La tierra Pura. Alan Spence y La soledad de los bárbaros

1 diciembre, 2007

Según una leyenda alimentada en los Glover’s Gardens de Nagasaki y en ciertos sectores de aficionados a la ópera, la vida amorosa del escocés Thomas Blake Glover (1838-1911) inspiró la trama que escribieron Giuseppe Giacosa y Luigi Illica para Madame Butterfly, la ópera que Giacomo Puccini compusiera y estrenara en 1904 sobre los trágicos amores del teniente estadounidense Pinkerton y la geisha Cio Cio San.

La realidad nos dice que Madame Butterfly refleja la fascinación y el horror que ejercieron el encuentro y el desencuentro de Japón con el mundo occidental durante el período de la restauración Meiji, como lo revela el hecho de que Giacosa e Illica se hayan basado en una pieza teatral de David Belasco, y en una historia corta de John Luther Long, línea de influencias que remite a Madame Chrysantheme, texto del hoy injustamente olvidado Pierre Loti.

Entrelazamientos de la evolución histórica, la realidad y la leyenda se retroalimentan para legitimarse. La biografía de Glover no dio pie a la genial ópera de Puccini, pero la realidad se inclina por la sublimación que otorga la leyenda para limpiar de asperezas y practicidad la vida del comerciante escocés,  personaje ajeno a las exacerbaciones románticas características del realismo operístico de Puccini.

Fascinado y a la vez retado por la personalidad de Glover, el poeta, dramaturgo, narrador y profesor de creación literaria Alan Spence (Glasgow, Escocia, 1947) ha escrito una novela biográfica, con base en un guión para cine redactado por él mismo y que no pudo llevar al celuloide. La tierra pura (The pure land. Traducción de Manu Berástegui. Alfaguara-Santillana Ediciones Generales. México, 2007. 456 pp.) reconstruye con agilidad efectivamente cinematográfica la vida de T.B. Glover desde que se embarcara como agente comercial en Japón de la Jardine Mathieson Company hasta su solitario fallecimiento en el Tokio de principios del siglo XX.

A lo largo de sus 456 páginas, La tierra pura deja la desconcertante impresión de no ser una novela completa, y la impresión no es errónea., pues la novela conserva en su sustrato la estructura dramática y el ritmo distintivos del guión cinematográfico, lo que hace de la narración una mixtura de planos generales, planos americanos, secuencias ralentizadas, disolvencias y zooms, a la manera del cine épico reciente dirigido por cineastas como Ridley Scott, Wolfgang Petersen o Edward Zwizk.

Sin embargo, contra lo que pudiera pensarse, el ritmo cinematográfico, con sus cambios de velocidad, da profundidad dramática a los hechos y personalidad a la trama. Dramaturgo y autor de poesía, Alan Spence aprovecha ejemplarmente el compás de los tempos teatrales y el trazo difuminado del haiku para desenvolver un discurso brioso y estilísticamente exquisito.

La biografía de Glover ofrece materia de sobra para escribir, o realizar, una obra de aliento épico, pero también para entramparse en una narración insuflada, avasallada por los puntos de vista occidentales y orientales. El regodeo en un romanticismo avant la lettre es tentador, así como lo es el regodeo en un realismo cargado de tintas. Con pericia y tacto, Alan Spence sortea el extremo romántico y el realista, y conduce su discurso hacia una trama sensible y dura a un tiempo, en el que hallan su espacio el erotismo, el patriotismo, la religión, la violencia, el rencor y las ambiciones crematísticas.

Spence descubre a los ojos del lector un fresco tenso y arrojado del proceso de apertura japonesa al mundo occidental, desde la restauración Meiji hasta su abrupto y desproporcionado final con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, bienvenida sangrienta que le dio occidente al nuevo Japón, lo que obligó a la nación del sol naciente a replantear su lugar y situación en el mundo y en la historia, replanteamiento cuyas repercusiones socioculturales en ciertos aspectos aún no termina.

La tierra pura es un  fresco y, sin embargo, no es una novela épica. La presencia del mercantilismo utilitarista, el desarraigo emocional y la ambigüedad de la expresión erótica –desbordada en lo sexual, lacónica en lo sentimental-, alejan a la novela de la épica, y la ubican en el más pragmático espíritu capitalista. Aunque vista desde otro punto, La tierra pura es un juego de épicas y anti épicas.

