Una luz extraña. Lectura sobre De la luz hallada, de Alberto Aceredo.
1 junio, 2012
Las referencias a intelectuales, filósofos y artistas de la palabra, son puntuales y abundantes aquí, en este texto El extranjero (Una poética política, más bien ética), que José Prats Sariol, narrador y crítico literario de origen cubano escribe, en un intento por aproximarse a las causas y consecuencias del exilio que padece en carne propia; escritura que le sirve, además, de herramienta, para contrastar otras vivencias registradas, de otros tantos escritores como él, y con la cual elabora una reflexión sumamente personal de su experiencia de “desplazado” y de su vida en otra parte, con la siempre inevitable “sensación de sentirse extranjero, extraño, otro, distante”.
Hace apenas un mes recibí la Residencia en los Estados Unidos. Esa noche del pasado febrero recordé, busqué en Internet, releí varias veces y traduje un célebre poema de Baudelaire, que sirvió de referencia y alimento a Albert Camus para su novela homóloga El extranjero. Mi versión dice:
–Dime, hombre enigma, ¿a quién quieres más: a tu padre, a tu madre, a tu hermana, a tu hermano?
–No tengo padre, madre, hermana, hermano.
–¿A tus amigos?
–Empleas una palabra sin sentido, hasta hoy no la conozco.
–¿A tu patria?
–Ignoro en cuál latitud está.
–¿A la belleza?
–La querría mucho, es diosa inmortal.
–¿Al oro?
–Lo aborrezco tanto como ustedes a Dios.
–¿Entonces a quién quieres, raro extranjero?
–Quiero a las nubes. A las nubes que pasan por allá. A las maravillosas nubes.
¿Por qué esa cercana noche de febrero la pasé sin dormir, en la traducción de El extranjero , poema recogido póstumamente en Le Spleen de París (1869)? ¿Por qué la tarjeta de residente en una nación tan generosa, la más poderosa del planeta, me provocó spleen, que según Le Nouveau Petit Robert de 2009 es la “melancolía que se expresa sin razón alguna, caracterizada por una enorme repulsión hacia todo”?
Este ensayo intentará responder las dos preguntas, en la inteligencia de que mi spleen es una constante en las literaturas latinoamericanas, un elemento clave en las poéticas autorales, desde el Romanticismo del siglo XIX, estrechamente relacionada con los movimientos independentistas, con los sucesivos dictadores y revoluciones… Y hasta hoy, por supuesto que con diferentes matices y proyecciones.
Baste recordar que José María Heredia, el primer poeta cubano de relevancia y nada menos que el diáfano precursor del Romanticismo en lengua española, tuvo que exiliarse, morir en México. La lista por países avergüenza la historia de América Latina. Esa melancolía catalizada por la condición de “extranjero” forma una poética muy politizada, que en ciertos casos como el mío anhela o se proyecta hacia una ética.
Antes, durante y después del intenso trabajo de traducción, en la húmeda madrugada de Miami Springs, recordé entre otros sucesos el suicidio de Walter Benjamin. Quizás porque tradujo a Baudelaire y a Proust. Pero sobre todo porque huía, escapaba. Su trágico final en la fronteriza cala de Portbou, cuando un oficial franquista amenazó con deportarlos de nuevo y Walter se ve en un campo de concentración nazi e ingiere una sobredosis de morfina, contrastaba con mi sosiego de tener la Permanent Resident en los United States of America.
Pero la relación con el judío berlinés no sólo implicaba a las víctimas de regímenes totalitarios, a las represiones de poderes omnímodos, casi siempre cometida por militares o exmilitares en la América nuestra, desde Rosas hasta Castro, desde Pinochet hasta Porfirio Díaz… Como se sabe, Walter Benjamin, quizás instado negativamente por su amigo Theodor Adorno, presumía de ser un ensayista de filiación marxista, como después se consideraría en general a la Escuela de Frankfurt.
