Lectura del Santo Evangelio según San Mateo

1 febrero, 2008

Valeska se puso de pie junto a todos los presentes, vio que Juan, el Padre Juan, caminaba lento hacia el púlpito para leer el Evangelio con esa voz grave, pausada, que tenía, que había tenido siempre.  Cruzó los dedos índice y pulgar en la forma que su mamá le había enseñado de pequeña y empezó a persignarse, llena de respeto ante la Palabra del Señor, mientras escuchaba que el Padre Juan decía: “Lectura del Santo Evangelio según San Mateo”.  Dejó sus dedos un instante sobre esos labios suaves, húmedos, y cerró los ojos para concentrarse en la profundidad, en la paz interior que comunicaba esa voz que conocía tan bien.

En aquel tiempo se enteró el tetrarca Herodes de la fama de Jesús…, empezó a leer el Padre Juan, y Valeska dejó que su voz resonara dentro de ella como una cuerda que vibra con un ritmo lento y seguro.  Escuchó cada palabra, el eco que se elevaba solitario por el alto espacio sagrado, cada modulación, cada énfasis; escuchó cómo el Padre disfrutaba, paladeaba las palabras como si fueran notas de una melodía que no se cansaba de interpretar.

y dijo a sus criados: “Ése es Juan el Bautista; él ha resucitado de entre los muertos, y por eso actúan en él fuerzas milagrosas.

Imaginó que, en esas pausas, el joven sacerdote levantaba la vista y veía a los fieles directamente a los ojos como llamándolos a la reflexión, a la conversión definitiva, ésa que ella no podía lograr.

Es que Herodes había prendido a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel, por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo.

Recordó los días de infancia en que Juan era ese niño apartado que hablaba quedo y bajaba la vista cuando estaba frente a ella; el día en que, ya adolescentes, ella le tomó la mano al bajar del bus y se lo llevó como corderito hasta la puerta de su casa donde lo despidió con un beso furtivo.

Porque Juan le decía: “No te es lícito tenerla”.

Se imaginó a la gente que la rodeaba: a doña Isabel, la madre de Juan, que iba todos los domingos a escuchar la misa que su hijo oficiaba y se sentaba en primera fila y le contaba a todo el mundo que el Padre era su hijo muy querido, el único, y que era un regalo del Señor porque lo había tenido en su vejez; a don Zacarías, el padre, hombre humilde y apocado que se sentaba siempre en el rincón de la banca con las manos cruzadas al frente y la cabeza inclinada en señal de reverencia; a los vecinos que lo seguían y lo tomaban por un santo viviente, alguien en quien habitaba el Espíritu Santo, por su palabra inspirada, su elocuencia amorosa y su rectitud a toda prueba.

Y aunque quería matarle, temió a la gente, porque le tenían por profeta.

Recordó el día en que, por fin, Juan la fue a buscar al viejo edificio de la Escuela Nacional de Danza, en el centro, para decirle que iba a entrar al Seminario, que no viviría más en la zona tres, que de ahí en adelante viviría con el Padre Pablo en el Seminario Mayor de la Asunción, allá al final de la Roosevelt.  Pudo ver su figura desaliñada contra las ventanas desvencijadas del edificio frío, abandonado, de otro tiempo, mientras le decía que su mamá estaba contentísima y que su papá no se había opuesto en lo más mínimo.  Recordó que se quedó ahí, quieta, de una pieza, que oyó el eco de los pasos de Juan bajando las gradas y saliendo a la calle, al sol, al ruido de las camionetas; que se asomó a la ventana para ver cómo se perdía entre cientos de gentes, cada quien buscando su camino; recordó cómo se quedó sola en el amplio salón de ensayos, que caminó a la barra y bailó una serie de frases incoherentes frente al espejo mudo que le devolvía su confusión.

Mas llegado el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio de todos gustando tanto a Herodes,

Pensó, con rabia, que su vida no había sido la misma desde entonces, que ya no le importó nada, que se dejó llevar por los amigos salvajes de su hermana Marta, y que así había conocido a Mario el Loco, quien era por aquel entonces el novio, el dueño de su hermana.

que éste le prometió bajo juramento darle lo que pidiese.

