Lezama en 1949: Viaje al Barroco
1 junio, 2014
Sergio Ugalde recorre un trecho de la controversia sobre estética literaria planteada por Lezama Lima (defensa de la dificultad), quien comandaba, por así decirlo, el grupo de la revista Orígenes, contra Jorge Mañach (propugnaba el hecho estético transparente, comunicable, razonado) notable ensayista cubano, miembro de la generación de 1925 y director fundador de la Revista de Avance. Este desencuentro ideológico-estético-literario le sirve a Ugalde como antesala, pasaje transitivo para arribar al meollo barroco de la obra lezameana, acentuando el influjo y la conmoción que sobre Lezama ejerció, el viaje a México y la visita a la capilla del Rosario en Puebla.
I. LA POLÉMICA
La Habana, agosto de 1949. Jorge Mañach, uno de los más prestigiosos ensayistas cubanos del momento, recibe el libro de poemas La fijeza. El autor del poemario ha tenido a bien asentar una dedicatoria: “Para el Dr. Jorge Mañach, a quien Orígenes quisiera ver más cerca de su trabajo poético. Con la admiración de José Lezama Lima”. Mañach, quien junto con Francisco Ichaso, Juan Marinello y Félix Lizaso pertenecía a la generación de 1925 y había fundado y dirigido la Revista de Avance, órgano difusor de la vanguardia literaria cubana, leyó en la dedicatoria de Lezama un reproche. ¿Lezama sentía a Mañach lejano del proyecto artístico de Orígenes? Algunos motivos había. Más que lejanía, se prefiguraba un desencuentro estético. El ensayista se apresuró a escribir una carta pública donde manifestó las razones por las cuales sentía poco apego por la literatura de los poetas más jóvenes. Las obras de Lezama Lima, Cintio Vitier y Gastón Baquero le parecían inescrutables e incomprensibles: “esta experiencia difícil, de momentos de fruición formal, aislados como islotes en arcanos mares espumeantes de palabras –esa experiencia, es amigo Lezama la que en general me queda de toda esta poesía de ustedes. La admiro a trechos, pero no la entiendo”. Resultaba claro que el grupo de poetas cubanos pos-vanguardistas pregonaba una idea y una práctica de la poesía que le era hostil, ajena e irritable. Así, en un arrebato de sinceridad, Mañach confiesa que aun en sus momentos de mayor vanguardismo siempre conservó la fe de que la poesía fuera: “un idioma comunicativo y no sólo expresivo”. La idea de la poesía como un hecho comunicable enfrentó así a dos generaciones de escritores cubanos: los que se habían iniciado en torno de la Revista de Avance y aquellos que se reunieron alrededor de los proyectos editoriales que impulsó José Lezama Lima: Verbum (1937), Espuela de Plata (1939-1941) Nadie Parecía (1942-1944) y Orígenes (1944-1956).
En realidad, el desacuerdo estético se manifestó desde un inicio. Ya en su primera revista, Lezama y sus compañeros mostraron recelo ante las actitudes asumidas por la generación vanguardista cubana. Guy Pérez Cisneros, en un artículo publicado en Verbum, asumió una actitud crítica frente a sus antecesores, en quienes no veía sino cansancio y vacío creativo. Lezama era de la misma opinión. Eso puede deducirse de algunos ensayos de la época donde arremetía, en evidente alusión a la poesía negrista, contra la “brusquedad con que la poesía cubana plateó de una manera quizá desmedida, la incorporación de la sensibilidad negra” y donde acusaba a la pintura cubana de vanguardia de vivir en “una sequedad desarraigada”. En 1944, Juan Marinello y Gastón Baquero representaron otro acto en la historia de los desencuentros. En sus argumentos relucían los principios estéticos de dos generaciones. Marinello acusaba a los más jóvenes de dar la espalda a las necesidades apremiantes de la historia y encerrarse en una poesía deshumanizada, católica, regresiva y arte-purista. Baquero reafirmaba el derecho que tenían esos escritores -Lezama, Vitier, Diego y él mismo- a forjar una vida cultural con deberes específicos. En otras palabras, Baquero, como Lezama, defendía la autonomía de lo literario.
