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La tragedia del Congo. Escuchar el silencio

1 agosto, 2011

Para Moisés Elías Fuentes ensayista y pertinente colaborador de caratula “uno de los aciertos de los editores del volumen La tragedia del Congo, estriba en reunir cuatro puntos de vista particulares sobre un mismo tema, porque cada uno desde su singularidad abre un debate nuevo y renovado sobre los Derechos Humanos, sobre la codicia y su contraparte, la generosidad…”, su texto Escuchar el silencio, de donde procede la anterior cita invita a la lectura del libro y da paso al redescubrimiento de la prosa de dos grandes de la literatura universal Mark Twain y Conan Doyle.


Es inevitable pensar en el hoy cuando se tiene acceso a un libro como La tragedia del Congo (Traducción de Susana Carral Martínez y Lorenzo F. Díaz. Alfaguara-Santillana Ediciones Generales-Ediciones del Viento. México, 2010. 410 pp.), volumen que reúne cuatro escritos redactados a la vista del genocidio sistematizado que planificó Leopoldo II de Bélgica para la explotación del caucho y otras materias primas en el Estado Libre del Congo, lo que disfrazó de labor filantrópica.

A lo largo de 410 páginas leemos los testimonios del horror que dejaron cuatro autores, curtidos en el ámbito de la crítica social, aunque todos de factura distinta. Dos británicos, uno de Escocia, el otro de Irlanda; dos estadounidenses, uno blanco, natural del Missouri esclavista, el otro negro, soldado de la Guerra de Secesión. Cuatro hombres diametralmente opuestos y sin embargo entrelazados por la convicción irrefutable de que la palabra intelectual, sea escrita o pronunciada, es el arma mejor calibrada para realizar una crítica social digna de tal nombre.

Digo que es inevitable pensar en el presente (al menos esa fue mi experiencia) a la vista de La tragedia del Congo no sólo porque la región de la que se ocupa, el África, sigue siendo devastada por la insaciable ambición de trasnacionales, provenientes en su mayoría de los países que en tiempos del capitalismo salvaje y el colonialismo fueron metrópolis de las naciones africanas, sino también porque continúa en vigencia, un siglo después de los hechos relatados en el libro, la aplicación desigual de la justicia, el implemento de planes económicos que promueven la marginación de amplios sectores de la sociedad y la escasa o nula presencia de seguridad social y de oportunidades educativas, medidas que se utilizaron y se utilizan para mantener desmoralizadas y despendoladas a las grandes masas sociales que, paradójicamente, son las que hacen posible, en tanto fuerzas de trabajo y de consumo, la generación de las riquezas que disfrutan de manera exclusiva las minorías privilegiadas.

Pastor protestante, historiador de la raza negra a la que orgullosamente pertenecía, George W(ashington) Williams (1849-1891) creyó en la sinceridad de Leopoldo II, de ahí que viajara al Estado Libre del Congo, con el plan de reintegrar al continente africano a los muchísimos esclavos que quedaron libres pero degradados y desempleados en Estados Unidos al final de la Guerra de Secesión. Sin embargo, lo que encontró el religioso e historiador fue una tenebrosa y despiadada organización jerarquizada, que se puso en marcha para garantizar ganancias estratosféricas a la parte superior de la pirámide, mientras dejaba en condiciones paupérrimas y brutalizadas al sustrato del que se servía.

Tan temprano como 1890, G.W. Williams publicó An Open Letter to His Serene Majesty Leopold II, King of the Belgians and Sovereign of the Independent State of Congo, por lo que se le considera entre los primeros occidentales en denunciar las iniquidades y corruptelas desatadas por Leopoldo II y sus adeptos para explotar la nación africana.

Otros hombres religiosos como Williams, misioneros ya católicos, ya protestantes, denunciaron a su vez los crímenes cometidos en escritos que hicieron llegar a sus órdenes e iglesias y que, en parte, funcionaron como referencias y fuentes de información para que Roger Casement (1864-1916) publicara, en 1903, The Congo Report, brillante informe diplomático redactado a instancias del gobierno británico para conocer, de parte de un funcionario suyo, la realidad que se vivía en el país centroafricano hacia aquello años. A la sazón cónsul con varios años en el Estado Libre del Congo, el irlandés Casement se adentró en aquel territorio con el fin de verificar una realidad que para él resultaba tristemente cotidiana.

Golpeado en la última etapa de su vida por tragedias familiares (la muerte de sus hijas, la invalidez física de su esposa) y por una situación financiera personal precaria, Samuel Clemens, mejor conocido como Mark Twain (1835-1910), no rehuyó sus convicciones ideológicas, sino que las acendró, como lo muestra King Leopold’s Soliloquy, agudo texto a medio camino entre el ensayo, la ficción narrativa y el teatro en que el monarca belga, al desacreditar a sus críticos y opositores, detractaba su proyecto “filantrópico” en tierra africana y, por ende, a sí mismo.

A diferencia de su colega estadounidense, cuando sir Arthur Conan Doyle (1859-1930) se adhirió a la causa humanitaria en pro del Congo no se hallaba en el nadir de su vida. Bien ganado su prestigio literario por la saga de Sherlok Holmes y por otras obras no menos logradas e inteligentes, Conan Doyle se comprendió insatisfecho en su fuero interno con la pura fama literaria. Un espíritu sensible como el suyo requería también apostar la ética por causas humanistas. The Crime of the Congo, editado en 1909, es el vasto reportaje de investigación que el natural de Escocia trabajó para acreditar las acusaciones que durante tantos años se habían venido exponiendo en contra de Leopoldo II y demás beneficiarios en el usufructo del caucho congolés.

Como se aprecia al revisar así sea someramente las biografías de estos cuatro autores, cada uno se interesó y ocupó del tema del Estado Libre del Congo por motivos variados y aun divergentes, lo que se devela a las claras al leer los testimonios reunidos en el volumen La tragedia del Congo y valorarlos tanto desde su aspecto ético como desde su expresión estética.

Menos ejercitados en lo referente a la prosa creativa, Williams y Casement hicieron uso de su experiencia como historiador el primero, y en la diplomacia el segundo. Tanto el pastor protestante como el cónsul británico se inclinaron, en lo posible, hacia la objetividad, consignando sólo hechos comprobables y exhibiendo en tanto rumores otros que no tuvieron oportunidad de cotejar personalmente.

Sabedores de que cualquier demostración de subjetividad ayudaba a los “plumíferos” a sueldo con que contaba Leopoldo II en periódicos de las principales capitales europeas, el estadounidense y el irlandés se cuidaron de no descubrir sus opiniones íntimas respecto del tema ni de revelar los sentimientos encontrados (furia, impotencia, sufrimiento) que sin lugar a dudas enfrentaron al comprender la farsa montada por la avaricia insaciable del hipócrita soberano.

Maestros de los ritmos narrativos, Conan Doyle y Twain no se preocupaban por contener sus reacciones emocionales, sino que las devinieron en la columna vertebral de los correspondientes escritos que dedicaron a la desventura congolesa.

Comprometido con las causas sociales como concernía a su conciencia de demócrata británico, Conan Doyle alzó su voz desde la civilización que para él representaba el mundo anglosajón. Decepcionado del capitalismo que se erguía en su nación, pero nunca entregado a la fácil misantropía, Twain levantó su voz desde la solidaridad humana más genuina, fruto de la compasión de un hombre que conoció en carne propia los disfavores de un sistema económico implacable, pero también la sincera caridad que se entraña en los hombres y las mujeres de a pie, los de todos los días.

La atroz noche del Congo fue una y la misma, aunque las formas de testimoniarla fueron muchas. Uno de los aciertos de los editores del volumen La tragedia del Congo estriba en reunir cuatro puntos de vista particulares sobre un mismo tema, porque cada uno desde su singularidad abre un debate nuevo y renovado sobre los Derechos Humanos, sobre la codicia y su contraparte, la generosidad.