Se sobrecogió al recordar que su hermana le reprochaba sus escapadas a la misa de Juan, “ese cabrón que siempre nos está acusando de inmorales y no sé qué más cosas porque vivimos en la misma casa con el Mario”.  Recordó las miradas y el cuchicheo de la gente del barrio cuando la veían bajar del BMW que le había regalado Mario, de la forma evidente en que evitaban sentarse en la misma banca o cerca para no tener que darle la paz durante la misa.

Ella, instigada por su madre, “dame aquí, dijo, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista”.

Empezó a sentirse incómoda, sintió que la blusa ajustada, la falda negra y las medias oscuras revelaban su cuerpo, sintió que las miradas de todos los que la conocían se deslizaban por ese cuerpo desnudo, aterido de frío y vergüenza en medio de la iglesia.  Cruzó por su mente la idea de que Juan, al leer el evangelio, no había dejado de pensar un segundo en ella, en que lo leía con aquella dulzura enfática por ella, para ella.

Entristecióse el rey, pero, a causa del juramento y de los comensales, ordenó que se le diese,

Quiso abrir los ojos para comprobar que los vecinos, la familia de Juan, la estaban viendo; pero decidió seguir en su aislamiento hasta el final, hasta la última palabra, hasta que el Padre dejara resonando el último eco de su regaño velado; entonces abriría los ojos y volvería a este mundo, a esta vida cruel donde todo es blanco o negro, bueno o malo, donde nadie entiende que hay cosas que no se pueden evitar y personas que no son tan malas como las pintan.

y envió a decapitar a Juan en la cárcel.

Calculó la distancia a ciegas e imaginó los gestos de Juan subido en ese pedestal que lo volvía intocable, incuestionable.  Recordó la forma en que, escoltado por los monaguillos, se desaparecía al final de la misa por una puerta que ella nunca había cruzado.  En un reflejo, sin causa aparente, recordó a Mario el Loco, lo vio sentado a una mesa llena de cervezas, coca-colas, vasos de plástico, botellas de ron y tequila, justo como era el rito de los fines de semana con sus amigos; allí estaba, pleno de poder, instalado en el garaje de la casa, desnudo de la cintura para arriba, gordo y velludo, fumando y riendo a carcajadas de cuando en cuando.

Su cabeza fue traída en una bandeja y entregada a la muchacha, la cual se la llevó a su madre.

Recordó que en una de esas fiestas de fin de semana, Marta la había llamado, le había dicho venite, dejá a esos bolos que sigan hablando sus cosas, contame ¿por qué estás triste y andás como alma en pena llorando cuando creés que no te oímos?  Y entonces sintió un nudo en la garganta imposible de disimular, se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a decirle que había hablado con Juan, que le había confesado que nunca se resignó a la idea de que fuera Padre, que por qué no tenían una relación, que ella no pretendía que se casara con ella, Dios guarde, el Mario la mataría.  Le contó que Juan se había indignado y le había dicho que necesitaba ayuda, que debía confesar sus pecados y volver a rebaño del Señor, que se condenaría si seguía viviendo de esa manera.  Y su hermana la escuchó largo y al final se abrazaron, lloraron juntas, rezaron y le pidieron perdón a Dios por compartir al mismo hombre.  El Mario, al fin y al cabo, era bueno con los suyos, generoso y protector.

Llegando después sus discípulos, recogieron el cadáver y lo sepultaron; y fueron a informar a Jesús.

Y ya cuando el evangelio, después de narrar esa historia tremenda, llegaba a su fin, Valeska recordó que al final de aquella plática le dijo a Marta que quería estar sola, que saldría a dar una vuelta sin rumbo; recordó que había pasado entre aquellos hombres limpiándose los ojos y que el Mario, desde una nube de humo, le había preguntado ¿qué te pasa? ¿Estás bien?  ¿A dónde vas?  Pero en ese momento se oyeron otras voces y risas y todos quedaron atrás, del otro lado del portón.  Recordó que, sin esperar al guardaespaldas, tomó el auto, salió por las calles del barrio, llegó a la Avenida del Cementerio, atravesó la zona tres, llegó al Centro Cívico, cogió la doce avenida y no paró hasta llegar al Mirador de la Carretera a El Salvador.  Allí detuvo el auto y se bajó.  No había un alma.  El aire, recordó, era tenue, y la noche empezaba a caer.  Entonces encendió un cigarro y se quedó viendo el brillo cada vez más intenso de las luces, sentada sobre el capó reluciente del BMW, sin pensar, sin sentir, flotando en un silencio ancho y ajeno como el mundo.

