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La sirviente y el luchador. Pláticas con Horacio Castellanos Moya

1 agosto, 2011

Estamos ante un escritor radical y de frontera. Lo saben muy bien quienes leyeron su obra Asco, un homenaje al escritor austriaco, Thomas Bernhard. Sus novelas no suelen abundar en páginas, pero sí en una escritura de precisión que suele abordar la violencia desde personajes que se sitúan en dos fronteras: la de lo soez y lo radical, y la de la bondad. Nacido en Honduras, pasó su juventud en El Salvador hasta que, en 1979, inició un exilio que le llevó por países como Canadá, Costa Rica, México, Alemania, España, y ahora, Estados Unidos, donde comparte el tiempo entre la docencia y la escritura. Esa escritura siempre vuelve al mismo principio: los años ochenta, y la violencia de los países centroamericanos que cercena la vida cotidiana de cualquier familia. Horacio Castellanos ha publicado este año su última novela, La sirvienta y el luchador, y según la editorial Tusquets, el sello que acogió a siete de sus diez novelas anteriores, con esta se cierra el ciclo de una saga compuesta por  Donde no estén ustedes, Desmoronamiento y Tirana memoria.


SM: La sirvienta y el luchador nos transporta, mediante una trama policíaca en medio del conflicto, a los primeros años ochenta, en El Salvador. El título nos introduce a los dos personajes principales: Un ex campeón de lucha libre que se metió a policía, y acabó sirviendo en los temibles servicios de inteligencia; y una sirvienta en casa de una familia acomodada, empeñada en hallar a los hijos desaparecidos de sus antiguos patrones. La sirvienta, María Elena está cargada de inocencia. El Vikingo, en cambio, a veces es un verdugo, y a veces parece una víctima; otras un simple eslabón. Nunca sabemos muy bien si perdonarlo o no, porque sabemos que una enfermedad en el estómago lo tiene al borde de la muerte. No sé si es una estratagema de autor para trasmitir la idea de que los verdugos son a veces tan humanos que podrían ser uno de nosotros.

HC: Ese es un punto que hace al lector aproximarse al personaje al del Vikingo. Pero al mismo tiempo no hay que olvidar que pertenece a la policía, una institución que se ha ido corrompiendo y descomponiendo a medida que aumentaba la tensión en el país. No llegó tan bajo por una opción meditada, sólo por ser malo, sino que va descendiendo como una expresión institucional y social. No es el típico psicópata.

SM: Tu novela se ambienta en El Salvador aunque naciste en Honduras. Nunca ha sido un problema para ti, tratándose de dos países hermanos… Bueno, ahora me estoy acordando de la Guerra del Fútbol que se dio entre las dos naciones (y que tan bien contó Kapuscinski)…

HC: No sé si coincido contigo (se ríe Horacio socarronamente). Esos primeros textos de Kapuscinski no son muy buenos. Yo lo volví a leer antes de escribir mi novela, Desmoronamiento, que publicó Tusquets en 2006. Aunque periodísticamente son interesantes, no son muy precisos. Yo escribí Desmoronamiento porque la guerra me agarró en medio, siendo chiquito (soy, como dicen, “míta y míta”: salvadoreño por el lado de mi padre, y hondureño por el de mi madre). Ese conflicto ejemplifica que en Centroamérica los países tienen enormes similitudes, como la lengua, la visión del mundo, etc. Pero al mismo tiempo hay unos grandes intereses de las oligarquías locales que son utilizadas por los países que dominan la región.

“Monseñor Romero es el hombre de El Salvador, en los tiempos modernos”

SM: La novela se lee bastante rápido, como las novelas negras. La diferencia aquí es que en lugar de seguir la pista de lo que está pasando a través de un detective, lo hacemos mediante la mirada de una empleada doméstica. Esa mirada contrarresta las imágenes más sórdidas del libro: las torturas sugeridas, el mundo de las fritangas, los dolores de estómago del viejo luchador. Y a pesar de eso, no debe ser fácil escribir sobre tanta violencia: ¿Cómo sobrevives a ellos? ¿No te deprimes después de escribir?

HC: Yo difícilmente me deprimo. La historia del vikingo es una historia muy dura. Por eso, tenía la necesidad de contraponer la crueldad del personaje con la sirvienta, María Elena, que aparecía en un papel secundario en mi novela anterior, Tirana Memoria. Es el otro lado de la realidad, desde un punto de vista, no inocente, sino compasivo hacia el mundo. La compasión es un elemento importante en la novela.

