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Los 100 años de Octavio Paz

1 junio, 2014

La conmemoración del centenario de nacimiento de Octavio Paz (31 de marzo 1914) –Premio Nobel de Literatura 1990-, abrió el dique de la represa de lecturas, interpretaciones y críticas a su vida y obra. En este sentido, el también poeta, ensayista y narrador Erick Aguirre, expresa su admiración, procede a afilar la punta del grafito para alborotar la hoja en blanco y de ese modo manifestarse: plasmando algunos retazos de su visita a la literatura y pensamiento pacianos.


En 1990, cuando a Octavio Paz le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura, pensé que la Academia había encontrado por fin la oportunidad de laurear a un verdadero profeta. Imaginé la tarde cerrada de invierno envolviendo Estocolmo, permitiendo apenas unas luces tenues sobre el Grand Hotel, donde científicos, escritores y diplomáticos se hospedan en los días previos a la premiación. Imaginé el crepúsculo sobre los callejones del casco viejo de la ciudad desembocando lentamente en la fachada del Palacio Real. Imaginé también a Octavio Paz pronunciando su discurso de agradecimiento en la sede de la Academia. Casi logré escuchar sus primeras palabras:

“Por primera vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y no a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que simultáneamente nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas, pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una doctrina metahistórica”.

Es claro que, desde hacía mucho tiempo Paz se merecía ese premio. No había razón para esperar que el muro de Berlín sucumbiera, ni que Gorbachev se atreviera a establecer alianzas con Occidente para tomar una decisión tan elemental como la de otorgar un premio literario a un escritor que se lo merecía.

Muchas son las controversias que han generado las decisiones de la Academia respecto al Premio Nobel de Literatura. Ya nos hemos acostumbrado a recibirlas en medio de un tortuoso e intrincado afán de ejercer un mecenazgo mundial que no perturbe a Dios y a la vez esté de acuerdo con el Diablo. Otra cosa no se puede decir de ese voluntarioso y casi mecánico intento de ser justos en sus premiaciones. Aunque, valiendo la redundancia, para ser verdaderamente justos es preciso decir que sí fue justa la concesión del Nobel: Octavio Paz es, indiscutiblemente, una de las más grandes figuras de la literatura hispanoamericana de los últimos tiempos. Fue, además, uno de los más profundos y agudos pensadores de su contemporaneidad. Y aquí es donde se bifurcan, por un lado el camino de la justicia y la razón, y por otro el de las intenciones políticas de los honrosos premiadores.

Si hubiese sido más por su importancia literaria, el Premio se le habría concedido mucho tiempo antes. En tanto, en Hispanoamérica se aprovechó la ocasión para externar sin ambages, por un lado, una especie de envidioso rechazo, y por otro una generalizada extrañeza ante la tardía premiación.

Hay quienes dicen, por ejemplo, que El Brujo, un libro ya casi olvidado del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, es más bien un perfil bastante cruel, a la vez que tierno y respetuoso, de Octavio Paz. Escrito como quien, en medio de la guerra, tiene el deber de fusilar a un enemigo honorable. Por mucho tiempo se dijo que el guatemalteco consideraba a Paz “un reaccionario de pura raza”, pero después del derrumbe socialista y la concesión del Nobel a Paz, Cardoza reformuló muchas de sus ideas al respecto:

“Medio mundo lo recusa por reaccionario. Se le cree muy conservador. Demostrar o mostrar que es de extrema derecha, carece para mí de sentido. He intentado ilustrar su talento, los caminos de su imaginación y de su dialéctica, que con su ideología suelen ser brillantes”.

Pero el caso de Paz, para los académicos de Suecia, era distinto: el Premio no llegó antes por los inconvenientes de la Academia frente a un mundo dividido en dos grandes polos, y por lo visto no lograban ubicar a Paz en ninguno de ellos. Antes que la historia misma lo hiciera, ellos no podían correr el riesgo de corroborar con su Premio las profecías políticas de Paz respecto al llamado “mundo socialista”. Los límites de su indecisión les impidieron percatarse que por su propia obra literaria Paz se merecía ese Premio desde mucho tiempo antes.

Sin embargo, prefirieron premiar sólo una de sus facetas intelectuales, pues más que al literato parecía que premiaban al “disidente” que decidió bajarse a tiempo del tren de la catástrofe, como llamó Gunter Grass a la pesadilla socialista del siglo veinte. Prefirieron premiar a uno de los más laboriosos sepultureros del socialismo autoritario, al más brillante Sísifo hispanoamericano de nuestros tiempos.

“El marxismo –escribió Paz–, como muchas de las ideas de Platón, ya circula en nuestra sangre intelectual, pero nada más”. Aunque, para ser honestos, su quizás vanidosa alegría por el cumplimiento preciso de sus profecías (la muerte del Socialismo Real); así como su apresurada y simple relegación del marxismo a una simple fase en la historia de la filosofía, con todo y su pertinencia, realmente no lograron dar una respuesta eficaz a la endémica necesidad de justicia social en el mundo. Tampoco garantizan que no seguirán funcionando los campos de prisioneros, las tropas interventoras aerotransportadas o las matanzas justificadas por la supuesta defensa del hombre cobijadas bajo la bandera de la Libertad.