Al oírlo Jesús, se retiró de allí en una barca, aparte, a un lugar solitario.  En cuanto lo supieron las gentes, salieron tras él viniendo a pie de las ciudades.

El Padre Juan besó la Biblia con ademán reverencial, cruzó sus manos en señal de oración y, después de un instante, dijo: “Pueden sentarse”.

Entonces Valeska abrió los ojos y pudo ver su mirada fija, directa.  Se sentó sin ver a su alrededor y se dispuso a escuchar la homilía.  Pensó que lo peor ya había pasado, que nada podía ser tan poderoso como la historia que acababa de escuchar.  Ahora Juan hablaría para todos, generalizaría, se iría por la tangente, hablaría en nombre de la Iglesia, recordaría palabras del Papa, de sus maestros, daría consejos sensatos y repartiría el consuelo a sus ovejas.  Pero la historia, ese relato sanguinario y envuelto en el misterio, había sido para ella.  Y todos lo sabían.

Llegó el Credo, la Oración Universal y hasta que ya iba bien entrada la Consagración, Valeska volvió a poner atención.

… cogió el pan, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: “Éste es mi cuerpo que será entregado por vosotros los hombres para el perdón de los pecados.  Haced esto en conmemoración mía”.

Pensó que faltaba poco, que sólo tendría que esperar a que la gente pasara a comulgar, más para verla a ella que para recibir el cuerpo que borra los pecados.  Ese cuerpo divino, ese cuerpo luminoso que redime lo recibiría ella para lavar sus pecados, para abandonar la vida que llevaba y empezar de nuevo como si nunca hubiera sido la concubina del Mario y Juan nunca se hubiera ido al Seminario.  Pero no pensaba en pasar a comulgar, pensaba, como siempre, en convencer a Juan de hacer a un lado sus votos y abandonar su ministerio.  Había venido a eso.  Sí, ésta sería la última vez que se lo pediría.  Miraría directo al fondo de sus ojos tímidos buscando la debilidad, la fragilidad del recuerdo, apelaría a lo que habían vivido juntos, a lo que pudo haber sido, le diría que si él no la rescataba, seguiría viviendo en pecado porque sólo él tenía el poder para salvarla.

Cuando la misa terminó, Valeska no se movió de su lugar.  En un rumor incierto, la gente fue saliendo y ella sintió que eran como una marea que la estremecía con cada ola que pasaba.  No se preocupó por los padres de Juan porque nunca se quedaban, salían con toda la gente orgullosos de la elocuencia, la erudición, de la santidad de su hijo que era como ningún otro muchacho del barrio, un verdadero enviado del cielo para alegrar sus vidas y salvar otras tantas.  Pensó que él se quedaba solo arreglando las ropas ceremoniales cuando los monaguillos salían de la sacristía, y que ése era el momento para acercarse.

Hacía tiempo que no hablaban.  Ni una llamada, ni un mensaje, ni siquiera el chisme de que hubiera preguntado por ella durante casi tres meses.  Valeska se había refugiado en sus ensayos, en la preparación de las nuevas coreografías, para olvidar quizá que Juan ni se acordaba de ella, para no pensar en el mundo violento del Mario y su hermana, en sus burlas sobre esa estupidez de la danza, como ellos la calificaban.

La iglesia por fin se quedó vacía.  Los últimos pasos todavía resonaban lejanos.

Entonces, como si fuera a cometer un crimen, se levantó con sigilo, caminó midiendo sus pasos, subió las amplias gradas que llevaban al altar mayor, cruzó el espacio sagrado pegándose a la pared, llegó a la sacristía, vio hacia adentro y le dio un vuelco el corazón.  Por un instante pensó que ese lugar oscuro lleno de ropas extrañas y muebles viejos era una prisión, un calabozo, una capilla ardiente donde se espera la llegada de la muerte.  Juan estaba al fondo, sereno, besando la estola antes de colgarla, moviendo los labios como si dijera una oración que sólo Dios podía escuchar.

―Juan ―dijo ella, con temor―, ¿todavía te acordás de mí?

―¡Valeska! ―contestó, sorprendido de verla dentro de su territorio―.  Pensé que te habías ido con todos.

―No ―dijo ella, dando sus primeros pasos dentro de la sacristía―, no vine a misa, en realidad vine a verte.  Quería hablar contigo.

