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Los hijos de Pedro Páramo 

5 junio, 2023

Octavio Paz se preocupó por insertarnos en una genealogía. Gracias a él somos los hijos de la Malinche, hijos simbólicos y colectivos, hijos anónimos, jamás parecidos a los verdaderos hijos históricos, los mestizos Martín Cortés y María Jaramillo. Alguna vez me preocupé por saber si la Malinche había dejado también y circulando por el mundo hijas putativas. Y encontré que las había y que esas hijas practicaban un oficio, se trataba por lo menos de tres narradoras: Elena Garro en sus cuentos de Las mañanas de colores y especialmente La culpa es de los tlaxcaltecas; Rosario Castellanos con Balún Canán y Elena Poniatowska en La flor de lis, y sobre todo,  en su papel de entrevistadora de Jesusa Palancares en Hasta no verte Jesús mío; narradoras perseguidas por la culpa, creadoras de personajes implícitamente autobiográficos, racialmente diferentes de las mestizas y de las indígenas, pertenecientes a las altas clases medias, y del sexo por excelencia, como famosamente dijo Carlos Marx,  cuando le nació por tercera vez una niña. 

Es evidente que Pedro Páramo tuvo hijos, quizá mucho más que la Malinche. Y sin embargo, nadie nos ha otorgado esa paternidad, nadie nos conoce como los hijos de Pedro Páramo, aunque lo mereceríamos, y mucho menos conocen a quienes pudiéramos ser sus hijas.

¿Pero tuvo hijas Pedro Páramo? Si leo con atención y por centésima vez Pedro Páramo y comparo el libro publicado con las distintas versiones que de él Rulfo dejó en sus Cuadernos advierto de inmediato una curiosa, por no decir perversa, relación con la paternidad, una paternidad colectiva, confusa y, en general, anónima; muchas veces incestuosa, pero históricamente evidente durante el porfiriato (y aún ahora) porque Comala además de estar llena de “Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas:” (Rulfo, 2017, p. 49), está poblada por varios de los hijos bastardos de Pedro Páramo, de los cuales sólo sabemos que, a pesar de ser sus hijos, como explica el arriero Abundio, él mismo es uno de ellos, sus madres los han malparido sobre un petate.

            En este sentido, es revelador el hermoso diálogo que un personaje anónimo, “aquel hombre”(Rulfo, 2017, p. 106), en realidad el propio Abundio, sostiene en Los Cuadernos con un Juan Preciado aún no muy bien delineado y todavía anónimo, por lo menos en ese fragmento, mientras ambos caminan hacia una Comala también aún innombrada: 

El ejemplo lo tengo en propia casa. Ya le presentaré a mi señora cuando estemos allá… la verá usted junto al comal frío, como un ladrillo más del pretil de la cocina. Ya sin obligaciones, habiendo dado lo que pudo dar de sí. Pero tuvo once hijos, de los cuales nada más dos fueron míos, los otros eran ajenos, de esos que se consiguen sin saber cómo, que salen como de rebote. Un día amanecen allí, nuevecitos, todavía friolentos por el aire. Y los ojos inocentes de nuestra mujer que nos miran suplicantes, pidiendo que les cuidemos al retoño; que lo llevemos a bautizar para que no se muera lejos de los lazos de Cristo. Yo he tenido que hacer eso nueve veces… ¿Y usted sabe de quién eran aquellos hijos?
         —No tengo la menor idea. 
         —De Pedro Páramo. De él eran. Hállele usted…(Rulfo, 1995, p. 71).

Párrafo maravilloso: demuestra el trabajo extraordinario que Rulfo hizo para lograr que su novela fuera lo que es. ¿Qué hubiese sucedido si “aquel hombre”, ese personaje que luego se convertiría en el verdadero, casi mudo y antes locuaz Abundio novelesco no hubiese sido hijo bastardo de Pedro Páramo? Como diría Borges, el mérito de una obra no está en la longitud, sino en su delicado ajuste verbal. 

