La tierra se abría

5 agosto, 2022

La tierra se abría y salían raíces, piedras, pedazos de madera que habían dormido por años. Salían la tierra seca y la tierra húmeda, salían los bichos, las piedras chicas y las piedras grandes. Los hombres cavaban y nosotras temblábamos escondidas entre los árboles, arriba, allá, en la montaña. Los campos se llenaban de agujeros, ahí, allá, ya nos habían contado y algunos no creían hasta que fue acá. Los llevaron ahí, donde ustedes abrieron primero y les gritaron que hicieran hoyos grandes como los que ustedes hacen y ahí pasó el terror, ahí pasaron los golpes, los insultos, el machete levantado, ahí la sangre, el llanto, el fuego. Yo corrí, corrí con los niños, golpeando los pies contra la tierra, escondiéndonos entre las gotas de lluvia que caían gordas como lágrimas. Corrimos y solo oíamos el paso de otros que se metían entre los árboles. Corrimos y yo pensé que no pararíamos nunca, hasta que mi niño chiquito se quedó parado. Allá, por están esos árboles se quedó, quieto, como los santos de la iglesia, quieto y con los ojos fijos, fijos en las casas que gritaban, que se volvían anaranjadas, rojas, amarillas.  Lloraba, los pies dolían y a mí el corazón se me salía por la boca. Otros pasaban cerquita pero no nos venían por el espanto, como si los ojos abiertos, totalmente abiertos, redondos, no vieran más que el camino no marcado que todos conocíamos hacia la montaña. Yo trataba de jalar a mi niño pero no podía, los pies se le habían vuelto de piedra, de piedra y raíces. Estaba como perdido con los ojos puestos abajo y yo tenía miedo. No podía cargarlo y no, no era porque llevara la niña al pecho, sino porque él tenía los pies de piedra y los ojos fijos, fijos acá, en el pueblo, en las casas que ya no existen. Yo tenía miedo porque ahí parados en medio de los árboles podían darse cuenta de que habíamos huido y algunos de los que pasaban cerca me decían movete, corré, nos estás poniendo en peligro, pero él no se movía, alguien pasó diciéndome dejalo ahí, que se convierta en piedra, si vienen por nosotros va a ser tu culpa y trató de empujarme pero la niña y yo también nos habíamos convertido en piedra y mirábamos hacia abajo y yo le pedía a mi bisabuela que nadie nos viera, que tomáramos forma de árbol hasta que mi niño se moviera. Los otros seguían pasando pero ya nadie nos dijo nada. Éramos árboles y ahí nos quedamos un buen rato hasta que el humo subió y se vino con nosotros, se nos metió en los pulmones y mi niño dijo, vamos, papá ya duerme sin dormir, no es humo, no viene, espera. La chiquita comenzó a moverse y a mamar y yo pude mover los pies, las piernas y el humo caminó con nosotros. Si ellos hubieran querido atraparnos, si ellos hubieran sabido leer el viento, nos habrían agarrado en un ratito, pero el humo, el humo olor a carne de gente, a ropa de gente, a dientes y pelo de gente se vino con nosotros. Con nosotros se vino el de mi papá, el de mi suegro, el de la abuela de mi esposo que no pudieron correr con nosotros. Nos alcanzaron y dieron vueltas escondiéndose en la tela de mi falda, en el tejido del perraje que cubría a mi nena. Yo sabía que ya no éramos árboles, que si uno de ellos volteaba nos vería. Tenía miedo y mi niño no se movía y yo le pedía a mi bisabuela, al humo de mis muertos recientes que nos ayudaran. Un hilito gris de humo juguetón dio vueltas alrededor de mi niño que cerró los párpados y se movió. Papá no es humo, dijo y corrió. Corrió y yo corrí con él. La noche se lanzó sobre nosotros y la montaña nos tragó.

Volvimos después, mucho después, cuando el humo se desprendió de nuestra ropa y revoloteó alrededor nuestro.  Mi niña, que ahora ya caminaba, decía que el humo le cantaba como su bisabuela y yo, que también la escuchaba, supe que era momento de volver, así que lo seguimos, volvimos por la montaña, con miedo pero con el humo de los nuestros revoloteando alrededor.

