La teta de Tatiana

1 octubre, 2014

En este cuento del escritor peruano Jesús Galleres, el sustento de recién nacido se convierte en el detonante de un amor prohibido. «Amamantarlo ya no sólo suponía alimentar a la criatura sino también  un acto de provocación y voyeurismo», confiesa el personaje de este cuento que ahora compartimos con los lectores de nuestra revista.


Se abrieron las puertas del ascensor, no había nadie en la caja. Había que esperar catorce pisos. Bajo los brazos se formaron dos círculos perfectos. Para disimular la destilación de los sobacos, me puse un suéter. Ahora tenía el cuello de la camisa alborotado. Mirándome en la puerta del ascensor me acicalé lo mejor que pude. Sonó el timbre y se iluminó el botón número catorce. Me acomodé el pelo con la mano, y salí. “Consulado General Suizo, oficina 1400, siga por el pasillo a la derecha”.

–¡Buenos días! ¿Trámites de visa? ¿Información comercial? ¿Naturalización? –me preguntó una mujer alta y ojos enormes del otro lado de la ventanilla.

–No. Tengo una cita con el señor Osvaldo Casoni.

–¡Ah con el vicecónsul Casoni! ¿Cuál es su nombre?

–Renán Portal.

De la única puerta que permitía el acceso al mundo detrás de los cristales apareció un hombre bien vestido: pantalón caqui y saco azul marino, camisa blanca sin corbata, desabotonada en la parte superior. La abertura dejaba entrever un espíritu santo dorado. Tenía el pelo teñido de blanco, la tez capulí y los ojos azules. A pesar de que rozaba los sesenta años hay que decir que era un hombre de un gran atractivo. “Señor Portal, adelante por favor”, dijo el vicecónsul. Recorrimos los pasillos formando un hexágono. En la última arista se encontraba su oficina.

En un español impecable me contó que era del cantón italiano de Ticino, y que después de haber pasado cerca de ocho años en países de habla hispana, había aprendido bien el español. Hasta el momento el propósito de mi visita parecía inútil: ¿Qué le voy a enseñar?

–Mire señor Portal las clases no son para mí sino para mi esposa, Tatiana. El servicio diplomático ha decidido mandarme de vuelta a Latinoamérica. La lista de países vacantes no la sabré hasta diciembre, tres meses antes de mi traslado.

–¿Sólo tres meses antes?

–Tres meses es todo lo que nos dan para hacernos a la idea de nuestro nuevo hogar. Esta vez tuve la suerte de que a once meses de mi traslado, me adelantaran el continente. Mire, llevo casi siete años de casado con Tatiana, y créame que no ha sido fácil para ella adaptarse a tantas mudanzas. Cuando ya empieza a sentirse en casa, a dominar el idioma, a hacerse de amigos, es hora de partir. Esta vez quiero que por lo menos llegue hablando español. ¿Usted cree que en once meses lo podrá hablar fluidamente?

–Sí, es posible. Pero vamos a necesitar una inmersión total. Tres o cuatro horas de instrucción a la semana, televisión y radio en español. Y usted don Osvaldo desempeñará un rol importante en esta empresa; deberá hablarle en castellano. Hay que bombardearla por todos los flancos. Si lo hacemos así, creo que en marzo del año próximo estará lista para Latinoamérica.

–Fantástico, Renán. ¿Cuándo podría comenzar?

–Podría empezar ahora mismo.

–Hoy es jueves. Empecemos el lunes. Hagámoslo tres veces por semana. Los días de reunión discútalos con ella.  Ésta es mi dirección.

Cuando me disponía a dejar su oficina agregó:

–¡Oiga! Usted enuncia muy bien cada palabra. Transmítale eso, la claridad al hablar.

–Así será. Después de todo aprender a hablar no es otra cosa más que imitar.

El gobierno suizo se ocupa muy bien de sus funcionarios diplomáticos. La casa de don Osvaldo estaba en una de las mejores zonas de Santa Mónica; en la esquina de la calle Once y la avenida Georgina, a una cuadra del boulevard San Vicente y a diez minutos caminado de la playa. Se trataba de una casona remodelada. La decoración era española. Al principio, le atribuí el buen gusto a la pareja, pero después me enteré que las viviendas de los altos funcionarios eran propiedades del estado suizo, y que venían amobladas.