De esta pródiga paternidad que prolifera sin domeñarse, antes de definirse en la novela, nos enteramos en los Cuadernos. Allí los personajes aparecen, reaparecen, desaparecen, son hijos o son padres, son primos o esposos, hay pocas madres y muy pocas hijas, las filiaciones se confunden. Un ejemplo importante por su papel en la novela, y su función dentro de ella como único representante de la iglesia en el pueblo, es el del personaje que luego será el Padre Rentería, originariamente el Padre Villalpando en los Cuadernos, cuyo origen, aunque borroso, lo identifica de manera definitiva allí como hijo de Pedro Páramo, durante mucho tiempo llamado por Rulfo Maurilio Gutiérrez:

Que el padre Villalpando era hijo natural de Rómula Benavides, una de las más viejas sirvientas de Maurilio Gutiérrez. Se decía que su padre había sido el mayordomo Villalpando, o su hijo que fue durante muchos años caporal, o de un primo de ellos, que vivía dentro de la Hacienda. Ni ella misma lo sabía: “Fueron tantos”, decía cuando se lo preguntaban, pero debió haber sido uno de los Villalpando, pues ellos eran los que más la habían transitado:
          “Maurilio Gutiérrez se encargó de su educación…. 
          Y cuando al fin vino el padre Villapando a hacerse cargo de la
          Iglesia de Comala, él le habló de “usted” y se arrodilló como
          todo el mundo y le besó la mano” (Rulfo, 1995, p. 53).             

Una anotación al calce, el personaje que protagonizaría La cordillera, esa novela perpetuamente anunciada por Rulfo, se llama en los Cuadernos Tránsito Pinzón, nombre significativo en este contexto por la importancia que nuestro autor siempre le concedió a los nombres que debían identificar a sus personajes. De esa manera podríamos inferir que de haber trascendido literariamente, Tránsito Pinzón hubiera sido hijo de una mujer intensamente transitada. 

Y de verdad, una verdad oscurecida por las borraduras novelescas, el Padre Villalpando, refigurado en la novela como el Padre Rentería, era hijo bastardo de Pedro Páramo en los Cuadernos: “Quiso decirle: ‘Muchacho estás hecho un hombre”, pero se le secó en la boca el cariño de aquel que consideraba como criatura suya. Porque la verdad es que sí lo era, sólo que la Rómula se hubiera muerto de haberlo descubierto” (Rulfo, 1995, p. 54).

Los bastardos, los naturales y los legítimos 

En un fragmento intitulado “Mi pueblo, mi lucha contra Maurilio Gutiérrez”, Villalpando exclama: “Yo mismo pensaba: soy un capricho de él y como yo, hay muchos, quizá este pueblo esté plagado de bastardos que llevan su sangre y a quienes ha envenenado con su autoridad insana y concupiscente” (Rulfo, 1995, p. 55).

Hay tres hijos con nombre en Pedro Páramo: Juan Preciado, Miguel Páramo y Abundio Martínez, o sea el hijo legítimo con apellido de bastardo, el natural con nombre legítimo y el bastardo asesino, conductor de su medio hermano al reino de la muerte, en vida. 

Pedro Páramo se casa con Dolores Preciado, la de los bellos y tiernos ojos, la dueña legítima de La Media Luna, esa hacienda que cimentará su fortuna. Dolores la despojada, la deslegitimizada, la que por casarse legítimamente con Pedro Páramo deslegitimiza y deshereda a su propio hijo. Roa Bastos dice en su ensayo sobre nuestro autor:

Pero Juan Preciado, el hijo legítimo, digamos el «mestizo puro», llevaba muy adentro de su íntima oquedad otra manda no menos sagrada: la esperanza del reencuentro con su padre. Llega a Comala, guiado por su medio hermano Abundio, el «hijo ilegítimo, natural» —digamos el «mestizo desnaturalizado»— quien ya ha ejecutado la venganza. El Acto de Abundio lo desobliga, sin que él nada sepa todavía, del ajuste de cuentas. Pero este hecho no le librará de la pesada carga que se le ha ido formando como «un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo». No lo nombra mi padre, sino el marido de mi madre (Roa Bastos, 1999, p.15).

Un hijo legítimo que llama a su padre legítimo el marido de mi madre, legitimando su condición de deshijado, y convirtiéndose así en hijo legítimo de un padre desconocido. Miguel, llamado primero Esteban en los Cuadernos y destinado allí a ser esposo de Susana San Juan, bautizada en ese fragmento como Susana Foster consumando avant la lettre un incesto narrativo, no tiene literalmente madre pues ésta ha muerto al alumbrarlo. Si caigo en la pedantería de los juegos de palabras diría que Miguel se convierte es el desmadrado y Juan en el despadrado. 

