La quema de Judas

1 febrero, 2014

Basado en la premisa que no hay nada como la lectura de cuentos, pues los buenos son lecciones de magistral contención, Guillermo Barquero (Costa Rica, 1979) ha publicado tres libros de cuentos, La corona de espinas (2005), Metales pesados (2009, Premio Áncora en la rama de cuento) y Muestrario de familias ejemplares (2013), del que se desprende el cuento “La quema de Judas”, que aquí presentamos.


Sofía y su hermana, Graciela, me esperaban en el portón de la finca. Les dije que el tráfico había estado suave, por no decir inexistente. Alguna de las dos me preguntó si alguna vez había manejado un Jueves Santo. No, hasta donde recordaba, contesté. Sofía, después de darme dos besos húmedos en los labios —los tres días que llevaba sin verla se me habían hecho eternos—, me señaló el cuarto de mi mamá.

—Está durmiendo —dijo Graciela, con un ademán que podía significar muchas cosas.
—No, ya se despertó —afirmó, tajante, Sofía. Pareció querer decir que ella, la futura nuera, llevaba alguna ventaja sobre cualquiera a la hora de las curaciones y los problemas cotidianos.

Mi papá me puso la mano mojada encima del hombro. Adiviné que venía de bañarse en la piscina; me saludó con la misma expresión de siempre. Intenté detectar alguna flaqueza, alguna inflexión, la mueca de alguna derrota. Me dijo que lo peor había pasado, aunque no lo hizo con esas exactas palabras.

—Está descansando —terminó por decir, señalando la puerta entreabierta del cuarto. Las gotas de agua bajaban desde su brazo hasta el piso. El charquito que se formaba a sus pies me pareció un indicio favorable: tanta agua en la propiedad no podía estar relacionada con quemaduras de consideración, era imposible que con una piscina, dos duchas al aire libre, una adicional junto al sanitario, una pila para lavar trastes junto a la casa, una para lavar ropa, alguien se quemara.

—¿Qué pasó? —pregunté, queriendo decir cómo paso.

Mi papá dijo que el agua estaba muy caliente. Las imágenes reconfortantes se esfumaron.

—Abrió la olla sin descompresionarla —dijo Graciela. Me pareció que ese detalle se lo había repetido una y otra vez, en voz baja, a sí misma.
—¿No tienen seguro esas cosas?
—Sí, es como una perilla que pasa del rojo al verde cuando no hay tanta presión.
—Pero se lo habíamos quitado. No es seguro —se adelantó mi papá. Dije que un seguro no puede no ser seguro. De ahí su nombre.
—Eso me dijeron una vez —siguió, echándose el pelo hacia atrás, salpicándonos con sus gotas frías.

Ella dijo mi nombre. Adiviné por el timbre claro de su voz que no dormía, que nos había estado escuchando. Caminé hasta la puerta del cuarto. Estaba acostada bocarriba, con parte de sus senos afuera. La luz de la ventana que estaba a su izquierda hacía aparecer una piel de un color distinto, dispuesta en parches en sus pechos que se extendían hacia los lados de su cuerpo. Pensé fugazmente en que alguna vez me había alimentado en esos senos encendidos por la piel en carne viva.

—Ma —dije, en voz muy baja, temiendo algo (un movimiento brusco, un desgarramiento de la carne, un dolor inusitado). Le pregunté cómo había pasado. Había escuchado los detalles decenas de veces, por teléfono, pero el querer verlos salir de su boca me daba un asidero en terreno seguro, una suerte de pastilla contra el pánico.

—La sopa —dijo, con la voz de siempre. Instintivamente, se tapó con un paño las formas redondeadas y quemadas. Pensé que era ilógico tener esos reparos con un hijo que ha visto el cuerpo de su madre una y mil veces, que salió de su madre, de sus cavidades.

—La sopa —repetí. No sabía qué decir. Me dijo que la puta sopa de bacalao le había hecho eso (esa palabra la dosificaba tan bien, que me sorprendió escuchársela en ese momento, medio dormida). Repitió la historia de la tapa, del sello de seguridad (cómo se le ocurre a Gustavo quitarle una marca de seguridad a un bicho tan peligroso), de la descompresión. Graciela había derramado la historia como una mancha de petróleo, peligrosa y combustible, por toda la casa y en cada una de las llamadas que habían hecho a la finca, seguramente.