Tatiana se sentía muy sola en una casa tan grande. La soledad estaba minando el matrimonio. Había que compensar esa ausencia.  Don Osvaldo no podía sacrificar sus horas de trabajo: su vida. En una noche milagrosa engendraron lo que tanto hacía falta. Después de siete años de intentos, Tatiana se había quedado embarazada. Ahora, un hijo parecía resolverlo todo.

Tatiana me recibió bastante contenta, le alegraba que en ese momento fuéramos tres en la casa. Tenía cinco meses de embarazo. Si no me lo hubiera dicho, jamás lo habría notado. Era sumamente hermosa y acababa de cumplir treinta y dos.

Después de observarla por una hora me pareció reconocerla. Hice todos los esfuerzos posibles por recordarla, pero sin suerte. No me atreví a preguntarle si nos habíamos visto antes porque sonaba como a discursito seductor, no quería darle esa impresión. Además, don Osvaldo había sido muy sincero, me había encomendado, de alguna manera, que le ayudase con su matrimonio. Ni hablar. Era la primera clase. No iba a salir con preguntas disparatadas que interfirieran con el propósito de mi trabajo. Punto. Acordamos lunes, miércoles y viernes a las nueve de la mañana. Le expliqué el método de enseñanza y el resto de la hora la dedicamos a la clase. No le hice preguntas personales. Ella quiso salirse un poquito del contenido de la clase, preguntándome de dónde era, pero una respuesta cortante, “Perú” seguida de “como le estaba diciendo, la ‘H’ en castellano es muda”, terminaron con las tentativas de conversación. Esa semana fui seco con ella. La segunda igual. El fin de semana anterior a la tercera,  discurrí: tanta sequedad, ¿por qué?, hay que aflojar. No tiene sentido ser tan rígido.

Tercera semana.

–¡Hola Tatiana! ¿Qué tal el fin de semana?

–Muy bien, gracias –me respondió sorprendida.

–¿Fiesta, shopping, cine?

–Fuimos al pre-estreno de una película suiza, Garcon Stupid.

–¿Buena?

–Sí, una buena comedia. ¿Y tú?

–Una fiesta el sábado con amigos. Nada fuera de lo normal. Tatiana, ¿de dónde eres?

–De Rusia.

–¿De Moscú?

–No, de San Petersburgo.

–¡Pushkin!, murmuré.

–¿Cómo?

–Acabo de estornudar.

Sí, Pushkin, el poeta ruso, pensé. Bueno, no él exactamente. Su esposa, Natalia Pavlona Goncharova. Los biógrafos coinciden en que era la mujer más bella de su tiempo. A la gran conquista del poeta le sigue una terrible pesadilla. Lo que él poseía era la codicia de todos. La enfermedad de los celos lo llevó a varios duelos. Una vez lo hirieron. La última vez, lo mataron.

Ciento cincuenta años después, Natalia Pavlona Goncharova aprendía español conmigo. Los retratos de Natalia reforzados por descripciones escritas verificaban mis sospechas. Tatiana era Natalia. El parecido era impresionante. Tal vez su reencarnación. Los tiempos habían cambiado. Los poetas ya no estaban de moda. La rusa más bella en el extranjero estaba en manos de un funcionario consular. ¿Era mi deber reivindicar a esa mujer al dominio de los poetas? ¿Y don Osvaldo?

Cuarta semana.

El bulto en la barriguita no delataba al feto sino que simulaba un mínimo exceso de grasa: necesaria, sexy. Conversábamos durante tres cuartos de la clase, comenzaban los coqueteos; el cuarto restante nos ocupábamos de la materia. Así pasamos dos meses.

Don Osvaldo me llamaba cada semana con precisión suiza para averiguar sobre los avances de su esposa. Hubo que hacer cambios. Habíamos dedicado más tiempo a conocernos que a la clase. Si no se veían progresos me quedaba sin trabajo.

