La sabiduría de Sócrates

1 octubre, 2023

No es lo mismo sabiduría que conocimiento. La palabra “sabiduría” viene del latín sapere, que significa sabor, degustación o placer del conocimiento. En cambio, el “conocimiento” es un término más genérico. Es todo aquello que podemos alcanzar por medio de nuestra razón o inteligencia. Aunque también existe un conocimiento de grado inferior, llamado conocimiento sensible o conocimiento de los sentidos. Estos dos tipos de conocimientos, a saber, el sensible y el intelectual, se pueden obtener con relativa facilidad. Por ejemplo, en el caso del conocimiento sensible, sólo hay que tener conciencia de cada sensación, sea esta de visión, audición,  degustación, olor o tacto. En cambio, el conocimiento intelectual es más complejo y exige una cierta disciplina para alcanzarlo. Lecturas, estudios, investigaciones, reflexiones, debates, etc., son necesarios para alcanzar el conocimiento objetivo e intelectual.

El conocimiento intelectual, más el tiempo y las experiencias, aspiran a alcanzar lo que se conoce como “conocimiento sapiencial”. Es decir, que todo conocimiento aspira a la “sabiduría”. Y en este sentido, el conocimiento objetivo se va convirtiendo en conocimiento subjetivo o “sabiduría”. Ahora bien, llegados a este punto, una pregunta muy inquietante surge: ¿es verdaderamente sabiduría lo que alcanzamos al final de la aventura del conocimiento? Muchos creen que sí, pocos afirman lo contrario. Entonces, ¿si no alcanzamos la sabiduría, qué es propiamente lo que alcanzamos? ¿Alcanzamos una falsa sabiduría o un conocimiento que se le asemeja?.

El primer filósofo de la humanidad que tocó este punto tan espinoso fue Sócrates, en la Grecia antigua. Todos los griegos del siglo IV a. C. aspiraban a alcanzar la sabiduría. Los sofistas fueron los mayores protagonistas que representaban a esta sabiduría que Sócrates destruiría con su famosa mayéutica. 

Por otro lado, los filósofos de la Naturaleza, llamados “presocráticos”, fueron los primeros hombres en cuestionarse sobre el origen y la naturaleza del Universo. Aspiraban a conocer  el origen y la naturaleza de todas las cosas. Procuraban saber si todo provenía de una sola sustancia, para posteriormente tener la capacidad de explicar el “todo” de una manera más racional que mítica. Tales de Mileto sostenía que la primera sustancia de donde se origina todo lo que existe, era el agua; Anaxímenes decía que era el aire; Heráclito, que era el fuego y Empédocles que eran los cuatro elementos, a saber: tierra, aire, agua y fuego, los que constituían todas las cosas.

Otros filósofos como Anaxágoras y Anaximandro fueron aún más lejos. Para Anaxágoras, la proto-sustancia o sustancia primordial, era el “Nous” (inteligencia); para Anaximandro, la proto-sustancia era el “Apeiron” (infinito). De este primer principio venía todo y se explicaba todo lo que existe en el Universo. El filósofo, lo único que tenía que hacer, era conocer estos principios y desde ellos alcanzar el saber absoluto y anhelado.

Los primeros físicos y matemáticos tenían una opinión diferente a sus colegas. Pitágoras de Samos decía que la primera sustancia eran los “números”; en cambio, Demócrito y Leucipo, sostenían que la proto-sustancia era el “átomo”. Parménides y la escuela eleática volaron aún más alto. Con la influencia de la mitología griega, Parménides llegó a afirmar que la primera sustancia era el “Ser”. En el conocimiento de ese “Ser” está toda la sabiduría, porque el ser es y el no ser no es.

Por otro lado, Heráclito de Éfeso afirmó algo distinto y extremadamente interesante: el “devenir”, que no es el ser ni tampoco el no ser, sino una combinación de ambos. El devenir es el paso del ser al no ser y viceversa. Las cosas en este mundo están en un continuo fluir, nada permanece igual a sí mismo, puesto que todo cambia. De modo que el “ser”, tal como lo intuyó Parménides, para Heráclito no existe. Los eleáticos, por supuesto, respondieron diciendo que el movimiento es ininteligible. Las aporías de Zenón pusieron en ridículo las pretensiones de los seguidores de  Heráclito. Aunque en el fondo, ambas escuelas son complementarias, siempre se han visto y estudiado como contrarias y antagónicas. Sus primeros adversarios fueron Platón y Aristóteles. Platón favoreció más a Parménides y Aristóteles criticó fuertemente a Heráclito.

Heráclito de Éfeso muchas veces dijo que la lucha de los contrarios tenía como padre a la “Guerra”. Pero a su vez, sostuvo que el “Fuego” era la proto-sustancia, que como una inteligencia controlaba y dirigía esas luchas. Algo así como un árbitro cósmico. Decía que el sabio debía dejarse guiar por los acontecimientos, y que la sabiduría sólo le pertenece a Dios.