Las polémicas sobre la personalidad intelectual del talentoso pensador alemán –de Hannah Arendt a Gershom Scholem y a las nuevas lecturas de su obra por Mark Lilla en The Reckless Mind. Intellectuals in Politics (2001)— me condujeron en las espirales reflexivas de esa madrugada a un autor que persigo, dentro de la llamada “filosofía del absurdo”, con cuya obra discuto amargamente cada vez que la releo: el franco-rumano Emil Ciorán, que afirmara: “No tengo nacionalidad, el mejor estatus posible para un intelectual”; frase cáustica a la que volveré en la página final.
Y también a otro fuera de su tierra natal: Stvetan Todorov, el búlgaro que vive en Francia desde 1963, cuyo libro L’homme dépaysé, desde que en París me lo regalara Dionisio Gázquez en 1996, ha estado conmigo, formando parte de mi política, poética y ética. Esa madrugada busqué de nuevo mis subrayados en el ya un tanto ajado volumen, retorné a una obsesión que no puede mecánicamente asociarse a los isleños: el viaje, la salida, los descubrimientos, la mixtura… Excursión e incursión ante el mar como frontera y peregrinación, pero que en el caso de los cubanos tiene razones claramente históricas, políticas, hasta la polarización aún vigente, a partir del tenebroso virus político.
Otras lecturas de “desplazados” –cuya relación podría resultar aburrida— también se me mezclaron aquella reciente madrugada. Pero donde de verdad estuve en el foso fue cuando recordé algunas anécdotas personales de mis viajes con pasaporte cubano. Ahí sí mi poética-política-ética se convirtió en una masa de croquetas o de gente, desde Publio Ovidio Nasón, confinado por el emperador César Augusto en el año 8 a.C. en la hoy Rumanía; hasta Salman Rushdie, exiliado y escondido en Inglaterra, tras la publicación de su novela The Satanic Verses en 1988, que de inmediato recibió un edicto religioso o fatwa, emitido por el ayotolá Ruhollah Jomeini, donde lo condenaba a muerte por hereje.
¿Cómo distinguir poética de política y de ética cuando sobre el escritor pesa una condena a muerte, cuando se abandona el país natal sabiendo que el retorno queda en el desván de las esperanzas frustradas, en una ficha técnica de los órganos de inteligencia; cuando se ha sido víctima de la cárcel o del ostracismo, cuando el miedo crea consciente o inconscientemente la autocensura, escribir sobre nenúfares o convertirse en ornitólogo?
¿Qué tratado de retórica podría pretender asepsia entre campos de reflexión intelectual cuando entre ellos hay minas personales, como ocurría en la Unión Soviética de Stalin, en Budapest tras los sucesos de noviembre de 1956, en Praga cuando su primavera política de1968 fue destrozada por las tropas del Pacto de Varsovia, en la China actual con los artistas que piensan diferente del único partido político autorizado?
Pocos días antes de recibir mi Permiso de Residencia, el 14 de febrero, Día de los Enamorados, una joven escritora cubana cuya valentía es reconocida internacionalmente, publicaba en su blog Generación Y un poema en prosa dirigido a su esposo, el también intelectual disidente Reynaldo Escobar. Yoani Sánchez no pensaba precisamente en san Valentín cuando lo tituló No lo saben todo, mi amor, no lo saben…. Desde su apartamento habanero ella escribió:
“¿Habrá micrófonos aquí? me preguntas mientras clavas tu mirada en cada esquina de la habitación. No te preocupes, te digo, mi existencia va con los huesos afuera, con el dobladillo saliéndose por el costado. No hay lugar oscuro, cerrado, privado… porque vivo como si caminara a través de un enorme aparato de rayos X. Aquí está la clavícula que me partí siendo niña, la pelea que tuvimos ayer por una nimiedad doméstica, la carta amarillenta que guardo al fondo de la gaveta. Nada nos salva del escrutinio, amor, nada nos salva. Pero hoy -al menos por unas horas- no pienses en el policía al otro lado de la línea telefónica, ni en la cámara de ojo redondeado que nos capta. Esta noche vamos a creernos que sólo nosotros nos curioseamos uno al otro. Apaguemos la luz y por un rato mandémoslos al diablo, desarmémosles sus manidas estrategias de fisgoneo.