Traté de que mi expresión no fuera de sorpresa todo el tiempo. Los parches y las bombas llenas de un agua amarillenta eran peor de lo que había pensado. Le dije que si no creía que eso ameritara hospitalización.

—Ma, son heridas de tercer grado, creo —dije, sin afán de alarmarla innecesariamente. Sopesó mis palabras y las paladeó, pero seguro no encontró en ellas nada nutritivo; solo dijo que cómo iba a saber ella el grado de las quemaduras, que lo que le importaba era el puto dolor (otro desliz; la misma sorpresa de antes).

—Son de segundo grado —dijo Graciela. Nos había estado escuchando. Siempre hay gente como ella, que lee cosas que no debe y se contamina con lo leído.

—¿Cómo sabés? —le preguntó Sofía. Adiviné la incredulidad y la rivalidad de hermanas a través de la pared.

—De segundo grado profundo, no de tercero —siguió, con el mismo arrojo autómata. Le di un beso a mi mamá en la mano levemente escaldada; fue el único gesto que encontré como respuesta a la pretenciosidad de Graciela. A quién le importaba el grado: todo se concentraba en las ulceraciones, las bombas, la piel arrugada y lívida.

Mi papá entró en el cuarto, con un paño en la cintura, recién bañado. Me preguntó si creía que había que llevar a mamá al hospital. Le dije que le preguntara a Graciela, que parecía ser una gurú de las quemaduras y las descompresiones de ollas. En ese momento, escuché su voz muy lejos, seguramente cerca de la piscina, alternando con la voz de Sofía. Era muy probable que estuvieran hablando de las quemaduras y sus entresijos misteriosos.

—Sofía la ha cuidado muy bien.
—Y Gracielita —dijo mi mamá, más por cansancio que por otra cosa.
—Sí, pero Sofía compró la crema.
—La que Graciela le dijo que comprara.

Dije algo sin sentido para que dejaran de hablar de Graciela y Sofía. No me gustaba que mi mamá se pusiera del lado de Graciela, como si fuera ella con quien me iba a casar. Mi papá respondió quitándose el paño y quedando desnudo, buscando en el closet algo que ponerse. Salí del cuarto.

Sofía estaba dentro de la piscina. Su cuerpo blanco tomaba el color del sol por la tarde, y parecía una hermosa gran anguila marrón. Graciela estaba sentada en la misma silla de siempre, la blanca de plástico con un respaldar descomunalmente largo. Sofía me saludó con las manos. Cuando iba camino a la piscina, miré fugazmente el traje de baño que llevaba Graciela: amarillo pálido de dos piezas. Se había bronceado mucho todos esos días; noté el brillo cuando le pasé al lado. Sofía me dijo que estaba deseando que nos metiéramos todo un día en la piscina, que nos fuéramos a vivir en el rectángulo relleno con agua de cloro y algas.

—Sofi, vos sabés que no me gustan las piscinas.
—Sí, Sofi, sabés que a Eduardo no le gusta el agua —dijo Graciela. La volví a ver. Desde mi posición en la piscina, se veía enorme y dorada. Le pregunté qué había querido decir con que a mí no me gustaba el agua. Dijo que nada más que lo que había dicho. Se quitó una toallita blanca que había estado puesta sobre su rostro todo el tiempo, para no quemarse en exceso. Creí ver sus ojos verdes refulgiendo. Sofía me clavó los suyos, plácidos y casi amarillos, de muñeca.
—¿Creés que haya que llevarla al hospital?
—Tiene bombas, tal vez sí.
—¿Las bombas son malas?
—Parecen malas, si yo tuviera bombas, estaría preocupado.