―¿Querías o querés? ―dijo el Padre, desafiante.

―Quiero ―contestó, deteniéndose para hacerlo llegar hasta ella.

―Tengo un compromiso, pero te puedo dedicar unos minutos ―dijo él, volviendo a coger la estola como si fuera a confesarla―.  ¿Querés ir a mi oficina o preferís el confesionario?

―Tu oficina ―dijo ella, muy seria―.  Y no vengo a confesarme.

Sosteniendo todavía la estola en su mano, se acercó a ella, le dio un beso en la mejilla y le indicó el camino para salir de la sacristía.

Bordearon el altar mayor.  Cuando pasaban frente al Sagrario, el Padre Juan, sin persignarse, puso la rodilla derecha en el piso inclinando levemente la cabeza.  Llegaron a una puerta de metal que comunicaba a un patio, y mientras sus ojos se adaptaban a la deslumbrante luz del medio día, bordearon un pequeño claustro con delgadas columnas de madera, grandes macetones con flores rojas y moradas y una fuente de piedra sombreada por una añosa sombrilla de buganvilias.

―Esto no ha cambiado nada ―comentó Valeska―.  ¿Alguna esperanza de que te cambien y te pasen más cerca del barrio?  ―preguntó―.  Así no tendría que venir hasta el centro para verte.

―Eso no depende de mí ―contestó, mientras quitaba llave de la puerta―.  Es el Señor Arzobispo quien lo decide.

Entraron a la pequeña oficina, al silencio de un viejo escritorio de metal, de un crucifijo polvoso clavado en la pared del fondo, de una estantería con escasos libros empastados y de una foto descolorida del Papa con los ojos cerrados, la frente pegada a un crucifijo de metal y en profunda oración.  Era un lugar modesto, anticuado, que olía a humedad y encierro.

Valeska vio con ternura cómo el Padre Juan dejaba abierta la puerta de par en par, caminaba del otro lado del escritorio con ademán evasivo y le señalaba una silla desvencijada donde debía sentarse.  Había cambiado tanto, pensó ella.  Ya no era más aquel muchacho bien arreglado y tímido que hacía lo que ella quería.  No.  Ahora era un hombre desgarbado, con la ropa vieja y el pelo alborotado, que parecía siempre ausente.  Un santo, según su madre y mucha gente que acudía a él para obtener el favor de su oración; un loco de Dios que se desvivía por los pobres y era capaz de abandonarse con tal de hacer sentir la presencia de Cristo.

―A ver ―dijo el Padre, sentándose―, ¿de qué querés hablarme?

―Juan, Juanito ―contestó ella, viéndolo con una ternura impotente―, tú sabés a qué vengo, cuál es la única razón que me trae aquí.  Me propuse pensar que no existías, que no importaba si nunca te acordás de mí, que ya te había olvidado y no pasaba nada; pero fue imposible.  Siempre estás conmigo, cuando bailo, cuando estoy sola, cuando el bruto del Mario no me deja tranquila, cuando hablo con mi hermana, siempre, siempre.  Y cuando ya no aguanto más me digo a mí misma que tú siendo quien sos, siendo tan noble, no podés ser indiferente al dolor, a mi dolor.

―Valeska ―la interrumpió Juan―, ya hemos hablado de esto muchas veces y te he dicho que esa desesperación que sentís, que ese dolor sólo tiene un origen: la vida de pecado en la que estás hundida.  Vivís con un narcotraficante, un asesino, con un desalmado que además es el marido de tu hermana.  Tenés que dejar esa vida, confesarte, hacer penitencia y comulgar.  Tenés que rezar mucho para sanar y encontrar el camino del Señor.

―Pero, ¿cómo?  Decime cómo se logra eso  ¿Con qué motivación?  ¿No es el amor lo que cambia todo?  ¿No es eso lo que te enseñaron a predicar?  Contestame.

―Sí, así es ―dijo, un tanto aturdido.

―Pues bien, el único amor que yo siento, que he sentido en mi vida, es por ti, y es inútil que lo niegue.  Yo no soy estudiada, ni sé de cosas de religión, pero sí sé que eso es lo único que me haría cambiar.  El resto es inercia  ¿No dice el Evangelio que el Señor deja a todo su rebaño por salvar a una sola de sus ovejas?  No me digás que no.  A ti te lo he oído decir en ese altar donde te volvés intocable, inalcanzable.  ¿Sí o no?

