Lo que sucede cuando escribes libros

5 agosto, 2022

Conferencia leída el 29 de abril de 2022, en la fábrica de Cerveza Victoria, en Málaga, en el marco del evento «Escribe y publica tu libro».


Cuando se habla de la creación artística suele hacerse en términos positivos. Es algo que se considera bueno y se busca estimular para que cada quien, desde sus respectivos intereses y ambiciones, lo haga. Es el sentido de reuniones como esta. Es también lo que intento hacer en mis talleres de escritura porque, a fin de cuentas, a escribir se aprende leyendo y escribiendo, así de simple, en la soledad de la lectura y la escritura. A lo más que un profesor puede aspirar es a ser como una de esas personas que en los maratones se planta en una curva del camino a aplaudir y a animar al corredor para que no abandone la carrera. A eso y a que el alumno aprenda a apreciar el ritmo de sus propios textos (de su respiración en el texto).

No obstante, en el primer encuentro con nuevos talleristas siempre evito pintarles un panorama demasiado halagador. Más bien trato de advertirles sobre las incómodas sensaciones que van a empezar a experimentar y, en especial, sobre las extrañas situaciones que van a empezar a vivir desde el momento en que han decidido escribir un libro. Si es que en realidad uno decide este tipo de cosas. Ya esto es un indicio de los fenómenos con los que vamos a lidiar de ahora en adelante.

Por eso he titulado esta breve conferencia como titulo mis talleres: «Lo que sucede cuando escribes libros». El título lo tomé de una frase de la novela La mancha humana, de Philip Roth, que dice así:

            «Esto es lo que sucede cuando escribes libros. No solo hay algo que te impulsa a averiguarlo todo, sino que algo empieza a ponerlo todo en tu camino. De repente no existe una carretera secundaria que no conduzca directamente a tu obsesión».

La frase es misteriosa pero exacta. Escribir es una práctica que pone en relación dos fuerzas extrañas que están destinadas a cooperar: por una parte, ese «algo» que empieza a poner todo en nuestro camino y, por otra, esa obsesión que es la meta de llegada. El lugar hacia donde conduce todo. La escritura sería una especie de umbral temporal que permite que el mundo interior y el mundo exterior se toquen. Es Alicia atravesando el espejo. El libro, a la vez, es el testimonio de que tal pasaje existió, de que el viaje no fue un sueño. Pero es un umbral clausurado, pues luego solo se abre en una dirección: la del lector.

Ahora bien, ¿qué fue primero: ese «algo» o la obsesión?

Es difícil responder esta pregunta. Creo que para el común de los mortales, lo primero es el mundo, ese algo total que nos va modelando, dando una forma. Y nosotros, a partir de determinado momento, empezamos a reaccionar al mundo, a la forma mayor, engendrando formas pequeñas, que serían nuestras obras, sean de arte, científicas, deportivas o del pensamiento.

Sin embargo, para una minúscula parte de los seres humanos sucede al revés. Primero está la obsesión, insertada en sus cerebros desde el segundo de su concepción, y luego viene el mundo como una materia prima que está allí para darle sustancia a un mecanismo que, llegado el caso, pudiera incluso prescindir de él, del mundo, y seguir funcionando en el vacío, por los tiempos de los tiempos.

Estoy hablando, por supuesto, de los genios: un Mozart, una Ada Lovelace, un Borges, un Picasso.

Ahora bien, ¿qué entendemos por obsesión? Para no complicarnos mucho acudamos al Diccionario de la Lengua Española, donde se nos explica lo siguiente:

Obsesión.

  1. Perturbación anímica producida por una idea fija.
  2. Idea fija o recurrente que condiciona una determinada actitud.

Si además recordamos la etimología griega de la palabra «idea», que significa «forma», se va aclarando un poco el panorama. La obsesión sería una idea o forma fija que perturba nuestro ánimo y condiciona nuestra actitud hacia el mundo. Una actitud que, en el caso del genio, consiste en meter lo inabarcable e infinito del mundo en ese molde único que dios o el azar genético instaló en su cerebro. De allí lo maravilloso y monstruoso del genio.