Con tantos recursos gastados en observarnos y les hemos escamoteado la faceta primordial de nuestra vida. No saben –por ejemplo- ni un solo vocablo de ese idioma conformado durante veinte años juntos y que usamos sin siquiera despegar los labios. Sacarían cero en cualquier examen para descifrar el complejo código con que nos decimos lo nimio y lo urgente, lo cotidiano y lo extraordinario. De seguro en ninguno de los perfiles psicológicos que han hecho sobre nosotros se narra cómo peinas mis cejas y adviertes en broma que si siguen revueltas terminaré por parecerme a Brézhnev. Nuestros vigilantes, pobre de ellos, nunca han leído la primera canción que me hiciste, mucho menos aquel poema donde decías que algún día iríamos a Sidney o a Bagdad. No nos perdonan, además, que a cada tanto nos escapemos de ellos -sin dejar rastro- sobre la diástole de un espasmo.
Como el agente Wiesler, en el filme La vida de los otros, ahora mismo alguien nos escucha y no nos comprende. No entiende por qué después de discutir por una hora nos acercamos y nos damos un beso. El atónito policía que sigue nuestros pasos no logra clasificar nuestros abrazos y se pregunta cuán peligrosas para “la seguridad nacional” serán esas frases que me dices sólo al oído. Por eso te propongo, amor, que esta noche lo escandalicemos o lo convirtamos. Hagámosle despegar el oído de la pared o en su lugar obliguémosle a garabatear sobre una hoja: “1.30 am, los objetivos hacen como que se quieren”.
Poéticas y políticas tienen en las circunstancias que a Yoani y a mí nos rodean y en los dos textos que acabo de reproducir, un ángulo muy pertinente. Casi digno de un deslinde aristotélico, de los que gustaba establecer Alfonso Reyes para indicar la complejidad y la interrelación dialéctica entre fenómenos de la cultura, de las obras artísticas y literarias y sus múltiples tipos de recepciones individuales.
Si algo parece esencial al intelectual de nuestra época, después de la ética, es la permanente alerta contra las sutiles formas de la simplificación. Poner bordes y fronteras, favorecer las visiones en blanco y negro, es demasiado fácil. Lo difícil por complejo es evitar inercias y haraganerías engendradoras de compartimentaciones y etiquetas.
Suele darse una opinión o impresión como si fuera una evidencia, un hallazgo documental de época. Ocurre cuando se trata de definir la poética y la política de un autor complejo como César Vallejo o Pablo Neruda, cuando se trata de caracterizar un movimiento literario como el coloquialismo, saltando por encima de peculiaridades según el poeta, la zona geográfica y la propia evolución de un autor; como puede observarse en voces tan disímiles –pero coloquialistas– como el argentino Juan Gelman, el salvadoreño Roque Dalton, el cubano Heberto Padilla, el mexicano Efraín Huerta o el español Félix Grande…
¿Cuál etiqueta le pondrán a la siguiente afirmación: Ambos términos indican lo mismo; poética y política se enfocan a diferentes zonas del espíritu, como supo ver Paul Valéry, entre otros pensadores del pasado siglo? La Política del espíritu no separa la toma de posición hacia los problemas de la polis, de los paradigmas y sintagmas que el artista modela y modula sobre lo que escribe o pinta o compone… Una, la política, es más abarcadora. La poética sólo se distingue por comprender reflexiones más específicas. Eso es todo. Así lo era para la cultura greco-latina de la cual procedemos en Occidente, que hoy se universaliza –no siempre para bien— gracias a los prodigiosos avances en las comunicaciones.
Ese es mi punto de vista, muy engagé, muy “comprometido”, aunque poco que ver con los sartreanos y con la estética marxista; porque Marx, como José Martí, sí es culpable de la mayoría de los marxistas, al igual que los martianos son descendientes –ya sé que a veces putativos— del gran poeta y patriota. De ahí que escogiera mi traducción y el texto de Yovani para ilustrar lo que aquí trato de matizar, abrir al diálogo crítico. Bajo la égida de una figura retórica muy usual en el Caribe mulato: la paradoja. Que implica –aunque bajo el choteo– el rechazo a los dueños de la “verdad”, a fanatismos caudillistas y fundamentalismos religiosos o vinculados a las ideologías cerradas de la “modernidad”.