―Sí, así dice la Palabra ―asintió de nuevo como si supiera que Valeska aún no terminaba.

―¿Entonces?  ¿No te das cuenta de que sólo tú podés salvarme, rescatarme del infierno de muerte en el que vivo?

―No ―dijo el Padre Juan, recuperando la seguridad perdida por unos instantes y hablando en tono inspirado―, ahí es donde te equivocás.  No soy yo el que salva.  Sólo hay Uno que puede dar la salvación, la vida eterna, es Aquél de quien yo hablo, al que yo anuncio.  Sólo Él puede darte la mano que te sacará del abismo.  Buscalo Valeska ―siguió diciendo, mientras se aproximaba y ponía los codos sobre el escritorio―, Él está justo donde lo necesitás, en el más sórdido de los lugares, con la más perversa de las compañías, sólo tenés que llamarlo por su Nombre.  Él lo está esperando, desea que volvás a Él.  Y cuando estés en su presencia amorosa, inclinate ante Él y pedile el perdón por tus pecados.  No importa cuán terrible sea lo que tengás que decirle.  En ese momento, puedo asegurártelo, te olvidarás de las cosas que hoy te torturan y te hacen infeliz, te olvidarás de mí y me podrás ver como lo que realmente soy, un simple mensajero.  Valeska ―siguió diciendo, tomándola de las manos y deseando que dejara de llorar―, no pensés que me he olvidado de ti.

Siempre estás en mis oraciones.  Y no sólo tú, también Marta, tu hermana, aunque sé que no me quiere, que no soy santo de su devoción.  Pero no importa, yo sé que ella también sufre, que también anhela encontrar al Señor, y para eso estoy yo, para llamarlas a la reflexión, para decirles una y mil veces lo que no quieren escuchar, para llevarlas por el buen camino.

―No entendés lo que quiero decirte ―dijo Valeska con lágrimas en los ojos―, lo que te estoy pidiendo.  Sólo quiero entregarme a ti, ser tuya.

―No ―contestó él, firme, con el ceño fruncido―, tú eres quien no entiende.  Ya no sé cómo decírtelo.  Tenés que olvidar esa fantasía de vivir conmigo o ser mi mujer.  Ésa es una cosa del pasado.  No es aferrándote a ella como vas a salir de la situación en que estás, sino, como ya te dije, sólo con Él y por Él vas a poder hacerlo.

―Mil veces me prometí a mí misma ―dijo Valeska, secándose los ojos y levantándose con gesto airado― que ésta sería la última vez que iba a venir a insistir en lo mismo.  Ahora te lo digo: nunca voy a volver a cruzar esta puerta, y si me condeno va a ser por tu culpa, porque no me quisiste ayudar.

El Padre Juan también se puso de pie, pero no pudo contestar nada ante esas palabras.  Todo estaba dicho y era inútil repetir una vez más lo que no había sido escuchado.  Valeska salió sin despedirse.  Su figura delgada se recortó en la luz del umbral.  Sólo se escuchaban sus pasos por el corredor, y al final, cuando el Padre Juan ya no podía verla, oyó que corrió los últimos metros para salir de allí cuanto antes.  Entonces pensó en ella como no lo había hecho en mucho tiempo.  Él había cambiado, era cierto.  Lo admitía.  Pero ella también.  No era más la muchacha sencilla que fue su amiga de niña y su novia secreta de adolescente.  De la noche a la mañana, tanto ella como Marta habían cambiado de vida.  Volvió a ver y se dio cuenta de que había dejado su estola sobre el escritorio.  Entonces decidió regresar sobre sus pasos hasta la sacristía.

Valeska salió por la puerta del patio directamente a la calle.  Allí la esperaba un guardaespaldas que la siguió hasta llegar al auto.  Casi sin notar su presencia, Valeska abrió el techo, se puso los lentes oscuros y, cabello al viento, buscó la doce avenida, llegó al Gimnasio, pasó por el Puente Olímpico, llegó a la veinticuatro calle, la Avenida del Cementerio, y de nuevo se sintió en casa, el barrio donde había crecido.

