
Las muchachas
1 octubre, 2024
El silencio del patio se asentó entre las dos filas de departamentos. La quietud exprimió toda señal de vida del recinto: ni un llamado, ni una pisca de música, ni un paso. Algún poder del más allá exprimió la bulla de la juventud y solo dejó su cáscara hueca. Aun el nogal que presidía en el centro del patio yacía despojado de vida, apenas un par de hojas temblaban entre sus ramas. Ningún rumor surgió del comedor relegado al fondo del patio que juntaba a las dos columnas de departamentos en un espacio de frenesí alimenticio y fiestas desbordantes. Esta tarde, no se percibía el aroma de la comida ni el vaivén de la gente que hacía vibrar el recinto de la primera a la última hora del fin de semana. El lugar resultó embargado por alguna fuerza que recogió su barullo y lo consignó a algún rincón oculto.
A la entrada del patio, Christian quedó absorto por el vacío que se extendía de un ala a la otra del complejo. Tuvo la impresión de haber vislumbrado un par de sombras tras los cristales, pero dejó que la quietud lo disuadiera de toda pesquisa y lo motivara a buscar la dinámica del fin de semana en algún otro rincón de la ciudad. Ya se despedía del patio cuando escuchó un grito. Fue un llamado de ayuda que se filtró desde algún espacio cerrado, pero pese a los inconvenientes, llegó al oído de Christian con claridad. Este tendió el oído, pero el estallido de una bocina irrumpió en el patio y lo hizo vibrar con una canción de la época.
Christian subió al ala superior de departamentos y se puso a recorrerla a grandes zancadas. Bajo la manta de vibraciones acústicas, Christian halló el hilo de la voz que pedía ayuda, pero enredada con una masculina. Su oído lo orientó hacia el sitio de la pugna y sus pasos lo llevaron a una ventana tapada con una colcha en función de persiana.
El llamado de ayuda se repitió y un estallido de groserías lo acalló. Entre dudas y confusiones, Christian tocó en la puerta. Las voces de hombres y una mujer se confundieron en una sinfonía de mal agüero. Tras la gritería inicial, una voz masculina conminó a una joven a rendirse por las buenas y esta se negó a gritos.
Dado a meter sus narices donde no le correspondía, Christian dio una patada a la puerta que se abrió desgajando su marco. La penetración de la luz en la alcoba congeló a tres caras en el interior y la del visitante en el umbral. Ambas partes quedaron en expectativa de una clarificación que permaneció en el aire. Las tres caras de la alcoba permanecieron volteadas hacia Christian iguales a las de búhos deslumbrados por la luz.
Un cuerpo agachado surgió de la nada, acaso estaba oculto tras la puerta quebrada, y dio un empellón de miedo a Christian. Este se tambaleó y apenas permaneció de pie. En lugar de la arremetida, el hombre de la nada tenía en mente su desaparición de la escena que se desvió del guion original. Tras su desaparición, Christian se apuró a asumir una postura de hombre seguro de sí mismo haciendo caso omiso de la zarandeada.
Al fondo de la alcoba, un joven de escasos veinte años apuntaba con una navaja a una muchacha de la misma edad. Aparentemente, esta estaba tirando patadas con la espalda apoyada contra la pared. Otro joven armado con una navaja y encaramado sobre la cama acosaba a la muchacha desde arriba, presto a caerle encima. Los tres parecían posar para una fotografía que promovía una película de acción.
Cuando las navajas efectuaron un giro y apuntaron hacia Christian, cortaron las ataduras del tiempo y este se puso a correr de nuevo. Se descongeló la imagen y un acosador de ojos ardientes preguntó:
-Christian. ¿Estás con nosotros o ellas?
Las tres caras rubias se enfocaron en Christian y lo envolvieron en una telaraña de la que no podía zafarse así, nomás por nomás. Sus pulmones jalaron aire para refrescar la mente. Su lengua trastabilló, pero informó a los jóvenes que estaba de su lado. -¿Con quién más podría estar?- Sin embargo, tuvo que compartirles la mala noticia. Los vigilantes estaban en camino y en cualquier instante iban a desembocar en su departamento y echarlos en el calabozo.