La obsesión, entendida así, sería el equivalente mental del motor inmóvil que Aristóteles postuló como causa primera del movimiento del universo; aquello que hace que todo se mueva pero que permanece estático e idéntico a sí mismo.

            («El genio depende de la inexperiencia», dirá Ricardo Piglia).

Lo sorprendente de este asunto es que la trayectoria del genio, que de por sí es una excepción, se suele tomar por la regla. El común de la gente que quiere escribir un primer libro y que se inscribe en un taller siente que está allí para limpiar el pecado original de no ser un genio. De no haber leído Don Quijote en inglés a los 8 años, como Borges, o no haber escrito Las Iluminaciones a los 16, como Rimbaud. Si algo nos enseña la historia de la literatura, desde los clásicos hasta las legiones de autores anónimos, inéditos o simplemente ignorados, es que los libros son el resultado de una larga paciencia.  

Lo que para el genio es una forma que le viene definida desde la infancia de manera inexplicable, para los demás es un embrión que debemos alimentar a lo largo de la vida. Un gemelo interior que debemos procrear y gestar nosotros mismos. A esa parcela nuestra que poco a poco empieza a manifestarse, marcando una diferencia no solo con respecto al mundo que nos rodea sino con respecto al propio ser, se le suele llamar vocación. Este es un término religioso que podemos utilizar haciendo una salvedad. Para el santo, la vocación opera mediante la conversión: antes yo era esta persona y a partir de ahora soy esta otra. Para los escritores, en cambio, descubrir que lo son significa entender que antes yo era esta persona y a partir de ahora soy también esta otra persona. Es el sentido de la sentencia de Rimbaud, «yo es otro». Revelación que el propio Rimbaud, por cierto, fue incapaz de soportar. De ahí su abandono de la poesía a los 19 años para convertirse en traficante de esclavos en África.

Esta teoría del gemelo interno tiene algún sustento científico. Es lo que se conoce como el gemelo fantasma o gemelo evanescente. Se trata de una particularidad de los embarazos múltiples descubierta en 1945 por el doctor Walter Stoeckel, en que el embrión de uno de los gemelos puede terminar reabsorbido por la placenta o, incluso, por el otro gemelo antes de nacer. Hoy día se detecta a través de la ecografía y suele manifestarse durante los primeros meses de embarazo. En 1995, el doctor Louis Gerald Keith presentó pruebas estadísticas según las cuales este fenómeno se produce en uno de cada ocho embarazos múltiples. No obstante, y esto es lo que nos interesa, Keith también advertía de que podían existir casos en los que uno de los embriones gemelos fuera reabsorbido antes de que la embarazada se hiciera la primera ecografía. Es decir, casos en los que un embarazo que, aunque originalmente fuera múltiple, se desarrollara luego y completara de manera natural sin que la madre ni los médicos detectaran que en un principio hubo dos embriones y no uno.

Esto abre una posibilidad fantástica y perturbadora: ¿no podría suceder que el embrión que sí se desarrolló y nació guardara una memoria también embrionaria de su hermano gemelo, de ese hermano que nadie sino él, en la soledad compartida del universo amniótico, reconoció? El impulso de ser otros, que subyace en la vocación por la escritura, ¿podría ser acaso una remota consecuencia, una imprevista nostalgia, de ese gemelo evanescente?

El asunto da para un relato de ciencia ficción. De todas formas, hayamos o no tenido un gemelo evanescente, escribir supone imaginar que sí lo tuvimos. Y a diferencia de la vida real, donde aquel quedó reabsorbido para siempre antes del parto, en la escritura podemos hacer que reaparezca. Y como hicieron nuestras madres con nosotros, debemos alimentar al hermano gemelo a través de esa placenta que sería el cerebro. Nutrirlo de nuestros pensamientos, sueños, recuerdos y emociones. Porque va a ser él o ella quien escribirá los libros por nosotros.

Sin este desdoblamiento o multiplicación del ser es muy difícil escribir. O, para ser más fieles a la realidad, escribir es difícil porque todo conspira en contra del hermano gemelo. A veces son unos padres que no creen que la escritura sea un oficio que valga la pena dedicarle la vida. Otras veces es el entorno en que nos movemos, que privilegia las actividades más rentables y vistosas en detrimento de ese acto tan poco cool que es sentarse a una mesa y, sobre un cuaderno o ante una computadora, consignar hileras de letras, unas detrás de otras en renglones uniformes. Los escritores somos los artistas cromáticamente más aburridos. Nuestra paleta solo tiene dos colores: blanco y negro.