La atracción entre los dos era fulminante. Muy difícil anteponer el trabajo al deseo. Por tanto, había que conjugar placer y obligación. Ésta tenía que dar resultados y aquél siempre estar presente. Nos apetecía conversar y lo hacíamos en español. Al principio yo era el que hablaba, Tatiana no entendía todo, pero se deleitaba escuchándome. Poco después, ocurrió el mágico clic: entendía y hablaba a un sesenta y cinco por ciento. Siete años de exposición masiva al italiano más clases particulares le habían dado la fluidez en la lengua de su marido. Gracias a eso, Tatiana progresó rápidamente con el castellano.

Décima segunda semana.

Nadie podría negar que Tatiana estuviera embarazada, pero sí dudar que tuviera ocho meses de embarazo. Barrigona o no, lo cierto es que en la víspera de los nueve meses empezamos lo nuestro. No sé si eso que pasó fue exactamente el comienzo. Si no lo fue, fue por lo menos la antesala. Ocurrió el lunes. Mientras yo le contaba alguna tontera que me había pasado durante el fin de semana, algo gracioso, seguro, ella se reía a carcajadas y me rozaba las manos. De pronto, su mano en mi mano. Quietas por un momento. Luego, se la acaricié. Al rato, correspondió a mis caricias. Eso sí, todo esto sin dejar de hablar y reír, como si nada estuviera pasando. La escena de las manos se repitió el miércoles y el viernes.

Décima tercera semana. 

El lunes muy temprano me despertó una llamada. Cuando reconocí el número del móvil de Don Osvaldo, entré en pánico: mierda, Tatiana le debe haber contado. ¿Y ahora? ¿Se repite la historia? Los celos de Pushkin, duelo, me hiere, me mata, ó, lo mato, me voy en cana. Me jodí. 

–Oiga Renán, se adelantó el parto. Tatiana acaba de dar a luz, es varón.

–¡Felicidades don Osvaldo! Solté con alivio.

–Mire lo llamo cuando Tatiana se recupere y encontremos una niñera. Por ahora tómese unas semanas de descanso.

El nacimiento de Luca fue una gran alegría para la pareja. Lo fue también para todo aquél que la conociera. No lo fue para mí. La dejé de ver un mes.

Durante los tres meses que acababan de pasar, hubo coqueteos. Todo, eso sí, previo a la semana en que nos tomamos de la mano. Recuerdo que un miércoles que llegué a la casa, la encontré con muletas. La mañana anterior había asistido a una sesión especial de yoga para mujeres embarazadas, y se había distendido un menisco. Llevaba un vestido veraniego muy ligero que apenas le cubría las piernas. Me contó de las flexiones que había hecho y de cómo se había lastimado.

–Esta rodilla está mucho más hinchada que la otra —dijo Tatiana y se levantó el vestido a una altura innecesaria–.  Toca, es tanta la hinchazón que ni siquiera vas a sentir el hueso.

Con cierta timidez le toqué la rodilla izquierda.

–¡Toca bien! –me cogió la mano y la hizo recorrer desde la mitad de la espinilla hasta poco más abajo del muslo–. Ya ves, está hinchada. Compárala con la otra pierna. En ésta sí se puede apreciar el hueso de la rodilla. ¡Toca!

Le palpé la otra rodilla. Frustrada por mi tímida examinación, volvió a poner su mano sobre la mía y procedió como antes. Yo para entonces ya tenía una erección prominente y la boca repleta de saliva. Que piel tan suave, tan clara, si así tiene las piernas cómo tendrá la espalda, el culo.

–A ver déjame comparar de nuevo –le dije y le froté la rodilla lastimada–. Sana, sana colita de rana si no sana hoy sanará mañana.

–¿Qué dices Renán?

–Son unas palabras mágicas para que te sanes más rápido.

–¿Crees que funcionará?

–No sé, pero seguro que si sigo frotando te va a hacer bien.

El teléfono sonó. Era su marido. “Ciao amore come estai?”, dijo ella.