Graciela dijo algo sobre el papel inflamatorio de las bombas y la liberación de líquidos extravasados. Si no es porque sé que ella trabaja como contadora en una empresa que  importa partes de carros, hubiera pensado que era la médica de cabecera de mi mamá.
—Hay que ponerle un apósito —remató.
—¿Un apósito? —preguntó Sofía; yo lo pregunté pero sin decirlo, en mi cabeza. El tono de superioridad apagada de Graciela la volvía un animal enorme, una figura que desde la piscina abría sus ojos para ponérnoslos encima, como si fuésemos dos ratas que nadan en busca de una salvación que ya no es posible.
—Estuviste leyendo bastante —dije. Sentí un rojo caliente encima de la cara. Graciela dijo que esas cosas no se leen, se saben. Sofía no estuvo de acuerdo y lo dijo, con un tono tan melifluo que sentí asco o simplemente lástima. Graciela se fue por el pasillo que unía la piscina con el patio de luz de la casa. Le vi fugazmente el trasero; me concentré para no caer en la fuerza de una erección bajo el agua. Aunque, pensé tan brevemente como un cuchillazo de luz, que siempre estaba la excusa del cuerpo de Sofía, de sus besos, de su cabello.

Le dije que me contara la historia que había escuchado una y mil veces por teléfono: mi mamá había llegado hasta la olla, cuyo disco ella misma había apagado casi media hora atrás. Se esforzó por abrir la tapa, sin constatar la presencia de algún peligro, el demonio de alguna masa caliente. Luego, la explosión, el grito desgarrador, las escaras, las bombas y una crema que olía a algodón y a piel violentada.

—No quiso —respondió Sofía ante la pregunta de si mi mamá había aceptado que la llevaran al hospital. Un Jueves Santo o un viernes de la misma semana, es imposible que a los quemados los atiendan, dijo Sofía que dijo mi mamá.
—Pero debería.
—Si no quiere, no podemos obligarla.
—Sí podemos.
—Vengan —dijo la voz de mi papá, en un lugar invisible desde la piscina.
—Comida —dijo la cabeza de Graciela, asomada en la esquina por la que había salido antes. Se había cambiado el traje de baño por una especie de pañoleta blanca que le acomodaba los senos muy distantes uno del otro. Miré a Sofía a los ojos, después vi de nuevo los senos, en menos de un segundo. Sofía me dijo algo, Graciela lo confirmó, sin alegría. Fui el último en salir de la piscina.

Nos esperaba mi papá en el comedor. Graciela encendió el televisor; su cuerpo recién bañado despedía un aroma a coco, dulzón y que me recordó el color amarillo.

—¿Cuándo dan la película de Jesús? —preguntó mi papá. No le gustaban las de Heston ni las de la antigua Roma ni las de profetas o las de la creación del mundo. Él solo preguntaba por las de Jesús.
—¿Rey de Reyes?
—No, en la que sale Judas.
—En todas sale Judas, don Armando —dijo Graciela. Me sorprendieron sus conocimientos bíblicos y se lo dije.
—No, no, ese Judas maligno, uno con cara de rata. Un chavalo que parece que se va a comer a Jesús y va a escupir sus pedazos llenos de sangre.
—Armando. Jesús de Nazareth —dijo la voz de mi mamá. Su cuarto —la imaginé bocarriba, sus senos al descubierto, embadurnados de algo viscoso— solo estaba separado por una pared del comedor desprolijo en el que comíamos.
—¿Cómo se llamaba el actor? —preguntó mi papá. Dije que solo me acordaba de Fernando Rey, Stacy Keach y Robert Powell, y que al resto solo los recordaba por su relación con Jesús, no por sus nombres reales.

En la tele, antes de salir de San José para ir a la finca, había visto la noticia de la quema de los judas: ponían monigotes semejantes a espantapájaros en todo tipo de espacios —grandes lotes baldíos, parques con niños que miraban asustados a los muñecos consumiéndose con el fuego—; se supone que las quemas del apóstol descarriado se dejaban para el Domingo Santo, en una confusa celebración que mezclaba un acto de resurrección con la vuelta a las cenizas del traidor. Las cosas no estaban para discusiones incendiarias, y mi papá parecía querer acercarse al origen del fuego.
—Se colgó, ¿verdad? —pregunté. No podía aludir directamente a la quema de Judas. Mi mamá nos estaba oyendo desde su cama, con toda seguridad.
—Como todos los traidores.
—No me entendés —le respondí. Graciela sabía bien cómo ser insoportable.
—Cómanse eso y hablen después —dijo Sofía. Me puso la mano encima del hombro; eso, entre nosotros, quería decir que su hermana la tenía harta de alguna cosa, o que yo la tenía harta de alguna cosa. Los dos la teníamos harta.
—Bueno, ya que nadie va a decir nada del descorche… —dijo mi papá, blandiendo el tirabuzón como un arma de un medioevo triste y sin salida. Fue por la botella al mueble que daba directamente a la pared del cuarto de ellos dos. Pensé si celebrar era buena idea: alguien en una cama, escaldado e inmóvil, no parecía ser la mejor presencia en un recinto donde se descorchaba y se brindaba, un Viernes Santo por la tarde.