No obstante, nadie se opone tanto al hermano gemelo como el propio escritor en ciernes. Esto en sí no es algo malo. Cierta hostilidad es parte de una sana relación entre hermanos.

Muchas de las personas que se inscriben en un taller vienen empujados por la voz del hermano secreto que está pidiendo una oportunidad. Por eso la labor del profesor tiene mucho de psicólogo. De tranquilizar al «paciente» haciéndole ver que su vida como ingeniero de sistemas o como odontóloga no es un obstáculo para la escritura. Que, más bien, la verdadera escritura prospera en el terreno abonado por el conflicto, la insatisfacción y la contrariedad.

            («Florecemos en un abismo», dice el poeta Rafael Cadenas).

Se trata, sobre todo en las primeras sesiones, de familiarizar al escritor con su particular locura. Decirle no solo que es normal que escuche voces sino que además debe tomar el dictado de lo que le dicen. Esto no es solo un ejercicio motivacional sino que tiene efectos prácticos que pueden ayudar a desmontar concepciones erróneas de la escritura.

Por ejemplo, la noción de que la escritura empieza al momento de sentarse a escribir cuando en realidad comienza mucho antes, como un proceso mental. En el instante, de mayor o menor conciencia, en que entablamos los primeros diálogos con el hermano gemelo. El cual conduce a una segunda etapa en la que el hermano gemelo toma la palabra y se pone a hablar con esos embriones aún más evanescentes que son los personajes de un libro.

Ese rumiar historias, fragmentos de diálogos, escenas y atmósferas puede durar días, meses y a veces años sin necesariamente concretarse en una sola palabra escrita. Lo importante no es tanto haber escrito como querer escribir. Un novelista es alguien que va a escribir una novela. No alguien que ya ha escrito una novela. Pues la creación de estas realidades paralelas nunca deben perder de vista que, tarde o temprano, tienen que materializarse en palabras escritas dirigidas a un lector. Porque esos mundos alternativos existen para ser contados, no para vivir en ellos. Lo otro sería simple evasión. Llámese quijotismo, bovarismo o síndrome de Walter Mitty.

En este sentido, la famosa procrastinación que está tan de moda hoy día (en el siglo XX la llamábamos simplemente flojera) puede ser beneficiosa para un escritor. Esa constante postergación del momento de sentarse a escribir a veces funciona como un acumulador de partículas que luego se desborda como escritura inspirada. Y la llamamos así, inspirada, porque solo prestamos atención al costado físico de la escritura y no tomamos conciencia del largo proceso mental que la ha precedido y propiciado.

Ahora bien, si es cierto que podemos postergar el instante de sentarse a escribir, y que, incluso, es recomendable postergarlo como quien propicia una tormenta, también es cierto que no podemos postergarlo indefinidamente. Llega una hora en que, arrastrados por un impulso al que obedecemos, nos sentamos, escribimos, pasan las horas y los días y nos encontramos de repente en las manos con esa pila de páginas con las que soñábamos desde hace tanto tiempo. Y, de nuevo, sin saber muy bien cómo ni por qué. En este punto, ya las explicaciones y las causas dejan de importar. Somos una máquina cuya función es escribir.

Pudiera creerse que una vez alcanzado esta especie de nirvana el misterio se desvanece. No es así. En todo caso, se desplaza y vemos entonces que el mundo nos responde. Sabemos que estamos escribiendo un libro porque, de pronto, empiezan a pasarnos cosas.