El joven de la cama suspiró con un alivio que se reflejó en la cara de su compañero. Este informó a Christian que los vigilantes estaban con ellos y que no faltaba más que cubrir la entrada con la puerta desencajada y terminar lo empezado. De paso, soltó a Christian la información sobre su lugar en la acción.
-Tú serás el tercero porque llegaste último.
Cristián se mordió la lengua, su aviso sobre los vigilantes exprimió un chorrito de bilis en sus entrañas. A pesar de sus aspiraciones altaneras en el ámbito de la locución, los hechos le recordaron una vez más que era un insecto zumbando sin ton ni son en un espacio desconocido. Zumbaba sin saber a dónde su sonido lo llevaba. Pese al zumbido que en ocasiones lo desviaba de la realidad, una cicatriz en el pecho le recordaba lo peligroso que eran las navajas.
Los acosadores se arrimaron a su presa, casi podían sentir los latidos de su corazón. El miedo pulsaba en el cuello de la presa. La miraron a la cara y le compartieron argumentos bien intencionados en favor de su rendición. Sin tomar en consideración su invitación, ella asestó una patada en la entrepierna del que estaba en el piso y en el proceso recibió una cortada. El acechador rugió de dolor y se enderezo para acometer cuando un grito de Christian lo detuvo.
Como si no hubiera proferido ningún aviso sobre la llegada de los vigilantes, Christian descargó una mirada de desprecio sobre los agresores y, como conocedor indiscutido de situaciones similares, informó con gravedad a los acechadores babeantes que estaban a punto de sufrir un revés del destino. Les trató de imbéciles por no estar al tanto de la llegada inminente de la policía federal, la notoria CLIF, y que los muchachos se encaminaban hacia una celda de la que serían dueños por muchos años.
Los ojos de los acechadores se revolcaron en sus cuencas. Se sintieron atrapados en medio de una escena de su propio montaje. La sensación de acorralamiento en su espacio de fantasías los confundió. Las siglas “CLIF” salpicaron de sus labios y fueron retomadas en las habitaciones contiguas. En su recorrido por el complejo departamental, se complementaron con imprecaciones. Una catarata de ¡CLIF! ¡CLIF! corrió cuartos abajo, cuartos arriba, y terminó por inundar el recinto.
-¿Qué hacemos? -Preguntó a Christian uno de los acechadores. Su desconcierto socavó el deseo de posesión carnal y buscó un camino de salida.
Colmada de regaños, la voz de Christian resultó tan acertada como la patada de la muchacha. Desplegó un plan que iba a hacer tabla rasa de la problemática y poner a la hora el fin de semana:
-Dejen esas navajas y lárguense de aquí. -En un santiamén, los acosadores soltaron sus navajas y evacuaron la habitación en un parpadeo.
Christian tomó un momento para deshacerse de la grata sorpresa que le ocasionó el desenlace y liberó a la muchacha de su inmovilidad mostrándole la puerta. Ella se detuvo en el umbral y averiguó sobre su amiga. El comentario expresado con palabras de pánico confundió al joven. Sin la menor intención de ponerse a buscar interpretaciones del intríngulis lingüístico, Christian le ordenó con fastidio que se largara porque las oportunidades se van y no regresan. La muchacha giró sobre sus talones y desapareció.
A punto de salir, Christian se percató de un cuerpo que yacía al lado de la puerta. Una mujer rubia, amordazada, reducida a un bulto a fuerza de ataduras, lo miraba desde el piso. Sus ojos estaban llenos de ansia, pero no hubo ningún esfuerzo por liberarse. Ni una fibra muscular se contrajo para expresar su inconformidad con las ataduras, ni un intento de palabra para vencer la mordaza. Su existencia se redujo a la mirada.