El padre Rentería, cuya sobrina Ana fue violada por Miguel Páramo, habla así del padre y del hijo mientras reflexiona si debe concederle el perdón al joven: 

El asunto comenzó —pensó— cuando Pedro Páramo, de cosa baja que era, se alzó a mayor. Fue creciendo como una mala yerba. Lo malo de esto es que todo lo obtuvo de mí: “Me acuso padre que ayer dormí con Pedro Páramo”. “Me acuso padre que tuve un hijo de Pedro Páramo”. “De que le presté mi hija a Pedro Páramo”. Siempre esperé que él viniera a acusarse de algo; pero nunca lo hizo. Y después estiró los brazos de su maldad con ese hijo que tuvo. Al que él reconoció, sólo Dios sabe por qué. Lo que si sé es que yo puse en sus manos ese instrumento (Rulfo, 2017, p. 73).

Y curiosamente, Pedro Páramo que no siente dolor al enterarse de que ha muerto el único hijo que ha reconocido como suyo, recuerda en ese momento a su padre y también a su madre, muertos cuando era niño. Sobra añadir que eso nos remite a la propia experiencia biográfica de Carlos Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, en la época en que no era más que un niño que cargaba el peso de un nombre extremadamente largo:

Vino hasta su memoria la muerte de su padre, también en un amanecer como éste; aunque en aquel entonces la puerta estaba abierta y traslucía el color gris de un cielo hecho de ceniza, triste, como fue entonces. Y a una mujer conteniendo el llanto, recostada contra la puerta. Una madre de la que él ya se había olvidado y olvidado muchas veces diciéndole: “¡Han matado a tu padre!”. Con aquella voz quebrada, deshecha, sólo unida por el hilo del sollozo. 

Nunca quiso revivir ese recuerdo porque le traía otros, como si rompiera un costal repleto y luego quisiera contener el grano. La muerte de su padre que arrastró otras muertes y en cada una de ellas estaba siempre la imagen de la cara despedazada; roto un ojo, mirando vengativo el otro. Y otro y otro más, hasta que la había borrado del recuerdo cuando ya no hubo nadie que se la recordara (Rulfo, 2017, p. 71).

En plena borrachera, como sonámbulo, Abundo, el hijo natural, asesina al padre y en medio de su estupor sólo recuerda a su mujer, la Cuca, apenas fallecida. Para enterrarla pide limosna a Pedro Páramo que espera sentado en su equipal a que la muerte lo acerque a Susana San Juan. A Abundio, oxímoron perfecto de su mismo nombre, arriero miserable, le toca el doble papel de guía de su medio hermano y de asesino del cacique: Abundio, privado al mismo tiempo de su mujer, de su hijo, de su libertad y de su padre; Abundio tuvo

aquel hijito que se les murió apenas nacido, dizque porque ella estaba incapacitada: el mal de ojo y los fríos y la rescoldera y no sé cuántos males tenía su mujer, según le dijo el doctor que fue a verla ya a última hora, cuando tuvo que vender sus burros para traerlo hasta acá, por el cobro tan alto que le pidió (Rulfo, 2017, pp. 129-130).

Un interludio onomástico 

Enumerar los nombres de los personajes, los definitivos y los tentativos se vuelve un ejercicio poético: 
Tránsito Pinzón 
Ovillado 
Fulgor Sedano 
Galileo 
Abundio Martínez 
Tuburcio Aldrete 
Cleotilde 
Pedro y Miguel Páramo 
Juan y Dolores Preciado 
Odilón 
Eduviges y María Dyada 
Dorotea la Cuarraca 
Damiana y Sixtina Cisneros 
Maurilio Gutiérrez 
Esteban Páramo 
Susana Foster 
Padre Gabriel SebastiánVillalpando 
Ana Rentería 
Justina Díaz 
Fausta 
Micaela 
Susana y Bartolomé San Juan 
Inocencio Osorio o “Saltaperico” 
Jesús
Terencio Lubianes 
Los Fregoso 
Chona 
Esperanza 
Rómula Benavides 
Florencio 
Mi tía Carolina 
Donís 
El Tartamudo 
Damasio el Tilcuate 
Perseverancio 
El hombre y la mujer 
Isaías 
Gerardo Trujillo 
Casildo 
Ángeles 
El doctor Valencia 
Gamaliel Villalpando 
Mi general Obregón 
Madre Villa 
Juan Nepomuceno Rulfo Navarro 
María Vizcaíno Arias 
Cecilia 
Eulalia 
Julián Sandoval 
Sebastián Rentería 
Santa Nunilona, virgen y mártir 
Anercio, Obispo
Santa Salomé, viuda 
Alodia o Elodia y Nulina, vírgenes
Córdula y Donato 
Toribio Mateos 
Jacinto Trujillo 
Manuel Mantilla 
Eusebio Osorio, etc. etc. etc. 