Decía Paz que, para que haya Libertad, es necesario el mercado. Y es cierto, pues como él mismo también expresaba, el mercado es más antiguo que el capitalismo, es intrínseco a las relaciones humanas. Pero la justificación del mercado en su forma moderna, a pesar del fracaso de la economía centralizada y planificada del ex socialismo, continúa siendo insuficiente. Y Paz lo vislumbró en sus últimos ensayos. Poco tiempo antes de su muerte física señaló que, en su forma moderna, el mercado sigue funcionando como forma cotidiana de relación entre los seres humanos, pero que se proyecta y prevalece como una extensión del comercio, de la banca y finalmente de la tecnología que modifica la naturaleza; es decir que, el mercado, en sus más elaboradas expresiones actuales, no es más que otra conquista de la modernidad y sus constantes rupturas y continuidades.

A cien años de su nacimiento y dieciséis de su fallecimiento, prefiero creer que el premio otorgado hace veinticuatro años fue más bien para ese profundo estudioso literario y poeta prolífico que metaforizó el alma del mexicano como un desolado laberinto; el escritor que, hasta entonces, había estudiado y valorado con mayor profundidad la poesía hispanoamericana de todos los tiempos; traductor versátil, inteligente y sensitivo de las mejores literaturas del mundo, y que como profeta histórico no pudo hacer más que preguntarse, al igual que muchos continuamos haciéndolo, cómo construir la libertad en nuestro tiempo.

Con la desaparición física de Octavio Paz, la humanidad no perdió a un simple hombre. Su cuerpo (humus humano), como el de Heráclito, solamente concluyó su “mediodía nocturno”, su ciclo temporal en la espiral de los días. Pero el tiempo ya había encarnado en su obra, ya había saciado el hambre en su lenguaje. Gracias a él los hispanoamericanos dejamos de escribir historia con “H” mayúscula. Gracias a él la historia dejó de ser para nosotros esa gran diosa que convierte a los hombres en adoradores de lo momentáneo. Gracias a él aprendimos a estar alerta a todos los cambios, a no echar raíces en ningún “ismo” (ni religioso, ni literario, ni ideológico), a revisar nuestros compromisos, a descubrir como compromiso más urgente el de la libertad.

Por él pudimos entender que la libertad de los hombres debe partir del individuo, y que la revolución de la palabra es la revolución del mundo. Por él aprendimos a no aspirar simplemente a la salvación del “yo”, sino a tratar de ser cambiantes, capaces de hablar aún en medio del envilecimiento al que nos confinan los sistemas políticos, económicos e ideológicos. También aprendimos el verdadero poder de la palabra, pues con él supimos que, aunque el lenguaje es obra de las civilizaciones, éstas también son obra suya.

La obra literaria de Octavio Paz es, por sobre todas las cosas, agudamente crítica; sus nociones de tiempo y espacio no aspiran a la falsa perfección del dogma; su obra es más bien una apertura permanente, necesidad de relación, de contaminación; una forma rebelde y premonitoria de verdadera libertad. La oportunidad histórica de haber nacido en 1914 y haber vivido un transcurso pleno de importantes acontecimientos mundiales –como los finales de la revolución mexicana, por ejemplo, los avatares de las vanguardias artísticas y literarias, la expansión internacional del marxismo, el desarrollo del fascismo, el surrealismo, la guerra civil española, las guerras mundiales, la guerra fría, los movimientos de liberación del Tercer Mundo, el derrumbe de la órbita socialista soviética y el fin del milenio–, convirtieron a Octavio Paz en un intelectual con una lúcida, aunque catastrófica experiencia del mundo.

Paz fue uno de los últimos escritores americanos que supieron trazar su propio mapa del mundo. Viniendo de un hombre de tanta sensibilidad y cultura, no debería extrañarnos la impresionante agudeza de su obra, en la que es constantemente visible un equilibrio admirable entre inspiración y sabiduría, creación y erudición, visión y reflexión, poesía y crítica. Un escritor dotado de poderes visionarios, un pensador poseído por imágenes deslumbrantes que constituyen por sí mismas una experiencia de conocimiento; un hombre interesado permanentemente en descifrar los grandes problemas del mundo. Su pensamiento siempre fue rebelde al espíritu de sistema. De ahí el extraordinario hálito poético de sus reflexiones y ensayos, su admirable brillo intuitivo, su perspicacia y su capacidad analítica.