La obra de Jorge Mañach, como bien la ha señalado Rafael Rojas, está dominada por la transparencia y la claridad. En él se reúnen el espíritu clásico y la necesidad de reformar los vicios morales de la República. Algo distinto sucede con la prosa y la poesía de José Lezama Lima. En este último la moralidad y la trasparencia se transforman en una búsqueda por llevar a la poesía y a la prosa a una experiencia límite del lenguaje. En la polémica de 1949, la única que Lezama sostendría en vida, se puso en evidencia, entre otras muchas cosas, dos ideas distintas sobre el arte y la poesía en el medio cultural cubano de mediados de siglo. Mañach, por un lado, pedía un hecho estético transparente, comunicable, razonado (tanto como Marinello pedía una poesía humanizada y sensible); Lezama, por otro, hacía una defensa de la dificultad: “En realidad, entender o no entender carecen de vivencia en la valoración de la expresión”. El gran arte moderno, para Lezama, había sido una apuesta por romper los contornos del yo y del lenguaje: “Y Dostoyewsky, Claudel, Proust, Joyce, y todos los que se han afanado en llevar al lenguaje a inauditas posibilidades. ¿No es más allá del límite donde han situados sus incitaciones? ¿Y no es precisamente en su furia contra el límite, contra el lenguaje o situaciones ya enquistadas por un tratamiento burgués, donde encontramos la mayor fruición para un intelecto voluptuoso de la primera mirada? Quizá todo esto resulte un poco obvio para la malicia de su no entiendo”.
El viaje
Lezama siempre cultivó la imagen de la inmovilidad. A excepción de los años treinta que le representaron, junto con Ángel Gaztelu, incontables caminatas alrededor de los barrios habaneros, el poeta, autor de La fijeza, se alejó muy poco de su ámbito cotidiano. Incluso en sus crónicas citadinas, que publicó a invitación de su amigo Gastón Baquero en El Diario de la Marina entre 1949 y 1950, más que un flanêur baudeleriano imbuido de movimiento, de ritmo, de sorpresa y de dinamismo, se nota un observador inmóvil que registra los movimientos de la ciudad como arquetipos de un mundo simbólico, como los imágenes espirituales de la urbe. Todavía en 1985 Severo Sarduy, quien siempre admiró la capacidad lezamiana para representarse lugares y cosas que solo había visto con los ojos de la imaginación, aseguraba de él: “jamás salió de la isla, ni de la ciudad de La Habana, ni -o poco menos- de ese amontonamiento de cuadros y muebles coloniales que conformaban su casa”.
En no pocas ocasiones, Lezama justificó su sedentarismo con una historia personal: su padre, un exitoso militar cubano, había muerto de gripe durante una estancia en Pensacola Florida. En la posibilidad del viaje, decía el poeta, siempre lo acechó la imagen de la muerte del padre. Sin embargo, pese a la fama de sedentario, Lezama realizó, a lo largo de su vida adulta, dos viajes fuera de Cuba. Las dos fueron fundamentales y marcaron de forma indeleble su experiencia y su obra. En marzo de 1950 realizó una visita a Jamaica. Fruto de ese traslado es el famoso poema, uno de los que más disfrutaba Cortázar, “Para llegar a la Montego Bay”. Antes de ese viaje, Lezama sólo había salido en una ocasión de la isla. En octubre de 1949, justo unos días después (acaso una semana) de haber iniciado la polémica con Jorge Mañach, José Lezama Lima tomó sus maletas, se enfundó en el abrigo que Gastón Baquero le había regalado, y zarpó hacia Veracruz. El objetivo era, como se deduce de la carta que escribió en este país, el 18 de octubre de 1949, visitar los monumentos del arte barroco novohispano. Este viaje, el único que le dio una experiencia directa con el mundo hispanoamericano, podría leerse en un sentido alegórico: mientras en la isla la autoridad intelectual del momento lo acusaba de incomprensible y oscuro, Lezama, el autor de Muerte de Narciso, emprende un viaje al lugar que donde más tarde situará a uno de los emblemas del barroco americano. Ante la expulsión del canon clásico, la reafirmación de la tradición barroca.
II. El BARROCO
En más de una ocasión Lezama divulgó la idea de que su primera formación intelectual y su gusto estético y literario se habían forjado en el autodidactismo. Sus lecturas fueron las que el medio intelectual cubano de los años veinte y treinta le permitió: “He sido un autodidacta formado en la lectura. No he viajado. No he tenido grandes profesores, de manera que culturalmente me he hecho tratando de domeñar mi caos que a veces me jugaba una mala partida”. Dentro del universo bibliográfico que Lezama tuvo a su disposición en sus años fundamentales, no cabe duda de que los acervos editoriales españoles, de manera especial Espasa-Calpe y Revista de Occidente, fueron sus principales fuentes de información. En ellos, Lezama encontró parte de las discusiones sobre el barroco que lo marcaron. En las traducciones de Revista de Occidente y de Espasa, Lezama leyó a los clásicos de las discusiones sobre el fenómeno barroco: de Heinrich Wölflin a Werner Weissbach, de Oswald Spengler a Wilhelm Worringer; ahí se acercó también a las relecturas de los siglos de oro de Karl Vossler. En todas ellas encontró lecturas sugerentes sobre el periodo y el espíritu del arte barroco.