Apenas enunciaré la más flagrante de las paradojas, vinculada a la tan manipulada noción de “compromiso”, aunque no se trata aquí de armar una explicación exhaustiva de cada obra y sus contextualizaciones. Sea con cualquiera de los apellidos al uso, aun después de lo que llamamos “posmodernidad”, es decir: “compromiso social”, “político”, “nacional”…, y un etcétera que incluye el de raza, género, lengua, sexualidad, generación biológica…
En torno al fin del llamado “socialismo real” en Europa, cuando la Unión Soviética se caía a pedazos y Gorbachov propugnaba la perestroika y la glasnot, de pronto, como si un mago quemara los manuales de estética marxista-leninista, la política cultural del gobierno cubano se abrió a los antes repudiados “intimismos” o “individualismos”, que nos habían obligado a estudiar como típicos de la ideología pequeñoburguesa, lacras del individualismo capitalista, de las torres de marfil.
Las poéticas autorales apolíticas –por lo menos desde el oficialismo que yo padecí, dueño de todos los medios de comunicación y de todos los empleos– se transformaron en un ejemplo inmarcesible de la libertad de creación artística propugnada por el Partido Comunista. Hubo hasta una nada secreta ayuda a tales evasiones de la política. Algunos escritores incautos o taimados se prestaron a tales manipulaciones, hijas de la crisis de una ideología y de su sistema político.
El ejemplo cubano, sin embargo, puede extenderse a la América Latina actual y a otros ámbitos, bajo la ortopédica división, aún vigente, entre “izquierdas” y “derechas”. Porque la poética del “compromiso” – ahí están los ensayos que recrean a Mariátegui, por ejemplo— se vincula todavía en 2012 a las llamadas “ideas progresistas”, con refritas referencias a la antigua Escuela de Frankfurt o al iluso Antonio Gramsci y su “intelectual orgánico”; a cierto deconstructivismo a lo Derrida, o a las ideas contradictorias y tambaleantes de Gabriel Zaid, entre otros.
La paradoja era venenosa. Ahora es extravagante, por no decir que obsoleta. Lo que sucede –como en la época de Pericles para los ciudadanos atenienses— es que en política cada vez con mayor fuerza se prioriza lo ético y la eficiencia, muy por encima de posiciones conservadoras, liberales o socialdemócratas.
En suma, poética, política y ética cada día más se convierten y se reflexionan en tanto “fenómenos”. Como una actitud individual, que desde luego permite ser compartida, formar una dinámica para un grupo pequeño, mediano o amplio. Las tres se interpenetran o intertextualizan. Mutan. Pierden o adquieren sesgos, distinciones. Pero en última instancia sólo se separan para que la lupa pueda ver mejor un barrio, una calle, una casa, como hacemos en Google con los mapas.
Y claro que el deslinde precedente sólo es un postulado de Teoría Literaria, nada más, según nos enseñara hace unas cuantas décadas René Wellek en su monumental Historia de la crítica moderna. Las manipulaciones por omisión, segmentación o tergiversación de las evidencias, suelen abundar en los estudios literarios, sobre todo en los programas universitarios. Aupadas por los relativismos que exaltan el papel de las modas, los multiculturalismos o la subjetividad del receptor.