Él, mi niño ya casi hombre, caminaba adelante. Pensé que no recordaría los pasos, pero corrió, corrió con los ojos claros y llenos de agua. Otros ya estaban acá, otros ya habían levantado lo que quedaba, otros ya lloraban de pena, otros de alegría y yo, yo no podía llorar. Volví hasta allá, allá donde ustedes estuvieron haciendo los hoyos, ahí donde ellos los abrieron y me acosté, me acosté sobre la tierra y vinieron mujeres, hijos, padres, madres, hijas buscando estar cerca de los que no se convirtieron en humo. La tierra se llenó de agua que caía de nuestros ojos y nos quedamos dormidos. Juntos. 

La vida recomenzó ahí donde habíamos estado con ellos, ahí el mercado, allá la vida, allí el baile, acá el rezo, con ellos durmiendo cerca, con ellos contando lo último que vieron antes de caer al pequeño abismo, antes de que la tierra cayera encima, antes de sentir el hueso de la cabeza romperse y la vida escaparse roja. Dolía pero ahí estaban, juntos, hasta que ellos vinieron, esta vez de noche y nosotros temblamos. Que nos quedáramos adentro, todos adentro, que cuando ellos se fueran podríamos salir. Volvió el miedo, con ellos volvió el miedo, volvió la pena, volvieron los pies de piedra de mi niño que se quedó pegado a la puerta los tres días en que solo escuchábamos el rugido de una máquina y grito de la tierra que sacaba piedras, raíces, maderos viejos y los gritos de ellos. Llovía y el agua borraba el paso de la máquina, ahogaba el grito de la tierra y la tierra abierta se cerraba y ellos ya no estaban, no había más lugar para dejar las flores, para dejar el llanto, para dejar la palabra. Silencio.

Silencio. Fue el silencio y no ellos los que nos avisaron que la máquina y los hombres se habían ido. Silencio por años y luego ustedes que vinieron, vinieron y preguntaron en su idioma dónde habían estado y volvieron a abrir ahí la tierra para encontrarla vacía de ellos, vacía de cuerpos, llena de piedras, de raíces viejas, de bichos. La tierra se abría ahí donde estuvieron ellos hasta que la máquina los sacó y entonces vinieron los sueños, vinieron sus voces y volvieron los humos que desde el viento todo habían visto y se metieron por mis pulmones, por los de mis hijos, por los de los otros que se refugiaron en las montañas, entre los árboles y entonces supimos dónde la máquina había vuelto a abrir la tierra, dónde los huesos habían regresado a ella, habían sido de nuevo cubiertos por ella, por la tierra que ahora ustedes abren haciendo caso de sueños de mujeres, de sueños de niños que tenían pocos pasos en la vida cuando el terror vino. Ahora ustedes abren la tierra y salen piedras y salen bichos y salen raíces y salen huesos, huesos vestidos con jirones de tela que nosotras bordamos, huesos con cintas con pájaros que hablaban del amor y de los hijos, huesos con bordes de camisa con los colores de la montaña, los colores del agua. Huesos que levantaron sus voces y se colaron en sueños para guiarnos hasta ellos, para que la tierra se abra una vez más, para que la tierra se abra y veamos en sus cuerpos el filo del machete, el golpe de la bala, la cárcel de la soga que les cortó el habla. Huesos que se aferraron a nuestros tejidos para que pudiéramos decir, él es mi marido, él es mi padre, ella, mi abuela, mi hija, mi niño. Huesos que descansarán un día, con nombre, con lugar para que vuelvan los rezos, las flores, la vida que espera volver a encontrarse con la muerte.

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Guatemala, 1977.
Escritora, socióloga y docente universitaria, posee una Maestría en Educación superior y un Máster en Estudios avanzados en literatura española e hispanoamericana. Actualmente dirige la Editorial Cultura del Ministerio de Cultura y Deportes. Ha publicado Las Flores (2007), Manual del Mundo Paraíso (2010), Buenas Costumbres (2011) Ana sonríe (2015) y La habitación de la memoria (Alfaguara, novela, 2015), Sala de estar (2017) y Dicen (2019). Sus cuentos han sido publicados en Guatemala, Argentina, Italia, Bolivia, El Salvador, Nicaragua, Estados Unidos, México, España y Alemania.