Brindamos. Llené una copa para mi mamá. La encontré sentada en el cuarto. Se había tapado los senos con una toalla pálida que apenas dejaba espacio para el enrojecimiento de la piel que chocaba con el cuello. Tomó un par de tragos y me dijo que le dolía. Le dije que era necesario que fuera al hospital; lo negó y tomó un tercer trago. Me pareció un discípulo segundos antes de la apostasía, antes de meter su mano con la de Jesús.
—Tu papá no va a querer llevarme —dijo, con los ojos cerrados.   
—¿Por qué no? —pregunté. Mi voz sonaba a dos copas y media de un tinto barato, del que nos gustaba tomar en la finca.
—Es Viernes Santo, ni en los hospitales hay gente.
—Tiene que haber, todos los días hay accidentes —dije, queriendo decir “hay quemas y cuerpos escaldados”.
—Sí, pero él no me va a querer llevar —repitió.
—Eduardo, vení, queda para otra copita. —El diminutivo lo delataba.

Salí del cuarto y cerré la puerta con una lentitud que o era miedo a quebrar el cuerpo que yacía con un ligero ruido de sábanas endurecidas, o torpeza de esa que da a los movimientos un carácter de fin de mundo, después de un descorche.
—No sabía que te gustaba el vino.
—De vez en cuando, don Armando —dijo Sofía. Le noté la incipiente borrachera en los ojos.
—Este está muy bueno —afirmó Graciela, pastosa, haciendo que examinaba el contenido a una contraluz inexistente. Preguntó por la variedad de la uva. Dije merlot y luego cabernet sauvignon; por supuesto que no tenía la mínima idea de qué estaba hablando.
—O shiraz —dije. Soné ridículo. Terminó por confirmarlo en la etiqueta de la botella. Inició un discurso sobre la denominación de origen y las exposiciones de vinos a las que había ido, dando a entender que esa botella que habíamos comprado no podía ocultar su pertenencia al mercado de las baratijas, un mercado enorme al que accedíamos mi papá y yo todos los meses y en fechas especiales. Se puso de pie, le dijo a Sofía que la acompañara, y salieron por la puerta que daba al pasillo y eventualmente al patio de luz, y de ahí a la piscina.
—Bueno, ya que no nos acompañan esas chicas, nos queda para nosotros solos —dijo mi papá, con una botella idéntica a la anterior, que había sacado no sé de qué lugar y en qué momento. Eso de “chicas” no dejaba lugar a dudas. Ni su boca que se torcía.

Descorché lentamente, procurando que mi mamá no escuchara en su cama el sonido de la madera hueca al deslizarse por la entrada de la botella, o para controlar una fuerza que me costaba medir. Mi papá dijo algo sobre los tirabuzones y un viaje a Madrid y un taladro eléctrico. Nos reímos.

Después del primer brindis con esa botella, le serví una copa a mi mamá. Entreabrí la puerta; estaba dormida, con la boca abierta, los senos casi totalmente desnudos, con un resto de pudor en el sueño que me pareció que debía ser tormentoso —una pesadilla de castigos con hierro al rojo vivo—; el olor era la misma mezcla medicamentosa que percibí al llegar. Llegué a la sala con un trabajo indecible de cálculo en los pasos.
—¿No habrá que llevarla al hospital? —pregunté en voz baja. Las palabras las calibré por largos segundos, y salieron chillonas y lentas.