Permítanme ahora derivar algunas consideraciones a propósito de mi traducción de El extranjero de Baudelaire, leído, si se quiere, como mi “poética” de ese día: auto preceptiva estilística, bajo la etimología de estilo, es decir, cuchillo, navaja, estilete verbal donde las figuras tropológicas y de pensamiento danzan a una música siempre circunstancial, de “mundos” interiores –sin excluir los biológicos– en singular pugna con los “mundos” exteriores, como supo Sócrates sin necesidad de sentirse engage, quizás presagiando que el gobierno ateniense lo condenaría a ingerir la cicuta en el 399 a. C., cuando tenía setenta años, por “corromper a la juventud” y “no reconocer a los dioses atenienses”; aunque parece que la principal causa fue atribuirle las ideas de dos de sus discípulos, que devinieron tiranos…
Las poéticas autorales en la historia de las literaturas latinoamericanas tienen entre sus características más acrónicas, a veces desfasadas respecto de Europa y de la América anglosajona, el extrañamiento crítico frente a sus contextos. Ello se observa en cualquiera de sus zonas geográficas o con las peculiaridades que distinguen las presencias de núcleos indígenas fuertes de aquellas donde la esclavitud africana moduló otros sincretismos culturales. Los autores fuertes, aunque obviamente con características comunes por generación biológica o por movimientos artísticos, han modulado sus creencias e ideas estéticas casi siempre a contrapelo de la política imperante en sus regiones o países o ciudades. Bien lo estudió Ángel Rama. Bien comenzó a estudiarlo Alejandro Losada, entre otros hoy clásicos de tales indagaciones contextuales, a partir de los desarrollos urbanos, de la vida cotidiana en las capitales –de Buenos Aires a Río de Janeiro, de Caracas a Lima, de La Habana a Ciudad de México…– y en menor medida en ciudades de provincias durante el siglo XIX y el XX.
El autor literario deviene intelectual, parte de las esferas dirigentes, aunque casi nunca ejerza un papel decisivo. Se hace más peligroso para las estructuras de poder cuando la prensa y después los medios como la radio y la televisión, hasta los blogs y sitios de Internet actuales, posibilitan que influya en los estados de opinión. Los poderes establecidos, antes, durante y sobre todo después de las independencias respectivas –algunas tardías como la de Cuba, oficialmente a principios del pasado siglo–, prefieren que el escritor sea o se convierta en “extranjero”: ave rara confinada a la buhardilla de su casa o a un cuarto en París o New York.
Pero el análisis sería de arqueología literaria si nos limitamos a observar las sucesivas generaciones a partir de los movimientos románticos. Mejor es enfocar el lente a los escritores latinoamericanos vivos en 2012, cuando la noción de nacionalidad cede paso a la inexorable mundialización, dictada por la economía interdependiente y los prodigiosos avances científico-técnicos.
Para sentirse extranjero hay que haber dejado atrás un país, una “tierra natal”, por diversas causas, donde el exilio –expulsión inducida o aconsejada—aún representa la zona trágica, siniestra. ¿Cómo entender este fenómeno hoy mismo, en relación con las poéticas autorales, los tejidos políticos y las crisis éticas? He ahí el asunto, la pertinencia exacta, sin tintes populistas, casi siempre manipulados por esferas gobernantes –como día a día, en Argentina o Ecuador, en Nicaragua o Venezuela, sucede con el patrioterismo— para ocultar problemas locales más duros y complejos: perpetuarse en el poder, corrupción en las élites, violencia e inseguridad de los ciudadanos, sobrevivencia de sectores marginales de población…
Una experiencia personal –que revelo por primera vez– me servirá ahora para modular una sugerencia: La actual crítica literaria debe revalorizar lo que conocemos por la Escuela de Ginebra a través de sus figuras clave. Porque insisto en que el divorcio entre autor y obra ha empequeñecido las exégesis, atascado las hermenéuticas, desolado los círculos de lectores. Y esa es la hipótesis de este ensayo: favorecer una nueva jerarquización de la vida de los autores y sus circunstancias desde las lecturas de los textos. Tal vez que se permitan biografías como tesis de doctorado.
Roland Barthes y Jacques Derrida estaban equivocados: el autor no ha muerto. El susurro del lenguaje se oye mejor cuando conocemos quién y dónde se ha emitido. La gramatología de una novela o de un poema se percibe y disfruta más si Celeste entra a servirle un café con leche a Marcel Proust; si Mario Vargas Llosa nos cuenta su adolescencia en Piura… Estética, teoría, crítica e historia literarias son potenciadas cuando jerarquizamos el autor en las obras, sobre la vieja escuela de l’homme et l’oeuvre. De ahí la sugerencia: leer Jean Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo de Jean Starobinski (Hay traducción al inglés, realizada por Arthur Goldhammer, Chicago University Press, 1988); leer El alma romántica y el sueño de Albert Beguin; leer a Marcel Raymond y Georges Poulet… En ellos poética y política nunca son escindidas, la polis modula el ethos. Historia y Literatura se interpenetran, como vio Robert Darton en el ensayo homónimo, recogido en The Kiss of Lamourette. Reflections in Cultural History (1990).