Sin embargo, Lezama nunca estuvo solo en esa relectura y revaloración estética. En Cuba, los poetas y artistas que desde un inicio lo acompañaron en sus revistas también volvieron los ojos a esa manifestación cultural que, hacia los años treinta, sonaba fuertemente en casi todos los ámbitos culturales y académicos de América y Europa. Ya no eran los tiempos de la vanguardia. Un nuevo núcleo de jóvenes comenzaba a manifestarse: el crítico de arte Guy Pérez Cisneros, los pintores Mariano Rodríguez y René Portocarrero, el poeta Ángel Gaztelu y el propio Lezama fundaban y participaban en esa renovación artística. Todos ellos, lo aseguró Lezama varios años después, compartieron la pasión por el descubrimiento del barroco hispánico: “La generación de pintores del 25 […] había nacido bajo la égida del “sprit nouveau” (sic), […] la generación del 40, […] había hecho peculiar detenimiento, en pintura y poesía, en las manifestaciones estilísticas del barroco”. Era claro que Lezama se refería, al hablar de la generación del 40, que más tarde identificará como la generación de Espuela de Planta, a sus compañeros de revista: Mariano, Portocarrrero, Guy. Lo confirma, en esos mismos años, Pérez Cisneros quien, en un artículo donde enlaza estratégicamente los ideales de un arte nacional con el movimiento del arte barroco, asegura:
Necesitamos […] Un arte dinámico y barroco […] El arte de un Mariano, de un Portocarrero, han nacido barrocos, de ese barroquismo al cual una íntima afinidad nos une. […] Pliegues anchos y oscuros, crestas claras y redondeadas, valles y colinas sucesivos accidentan en avance impetuoso los últimos lienzos de Mariano, dándoles el inconfundible sabor barroco tan ansiado. […] Portocarrero, empeñado junto con Mariano en el triunfo de esta nueva tendencia, se distingue sin embargo notablemente de él […]. El sentido de lo barroco, casi puramente plástico en Mariano, se complica aquí por el aporte de ideas poéticas que juegan con el tiempo que se ha ido introduciendo a la par que el movimiento en la estructura aparentemente sólida.
Para el caso de la pintura, Lezama tenía claro que la experiencia plástica del barroco era una solución importante. ¿Y qué pasaba con la poesía? Una figura tutelar presidía los desvelos barrocos literarios de Lezama: Luis Góngora. Casi todos los lectores y críticos lezameanos coinciden al respecto. Severo Sarduy, por ejemplo, aseguró que Góngora era la presencia absoluta de Paradiso. No obstante su espíritu gongorino, Lezama en algún momento llegó a cansarse de la identificación: “Se ha hablado con exceso, yo creo, de la influencia de Marcel Proust –por el cual tengo un gran admiración- y de Góngora en mi obra. Yo creo que va llegando el momento de aclarar las cosas. Góngora no puede ejercer una influencia directa; Góngora puede exigir una influencia en el frisson, en el estremecimiento del idioma”. Si sobre Góngora se ha hablado bastante, poco se ha escrito, en cambio, sobre la presencia de la poesía barroca americana en la obra de Lezama. Y, no obstante, está muy presente. Lezama siempre estuvo al tanto de los estudios y los descubrimientos en la literatura barroca de este continente.
Ejemplo de ello es el muy temprano ensayo de 1937 sobre el poeta Novohispano, Luis de Sandoval y Zapata, donde Lezama, tomando a pie juntillas los datos que Alfonso Méndez Plancarte acababa de dar a conocer en México en la revista Ábside, prefigura la imagen de lo que tiempo después, en La expresión Americana, se llamará el señor barroco americano. Las lecturas tempranas de Lezama dejan entrever cómo la revaloración del periodo barroco, en la poesía y en las artes plásticas, jugó un papel importante en sus concepciones estéticas. En ese sentido, Muerte de Narciso (1937), su primer poema publicado, donde se nota la presencia de Mallarmé, Góngora y Valéry, todavía aguarda una lectura en diálogo con los poetas barrocos hispanoamericanos.