Todas estas escuelas eleáticas, jónicas e itálicas, fueron decayendo con el tiempo, hasta que nuevos filósofos, después de la Guerras Médicas, comenzaron a entrar en escena en la nueva Atenas. Primeramente se autollamaron “filósofos ambulantes” y después “sofistas”. Fueron una novedad que poco a poco fue convirtiéndose casi en una plaga. Porque sofista llegó a significar “falso filósofo”. 

El movimiento sofístico estaba guiado principalmente por Protágoras. A él se le debe la famosa frase de “que el hombre es la medida de las cosas, de las que son, en cuanto son, y de las que no son, en cuanto no son”. En otras palabras, la verdad es relativa y está a merced del interés o capricho de quien la conoce o la desconoce. La verdad se vuelve patrimonio de la opinión libre de cada persona. Es decir, que ya no existe la verdad, sino las “verdades” que cada uno acepta o niega según un criterio personal. Ya no existe ni amor a la verdad, ni mucho menos interés por alcanzarla, simplemente porque ya no se cree en ella.

Los sofistas siempre hacían más énfasis en las palabras que en el verdadero significado de ellas. Creían que tanto la palabra escrita como la oral eran capaces de transformar el mundo. Los conocimientos que usaban no eran más que medios para alcanzar prestigio, dinero y poder. En sus enseñanzas prometían a los jóvenes posiciones en el Estado a cambio de dinero. Platón los llamó “vendedores de golosinas del conocimiento”.

La filosofía estaba en crisis, cuando Sócrates recibe un mensaje del Oráculo de Delfos: “Sócrates es el hombre más sabio de la humanidad”. Al recibir este mensaje, Sócrates no se sintió aludido, ni mucho menos confirmado en su personal sabiduría. Todo lo contrario. Él quiso comprobar por sí mismo si en verdad era él el hombre más sabio del mundo. En otras palabras, Sócrates no creyó al Oráculo, porque él no se consideraba sabio. ¿Fue esto un acto de humildad o de modestia? No lo creo. Fue más bien un acto de sinceridad y franqueza consigo mismo.

Por supuesto que él tenía conciencia de su saber, pero en ningún momento se consideraba a sí mismo como sabio y menos como el más sabio de la humanidad. Y en esto consiste el gran misterio de su sabiduría: que siendo sabio, nunca se consideró como tal.Consciente o inconscientemente, Sócrates era sabio, pero no en el sentido tradicional de su época. Su sabiduría comenzaba por el conocimiento de sí mismo. Él siempre insistió que todo conocimiento verdadero comenzaba por el conocimiento de uno mismo. Después, buscaba el saber que estaba más allá del saber que tenía. Y llegó a la conclusión de que nuestros conocimientos, en comparación al saber universal o absoluto, era relativamente limitado y prácticamente nada. Era como tener un vaso lleno de agua salada. Nadie se atrevería decir que todos los mares de la tierra están contenidos en ese recipiente. Más bien diríamos que esa agua, en comparación a todas las aguas de los mares, es nada. A esta conclusión llegaría el maestro Sócrates: “Yo sólo sé, que no sé nada”.

Saber que uno no sabe nada es aparentemente una contradicción, puesto que, al menos, se sabe algo, y, por consiguiente, se sabe sobre lo que ignoramos. Es la conciencia de nuestras propias ignorancias. Y en esto consiste la sabiduría de Sócrates. Ahora bien, si algo sabemos, también podemos decir, sin temor a equivocarnos, que no todo lo sabemos. Pero este no-saber está más allá de nuestro alcance.

Estando conscientes de que ignoramos más de lo que sabemos, nos pone esto en una disyuntiva, a saber: si lo que sabemos es verdadero, participa de la sabiduría, y al menos algo sabemos; pero, si lo que sabemos es más ignorancia que verdadero saber, nos alejamos de la sabiduría, la verdadera, declarándonos totalmente ignorantes. Entre estas dos alternativas, existe una posible salida: el no-saber como sabiduría.  

Existen dos tipos de no-saber: el primero es el que está totalmente oscurecido por nuestra incurable ignorancia, o sea, el “no saber que no sé”, mientras que el segundo es el que está iluminado por el conocimiento: es el “saber que no sé”. El Cardenal Nicolás de Cusa llamó a este último la “Docta Ignorancia” y correspondería al no-saber socrático.

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Doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (2006); ha sido asesor del Ministerio de Educación y catedrático de filosofía en varias Universidades de Nicaragua. Ha publicado diversas obras didácticas y más de 400 artículos de opinión en La Prensa y El Nuevo Diario. Entre sus obras filosóficas destacan Principios Universales para una Filosofía de la Humanidad y La Filosofía del No-saber, de próxima publicación.