SM: El libro nos remonta a un tiempo de voces que nos resultan todavía familiares, voces como las de Monseñor Romero en sus homilías, en especial, aquella en la que ordenaba a los militares, “en nombre de Dios”, que cesara la represión y que significó su pena de muerte. En Nicaragua había triunfado la revolución. Todo el mundo creía que en El Salvador también triunfaría. Pero cuando murió Romero… ¿Dónde estabas tú, Horacio, cuando mataron a Romero? ¿Lo recuerdas? ¿Qué significó para ti?

HC: Mira (dice con la voz hacia dentro, como cuando se recuerda una noche). Cuando mataron a Monseñor, yo acababa de dejar El Salvador. Me dirigía a Costa Rica. Lo primero que sentí fue una gran consternación: si se habían atrevido a matar a Monseñor, ya nadie estaría a salvo. Paralelamente, me confirmó la idea de que la única forma de enfrentarse a ese ejército que era capaz de semejante asesinato, era la lucha armada.

Mi novela está ambientada en las semanas previas al asesinato de Monseñor Romero, precisamente para permitir que la compasión y la fuerza moral de María Elena, que busca a los chicos desparecidos de la familia en la que sirve, tenga un referente claro. Para ella, era Romero.UCA, universidad de “burguesitos”

SM: A Romero le dio la espalda todo el mundo, desde Estados Unidos hasta el Vaticano. Sin embargo, muchos años después, hemos visto cómo el papa Juan Pablo II se arrodillaba ante su tumba, y más tarde, lo hacía el último presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, durante su reciente visita a El Salvador.

HC: Es que Monseñor Romero es “el hombre” de El Salvador en los tiempos modernos. El Vaticano lo dejó solo, lo dejó prácticamente para que lo mataran. Y eso que no era un hombre de izquierdas. Se fue sensibilizando a medida que veía las masacres. Ni siquiera era un ideólogo o un gran defensor de la Teología de la Liberación, como los jesuitas que mataron después. Él estaba al lado de la justicia, y eso provocó que criticara también a algunos grupos de izquierda cuando realizaban secuestros. El caso es que él sigue siendo “el símbolo” del pueblo salvadoreño

SM: La época que recreas en la novela estaba plagada de canciones que aparecen en tus páginas, sobre todo cuando vemos a Joselito escuchándolas en su walkman. Joselito es el nieto de la sirvienta, un joven universitario que alterna sus estudios con sus primeras acciones clandestinas; en una de ellas participa sin saberlo en un atentado contra un vehículo en el que va su propia madre. Cuando el muchacho regresa a su universidad como un estudiante más, escucha por los altavoces una canción de Victor Jara: “A desalambrar”. Es una universidad pública y la mayoría de jóvenes apoyan a los movimientos guerrillero. Pero él se lamenta (que sea guerrillero no quiere decir que sea anticuado) de que no pongan otro tipo de música, así que se refugia en su walkman (entonces hacían furor) y escucha: “The Wall”, de Pink Floyd.  ¿En tu caso, Horacio, qué canciones te marcaron?

HC: Esa misma contradicción del personaje de Joselito es la que yo viví: La música testimonial frente al rock progresivo inglés. Recuerdo que hubo un guitarrista de rock en El Salvador, que le llamaban “Tamba”, y acabó siendo combatiente. Murió en una emboscada. La imagen que quedó de él fue que en los descansos, en medio de la guerra, se le veía con unos walkman, escuchando ese tipo de música.   

SM: En alguna conversación de la novela, se nombra a la célebre universidad de los jesuitas, la UCA, como una de “burguesitos”.

HC: Es una muestra del tipo de resentimientos y recelos hacia lo que representaba la Enseñanza Privada en los años ochenta. El personaje de Joselito estudia en una universidad pública y es muy crítico hacia los que estudian en universidades privadas, una actitud muy común en aquellos años, independientemente de que algunas privadas se involucrasen en movimientos sociales desde la década anterior. Y eso que en realidad, parte de la comandancia de una de las más importantes organizaciones del FMLN se formó en la UCA. “Si los de arriba no pagan, por qué voy a pagar yo cuando mate a alguien”

SM: Desde la distancia que hay entre Pittsburg (donde resides ahora) y San Salvador, cómo ves tu país de acogida actualmente. La violencia no ha cesado. 

HC: La violencia se ha reciclado en El Salvador. Lo que era violencia política se convirtió en violencia criminal. No parece bajar. Es un problema social muy complejo y las fórmulas que han intentado los gobiernos no funcionan. 