Lo que Lezama leyó en el barroco de América fue, sin lugar a dudas, una expresión que iba más allá de una manifestación estilística, para configurar una visión de mundo. En la capilla del Rosario en Puebla, por ejemplo, el poeta cubano, en ese viaje de octubre 1949, no sólo vio los borbotones de imágenes que se mueven en un conjunto visual como una ola, sino el espacio donde el señor barroco americano se siente a gusto. El monumento, en ese sentido, no era únicamente una exacerbación de formas, un lenguaje tenso de imágenes, sino un espacio de vivencia. La forma se convertía en morada, en ethos, en vida. Los poetas barrocos hispanoamericanos que interesaron a Lezama, todos ellos gongorinos fervorosos, fueron signo, también, de una actitud vital ante el lenguaje. Tanto el granadino Hernando Domínguez Camargo, como los novohispanos Sor Juana y Sigüenza y Góngora, le fueron preciados por sus vivencias simbólicas. Domínguez Camargo, según Lezama, llega “a excesos luciferinos, por lograr dentro del canon gongorino, un exceso aún más excesivo que los de Don Luis, por destruir el contorno con que al mismo tiempo intenta domesticar una naturaleza verbal, de suyo feraz y temeraria”. La grandeza de Primero Sueño de sor Juan, según Lezama “está […] en la extensión ocupada por un tema tan total como la vida y la muerte, y del que extrae no las maravillas y las excepciones, sino cautelas distributivas, graduaciones del ser para recibir el conocimiento”. Sigüenza, desde su perspectiva, “es el señor barroco arquetípico. En figura y aventura, en conocimiento y disfrute”, en él se regodean “la nobleza, el disfrute, la golosina intelectual,… todo noble vivir”. El barroco, desde la perspectiva lezamiana, deviene un ethos, una forma de vivir; por eso su conclusión es contundente: “(el barroco) no es un estilo degenerescente, sino plenario, que en España y en la América española representa adquisiciones de lenguaje, tal vez únicas en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad, misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras de saboreo y del tratamiento de los majares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso, teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias”.
En su revaloración del barroco, Lezama señalaba una corriente similar en toda la América Hispánica: después de las vanguardias vino la búsqueda reconcentrada de las fuentes. La generación de poetas que comenzó a publicar a finales de los treinta y principios de los cuarenta, del siglo pasado, ya no buscaba la ruptura sino la continuidad: la búsqueda de vasos comunicantes con la tradición literaria, el rastreo en el archivo de la poesía. Resulta revelador, al respecto, lo que dice Octavio Paz, precisamente sobre el libro que generó la polémica entre Mañach y Lezama: “Todo comienza –recomienza- con un libro de José Lezama Lima: La fijeza (1944). Un poco después (no tengo más remedio que citarme) Libertad bajo palabra (1949) y ¿Águila o sol? (1950). En Buenos Aires, Enrique Molina: Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951). Casi en los mismo años, lo primeros libros de Nicanor Parra, Alberto Guirri, Jaime Sabines, Cintio Vitier, Roberto Juarroz, Álvaro Mutis … Estos nombres y estos libros no son toda la poesía hispanoamericana contemporánea: son su comienzo. […] En cierto sentido fue un regreso a la vanguardia. Pero una vanguardia silenciosa, secreta, desengañada. Una vanguardia otra, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia. No se trataba, como en 1920, de inventar, sino de explorar”.
Visto en este contexto, resulta revelador que Lezama, en 1949, se enfrentara estéticamente con Jorge Mañach. La generación de Lezama, como le sucedía a sus contemporáneos hispanoamericanos, buscó, después de las rupturas vanguardistas, las continuidades del barroco. El viaje a México, en las postrimerías de la polémica con Mañach, significó la vivencia in situ del arte barroco novohispano; con ese viaje Lezama reafirmaba un arte nuevo que iba, como él mismo lo dice, no en busca del sentido, la claridad y el entendimiento, sino “más allá del contorno del yo, y del lenguaje”; un arte que, en otras palabras, figurara las búsquedas de una generación posvanguardista.
Ciudad de México, 1971.
Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. En la actualidad trabaja como Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.
Ha colaborado con reseñas y artículos en Nueva Revista de Filología Hispánica, Tierra Adentro, Periódico de Poesía, Iberoromania, Iberoamericana, Crítica, Latinoamérica. Ha publicado los libros La poética del Cimarrón. Aimé Césaire y la literatura del caribe francés (CONACULTA, México, 2007); Un amigo en tierras lejanas. Correspondencia Alfonso Reyes/Werner Jaeger (1942-1958), (El Colegio de México, México, 2009), La biblioteca en la isla. Una lectura de La expresión americana de José Lezama Lima, (Colibrí, Madrid, 2011) y Un cierto encanto goethiano. Correspondencia alemana de Alfonso Reyes (1914-1959) (El Colegio de México/Juan Pablos Editor/Cátedra Humboldt, México, 2013).
En 2009 obtuvo una mención honorífica en el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas.