León de Lidia (Fragmento)
1 octubre, 2023
En mi segundo viaje a Bulgaria, un primo me regaló un archivo familiar. No sabía qué hacer con él. También en mi casa se quedó como archivo muerto algún tiempo. Un buen día, tomé un carrete, parecía de película, lo probé en una grabadora vieja que alguien me heredó, y al ver que todo estaba en búlgaro busqué por segunda vez a aquella misma traductora que puso en mis manos las cartas secretas de la Tante Blanche al castellano. La etiqueta sobrepuesta a la caja de la cinta registraba en letra muy cuidada:
Conversación. Periodista Irina Bukarov con Dov Yosef.
Se trataba de una entrevista a un familiar mío que alguna vez fue cercano a Thomas Mann. Yo sabía que ellos habían coincidido, pero no sabía la historia que se me revelaba a través de esa transcripción de la que preferí omitir las preguntas para no interrumpir su increíble narración y que me diera, también a mí, una mejor visión de conjunto.
-Estamos grabando, doctor Adolfo.
-De acuerdo, señorita Bukarov. Sólo le pido que sea fiel a este testimonio.
Mire usted, poca gente sabe que el hospital donde Thomas Mann iba a ver a su esposa no era una meca ordinaria. Había que merecerla, llegar a ella desde las faldas de la loma. Bueno, eso cualquiera, pero entrar de verdad sí era para unos cuantos. Y allí estuve yo. Era tal mi devoción que viajé desde Praga a los Alpes suizos. Me conseguí una bata blanca con el bordado de un nombre que no era el mío. Me la facilitó mi querido doctor Yankl Hoffman. Para eso existen amigos solidarios. Sólo que no le dije la verdad, le inventé un cuento chino y me dijo, claro, toma mi bata si te sirve, tengo otras tres o cuatro en el armario. La guardé en el portafolios muy bien doblada y comencé mi plan para subir al hospital de la montaña, haciéndome pasar por médico. La rigurosa vigilancia no era tal como la describen, pude sortear cada uno de los obstáculos a pesar de que si algo no se admitía en el hospital de la montaña eran a curiosos como yo. No quería internarme, pero sí ver por mí mismo lo que se contaba del lugar, de los hombres y mujeres que pasaban allí largas temporadas sanando padecimientos que no se sabía del todo si eran de carácter físico o si era gente con disturbios de orden mental. Había una leyenda de que era un manicomio disfrazado o quizá de que los enfermos de otras afecciones iban, poco a poco, volviéndose locos en ese sanatorio rodeado de vistas gloriosas durante cualquier estación del año. Así ingresé por primera vez al hospital de la montaña que años más tarde sedujo tanto a Thomas.
Bueno. Le contaré todo desde el principio. Anótelo si quiere, pero dé usted mi nombre. Escriba, pero no se robe la historia. No omita mi crédito.
Conocí a Thomas Mann antes de que internaran a Katia Hedwig Pringsheim, su mujer, sí, la mujer de Thomas Mann. En un principio, se lo aseguro, no nos caímos nada bien. Yo era mucho más joven y hablaba alemán con fluidez. Lo había estudiado durante años en la escuela de Sofia. Es decir, no estudiaba la lengua, sino que mis estudios, todos, eran en alemán. Colegio Alemán de Bulgaria. Matemáticas, historia, geografía. Todo en alemán. Eso sí, mi ortografía era pésima. Esas palabras como engranajes de una maquinaria textil están llenas de sonidos guturales que se me confundían en la mente, pero llegué a dominarlo. Siempre tuve pésimas calificaciones en lengua, pero cum laude en ciencia. Por algo me becaron en mi especialidad. Y vea usted, sí, acabé mis estudios en Praga, pero a Thomas lo conocí en un viaje a Weimar. Estábamos en una taberna. Se notaba su aplomo, su presencia. Tenía la frente muy amplia, no por calvicie, no. Era el corte de sus huesos. La frente era casi tan grande como el resto de su cara. Analícelo en cualquier fotografía y me dará la razón. Usaba lentes y, tras sus cristales, se asomaba una especie de verruga marrón bajo su ojo derecho. Me lo presentó el Dr. Kobej, eran amigos de infancia. Se sentó a la mesa y no sé cuánto rato estuvimos bebiendo. Desde entonces, me llamaba “el búlgaro”. De pronto me parecía que usaba el mote con una pizca de desprecio. No le dije nada, pero sus aires de arrogancia imperial me impedían bajar la guardia. A menudo sacaba una libreta, anotaba con una escritura muy veloz quién sabe qué cosas y la volvía a guardar.
-¿Qué pasó, búlgaro? ¿Vas a seguir bebiendo o se te acabó el dinero?
Se lo aguanté dos veces, pero a la tercera lo mandé a volar.
-¿Y a ti, “Thomas”/bromas”, no te alcanza la vista para extirparte o empolvarte al menos esa pelota que te crece bajo el ojo?
Todos en la mesa soltaron una carcajada. Desde ese momento dejó de joderme. Y así empezó nuestra amistad que, a pesar de la diferencia de años, fue tan estrecha como difícil.
“Si no hay Dios en la tierra, seamos nuestros dioses”. Eso lo dije en la mesa después de una borrachera medio mística en la que casi nos matábamos hablando de religión y de creencias. Al decir la frase, encogí los dedos, haciendo el signo de comillas. Claro, hasta un ciego podía entender que estaba yo citando algo, porque mi tono de voz cambió. “Si no hay Dios en la tierra, seamos nuestros dioses”. Nunca me ha gustado robar ideas ajenas, pero tampoco que llegue un escritor, genio o no, y se sirva de mi inteligencia, de mi memoria, de mis asociaciones y les estampe su firma. ¿Verdad que no?
Bueno, mire, yo pensaba que Thomas me veía con cierto fastidio, pero me equivocaba. Al salir de la taberna, me preguntó de quién era esa frase, esa cita. -Es de Willhem Müller, le aclaré- el poeta del Winterreise de Schubert-. No respondió, pero antes de envolverse en su abrigo oscuro y de ponerse los guantes en sus manos manchadas de motas, volvió a sacar su libreta. Muchos años después, cuando terminé de leer La montaña mágica, sonreí al constatar que Thomas concluía su obra con unos versos de Müller. Sentí un dejo de vanidad. Tal como se dice, cada quien es hijo de sus obras. A los escuchas de Schubert quizá les zumbe una avispa en el oído al oír ese nombre: Willhem Müller. Lo han leído de pasada en las portadas de los discos, con letra minúscula. La estrella de la obra es, naturalmente, Schubert: él se queda con todo el reconocimiento. A Müller, en cambio, lo han olvidado. Los poetas son invisibles. Ya me lo explicaba un amigo que nunca logró convertirse en el poeta que aspiraba ser.
Quiero aclararle que Thomas tampoco conocía a Müller y menos sabía de esos versos que yo le traje a cuento. Eso se lo puedo decir con certeza. Reconozco que cuando Thomas Mann cita a Müller, lo hace como un gran maestro. ¿Ubica usted el momento? Es cuando Hans Castorp, el protagonista, abatido en el campo de batalla en ese pasaje final de La montaña mágica va gimoteando, necesita reponerse, es esa segunda voz medicinal, la más interna que lo conduce mientras se remonta a sí mismo para alcanzar su objetivo: seguir adelante, en la vertical de la colina. Y entre la derrota, canturreando, llega deshecho a un paraje aterrador con montañas invertidas, con cráteres que rezuman el sonido de las bombas. En ese escenario de muerte, Hans Castorp hunde su propio rostro en el barro. Lo recuerda, ¿no? Es memorable. Todo esto se lo cuento porque la canción que Castorp trae entre sus labios fríos es “El tilo” de Schubert. Y quién no lo ha escuchado, ¿verdad? O, mejor dicho: ¿quién que lo haya escuchado es capaz de olvidar ese engranaje de música y poesía tan lleno de añoranza? Sí, aunque no sepan quién demonios es el tal Müller. Los días de esplendor han quedado atrás. Y como dice el Eclesiastés: “hay tiempo para la victoria y tiempo para la derrota”. En este caso a Hans Castorp le ha llegado el final. ¿Morirá al cerrarse el libro? Tal vez no. Vivirá más que yo. A mí me han olvidado incluso ahora, antes de mi muerte, pero anótelo por favor: Thomas lo conoció por mí, por mí: el búlgaro despreciable que estuvo en el hospital en un tiempo en el que Mann ni soñaba con subir, que caminó por el hielo de la montaña en el invierno, que amaba la blancura del paisaje, que recorrió los pasillos de esa mansión llena de espíritus extraños y de gente desprendida de sus centros, muchos años antes de que Mann pensara, siquiera, en tejer los primeros alientos de esa obra. Y claro, ahora todo mundo la celebra. Debe creerme esto que le digo. Y escríbalo muy claro. Yo subí primero. Ya se lo expliqué, Mann no había siquiera oído hablar de ese lugar. Yo le hablé de él. Y luego le hablé a Katia. Yo era muy joven; Mann, en cambio, había publicado ya Muerte en Venecia. Para entonces, conocí una fotografía de ella, su mujer, entre los papeles que una tarde me mostró Thomas. Esa imagen se me quedó grabada. Era mucho mayor que yo, pero me fascinaba. Tenía el pelo oscuro. Parecía una rusa melancólica. Katia, hermosísima, ya traía inyectados los ojos con ese futuro turbio que estaba por llegarle. En fin, la pobre tuvo que sacrificarse por él, ella se internó; él, en cambio, sólo iba a visitarla y de allí surgió la idea que iba a escribir, ríase usted, una “historia breve”. La montaña tiene más de mil páginas, figúrese.
Y sobre nuestro asunto, sí, claro: él ganó la batalla. (Aquí hay un fragmento que no se entiende, la grabación está barrida). Aunque de todo ese grupo de amigos de tan distintas edades, yo sólo encarne la memoria del olvidado, en mis adentros sé muy bien quién soy. Yo estuve allí. Fui el muchacho insolente que le habló del poeta Müller. Anótelo bien. Y además estoy vivo y mi pensamiento no es confuso, ¿se da cuenta? Soy demasiado racional. Quizá por eso nunca llegué tan lejos como Thomas. Me faltó entrecerrar los ojos y flotar en el delirio. Ya es tarde para hacerlo. Es una falacia el dicho que nos engaña con aquello de que “nunca es demasiado tarde”. La vida está hecha de ciclos, de pequeñas eras que van sobreponiéndose. Y no puedes volver atrás a reparar lo que no hiciste en su tiempo y su lugar. Los ciclos son paréntesis que se cierran para siempre y que no podrás abrir a voluntad y reescribir en ellos a tu antojo. El falso consuelo de “nunca es tarde” es una sandez para engañar a gente remisa y limitada. No pretendamos. Mi mente es dura, soy científico, conozco el mundo del rigor, pero mi fragilidad necesita de los otros. Anótelo. Sin mí, el final de La montaña mágica sería completamente distinto y Thomas Mann, y esto es importantísimo, quizá nunca se hubiera enterado del sanatorio mítico de los Alpes suizos. Quedó claro, ¿verdad?
Aquí la grabación comienza a dar brincos. Aparecen palabras sueltas como “honrar”, “deshonrar”, “incapaz”, pero la traductora sólo registró el hecho y no trató de darle ilación arguyendo que ella no podía ponerse a inventar las cosas.
Escritora mexicana de origen búlgaro sefardí. Es autora de más diez libros de poesía, un libro de semblanzas de poetas mexicanos y varios más de poesía visual. Recibió por la traducción de Jen Hofer, los premios Landom Morton de la Academia de Poetas Americanos de NY y el del Pen International al mejor libro traducido (2012). Premio de Poesía Aguascalientes, 1988 por Las visitantes, becaria de la Fundación Guggenheim, 2006. Su novela Tela de sevoya, publicada en México, Argentina, España, Estados Unidos e Italia, y próximamente en Francia, recibió el prestigioso Premio Xavier Villaurrutia, 2012. Parte de su poesía se ha traducido al inglés, alemán, árabe, hebreo, chino, sueco, holandés, ruso y, a excepción del rumano, a todas las lenguas latinas. En el 2017 recibió, por el conjunto de su obra, el Premio Manuel Lewinski. Su libro más reciente es La muerte de la lengua inglesa.
Foto de Natalia Musacchio.