Él me contó que le habían insistido una y otra vez, y ella había logrado refutar cada una de las posibles razones para llevarla al hospital. Y a Graciela le había parecido que no era necesario, además.
—¿A Graciela?
—Ella la examinó, y estaba bien.
—Graciela no es doctora ni enfermera —dije.
—Eduardo, tu mamá está bien.
—Graciela no sabe nada de eso. Yo creo que mejor la llevamos al hospital.
—Eduardo —dijo, poniéndome la mano en el hombro; esos contactos casi nunca se dan entre nosotros. El vino es un mago que saca conejos rabiosos de un sombrero—, dejémosla dormir, el lunes puede ir al hospital. Graciela nos lo autorizó.
—Mi amor, estamos afuera —dijo la voz de Sofía, quien en ese momento se asomó.
—Vení, vení —susurré, pastoso. Unas gotas se derramaron al servirle tinto.

Sofía me hizo señas de que no podía entrar; un charquito a sus pies quería decir que venía de la piscina. Fui hasta donde ella y le pregunté por Graciela. Graciela estaba en la piscina, nadando de un lado al otro —la longitud hacía que se necesitaran muchas brazadas para decir que al menos se había iniciado un esfuerzo de ejercitarse—, hablando de mi mamá, barruntando posibles consecuencias de sus quemaduras. Le dije a Sofía que su hermana no podía andar repartiendo consejos médicos ni planeando tratamientos ni especulando con sanaciones. Sofía me pidió una toalla y se la llevé; fue al baño a darse una ducha.

Lo primero que vi de Graciela fue el cabello mojado. Lo segundo, los senos. Llevaba una copa de tinto en cada mano; me sentí fugazmente como un duque o un miembro oscuro de una realeza en decadencia.
—Pensé que estabas nadando —dije. Por un momento, las palabras se resistieron a salir; la lengua las atrapaba.
—Me aburrí —dijo; su voz me hizo pensar que tenía los ojos cerrados. Siguió en el mismo tono—: ¿Dónde está Sofía?

Le dije que estaba en el baño. Y le dije que mi papá encendió la tele y estaba viendo una película de un emperador o un empalador o alguien vestido con un traje rojo y dorado. Y que mi mamá estaba dormida. Eso último lo dije dos veces; le ofrecí la copa y negó con la mano izquierda, en un breve gesto que tuve que calificar como desprecio. Yo estaba de pie; desde ese ángulo, sus senos redondos, su piel bronceada y sus piernas cargadas de una musculatura voluptuosa me forzaron a recordar los primeros días que había ido a su casa, cuando recién comenzaba la conquista de Sofía, o su cortejo.
—Graciela, tomá. —Extendí la mano con la copa, de nuevo. Mi voz débil sonó ridícula.
—Te dije que no quiero, Eduardo.
—¿Qué les dijiste a mis papás y a Sofía?
—¿Sobre qué?
—Las quemaduras, los cuerpos que entran en el terreno de una combustión que los abrasa.
—¿Cuántas llevás? —preguntó. Me pareció que en ese momento abrió los ojos. Yo sostenía una tímida erección atenuada por el vino.
—Cuatro copas —respondí. La precisión rápida es el signo más seguro de una borrachera.
Me dijo que le sonaba a más de cuatro copas. Se volteó, puso sus ojos verdes encima de mi cara (descompuesta, supongo), y me dijo que iba a contarme una historia, una rápida historia de monigotes quemados y sangre hirviendo. Le contesté que hiciera lo que le diera la gana; le ofrecí de nuevo la copa y, tras una nueva negativa seca y agreste, bebí el contenido de las dos.

La historia era un intrincado juego de palabras y posibilidades que sucedían en varios bares de San José, a lo largo de varias noches; los episodios mezclaban una suerte de trama de film noir con un torpe diseño de camas bañadas por luces blancas. Me perdía en la historia muchas veces, pero no me importaba que Graciela siguiera relatando algo que parecía brotar por sí solo de su garganta y hacía que su pecho se moviera hacia arriba, que sus senos —tenía puesto el traje de baño con el que había nadado las veinte o treinta exiguas piscinas— se desplazaran de arriba abajo, redondos. En el fondo escuchaba el doblaje de la película que mi papá estaba viendo en la sala, las voces de romanos mal interpretadas; y el agua de la ducha que bajaba y chocaba contra el cuerpo de Sofía, su cuerpo blanco y pecoso.
—¿Qué es esa mierda, Graciela?