Mariel, mi primera novela, no sólo representó para mí un reto estilístico sino un reto a la ideología oficial, de ahí que después de haber yo revisado las galeras en Ediciones Unión –la editorial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, de la que era miembro— el Partido Comunista la censurara, impidiera su publicación, hace veintidós años, en 1990. Siete años después la publiqué en México, por la Editorial Aldus en su Colección La Torre Inclinada, con nota de contracubierta de Álvaro Mutis.
Mis transgresiones unieron poética y política, conformaron mi ética como escritor, como ser humano. Asumí mi condición de disidente, las consecuencias que me trajo. En el orden verbal y de estructuración el objetivo era transgredir la norma del monólogo para convertirlo en diálogo implícito, con una mayor participación del lector en el capítulo inicial: Dos Hermanos; para después retomar la tradición de la novela realista en el capítulo segundo: Ceremonia del té, según un cuento mío que a Severo Sarduy le gustó mucho y casi consiguió que me dieran el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional. Y después regresar al monólogo tradicional, pero en forma de memoria afectiva, en el capítulo tercero: Cualquiera; revivir el género epistolar en el capítulocuarto: Carta habanera; y cerrar la saga novelesca con el diálogo entre los personajes en otra dimensión existencial –capítulo quinto— no por gusto titulado: Coda.
Pero Mariel no hubiera sido censurada por transgresiones conflictivas de carácter formal, como entonces me dijeron los funcionarios. El argumento era el obstáculo insalvable, desde el título. La poética era un estilete donde se unían las experimentaciones del cómo narrar con lo narrado. Algo común en la historia de la novela hispanoamericana, desde las críticas a la sociedad mexicana de su época en la precursora novela picaresca El Periquillo Sarniento (1816) de José Joaquín Fernández de Lizardi, autor que adoptó el seudónimo de El Pensador Mexicano, porque así se llamó el periódico que fundara en 1812, clausurado por Fernando VII. ¿Cómo separar poética de política en Doña Bárbara o en Los ríos profundos, en Conversación en la Catedral o en Los detectives salvajes?
Los familiarizados con la historia de Cuba, saben que por el puerto de Mariel, al oeste de La Habana, hubo en mayo de 1980 una enorme estampida de cubanos hacia los Estados Unidos, tras los sucesos de la embajada de Perú, donde se refugiaron, tras violar la entrada, miles de desesperados ante la situación económica y política del país. Hoy es un nombre emblemático. Se conoce como “los sucesos de Mariel”, y en el exilio como “la generación de Mariel”. Yo pude haber escogido otro puerto cercano a la capital. O sencillamente cualquier pueblo periférico a la urbe: Guanabacoa, Bauta, Caimito, Jaruco, San Antonio de los Baños… La elección misma era una provocación bien pensada para unir dialécticamente el exilio exterior al interior, las fugas como núcleo generador de conflictos psicológicos y sociales.
Para colmo, los cuatro personajes centrales que se refugian en Mariel, pero no optan por emigrar, son desdoblamientos de un solo personaje o sinécdoque, con el mismo nombre del autor: José. La parábola que funciona como leitmotiv de la novela es la conmovedora unión entre exilio e insilio, entre los que padecen fuera o dentro, que coinciden en huir no de sí mismos sino del entorno enajenante. El profesor que prefiere ser tarjador en un muelle; el periodista defraudado de su oficio en una revista oficial; el oportunista que es descubierto, el abogado militante del Partido Comunista… Los cuatro arman con sus vidas el pasado, porque ya están en el presente de Mariel, que recuerda el Oran de Camus en La peste porque cada uno siente la vida en Cuba como algo ajeno, extraño.