La tarea de cortar las cuerdas sacó gotas de sudor de la frente de Christian. Las ataduras estaban hundidas en la carne, a primera vista no había por dónde llegarles sin rebanar aquella piel de mantequilla. Al deshacerse de las cuerdas, le preguntó si podía levantarse y ella negó con la cabeza. Mientras Christian le ayudaba a incorporarse, notó un hilo de sangre que corría por la parte interna de su pierna y miró al otro lado.
Deteniéndola, le habló de la salida inminente del aprieto, que todo estaba terminado, que todo estaría bien. Se sorprendió a él mismo con su lenguaje mantequilloso que a menudo le faltaba para untar contingencias.
Al salir de la habitación con una mano bajo el brazo de la muchacha, Christian divisó unos cuerpos que se escabulleron en el ala inferior de departamentos. Rosando y chocando con los marcos de las puertas, huían ante el fantasma de su consciencia. Al parecer, la consciencia actúa aun cuando uno niega su existencia.
Mientras la pareja en retirada batallaba para zafarse del apretón que las dos alas ejercían sobre ellos, Christian fue batido por una lluvia de amenazas por romper el protocolo de “no meterse”. También le cayó uno que otro recordatorio sobre las consecuencias de una traición. De sobra le recordaron que el pecado de traición impactaría su expectativa de vida.
Deteniendo el brazo del que pendía el cuerpo de carnes rendidas, Christian se estremeció al ver a un vigilante a la salida del patio. Lucía el color negro de las botas a la gorra y solo dos piezas de acero bruñido resaltaban de la negrura: el asa de la pistola y la placa. Parado, esperaba con desinterés a la pareja titubeante con la paciencia de un hombre avezado en el arte de la vigilancia. La tranquilidad de su rostro comprobaba su confianza.
-Mira -susurró Christian a la muchacha sin levantar la mirada del suelo-, tienes que ser fuerte. Cuando te diga corre, corre a tu apartamento. Si alguien te detiene, grita tu nombre y no te dejes llevar. Los de negro están con estos.
Los ojos de la muchacha de dieciocho años de inexperiencia centellearon. Sus miradas se cruzaron y Christian sintió que en un parpadeo se forjó el carácter de una guerrera tan decidida como su amiga cuyos gritos y patadas mantuvieron a raya a ese puñado de agresores armados. Christian supo que ya no estaba solo, tenía aliadas de peso, pero al igual sabía a ciencia cierta que el coche del vigilante era el mero preámbulo del infierno que ni siquiera Dante Alighieri había sacado a la luz en su totalidad.
Al llegar a la salida, Christian dijo “corre” y la muchacha se desprendió de su brazo como si fuera una muleta obsoleta y emprendió una carrera colina arriba. El ímpetu de su esfuerzo dejó a Christian sin aliento, apenas logró atajar el camino del vigilante. Este lo empujó, rugió, trato de sacarlo de su camino, pero siempre Christian estaba un paso adelante.
Finalmente, Christian recibió un golpe en el pecho que lo hizo retroceder varios pasos. Al sentir de nuevo el piso firme bajo sus pies, reinició una conversación con el vigilante. Con toda la terminología jurídica y la cortesía que Christian encontró en su acervo lingüístico, se puso a reiterar igual a un gramófono descompuesto su solicitud de ver el documento con el que el vigilante validaba su arresto. Tras unos momentos de desorientación, el uniformado escupió palabras sobre su derecho de hacer lo que le complacía. Uno insistía en su derecho conferido por la placa y el otro en un documento debidamente firmado y sellado.
Christian sufrió otro golpazo que lo hizo retroceder con el ardor en el pecho. El dolor cundió aún más profundamente de lo debido porque Christian estaba consciente de haber podido esquivarlo. Pero presintió que esquivarlo hubiera traído consecuencias nefastas. La embestida en falso y el humillante porrazo del vigilante contra la acera habrían ocasionado el derrame de su bilis y descontrolado la situación ya precaria. Si las muchachas hicieron prueba de tanta resiliencia, yo tampoco me rajaré, pensó Christian.