SM: Existe el dicho de que un gran pecado se paga hasta la quinta generación. Parece estar suficientemente documentado que el autor intelectual de la muerte de Romero fue Roberto D’Abuisson, fundador del partido derechista ARENA, que ha gobernado El Salvador durante tanto tiempo. En 2007, el hijo de D’Abuisson, Eduardo, fue acribillado en Guatemala junto a tres diputados más y el chofer de su camioneta, cuando asistían a una reunión del parlamento centroamericano. Sus cuerpos fueron calcinados. Se supo que en el asesinato participaron policías de la Unidad Contra el Crimen y que, cuando estos policías fueron encarcelados (eran cuatro), un comando misterioso entró en la cárcel y los asesinó sin que nadie pareciera darse cuenta. Con estos hechos “automáticamente se cae el proceso”, según concluyó el fiscal Alvaro Matus que investigaba el crimen del los diputados. Todo apunta a asuntos del narcotráfico. ¿Quiere esto decir que los que en los ochenta ordenaban matar a civiles y curas por “patriotismo” están ahora relacionados con esta masacre cotidiana del narcotráfico?

HC: Bueno, no necesariamente. Yo creo que las bases del ejército y las bases de la guerrilla, una vez terminado el conflicto, no tuvieron programas de reinserción social, muchos de ellos lo único que saben hacer es matar y pelear. Entonces se reorganizan en el crimen organizado, que se nutre de estos excombatientes de ambos bandos. La inversión que hubo se dedicó a encauzar a los bandos enfrentados en organizaciones políticas, pero no en programas de reinserción para excombatientes. 

El otro problema es el de la impunidad. Tras la investigación de la Comisión de la Verdad que incluyó los asesinatos a muchas personas, entre ellas, Romero y hasta el poeta Roque Dalton, no hubo ningún castigo. La excusa parece ser que para conseguir la paz fue necesaria una ley de amnistía. Pero eso sienta el precedente de la impunidad porque la Justicia no funciona para que un crimen deba ser pagado. Y eso queda en la mentalidad de todos. Si los de arriba no pagan, por qué voy a pagar yo cuando mate a alguien.

SM: ¿Con la sirvienta y el luchador termina el ciclo de tus novelas sobre la violencia en Centroamérica?

HC: La idea es que culmina una serie de novelas. La sirvienta y el luchador es la cuarta de ellas. Pero no me caso con la idea de cerrar un ciclo porque aún quedan muchas historias sueltas. Acabo de terminarla, y tengo que esperar. Mi proceso de escritura es un poco desordenado. Es decir, no es que tenga una saga muy bien estructurada y vaya escribiendo en un pizarrón su estructura. Lo mío, más bien, responde a impulsos, a personajes que me quedan sonando en la memoria, al principio, muy teloneros, que de pronto los veo y digo: aquí hay una novela.

SM: Bueno, Horacio, a partir de ahora, qué harás.

HC: Me traslado a la universidad de Iowa para impartir un curso de Literatura Creativa. Además, estoy terminando un libro de ensayos, reviso una traducción al inglés de algunos textos y un montón de “pedacería”.

SM: ¡Pedacería! Interesante el término. Me quedo con él. Y gracias por la entrevista.

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Nacido en Andalucía, tiene la doble nacionalidad hispano-nicaragüense, países en los que ha trabajado en el mundo de la docencia, la cultura, el periodismo y la cooperación. Licenciado en Filología, y master en Periodismo y Derecho Internacional. Es consultor de comunicación y cooperación. Escritor, docente y colaborador en varios medios en España (como El País) y Latinoamérica (Gatopardo, La prensa, Confidencial, Etiqueta Negra, etc.) sobre temas literarios y de actualidad internacional, crisis, cooperación y desarrollo. Ha publicado, entre otros libros de antologías y colaboraciones, ensayos y relatos (Las cien Novelas para siempre del siglo XX y Si estuvieras aquí, de la editorial Icaria). Fundó con Sergio Ramírez la revista cultural Carátula www.caratula.net , de la que fue editor. Ha sido profesor de Comunicación y Humanidades, traductor y responsable de información de Médicos sin Fronteras. Ha conocido de primera mano numerosos conflictos y crisis humanitarias. Fue coordinador de la Campaña de Acceso a Medicamentos en América Latina. También ha coordinado proyectos que unen el mundo humanitario y el desarrollo con la Literatura como la serie Testigos del olvido de El País Semanal.