En sus últimas obras se aprecia una advertencia, un vislumbre de signos inquietantes que anuncian el regreso de viejas pasiones religiosas, de fanatismos nacionalistas y xenófobos. También se aprecian preocupaciones por la fatalidad ciega y destructiva que rige a la industrialización capitalista y amenaza con destruir el planeta; un severo señalamiento crítico a la deshumanización mercantilista que hace que en nuestro mundo la conformidad y la pasividad convivan con el egoísmo más despiadado y el individualismo más obtuso. Y un llamado final a tratar de encontrar métodos eficaces que humanicen al mercado.

El aporte de Octavio Paz a la literatura y al pensamiento contemporáneo es inconmensurable, sobre todo para el ámbito de la lengua española. No sólo por su obra poética, que es lúdica, erudita, vasta y muy variada. En poesía, Paz experimentó en todo cuanto pudo. Fue un surrealista pero no a la europea sino sumergido en la cultura y la sensibilidad prehispánicas de América y empapado de la condicionante cultural del mestizaje; también estudió la literatura oriental, especialmente la poesía japonesa; estudió la cultura hindú y trató de introducir algunos elementos de la filosofía Zen en algunos conceptos poéticos hispánicos. Y, como si le hiciera falta, experimentó mucho a partir del método ideogramático de Ezra Pound; es decir, era un poeta de muchas luces y de gran inteligencia, intelectualmente muy vivaz; un poeta hambriento de conocimiento.

Pero, por sobre todo, para mí fue un ensayista extraordinario. Sus ensayos antropológicos, los de crítica literaria y los filosóficos, son realmente deslumbrantes, a pesar de que en algunos aspectos hayan sido muy controversiales y hayan generado diversas opiniones, incluso contrarias. Su ensayística, desde mi perspectiva, es lo principal de su obra; aporte invaluable no sólo para la literatura en lengua española, sino también para el pensamiento mundial. El poeta mexicano fue capaz de preconizar los acontecimientos que sucedieron después del año noventa del siglo veinte y que marcaron el final del siglo y el inicio de este nuevo milenio. Fue un intelectual apasionado por los acontecimientos políticos, por el acontecer histórico, por el movimiento de la civilización contemporánea.

Una de las cosas que más admiro de Octavio Paz es que siempre estuvo en contra de cualquier presentación dogmática del pensamiento. La lectura constante de sus textos me enseñó a no conformarme con el dogma, a bucear más hondo, a tratar de darle a las ideas y discursos una explicación y no asumirlos como un catecismo, como una simple lista de leyes y reglas que hay que seguir; que la vida y el pensamiento están infinitamente llenos de sorpresas, de muchos elementos que constantemente cambian, que se mueven y están en constante efervescencia.

Ahora que se cumplen cien años de su nacimiento y veinticuatro de su Premio Nobel, he vuelto a imaginar a Paz en Estocolmo, pero esta vez culminando su discurso en un tono apocalíptico:

«A partir de hoy, el hombre cumplirá su destino deshojando la hondura efímera del tiempo. ¿Por qué y cómo? Nadie lo sabe. Las razones se difuminan en la corriente aterciopelada de las letras. La reflexión sobre el ahora no implica una renuncia al futuro ni olvido del pasado: el presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es fruto del presente. No podemos rechazarla. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte”.

Octavio Paz murió en 1998. Su cuerpo físico ahora es polvo, pero su obra nos deja como principal enseñanza que la pasividad y la excesiva cautela, en el campo de las ideas, son los peores aliados del escritor, y que la libertad debe ser el pan nuestro de cada día. A muchos que en Nicaragua alguna vez abjuraron de él y después lo refrendaron, y a los que aún no lo han hecho, dichosamente ahora no les queda más remedio que agradecerle. A cien años de su nacimiento, los hombres y mujeres de este tiempo debemos acoger con inteligencia y el mayor entusiasmo posible la eterna vitalidad de su pensamiento.

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Managua, Nicaragua.1961.
Poeta, narrador, crítico y periodista. Es autor de los libros de poesía Pasado meridiano (1995), Conversación con las sombras (2000) y La vida que se ama (2011); este último ganador del Premio Internacional de Poesía “Rubén Darío” 2009, convocado por el Instituto Nicaragüense de Cultura. También ha publicado las novelas Un sol sobre Managua (1998, 2000, 2003), Con sangre de hermanos (2002, 2011), y los volúmenes de crítica Juez y parte (1999), La espuma sucia del río (2000), Subversión de la memoria (2005) y Las máscaras del texto (2006). Ha sido redactor y editor en los más importantes periódicos de Nicaragua. Ha ejercido la docencia como profesor de Géneros periodísticos y Escritura creativa en la Facultad de Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA), en la carrera de Filología y Comunicación de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) y en la carrera de Periodismo de la Universidad Hispanoamericana de Managua (UHISPAM). Graduado de Filología y Comunicación por la UNAN-Managua, con Maestría en Literatura Hispanoamericana por la UCA. Miembro del consejo editorial de la Revista Virtual de Estudios Literarios Centroamericanos, Istmo; miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española.