Juego de espejos, la anti épica devela el irresistible ascenso del pensamiento capitalista sobre una sociedad que ha mantenido una férrea conducta medieval que abarca más de dos siglos, mientras que la épica revela el escondido mundo de los sentimientos, las pasiones íntimas, los deseos callados, que llenan de ansias y angustias los espíritus de los hombres y mujeres que habitan La tierra pura, la tierra de promisión preconizada por el Buda Amida, en la que todo surge por el sacrificio –“La existencia es sufrimiento. Su causa es el deseo”-, la tierra de leche y miel imaginada por los primeros comerciantes europeos y estadounidenses que soñaban con negocios millonarios de rápidos resultados, la tierra escindida por el nacionalismo cerrado de los poderosos clanes de samuráis y por el pragmatismo comercial feroz de los occidentales.

Sofocados por la fiebre colonialista y por el capitalismo salvaje, los occidentales califican de bárbaros, inferiores, a los japoneses. Sofocados por la fiebre nacionalista y la aspiración de ser una nación poderosa en el concierto de las grandes naciones, los nipones consideran bárbaros, depredadores, a los occidentales. Dos mundos que se desean, se excitan, se penetran, pero no se aman. La soledad de los bárbaros en que Glover nunca puede aprender bien el japonés y los japoneses no terminan de conciliarse con los idiomas europeos.

Lo bárbaros, los otros que no soy yo, que me negaría a ser. En La tierra pura las ausencias tienen un peso mayor que las presencias, porque confirman la existencia de lo que nos negamos a ver, a entender. Escritor cinematográfico, bien avenido con las imágenes profundas y poco con los ahondamientos psicológicos, Alan Spence alcanza imágenes y descripciones certeras de la ausencia de emociones expresivas, que en sus mejores momentos lindan con lo poético.

La soledad de los bárbaros se expresa mejor a través de las imágenes silenciosas, a pesar de que La tierra pura es una novela ruidosa, multitudinaria, olfativa y de sabores fuertes. Sin embargo, con todo y el escándalo de la vida exterior y los placeres de la vida privada, lo que campea es un silencio que no comunica nada, o que es enigmático como la sonrisa de una geisha o las líneas de un haiku o un tanka, soledad de los bárbaros que llega a su cifra y suma en los mundos que habitan los hombres y las mujeres, aquéllos dedicados al comercio, la guerra y la conquista, éstas encerradas en  prostíbulos abyectos o lujosos, en los palacios o en las oscuras aldeas donde los padres venden a sus hijas a los prostíbulos abyectos o lujosos.

Apunté antes que Alan Spence es poeta y autor de haikus. En uno de esos haikus señala: “That daft dog/ chasing the train/ then letting it go.” (Traduzco libremente: “Ese perro loco/ persiguiendo el tren/ que a tumbos se aleja”). Como el perro loco los personajes de La tierra pura persiguen un ideal que se  aleja, los supera, y sin embargo persisten.

De la misma forma persigue Spence novelar una historia que a ratos se le aleja, que lo supera y lo evade. Sólida sin lugar a dudas, La tierra pura tarda sin embargo de quitarse el tono cinematográfico, lo que hacia la segunda mitad del libro le agobia, aunque cuando lo hace llega a una tesitura sostenida digna de una novela mayor.

Anti épica del capitalismo, pero también épica de la soledad, de chotto monoganashii, la “pequeña tristeza”, y de shiki soku ze ku, la forma que es el vacío. Los hombres y las mujeres que debieron sacrificarse para pasar de la tierra pura ponderada por el Buda a la tierra fabril impulsada por el pensamiento occidentalizado. La deseada forma que es el vacío de la muerte, de la tristeza. Con rasgo maestro, no exento de filosofía zen, Spence cumple el ciclo épico y anti épico de La tierra pura en un recorrido por la muerte, no vista desde el exterior sino interiorizada, familiarizada con el pecho, la sangre y el alma; recorrido en torno a fechas de una Nagasaki muerta y rediviva: 1911, 1912, 1945, 2005. El rasgo virtuoso final de la épica de la forma que es el vacío. La pequeña tristeza que florece en la soledad de los bárbaros.

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Managua, Nicaragua, 1972.
Poeta y ensayista nicaragüense . Licenciado en lengua y literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam). Ha colaborado en diversas revistas culturales de su país (Cultura de Paz, Decenio, El Pez y la Serpiente), así como de México (Diturna, Alforja de Poesía, Cuadernos Americanos). Publica artículos y ensayos de crítica literaria y de cine en el periódico El Nuevo Diario, de su país, y en la revista virtual Carátula, del escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Ha participado en el 4º Encuentro Internacional de Poesía Pacífico-Lázaro Cárdenas (2002), en Michoacán, en el Primer Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), en el 8º Encuentro Internacional de Escritores Zamora (2004), en Michoacán, en el Libro Club de la Fábrica de Artes y Oficios de Oriente (2004), como invitado especial en el Tercer Encuentro Regional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), y en el Segundo Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2005). Radica en México, D.F.