El saludo seguido de una conversación dulcísima entre la pareja deshicieron mi inspiración. Poco después terminó la clase.

Décima sexta semana.

Cuatro semanas sin vernos. El tiempo enfría. Si habíamos creado algo entre nosotros, ya no estaba. Y si estaba, dormía. Ella estaba contenta y sonreía como antes, pero ya no era yo quien provocaba esos sentimientos sino Luca. 

Walkie-talkies por todos los ambientes de la casa. Uno de esos aparatos sobre la mesa. El niño durmiendo en el segundo piso. Tatiana tenía casi toda la atención en el Walkie-talkie. Tenía que explicarle las cosas dos o tres veces. Una falta de concentración tremenda. Luca, el recién nacido,  empezó a llenar los vacíos. A don Osvaldo se le arreglaba el matrimonio.

Odio a Luca.

Luca, el no-nato, había sido tan pequeño que ni siquiera llamaba la atención del ojo. Allí dentro del útero distante había existido muy lejos de nuestra clase de español

Luca había nacido. Era imposible no distraer a su madre. Madre es madre. Bien. Qué fuera todo lo madre que quisiera, pero que durante una hora al día se enfocara en nosotros, y si era mucho pedir, por lo menos que se enfocara en la clase. Vaya cambio. 

Por una hora habíamos sido ella y yo. Nadie más. Ahora Luca nos acompañaba.  Al principio sólo a través del walkie-talkie, después de manera presencial. Maldito tragón. Apetito de elefante. Cada clase había que darle de mamar. Todas las putas clases. ¿No podía esperar una hora?

La momia.

El cuerpo de Tatiana no había perdido su forma. Extraordinario después de casi nueve meses de embarazo. Yo había notado que posteriormente al parto se vestía más sobria, mostraba menos. Extraño, porque ya estábamos en verano, hacía calor, había, pues, que deshacerse de algunas prendas. Los vestidos de lino largos y los conjuntos de pantalón y  camisa  traslucían ciertas irregularidades que de ninguna manera formaban parte de la piel. ¿Qué tenía debajo de la ropa? La observé con cuidado. Mi bella Tatiana, la réplica de Natalia Pavlona Goncharova se había vendado de arriba a abajo. El descubrimiento me dio un poco de asco. Menos mal que después del tercer mes de haber dado a luz, se deshizo de las vendas. La repulsión desapareció. Tatiana quedó igual que el primer día que la conocí. Miento. Más flaca y sin esa pancita sexy de sus cuatro o cinco meses de embarazo.

Aligeró su vestido y volvió a centrarse en nosotros. Volvieron también las tomadas de mano, y se añadieron abrazos,  rascaditas de cabeza al despedirnos con dos besos y hasta palmazos en las nalgas cuando yo le provocaba ataques de risa.

Amo a Luca.

El sustento de Luca fue el detonante de nuestro amor. Amamantarlo ya no sólo suponía alimentar a la criatura sino también  un acto de provocación y voyeurismo.

Antes de alimentar al bebé, Tatiana se  pellizcaba el pezón, se acariciaba la periferia de la saliente y se palpaba todo el seno. Cuando el pezón estaba listo, enhiesto, me miraba excitada, y cuando yo estaba a punto de aceptar la invitación, Luca se adelantaba, y la terminaba de complacer. Le succionaba el pezón con mucha vehemencia, como si lo mejor de la leche procediera del espinazo. Yo atentamente aprendía lo que ya había olvidado.

Qué casualidad que en la única hora del día que voy a enseñarle, hay que amamantar al bebé. Y en mis narices. ¿Y si me quiere seducir apelando a instintos maternales, o a prácticas de erotismo primario? ¿No es acaso el contacto con el pezón de la madre la primera experiencia erótica del ser humano?

Trigésima semana.

–Tengo intolerancia a la lactosa.

–¿Qué significa eso Renán?

I am lactose intolerant. La leche me cae muy mal. Se me hincha el estómago, me lleno de gases, me da diarrea. No digiero ni el yogurt.