Ella se volteó. Me pareció que sus ojos se venían de abrir y habían estado sometidos a una presión hidráulica. Sus párpados estaban rojos; el contraste con el verde de los ojos la hizo verse como un animal. Preguntó que cuál mierda. Le dije que su historia. Me sentía mareado y mi lengua no soltaba todas las palabras en la manera en que sentía que debía hacerlo. Me dijo que no entendía nada, que jamás había entendido nada, que mi vida con Sofía estaba destinada al fracaso; en el fondo, el agua que bajaba por el cuerpo blanco de Sofía seguía sonando, golpeándole el cuerpo.
—¿Qué les dijiste a mis papás y a Sofía sobre las quemaduras, Graciela? —ensayé decir, lentamente, como escape, repetitivo escape.
—Eduardo, estás borracho, mejor acostate y después hablamos.
—Contestame y dejate de varas.
—Tu mamá está bien, Eduardo. Tiene que quedarse acá, no va para el hospital, si estás hablando de eso —dijo. Se había puesto de pie y se me había acercado tanto que además de sentir el aroma a coco que había despedido desde que la saludé en la puerta de la casa, los golpes de viento de sus palabras me daban contra las mejillas y en la comisura derecha de los labios. Pensé que la erección se me iba a hacer visible de un momento a otro.
—Vos no sabés nada de eso —murmuré; mi voz era un hilo ronco.
—Se queda acá, la llevan después al hospital, si quieren, cuando terminemos el viaje.
—Es mejor que ellos se vayan, dejá de hacer planes por nosotros.
—Eduardo —dijo, susurrando; casi pude sentir la piel brillante de sus labios, el verde de los ojos encima—, tus papás se van a divorciar.
—¿Divorciar? Graciela, mirá, no estoy para tus cuentitos —dije, aún susurrando. Alguien dijo algo en la película, que le despedazaran el pecho a alguien con una lanza, o que tiraran el cuerpo de la amada de alguien a los leones.
—Se van a divorciar.

Le pregunté cómo sabía. El ensayo de sarcasmo era difícil; me pesaba la lengua. Hablábamos muy bajo, apenas escuchándonos.
—Ya lo hablaron conmigo, les dije que no había problema, que esas cosas pasan.
—Dejate de mierdas, Graciela.
—Eduardo, tranquilo, ya lo hablamos.
—Pero está quemada —dije. No se me ocurrió nada más que decir.

Quise reírme. Con una copa en cada mano, los brazos a media altura, seguramente parecía un muñeco feo y torcido. Mi papá salió al pasillo al final del cual estábamos Graciela y yo. Venía con una botella en la que había clavado el sacacorchos. Propuso un nuevo descorche con una sonrisa desmadejada de títere. Caminaba bamboleándose, casi a punto de estallar, de prender fuego, como un monigote combustible que le sonreía a Graciela mientras le recorría las piernas morenas con sus ojos desviados, y le decía que todo lo suyo era de ella, y que mi mamá iba a estar bien, y todos podríamos vivir juntos. Al fin y al cabo, dijo, somos una linda familia. 

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San José, Costa Rica, 1979.
Fotógrafo y escritor.
Ha publicado los libros de relatos La corona de espinas (2005), Metales pesados (2009, Premio Áncora en la rama de cuento) y Muestrario de familias ejemplares (2013), así como las novelas El diluvio universal (2009, Premio Áncora en la rama de novela) y Esqueleto de Oruga (2010). Compiló, junto con Juan Murillo, la antología Historias de nunca acabar: antología del nuevo relato costarricense, en 2009. Codirige, con Murillo, Ediciones Lanzallamas. Ha publicado artículos y relatos en revistas latinoamericanas y costarricenses tales como Los Noveles, Su Casa, SoHo, suelta y Specimens. Mantiene una bitácora electrónica en www.sentenciasinutiles.com