Conservo las pruebas de galera de la que iba a ser la edición cubana de la novela. Quizás con la ilusión de que alguna vez se publique para sus lectores naturales, aunque algunos ejemplares de la edición mexicana han podido circular dentro del caldero isleño, aún con tapa de hierro. Espero, como le ocurrió a Milan Kundera para la edición checa de La insoportable levedad del ser. Pero hay un detalle que justifica este cuento: Cuando cometí el atrevimiento de entregarla a Ediciones Unión y tras la censura sacarla del país y conseguir editor en México –como hiciera Reinaldo Arenas con El mundo alucinante–, sabía que el ostracismo iba a ser el primer castigo, pero la cárcel no era una variante a excluir. Como todavía vivía en Cuba decidí excluir el último capítulo, el más crítico, el más “políticamente incorrecto” –según la frase al uso por los inquisidores del Palacio de la Revolución. Mi poética desenfadada tuvo un límite: el autor no debía poner en riesgo a su familia o jugarse una acogedora prisión, como después les ocurriría a los disidentes en marzo de 2003, entre ellos a mi amigo al poeta y periodista Raúl Rivero. Cometí entonces algo usual en regímenes autoritarios: la autocensura.
Una penosa relación de autocensuras ocuparía cientos de páginas en la historia de nuestras literaturas, en la antiguamente llamada “madre patria” o en cualquier nación trasatlántica. “Con la iglesia hemos dado, Sancho” –dice don Quijote. Cuando el escritor no se ensimismaba en su “gramatología” y se olvidaba de la política, de inmediato los poderes se encargaban de halarle las orejas, confinarlo, como le sucedió a Francisco de Quevedo y Villegas o a tantos intelectuales brasileños, uruguayos, argentinos, chilenos, bolivianos, peruanos…, cuando las no tan lejanas dictaduras militares.
¿Al guardar para mejores tiempos el último capítulo de Mariel, la autocensura era parte intrínseca de mi poética o era un dictado de la política imperante? ¿El miedo era un sesgo ontológico o un signo sociopolítico determinante? ¿Dónde terminaba mi ética de la autenticidad y comenzaba un imperativo de los tiempos en el espacio cubano?
La máxima de la Escuela de Ginebra, el estudio del autor desde la obra, a partir de ella, con útiles contextualizaciones políticas y sociales, por supuesto que puede reducir el texto a documento, a un documento similar a una ley, un recorte de prensa, un discurso de algún líder o un testimonio grabado. También, desde luego, otorgar falsos valores artísticos a la novela, cuento, poema u obra teatral, porque posee una decisiva representatividad histórica. Hay muchos riesgos, como priorizar la biografía por ser más interesante que la obra… Pero olvidar al autor para deconstrucciones semióticas puede quedarse en un tubo de ensayo, no salir de un higiénico laboratorio lingüístico o de un diván lacaniano.
Exagero, claro está, porque tanto de un lado como del otro cualquier énfasis resulta caricaturesco. O más brutal: ilegible. Por lo mismo Jean Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo de Jean Starobinski, además de ser una apasionante lectura, está entre los antídotos que no han perdido valor didáctico a los efectos de la formación universitaria de especialistas en literatura, sea cual fuere, se halle en la “pre” o en las “post” modernidad.
Los hombres “enigmas”, los “extranjeros” como yo, tampoco consideramos que nuestro spleen vaya a cambiar en el ciberespacio o a consecuencia de la globalización económica y cultural. Ahora la noción postnacional –valedera para atajar las trivializaciones internáuticas— podría matizar la inquebrantable relación entre poética y política. Por lo menos así pensaba yo cuando arribó el nuevo milenio.
Para nada. “La humanidad ha cambiado muy poco en milenios” –le dijo Marguerite Yourcenar a Mathieu Galley. De ahí que la sensación de sentirse extranjero –extraño, otro, fuera, distante— tampoco ha perdido vigencia. Baste observar en política el regreso a los caudillismos en algunos países de América Latina. Baste observar en poética los regresos al soneto o al folletín novelesco. El péndulo parece tener una cuerda que justifica las reflexiones de los presocráticos, bajo el lugar común de que dos milenios y medio son apenas un pestañazo en la historia de la humanidad, de Atenas a Twitter, de Corinto a Facebook.