–Pero ésta es mi leche. Es diferente. Te cae mal la leche de vaca, pero no la mía. ¡Pruébala!

–De ese pezón bebió él, soy asquiento.

–Eres peor que una niña –se guardó una teta y aireó la otra–. Ok, chupa de ésta. Está limpiecita. Mira, te lo voy a preparar.

Se lamió el dedo índice y se lo pasó por el pezón. Se lengüeteó la palma de la mano y se frotó toda la teta.

–Ya está. Ven y chupa que ya no aguanto.

–Voy.

–Así, húndeme el pezón con la lengua para que se levante bien. Así. Ahora succiona. No te la tragues, saboréala que soy yo.

Del pequeño comedor de la cocina me arrastró a la sala de TV. De la mesa había tomado un babero con el que se limpió las últimas gotas de leche que le quedaban en el pezón. Exploré su cuerpo y no encontré ni una sola estría, tenía el cuerpo de una adolescente. Todo muy firme excepto, los senos. No alcanzaron una flacidez intolerable pero perdieron consistencia con respecto del resto. Hicimos el amor. 

Después de eyacular, un punzón helado me perforó la espalda:  ¿Y don Osvaldo? ¿Su matrimonio? ¿Mi compromiso laboral? ¿Lo he traicionado? Mi compromiso consistía en que Tatiana aprendiera español. Y mírenla ahora, que bien lo habla, lo escribe, lo lee, y hasta gime en castellano. La vida en Latinoamérica le va a ser más fácil. Él mismo don Osvaldo Casoni me dijo: “Esta vez quiero que por lo menos llegue hablando español, quizás así sea mejor”. Pues ahí tienen. En menos de once meses se ha cumplido la meta.

Los últimos tres meses y medio fueron inolvidables. Largas caminatas por los canales de Venice Beach, escenas de amor en la cocina de mi casa, horas de mutua contemplación. Almorzábamos casi todos los días o en mi casa o en algún restaurante a la vuelta de la esquina. En las calles nadie la conocía, eso nos hacía más libres. Amantes diurnos. La fiesta se nos acababa a las cinco de la tarde. Después, Tatiana a su casa y a esperar a don Osvaldo.

Los destacaban a Lima. Ya nos habíamos prometido que nos volveríamos a ver, que yo regresaría a menudo al Perú para verla. Claro, tan pronto como yo solucionara lo de mis papeles.

Cuadragésima cuarta semana.

Tres semanas antes de su partida a Lima, regresábamos de un  sushi-bar a mi casa. Caminábamos abrazados. Nos detuvimos en un semáforo. Mientras esperábamos que cambiara la luz, le di un beso. Ella me acarició el pelo. Pasaron todos los autos. Cambió la luz. Me volví hacia Tatiana para tomarle la mano y cruzar. Nunca la había visto tan pálida ni con los ojos tan abiertos. Esa misma cara debió haber tenido Natalia cuando  mataron a  Pushkin.

–¡Mi marido! –me dijo.

–¿Tu marido?

–Sí, Osvaldo.

–¡Mierda!

–¿Crees que nos haya visto, Renán?

–Paola, para el coche –dijo Osvaldo Casoni–. ¡Da la vuelta!

–¿Estás seguro Osvaldo? –preguntó Paola.

–Da la puta vuelta! ¡Acelera! ¡Arrímate al bordillo! ¡Para! ¿Qué mierda es esto Tatiana? ¡Sube al auto!

–A la casa por favor, Paola.

–Déjame explicarte Osvaldo –respondió Tatiana.

–No me expliques nada hasta que lleguemos a la casa.

–Sí, pero…

–En la casa, ¡carajo! No insistas.

–Paola, ni una palabra de esto en el consulado –dijo Osvaldo bajando del auto.

La pareja entró en la casa.

–Eres una grandísima puta –dijo Osvaldo–. Acabamos de tener un hijo. No era eso lo que tanto querías. ¿Qué te falta? Te lo doy todo.  Casa, auto, pasajes de avión para que venga tu familia, vacaciones al Caribe, la Polinesia, al lugar que tú siempre has escogido. Te saqué de esa casucha en la que vivías en Rusia, te he dado siempre tu lugar, el de una dama, el de la mujer de un cónsul. ¿Y para qué? Para que me salgas engañando con un mocoso de mierda, un estudiante.