Los golpes de uno y las solicitudes jurídicas del otro retomaron su ritmo hasta que Christian se percató que el agujero negro de una pistola apuntaba a su testa. Sus articulaciones rechinaron y con un apretón de tuerca a los músculos inmovilizaron. El vigilante gritó órdenes que la mente de Christian pasó por alto sin querer, solo veía el azul profundo de dos ojos junto a la negrura del cañón. El azul y el negro armaron un triángulo de miedo.
Christian levantó las manos, su verbosidad agarró el código jurídico de nuevo y empezó a desgranar las cláusulas y sus respectivos números de página que sustentaban su derecho de comprobar la validez de las actividades emprendidas por el vigilante. Cuando le pareció haber atraído la atención del hombre de negro, a pesar del culebreo del azul y el negro, Christian soltó la amenaza de una demanda jurídica contra la institución que los padres prominentes de las muchachas presentarían sin dilación.
Con júbilo oculto y una bocanada de optimismo, Christian presenció cómo una duda bañada de bendición había cundido sobre la cara del vigilante. Este enfundó la pistola y corrió banqueta abajo para arrancar una bocina del tablero de su coche y averiguar sobre los intríngulis de la maldita jurisprudencia que no los dejaba hacer su trabajo como Dios manda.
Cuando se dirigió de nuevo hacia Christian, el vigilante habló con claridad y determinación. Lo invitó por última vez a salirse de su camino y lentamente desenfundó su pistola. Christian vio como el seguro saltó bajo el pulgar del uniformado y se apresuró a disculparse por el malentendido y se apegó de nuevo al código jurídico. Después de todo, su intención consistía en amparar la legitimidad de la intervención protectora del vigilante y nada más que eso.
Ajeno a los comentarios y la gesticulación de Christian, un movimiento de la pistola le comunicó la orden de quitarse de su camino y no dejó ningún espacio para la apelación. En ese momento, se escuchó la voz de un muchacho que sacó el pecho en la ventana de un edificio de al lado. Desde arriba, saludó a Christian a gritos y le aconsejó de viva voz quitarse del camino. Al instante, el vigilante soltó la pregunta sobre el lado en que el muchacho de la ventana se ubicaba y este brindó su apoyo al desarmado bribón que sudaba la gota gorda.
Christian dio un paso al lado manteniendo las manos en el aire. La pistola lo conminó a realizar otro en la misma dirección y el joven terminó de nuevo en el patio del que había salido. El remolino que sacudía el pecho de Christian bombeaba con regocijo y agradecimiento, el regocijo por haber atajado al vigilante y el agradecimiento al ángel de la guarda por su amparo. Después de todo, el agujero negro del cañón resistió el impulso de agujerear su húmeda pero nueva camisa. Así, el silencio de la negrura lo llenó de euforia.
Mientras el vigilante corría banqueta arriba tras su presa que no se dejaba ver, Christian festejaba el cumplimiento de su encomienda respirando a todo pulmón. Sentir el aire remolineando en su pecho era una bendición que gozaba con cada respiro. Pensó, con tan poco, uno puede sentir tanto. Luego estrenó su paso napoleónico que lo llevó derecho a su apartamento. Bien está lo que bien acaba, pensó Christian feliz como una perdiz.
En su recámara, la euforia mantenía a Christian flotando sobre un colchón de nubes. El sudor de su camisa refrescaba su espalda y estiraba las comisuras de sus labios. Pero la vida no fue dotada de un estado permanente de alegría y unos nudillos vinieron a recordárselo. Hicieron vibrar la puerta y los sonidos repiquetearon en los oídos de Christian.
Un coche oficial lo escoltó hasta la Estación de vigilantes. Al abrirse el portón, Christian presenció el trajín de todo un ecosistema de uniformes negros. Actuaban con brusquedad molesta, pero jamás lo importunaron con una mirada mientras permanecía sentado con la espalda contra la pared. Probablemente preocupados por su deshidratación debido al sudor que dejó manchas en su camisa, le sirvieron un refresco que incluso destaparon para facilitar su consumo.
Sin ningún deseo de citar el código civil y resignado hasta el tuétano, Christian se relajó a tal punto que casi se dejó llevar por el sueño. A un costado del revoltijo de uniformes, dormitaba en su indiferencia. Al sentir la caída de sus párpados, se sorprendió de la paz que lo arrullaba.