Mi segunda novela –Las penas de la joven Lila— la publiqué cuando estaba en el exilio en México, pero la había escrito en Cuba. La tercera –Guanabo gay— fue escrita y publicada ya fuera de mi país natal, pero el proyecto, las libretas de apuntes, viajaron conmigo. La cuarta que ahora termino en los Estados Unidos tiene la ventaja de no saber dónde está… Pero me doy cuenta de que tal dejación sigue atada a la misma poética y política de siempre, sin locaciones. Porque en realidad me parece que se trata de una ética donde la honradez ante mi espejo da la clave, sin “ideas progresistas” o “retrógradas”, como un sencillo ciudadano atento a los derechos humanos, a las personas en riesgo por sus creencias e ideas, sea en Siria o en México…
También es que el color local suena hoy más que nunca a moneda falsa, a chatarra mediática, sobre todo cuando lo escribe un emigrante económico, un viajante de estudio o placer. La industria de la nostalgia produce mercancías de dudoso valor, para consumidores ingenuos, televisivos. La melancolía va por otros referentes, no siempre catalizada por el sitio donde uno nace o por las represiones que sufre, por el recuerdo de un helado de guanábana en un barquillo crujiente, por un beso adolescente bajo un flamboyán.
¿Qué se le reclama hoy a un intelectual más allá de principios éticos, sin ismos neorrománticos ni utopías mesiánicas? ¿Qué se le exige hoy a un escritor más allá del amor-odio a la lengua en que escribe y el compromiso limpio con lo que considera verdadero? ¿Qué se le pide a un crítico literario cuando investiga, que no sea establecer desde el texto la relación simple o compleja con el autor y su época, con la lengua y las retóricas, para entonces valorar mejor los niveles expresivos, disfrutar más su lectura?
En este simposio convocado por The graduate students in the Department of Hispanic Studies at Texas A&M University, repito la frase de Emil Ciorán: “No tengo nacionalidad, el mejor estatus posible para un intelectual”. No tengo certezas, más allá de una cuerda ética, en una vieja guitarra, donde poética y política aparecen enlazadas. Quizás es que sólo quiero a las nubes. A las nubes que pasan por allá. A las maravillosas nubes.
(Marzo y 2012)
L’étranger
«Qui aimes-tu le mieux, homme énigmatique, dis ? ton père, ta mère, ta soeur ou ton frère ?
– Je n’ai ni père, ni mère, ni soeur, ni frère.
– Tes amis ?
– Vous vous servez là d’une parole dont le sens m’est resté jusqu’à ce jour inconnu.
– Ta patrie ?
– J’ignore sous quelle latitude elle est située.
– La beauté ?
– Je l’aimerais volontiers, déesse et immortelle.
– L’or ?
– Je le hais comme vous haïssez Dieu.
– Eh! qu’aimes-tu donc, extraordinaire étranger ?
– J’aime les nuages… les nuages qui passent… là-bas… là-bas… les merveilleux nuages !»
Charles Baudelaire – Le Spleen de Paris
La Habana, 1946.
Hizo estudios de Literatura en la Universidad de la Habana. Crítico literario, narrador, ensayista y profesor universitario, posee una compacta obra en la que sobresalen las novelas:Erótica, Mariel (1997, 1999),Guanago Gay (2001); Las penas de la joven Lila (2004); y Cuentos… además de los textos críticos: Estudios sobre poesía cubana (1988); Criticar al crítico(1983); Pellicer río de voces; No leas poesía...; y Fabelo (1994).
Junto con un grupo de críticos literarios preparó en 1988, la edición cumbre de Paradiso, la novela de Lezama Lima para la UNESCO.
Ha sido compilado en el libroTópicos y trópicos pellicereanos. Estudios sobre la vida y obra de Carlos Pellicer, ed. Hora y veinte, 2005, con el ensayo Pellicer, Lezama, el amor filial.
A su cargo estuvieron la preparación (compilación, prologo, notas…) de La Habana(1992)y de La materia artizada(1996).
Ha ofrecido conferencias en universidades y centros culturales en diversas partes del mundo. Fue huésped becado, de la Casa del Escritor de Puebla, México, durante dos años, en donde coadyuvó en la preparación de escritores noveles, creó la revistaInstantes, bajo los auspicios de la Universidad de las Américas y colaboró en varias publicaciones literarias locales. En 2011 publicó el libro de ensayos Lezama Lima o el azar concurrente, Ed. Confluencias de España.