¿Qué tipo de cosas? Pues las más estrafalarias. Aquí algunas de las que me han sucedido a mí:

Un motorizado pelirrojo me entregó una vez, a la medianoche en Caracas, un papel que contenía un mensaje apocalíptico. Un anciano se me acercó en la Universidad Central de Venezuela, donde yo daba clases, y me preguntó si por casualidad no tenía yo o no sabía dónde podía encontrar un ejemplar del I-Ching, pues él no tomaba ninguna decisión sin antes consultar I-Ching. En una librería a la que solía ir yo con frecuencia, un día descubrí un libro cuyo título en latín era la misma frase que yo había utilizado como epígrafe en mi primera novela. Un autor norteamericano sobre el que yo estaba escribiendo resultó ser el autor favorito de la banda cuya música yo escuchaba mientras escribía sobre ese autor. Y no lo sabía, por supuesto. Investigando para otra novela estaba leyendo dos libros en simultáneo: una historia sobre la construcción de la muralla china y una crónica sobre los recorridos subterráneos de las ciudades modernas. Ambos autores, y esto tampoco lo sabía, eran y son marido y mujer. Y cosas por el estilo.

Estos pocos ejemplos bastan para mostrar el mecanismo. Es como si al dejarnos arrastrar por la escritura de un libro nos hubiéramos convertido en un imán que atrae de la masa indiferenciada de objetos y señales de nuestro entorno las limaduras de hierro de la obsesión. Elucubrar sobre cuánto de estas experiencias tienen de superstición, de autosugestión, es absurdo. Y no creo que tenga que ver con eso, además. Vivimos en una selva de signos. El 99 % no están dirigidos a nosotros y nos impiden detectar el 1 % que sí lo está. Escribir un libro, creo, agudiza nuestra percepción para identificar aquello que nos incumbe. Es abrirse un sendero a golpes de machete por donde circule el sentido en un entorno que es, básicamente, el reino del sinsentido.

Varios de los mejores cuentos de Borges están construidos alrededor de intuiciones similares. El proceso creativo como ejercicio mental, en Las ruinas circulares, por ejemplo, con ese final tan sorprendente que nos recuerda que ninguna creación es propia. El Aleph, donde un portal de dos centímetros de diámetro le permite al Borges de la ficción contemplar la totalidad del universo (aunque al personaje, como bien lo señaló Piglia, esa visión solo interesa porque confirma su obsesión: la sospecha de que su amada Beatriz Viterbo tenía un romance con su primo, el vulgar Carlos Argentino Danieri). O Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, en el que el afán por lo novedoso lleva a los seres humanos a cambiar su civilización por otra, mientras Borges, de nuevo el de la ficción, se desentiende mientras revisa una traducción quevediana del Urn-Burial de sir Thomas Browne que no piensa dar a la imprenta.              

Siempre me ha dejado pensativo el final de este cuento de Borges. Nos muestra a un escritor que en su madurez se desentiende del apocalipsis haciendo lo que siempre ha hecho: leer y escribir. Escribe algo que, además, no está pensado para ser publicado. Algo que, incluso, no es un texto propio sino la traducción de un clásico que habla por él. Quizás el Borges de esta ficción presiente que lo que escriba no encontrará lectores en este nuevo mundo. El apocalipsis es objetivo pero se traduce según la obsesión personal de Borges: la colonización del planeta por una civilización que proviene de otra dimensión implica para Borges, sobre todo, un cambio de códigos, la imposibilidad de tener lectores. La reacción del personaje no es menos asombrosa: el trueque de universos es una pequeña incomodidad que poco afecta al ejercicio de su pasión lectora. Al Borges de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius el fin del mundo lo agarra como a tantos muchachitos que en la adolescencia garabatean sus primeras páginas: copiando las palabras de sus maestros sin siquiera soñar con publicarlas.

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Caracas, Venezuela, 1981.
Escritor, editor y profesor universitario. Ha publicado los libros de cuentos Una larga fila de hombres (2005), Los Invencibles (2007) y Las rayas (2011). Por sus cuentos ha recibido diversos reconocimientos dentro y fuera de Venezuela. En 2007 fue seleccionado para formar parte del grupo Bogotá39, que reunió a los mejores narradores latinoamericanos menores de treinta y nueve años. En 2013 fue escritor invitado del International Writing Program de la Universidad de Iowa. En 2014, su relato «Emuntorios» fue incluido en Thirteen Crime Stories from Latin America, el volumen número 46 de la prestigiosa revista McSweeney's. Actualmente, realiza estudios doctorales de Lingüística y Literatura en la Universidad París XIII.