Tras el rechinido de una puerta que espantó la somnolencia de Christian, este escuchó la voz de una mujer en la oficina contigua. Le llegó clara como la madrugada de ese sábado. Tuvo la impresión de estar en la misma habitación sin que ella lo percibiera. La voz tejía y destejía una tela verbal en su faena de convencer a alguien que el juez no creería en los testimonios de que Christian había violado a la muchacha ni de que este había obstaculizado el rescate emprendido por el vigilante. Añadió que Cristian había liberado a otras personas de aprietos similares y que estas formarían filas para testificar en su favor. Además, la mujer dio seguimiento a su esfuerzo de persuasión, -el que salva a hombres y mujeres de violación, no los somete a este tormento. Es consabido por los peritos jurídicos que los violadores no liberan a las víctimas, ni mucho menos, sino que se unen al frenesí colectivo. Esta es la verdadera naturaleza de los violadores-, aseguró la mujer y empezó a elaborar el cuadro patológico de estos delincuentes cuando un gruñido puso un alto a su palabreo.
-¿Y qué juez manda en este pueblo? ¿Alguien le puede negar su derecho? -Tronaron las preguntas de una voz irritada.
Mientras escuchaba el golpeteo de las palabras que caían como fichas de dominó sobre el tablero de su destino, Christian entendió que su pellejo estaba de nuevo a punto de ser chamuscado. Su pronóstico del clima jurídico que lo esperaba en el palacio de justicia despertó su anhelo por el cobijo de un experto jurídico que no inventaba cláusulas de la jurisprudencia ni las dotaba de una paginación imaginaria. En otros términos, un abogado de a de veras no le caería mal para nada.
Su contemplación fue interrumpida por un coloso ceñudo cuya corpulencia hacía gala de su musculatura y ponía su uniforme en aprietos. De primeras, informó a Christian que estaba en graves problemas. Dejó que el mensaje se asentara en la mente del bribón y luego le ofreció una salida del berenjenal: solo necesitaba firmar la confesión de su participación en la violación. No había de qué preocuparse, ellos iban a detener el papeleo de su arresto unos días para darle tiempo de tomar el camino de salida sin regreso del pueblo al que había venido a alborotar.
Christian tomó la pluma que el coloso le tendió, la puso sobre la mesa con cuidado, y levantó el documento de la confesión con ambas manos. La leyó en voz alta, desgarró la hoja y la regresó en su versión desmenuzada al vigilante.
Al acecho de la siguiente embestida administrativa, Christian escuchó el rechinido de la puerta de entrada que dio paso a un fragor de voces femeninas. Un puñado de mujeres jóvenes gritaba y amenazaba a los vigilantes. Anunciaban procesos jurídicos y exigían la liberación de Christian.
Algunos vigilantes se esfumaron y otros bajaron sus cabezas. Finalmente, uno carraspeó e informó con solemnidad a la cuadrilla de las insubordinadas sobre el protocolo administrativo que consistía en el registro del caso y la liberación consecuente de Christian. La clarificación del proceso reglamentario no hizo mella en el ímpetu de las muchachas que llevaron su clamor a una escala superior.
El alboroto que rayaba en el desacato de la Estación de vigilancia sacó a un hombre delgado y chaparro de la oficina de al lado. Se paró en jarras frente a las insubordinadas y se hizo silencio. El hombre se volteó hacia Christian y con un ademán de la mano lo mandó fuera de su edificio.
A la pandilla de las insubordinadas
De la colección Cuentos de sobra
Nació en Belgrado, ex Yugoslavia. Vivió y sobrevivió en cinco países. Impartió clases en dos universidades mexicanas y dos estadounidenses. Participó en actividades académicas con: cuarenta y un artículos, cuatro libros individuales, coordinación de once libros colaborativos, cuarenta exposiciones y siete capítulos de libros. También ha sido integrante de diez comités editoriales, cuatro academias y presidente de la Asociación de Profesores del ITESM.