Los primeros niños banderas dieron la señal de que ya había entrado.  En la central de radio que Mario el Loco tenía en la casa acusaron recibo del aviso, pero los operadores no se atrevieron a informar directamente al Jefe porque acababa de empezar su fiesta de cumpleaños.  Año con año, Mario el Loco organizaba una fiesta que ya era famosa en el barrio.  La monitoreaba la policía con agentes infiltrados, la vigilaban los jefes de carteles enemigos y todo el vecindario estaba pendiente de quién llegaba, de los autos que llevaban, de quién se hacían acompañar.  Pero desde un día antes, Mario y su gente montaban la seguridad del evento, cerraban dos cuadras a la redonda y sólo dejaban entrar a los que vivían en el lugar, ponían más niños a vigilar los alrededores, les daban radios para que se comunicaran con la central en caso de ver algo extraño, mandaban a traer buena parte de su gente que andaba en las calles sólo para que montaran guardia en turnos de veinticuatro por veinticuatro.  Se les veía rondar las calles con una escuadra en la cintura y un arma automática en la mano, en las terrazas de la casa y de algunos vecinos que colaboraban voluntariamente.  Mario había mandado a construir tercer piso con balcones de hierro forjado a su casa original de diez por veinte, pero también había comprado las dos casas vecinas y la de atrás, de tal forma que tenía entrada y salida por las dos calles.  Dormía en su torre panorámica con las dos hermanas.  Sus papás vivían en una de las casas vecinas con todos los lujos, y en la otra celebrara su cumpleaños y le servía de salón de juegos, bar, bodega y arsenal.  La fiesta empezaba con mariachis y cohetes en la madrugada del día señalado y terminaba con gritos en la calle y tiros al aire veinticuatro horas después.

Cuando los niños más lejanos empezaron a anunciar que se acercaba el BMW 525i Serie “M” blanco de la seño Valeska, en la casa ya habían empezado a estacionar las Four Runners, las Pathfinders, las Suburbans blindadas de los distribuidores, jefes de sicarios, proveedores locales y uno que otro extranjero venido de Tijuana o Sinaloa.

Valeska sabía que se acercaba al ojo del huracán, podía escuchar ya el sonido y la furia crecientes que le esperaban en las próximas horas.  Había avisado al estudio de danza que no llegaría sino hasta el miércoles y, como todos los años, había escogido con su hermana la ropa que usarían esa noche ellas y las invitadas especiales para los hombres solos que nunca faltaban con sus chaquetas de cuero, cadenas de oro y armas relucientes como únicas y fieles compañeras.  A cinco cuadras de distancia, con mano diestra, cogió el celular del fino cinturón con cadena que rodeaba su delicada cintura y ordenó que le abrieran paso para guardar su auto en el garaje con portón automático.  Los vidrios ahumados del vehículo no dejaban ver nada en su interior, pero todo mundo sabía quién manejaba semejante auto a esa velocidad.

Valeska se asomó por la esquina y la puerta empezó a levantarse como se abren las fauces de una fiera.  Con las luces encendidas en pleno día, el auto recorrió la cuadra en cuestión de segundos, se abrió lo necesario cuando ya llegaba y, con un corto pero claro rechinido, entró a la boca oscura de la casa donde vivía.  El guarda espaldas, escopeta en mano, salió el primero a vigilar el lento cierre de la puerta que clausuraba la luz del sol con su movimiento inexorable.  Valeska apenas se dignó a empujar la puerta del auto y entró decidida con tranco largo haciendo sonar con fuerza sus tacones altos.  En el camino se encontró otros guardias propios y ajenos, les preguntó por su hermana y le dijeron que estaba en la torre, hasta arriba, esperándola, que ya tenía pena por ella.  Empezó a subir por las gradas dejando ver en lo alto las curvas de su figura ceñida a la falda negra, y pensó que su cabeza era un barullo, que no sabía si le contaría a su hermana lo que le acababa de pasar porque siempre la regañaba, le echaba culpas y paraban peleando.  Pero ahora iba a ser distinto porque ya no pensaba seguir defendiendo a Juan.  Tenía razón la Marta, siempre había tenido razón, era un desgraciado, un hijo de la chingada que se daba aires de santo y de perfecto y sólo le hacía daño porque jugaba con sus sentimientos, porque se aprovechaba de ella, de las dos, cuando las acusaba en público de putas, de mujeres descarriadas, y reforzaba de esa forma su fama de santito y ángel en la tierra.  ¡Qué sabía el cabrón ese de las causas, los motivos que las habían llevado a una situación semejante!  Qué fácil es hablar, pensó, cuando uno está fuera de la vida, a salvo, y qué distinto estar tan inmerso en ella, ver las cosas tan de cerca, que lo malo se ve clarito como bueno y lo bueno como malo.

La torre, como le llamaban en el barrio al dormitorio de Mario el Loco, era un amplio salón con antesala y puerta blindada y un baño descomunal con jacuzzi que más parecía un altar sobre tres gradas que lo rodeaban.  Valeska cruzó la salita y abrió la puerta sin llamar.  Marta estaba todavía sentada frente a la marquesa con su bata de seda rosada y su pelo alborotado.

―Al fin te aparecés ―dijo Marta sin volverse, viéndola por el espejo―, ¿no te dijeron que estábamos esperándote?

―Sí ―contestó con desgano.

―Es que no te sentimos salir porque anoche nos dimos una gran desvelada.  Bajamos cuando oímos a los mariachis y al ver que ni los cohetes te despertaban, preferimos dejarte descansando.

Sin decir palabra, Valeska se desplomó sobre la cama.

―¿Te pasó algo? ― preguntó Marta volteándose para verla a la cara―.  No me digás, dejame adivinar.  Venís de la iglesia, de ver al cura ese que sólo te hace sufrir.  ¿Me equivoco?

―No ―contestó Valeska, derrotada―, de ahí vengo.

―¿Y?  ¿Lo mismo de siempre, para variar?  ¿Se echó su sermón sobre el cielo y el infierno y los buenos y los malos que sólo él entiende?

―Sí ―dijo Valeska con voz apagada y la vista clavada en la alfombra blanca―.  Y también hablamos.  Esperé hasta que se había ido todo mundo y lo fui a buscar a la sacristía.  Me llevó a su oficina y allí me terminó de sermonear.

―¡Si sos bruta! ―dijo Marta con rabia―, ¿quién te manda exponerte a que ese cabrón te rechace y te humille?  Ya sabés que te va a mandar a la mierda.  Pero para qué te digo todo esto, si no hay peor cosa que una mujer enculada de un hombre imposible.

―Eso venía pensando ―contestó, mientras levantaba la vista―, que me ibas a regañar; pero yo que siempre lo defendía ahora te digo una cosa: no pienso volver a llamarlo, no lo voy a buscar, y si me llama con la paja de ver cómo estoy, le voy a mandar a decir que ya no quiero saber nada de él.  Se acabó, Marta.  Pero eso sí, él se va a acordar de mí.  Algún día me lo voy a encontrar en una de esas vueltas del camino y la cosa va a ser diferente.

Marta dejó de peinarse por un momento, volvió a ver a Valeska con la boca entreabierta, como si no creyera lo que oía.  Su largo pelo ondulado y teñido colgaba de un lado.

―Si esto me lo hubieras dicho por lo menos una vez, no te creería ―dijo, sin salir de su asombro―.  Pero nunca lo dijiste.  Te felicito.  Esto es algo que debiste haber hecho hace mucho tiempo.

―Sí ―dijo Valeska más tranquila y reflexiva―, no sé qué me pasó, pero no te imaginás cuánto me dolió su rechazo.  Quería confesarme.

―Dejá el dolor ―agregó Marta―, lo que no soporto es verle la cara a los que oyen sus sermones.  Te imaginás el daño que nos ha hecho.  Nos ha quitado la tranquilidad.  Ya le dije al Mario que nos vayamos a la mierda de este barrio, pero ¿creés que quiere?  Nada.  Dice que aquí está el negocio, que sus papás no se hallarían en otro lugar y no sé que más babosadas.  Ojalá y mandaran a otro lugar al cura ese, así nos dejaba de chingar.  Debería desaparecer de nuestras vidas.

Valeska calló, pensativa, y cuando se quedaba así, como un depredador que acecha, daba la impresión de que era capaz de cualquier cosa.

―El Mario ya nos mandó llamar varias veces ―dijo Marta, con preocupación―.  Apurate, no hay que dejarlo solo mucho tiempo con las mujercitas que le consiguió a sus cuates.

Marta, que ya tenía escogida y lista su ropa sobre la cama, entró al baño mientras Valeska iba con desgano al walking closet a escoger de nuevo el atuendo adecuado.  Corrió la puerta y se quedó un instante pasando revista a los vestidos, las faldas, los pantalones de todos colores y formas, a las decenas de pares de zapatos.  Se oía el correr del agua en el baño y el vapor comenzaba a empañar el espejo de la puerta que Marta había dejado abierta.  Recordó que ya entrada la tarde, en otras ocasiones como ésta, al Mario le agarraba por bailar y la buscaba y le decía véngase mi dancing queen, enséñeme lo que sabe hacer.  Entonces extendió la mano y tomó un leotardo negro que todavía no estrenaba.

Marta salió envuelta en una toalla y, mientras se secaba el pelo, Valeska se talló el leotardo, se puso una blusa rosa anudada al frente y unos tacones altos relucientes.  Cuando, por fin, Marta reparó en ella, Valeska, las manos en la cintura y viendo de reojo las curvas de su perfil en un espejo, afirmó con decisión:

―Me vas a disculpar, pero hoy no voy a dejar que el Mario se fije en nadie más que en mí.

Las hermanas bajaron esas gradas que muy pocos habían franqueado, llegaron al primer piso y cruzaron a la amplia sala de la casa vecina donde estaban todos los invitados inundados de música, risas, conversaciones desordenadas en distintas mesas, sillones, bares donde había meseros uniformados sirviendo toda clase de tragos.

Al fondo, levantando su vaso por encima del círculo de amigos donde estaba, Mario el Loco les hizo señas de que ya era hora de servir el almuerzo.  Diligentes, Marta y Valeska se separaron para dar las órdenes pertinentes.
            Llegó el final de la tarde y la noche empezó a caer.  Ésta era la parte de la celebración que más le gustaba a Mario el Loco.  Era la hora de la confidencia y el juego.  En unas horas pasaba de los juramentos a las apuestas.  Se le veía a veces aislado, pegado a una pared, hablando quedo con otro, había gesticulaciones, palabras fuertes, abrazos; y otras, cansado de jugar, se sentaba a Marta en las piernas y la besaba, la tocaba, hablaba con ella como si fueran novios.
            Valeska, justo como había prometido, no se había alejado mucho de Mario el Loco, le había andado cerca provocándolo, dejando que la tocara, agachándose delante de él para atender a los invitados, hasta que Mario, los brazos abiertos sobre el respaldo del sillón y viéndola desde lejos, le dijo:
            ―¡Valeska, quiero verte bailar!  ¡Queremos ver la danza de los siete velos!
            Una carcajada generalizada estalló de inmediato.  Valeska se quedó de una pieza, sin contestar.  Entonces Mario el Loco agregó:
            ―Te hacemos lugar aquí para que tengás espacio y nada te estorbe.  Bailate alguna de esas babosadas que has presentado en el teatro.
            Los que hablaban con Valeska empezaron a hacerse a un lado, a hacer el espacio, de tal modo que se fue quedando sola como el centro de todas las miradas.
            ―No, no quiero bailar aquí ―dijo en voz baja, y el silencio creció cuando alguien quitó el volumen a la música.
            Las miradas volvieron todas al sillón donde estaba Mario el Loco sentado en mangas de camisa, el rostro en penumbra bajo la sombra de su gorra beisbolera.
            ―¿Me vas a hacer quedar mal con mis cuates? ―preguntó sintiéndose incómodo―.  No seas mala.  Mirá, te lo digo aquí frente a todos para que sean testigos, si lo hacés te doy lo que me pidás.  Te lo juro ―remató, con los ojos entrecerrados, suplicantes.
            En ese momento, Valeska sintió la mano de Marta en su hombro, inclinó la cabeza hacia ella y, ante la expectación general, escuchó por unos segundos lo que le murmuraba al oído.  Antes de responder, viendo de frente a Mario el Loco en actitud desafiante, esbozó una tenue sonrisa.

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Licenciado en Letras y Filosofía y doctor en filosofía por Boston College. Autor de cuentos y ensayos literarios publicados en El Acordeón, El Periódico, Guatemala. Catedrático visitante de la Universidad Iberoamericana, México. Es autor de la novela Por el Lado Oscuro que ganó el premio centroamericano Mario Monteforte 2003. Docente de la Facultad de Economía de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala. Es uno de los autores guatemaltecos de más proyección. En esta ocasión nos presenta dos relatos breves para leer en Semana Santa.