–No es estudiante –dijo Tatiana.

–Eso fue lo que me dijo, la rata esa, cuando lo entrevisté.

–Tampoco es rata.

–¿Qué cosa es entonces aquél a quien le confiesas tus problemas y te promete ayudar a resolverlos, y lo que hace no es otra cosa más que hundirte más en la mierda en la que estabas? ¿Dime? ¿O es que fuiste tú la que empezó esto? ¿Fuiste tú la que te lo tiraste?

–No me lo he tirado.

–¿Qué han hecho puta de mierda?

–Deja de insultarme –reclamó Tatiana llorando–. Para ya, para. ¿Qué me falta, te atreves a preguntar Osvaldo? Si no tienes tiempo más que para tu única esposa: tu trabajo. Ésa si que es una puta, una egoísta. No te deja pasar tiempo ni con tu mujer ni con tu hijo. Te vas temprano por la mañana, me llamas una vez al día, si es que te acuerdas que existo, y regresas casi siempre tarde por la noche: “tengo que asistir a reuniones sociales, es mi trabajo”, es lo único que sabes decir. ¿Y tu familia qué? ¿Crees que la vida de matrimonio son sólo las vacaciones? ¿Y el resto del año qué? ¿Me lo paso esperándote? Nunca estás presente. Y cuando estás, no estás. Siempre con la cabeza en otra parte. ¿Dónde? ¿En el trabajo?  ¿O en los calzones de tu asistenta, la flacuchenta de la Paola?

–¿Qué disparates dices, Tatiana?

–¿Disparates? ¿Qué hacías por aquí?

–Almorzando.

–¿Almorzando? ¿No es un poquito lejos del consulado? ¿No vive ella por aquí? ¿Ese almuerzo no habrá sido un polvo en su apartamento?

–No trates de darle la vuelta a la tortilla, Tatiana. ¿Se acostaron?

–Ya te dije que no.

–Dime la verdad que ya no importa.

–Serás imbécil. Me tienes prácticamente  abandonada en la casa. Bueno ahora tengo a Luca, pero igual.  Contratas a un muchacho apuesto para que me enseñe español. Tres veces por semana ¿Nunca te pasó por la cabeza que algo podría ocurrir? Me pusiste la manzana en la boca. Sólo había que morderla.

–¿Se la chupaste entonces?

–Que no, Osvaldo. El chico me acompañaba y punto.

–Y los besuqueos en los que te encontré.

–Fue sólo un beso.

–¿Y esperas que te crea?

–Cree lo que quieras, yo sé lo que hice. ¿Además, no es contigo con quien estoy casada? ¿No es a ti a quien sigo donde quiera que te manden? China, Zimbabwe, Cabo Verde y ahora Perú.

–¿Perú? ¿No es ese imbécil peruano?

–Sí.

–Ahora sólo me falta que te vaya a visitar en navidades.

–Osvaldo no tengo nada con él, ya te dije que sólo me acompañaba.

–¿Y si se enamoró de ti? ¿Quién no se enamoraría de ti, Tatiana?

–No va a ir. Ni siquiera puede salir de Estados Unidos. No tiene papeles. Si sale ya no puede volver. Aquí tiene su vida hecha, no va a dejarlo todo por nada.

–¿Nada?

–Sí, nada, porque eso era lo que teníamos: nada.