Otro acierto señero del volumen es que recupera cuatro textos de crítica social desligados de posturas ideológicas o académicas. Williams, Casement, Conan Doyle y Twain son seres humanos que abogan por la dignidad de otros seres humanos, de manera llana y lisa, porque en efecto, toda crítica social verdadera (pienso en Franz Fannon, en doña Hebe de Bonafini, en José Saramago) no comienza con una postura ideológica o política beligerante, sino como compromiso humano con el ser humano. La ideología o la certeza política se transforman en instrumento del humanismo, que no en su principio y fin.

III

Apenas en su arranque la segunda década del siglo XXI, tenemos ante nosotros la emergencia de sociedades que regresan al foro público con el convencimiento de pertenecer a una comunidad, de ser comunidades con todo lo que la palabra implica: comunitario, común, comunión, comunicación.

Sobresaltada toda Europa por brutales medidas de austeridad con la que los gobiernos pretenden pasar a la sociedad civil el costo de políticas económicas irresponsables que los endeudaron más allá de su solvencia monetaria, los “indignados” españoles devienen en “indignados” griegos, franceses, italianos, británicos, lo que ha generado lazos de solidaridad, patriotismo y renovación del tejido social, lo que no se veía con tal ahínco quizás desde los días de la Segunda Guerra Mundial.

Reprimidos en su mayoría por regímenes de corte dictatorial y gerontocrático, los ciudadanos de a pie en muchos países norteafricanos y del próximo Oriente han tomado las calles para exigir su derecho a la existencia, ante la mirada aturdida de gobiernos acostumbrados a coartar con la cárcel o los rifles toda protesta.

Aun con la amenaza del desempleo o del terrorismo de estado, los pueblos de estas naciones europeas, africanas o asiáticas, están haciendo escuchar su voz y están dispuestos a morir por una causa que no es manipulada por ideologías demagógicas ni por radicalismos, sino por el simple deseo del bien común. El silencio de los pueblos, hecho de gritos desgarrados y de llantos asfixiados, retumba ahora de una forma ineludible. Es de necios no escucharlo.

Dije antes que es inevitable pensar en nuestro hoy al leer La tragedia del Congo. Sin pensar en su posición social o en su prestigio intelectual, Williams, Casement, Conan Doyle y Twain se comprometieron con el ser humano, no sólo del Congo, sino en general, porque donde se humilla la dignidad de un ser humano se humilla la de todos.

Los habitantes del Estado Libre del Congo no tenían voz propia, pero tuvieron voz a través de personajes como los reunidos en La tragedia del Congo. En la actualidad, somos los individuos quienes no tenemos voz, pero la vamos adquiriendo gracias a las voces de esas masas en emergencia que han traído de nueva cuenta a la memoria la certidumbre de que el primer derecho del ser humano, el que le da razón de ser y de existir, es el derecho a la dignidad, la personal y la colectiva.

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Managua, Nicaragua, 1972.
Poeta y ensayista nicaragüense . Licenciado en lengua y literaturas hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (Unam). Ha colaborado en diversas revistas culturales de su país (Cultura de Paz, Decenio, El Pez y la Serpiente), así como de México (Diturna, Alforja de Poesía, Cuadernos Americanos). Publica artículos y ensayos de crítica literaria y de cine en el periódico El Nuevo Diario, de su país, y en la revista virtual Carátula, del escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Ha participado en el 4º Encuentro Internacional de Poesía Pacífico-Lázaro Cárdenas (2002), en Michoacán, en el Primer Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), en el 8º Encuentro Internacional de Escritores Zamora (2004), en Michoacán, en el Libro Club de la Fábrica de Artes y Oficios de Oriente (2004), como invitado especial en el Tercer Encuentro Regional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2004), y en el Segundo Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra (Guanajuato, 2005). Radica en México, D.F.