traída de fuera… Dejé de venir. Pero no, no fue por eso. Es que creí saberlo ya todo acerca de rincones tan pequeños y próximos como este. Viajé en busca de otros aprendizajes. Primero por toda Galicia, buscando vida salvaje en forma de aves, luego por toda España, más tarde a algunos destinos del extranjero: selvas tropicales, tundras, desiertos… Paisajes con los que tanto había soñado desde aquellas lecturas infantiles.

Ahora, igual que aquellos lorchos que huían aliviados de mis botes, es ahora mi mirada, a través del cristal de mis gafas, quien se refugia en el fondo de esta poza. Se acomoda entre las algas. Se va sosegando, pero no me pierde de vista ahí arriba, al otro lado de la superficie: un tipo algo inquietante, algo manipulador y en exceso curioso, pero al fin y al cabo bastante inofensivo. Las nubes pasan tras su silueta, llevándose consigo un poco más de su tiempo.

2. La piel de la ría

Es una canción antigua, que cambia cada día. Cada hora. Repican en ella esta vez los reclamos de varios zarapitos trinadores, aves del norte que se han detenido unas horas en su viaje hacia el sur. Suenan como un aviso repetido con insistencia: ¡el verano se acaba, falta cada vez menos para el equinoccio!

El viento del suroeste se enreda en las frondas de los sauces, que bailan sobre mí, y zumba en mis oídos cuando lo encaro para imaginar que me deslizo, veloz, tiempo adentro. En su camino hacia aquí, sus ráfagas levantan multitudes de infantiles olas que corren hasta esta orilla. Las escucho chapalear en el limo y en las rocas. Descifro los matices de su alboroto.

“Permaneces bajo las hojas, tus pies en los bajíos. / Ella te observa desde el comienzo del mundo”, escribió Ted Hugues en su poema Bajamar, en el que otra ría es “una hermosa mujer ociosa”, “recostada, aburrida y achispada”.

Desde la bocana, el océano llega como una sola pulsación. Es tan lenta que intentar comprenderla invita al vértigo. La marea crece. La luna sonríe muy azul arriba. Miro hacia lo lejos, por donde viene este otro cambio de ciclo. Vibran allá, en el mar abierto, los borreguillos. Sus vidas efímeras van subrayando el horizonte, como si alguien tecleara desde las profundidades el único alfabeto de verdad capaz de atrapar la poesía.

Sylvia Plath: “Mi visión del mar es lo más claro que poseo”. Escribió esto al comienzo de su último ensayo, escrito para ser leído ante un micrófono de la BBC. Poco después se quitó la vida. Hugues y ella se estaban separando. Aquel texto suyo se titula Ocean 1212-W. Este era el número de teléfono de su abuela en su casa en la costa de Massachusetts, donde Plath pasó un tiempo de niña: “Cuando estaba aprendiendo a gatear, mi madre me puso en la playa para que ver qué me parecía. Fui en línea recta hacia la ola que llegaba. Acababa de atravesar la pared verde cuando mi madre me agarró por los talones”.

Los zarapitos trinadores levantan el vuelo y abandonan el menguante cieno del centro de la ría, cada vez más acotado por la crecida. Ascienden más y más alto. Se aprecia cómo dudan si seguir hacia el sur o regresar y buscar un posadero donde aguardar que la pleamar primero suba del todo y después baje. Tantean el viento con sus plumas. Giran en uno de los torbellinos. Miden sus fuerzas con la de una ventolera más dura que las otras. Titubean. Descienden otra vez. Se posan en unas rocas orladas de algas pardas, con sus cuellos muy erguidos.

Pienso en los humedales islandeses o escandinavos en los que han criado o nacido, y que han abandonado hace unos días. Y en los que son su destino invernal, en Mauritania o Senegal. También en sus largas horas de travesía sobre el océano. Si encuentran una meteorología favorable, muchos de ellos cubren esa ruta de una sola tirada, tanto a la ida como a la vuelta. Sólo los vientos como el de hoy les obligan a buscar refugio en la costa.

Observo sus largos picos, decurvados como en una mueca. Están repletos de unas terminaciones nerviosas llamadas Corpúsculos de Herbst, capaces de detectar la más leve vibración en el limo. Introducidos en este, funcionan como radares: dibujan en la pantalla mental de cada ave la situación exacta de cuanto inquieto invertebrado haya enterrado en sus inmediaciones.

Un busardo ratonero, una rapaz de anchas alas pardas, se desgañita a mis espaldas con varios maullidos. Un chochín canta repentino a mi derecha, su melodía a la vez como un colofón y una apertura. Escucho la siseante coral de los sauces. Detecto los susurros de sus sopranos, contraltos, contratenores… Algunos arrojan al aire sus partituras ya leídas, pequeñas hojas amarillentas que el viento arranca de sus copas.

La canción de la ría emana de su piel, como un aroma. Ya quisiera yo disponer en mis dedos, en mi frente, en mis mejillas, de corpúsculos semejantes a los de los zarapitos, para representarme primero esa música y capturarla después en este cuaderno.

Algunos giran sus cabezas e introducen sus arqueados picos entre sus plumas. Otros recogen una de sus patas y se mantienen en equilibrio sobre la otra, como en un ejercicio a la vez físico y filosófico. Llega junto a ellos un grupo de correlimos y agujas, criaturas igual de viajeras. Se posan en tropel. Quizá acaban de entrar en la ría hace un instante, tras decidir suspender su travesía sobre las olas hasta que pase el temporal. He visto y contado, durante muchos finales de verano, sus bandadas migratorias, lejanas y veloces como intuiciones fugadas de quienes pretendían convertirlas en ideas.

El viento me trae sus voces mientras discuten por los mejores lugares de reposo: más sonidos que pasan a mi alrededor y corren luego hacia la sauceda. Pronto lloverá, y no he traído paraguas. El horizonte marino se oscurece deprisa.

“Recostada, aburrida y achispada”, la ría se fija de pronto en mí. Me agarra de los talones con una de sus olas, de repente más larga: “¿A dónde vas?”, parece decirme, maternal y jocosa. Desde el origen del mundo, alguien teclea esas palabras suyas en aún más hojas, que salen volando.

NOTA: Una versión anterior de estos textos fue publicada en su momento en el medio digital “El Ágora”.

Comparte en:

Escritor, ornitólogo y colaborador en diferentes medios de comunicación como "La Voz de Galicia", "El Ágora Diario del Agua" o las revistas "Luzes", "Salvaje" o “National Geographic Viajes”, entre otros. Ha participado en diferentes obras colectivas sobre aves y naturaleza, así como en el diseño de proyectos de educación e interpretación ambiental y de turismo ornitológico y de naturaleza. Es autor de varios libros, como ¿Para qué sirven las aves?, La Torre, Las aves marinas de Estaca de Bares, BirdFlyway: un viaje en familia por "La Ruta de las Aves", De pajareo, rutas ornitológicas por España y A outra xente; y coautor de De pícnic por España, Cuándo ver Aves en Galicia y de El árbol de la escuela,álbum ilustrado por Emilio Urberuaga editado en varios idiomas. Ha escrito numerosos artículos sobre ornitología para publicaciones científicas y generalistas, y ha participado en la edición de revistas y boletines ornitológicos. Dirige además la colección Vitamina N de la editorial Kalandraka, y desde hace años conduce la tertulia literaria “Letras Salvaxes” en la librería Moito Conto de A Coruña.
Su página web es http://antoniosandovalrey.weebly.com/