Yo esperaba que mi Natalia Pavlona Goncharova me llamara, me dijera que aún nos veríamos, con mayor precaución, pero que nos veríamos. Tatiana no llamaba. Aguardé cuatro días. Calculé una hora a la que el marido no estuviera en casa y la llamé a su celular. “No vuelva a llamar, o hago que lo deporten mojado de mierda”, me gritó Osvaldo por el tubo.  ¿Cómo sabe que soy ilegal? Tatiana se lo tiene que haber dicho. ¿Cuándo carajo aprenderé a no hacer confesiones en la cama? ¿Y si me manda a La Migra? Pushkin, yo sólo quería devolvértela… ¿Devolvérmela? Tirártela querrás decir… La quería devolver al terreno de los poetas, arrebatársela a ese funcionario que nada entiende de poesía … ¿Y tú  eres poeta? ¿El apoderado de los poetas?… No soy poeta, pero me encanta la poesía. La tuya en particular. Me he leído tu Eugen Onegin completo, y hay una Tatiana allí, ¿verdad? Esta Tatiana no es nuestra Natalia, perdón,  tu Natalia, pero es idéntica.

No me iría a duelo con don Osvaldo, eran tiempos modernos, pero dada mi ilegalidad, solo hacía falta que me denunciara y de ahí a la deportación no habría más que un paso. Probablemente, en la pelea que tuvo Tatiana con su marido para remediar las cosas, le debe haber dicho donde vivo. Este compadre se va a vengar.

¿Y si viene La Migra esta noche? ¿Y si me deportan? Adiós a las clases particulares, mi inspiración, Renán y sus aventurillas, toda la película de vivir o sobrevivir en el extranjero se van a la mierda. Punto final.

Veinte minutos después de colgar con don Osvaldo, empaqué parte de mis cosas. ¡Tengo que irme de aquí antes de que lleguen! ¿Llegarán? No. No creo que vengan, sólo me ha amenazado. Desempaqué. La tensión disminuyó. Paz. Una copa de vino.

No, pero que digo. Si me hubiera dicho que me mandaba a La Migra, me habría, sin quererlo, advertido, y yo habría tomado precauciones.  Quiere que me tomen por sorpresa. Seguro que sí me la echa. Empaqué otra vez.

–¿Te vas de viaje? –me preguntó mi roomate Lucía al entrar en la casa.

–No, me deportan.

–¿Pero qué dices? ¿Y adónde te vas a ir? ¿Y por cuánto tiempo?

–A dónde Willie por unos días y después ya veré.

–Renán yo te mantengo al tanto de todo. Si vienen les diré que te has mudado. 

La preocupación terminó con la ilusión de Tatiana. Once días estuve en casa de Willie. Casi lo vuelvo loco. El miedo a que me deportaran no me dejaba dormir. Un pensamiento que apareció en la novena noche de insomnio me devolvió algo de tranquilidad: si me deportan, me mandarán a Perú. Aunque a Don Osvaldo le encantaría que me arruinaran la vida, no le convenía que yo apareciera por allí. No va a mandar a La Migra. Regresé a mi casa.

La primera noche estuve un poco tenso. La segunda menos. La tercera casi nada. La cuarta me acosté y tocaron la puerta a las tres de la mañana. Me levanté. Corrí hacia el servicio, tal como lo planeara en mis horas de insomnio. Se levantó mi roomate. La Migra, le  dije. Me ayudó a sacar el mosquitero de la ventana del baño y salí corriendo en pijamas. El corazón se me salía por la boca. Volvía la cabeza cada diez segundos para ver si me seguían. Nadie. Corrí cuatro cuadras hasta el cementerio. Me acosté en la hierba y traté de camuflarme. Pasó media hora. La humedad  y la neblina me empaparon. Empecé a tiritar. Esperé quince minutos más. Ya se deben haber ido, pensé. De un teléfono público le pregunté a Lucía: ¿Luz verde? Sí, muy verde, me respondió.

Colofón

–Controla las llamadas de mi celular, también las de la casa. No sabía si me seguía. Perdona la visita a estas horas de la noche, pero no quería partir sin despedirme. ¿Me irás a ver?

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Lima, Perú, 1975.
Cursó estudios de Derecho y Letras en la Universidad Católica del Perú. Obtuvo la licenciatura en Literatura Comparada en La Universidad de California, Los Ángeles, en la que actualmente estudia el doctorado en Lengua y Literaturas Hispánicas.

Desde el 2004 trabaja como traductor independiente, profesor de español y corrector de ensayos académicos.