El ejercicio de las tachaduras o las tachaduras como escritura 

En un texto de los numerosos que he escrito sobre Rulfo, añadido a los otros numerosísimos que sobre él se han escrito y se siguen escribiendo sin agotarlo, decía yo lo siguiente, refiriéndome a las múltiples borraduras a las que sometió sus textos: Gracias a la publicación de sus borradores en Los Cuadernos de Juan Rulfo (1994) verificamos que en el proceso de su escritura, la escritura de Rulfo al escribir Pedro Páramo se ha decantado de manera parecida a la poesía de César Vallejo, a fuerza de hachazos efectuados sobre el cuerpo del texto, despojándolo de cualquier excrecencia explicativa o hasta narrativa…

Es en Los Cuadernos donde se advierte con mayor nitidez ese procedimiento esencial en sus obras: 

…las variantes conservadas sobre las que se extendió largamente su editora Ivette Jiménez de Báez dan cuenta de anécdotas, acciones y diálogos totalmente rulfianos pero que, por no estar sometidos a la operación de limpieza devastadora que les da sentido, se nos antojan superfluos, hasta los nombres de los protagonistas Maurilio Gutiérrez, Esteban Páramo, Susana Foster enfrentados a los nombres ya acuñados, Pedro Páramo, Miguel Páramo, Susana San Juan, carecen de densidad y hasta de repercusión sonora. Es como la lectura de ciertos versos aún no deshuesados frente a la versión definitiva que nos dejó Vallejo o como la lectura de “Primero Sueño” si intentáramos, como lo hizo Méndez Plancarte, ordenar los versos de acuerdo con la sintaxis ordinaria… (Glantz, 2003, p. 370).

En una entrevista muy citada que le hizo Fernando Benítez de quien era muy amigo y con quien comía periódicamente en casa de Vicente y Alba Rojo, Rulfo explica: 

…llenaba los vacíos y… descubrí que el escritor llenaba los espacios desiertos con divagaciones y elucubraciones. Yo antes había hecho lo mismo y pensé que lo que contaba eran los hechos y por eso busqué a personajes muertos que no están dentro del tiempo y del espacio. Suprimí las ideas con las que el autor llenaba los vacíos [como quien dice, intervengo, destomasmanizó a la novela en un momento en que todos leían La montaña Mágica-] y evité la adjetivación entonces de moda [ ¿La de Yáñez en Al Filo del agua?] Se creía que adornaba el estilo, y sólo destruía la sustancia esencial de la obra, es decir lo sustantivo.

Y agrega contundente: 

Pedro Páramo es un ejercicio de eliminación [es decir, vuelvo a intervenir, un ejercicio de borraduras]. Escribí 250 páginas donde otra vez el autor metía su cuchara. La práctica del cuento me disciplinó, me hizo ver la necesidad de que el autor desapareciera y dejara a sus personajes hablar libremente, lo que provocó, en apariencia, una falta de estructura. Sí hay en Pedro Páramo una estructura, pero es una estructura construida de silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas, donde todo ocurre en un tiempo simultáneo que es un no tiempo. También perseguía el fin de dejarle al lector la oportunidad de colaborar con el autor y que llenara él mismo los vacíos [La obra abierta, apocalíptica, no integrada]. En el mundo de los muertos el autor no puede intervenir más que con su escritura [insisto y reitero ¿este es el escritor al que se le acusaba de no ser un intelectual y que no sabía cómo reflexionar sobre su obra?] (Benítez, 2003, p. 546).

Los nombres del padre 

Y las borraduras se extienden de manera incisiva y constante a las relaciones familiares. Relaciones confusas, enracimadas, inextricables, casi imposibles de desenredar, mientras Rulfo las iba pensando y organizando para luego decir, una vez publicada la novela, reeditada mil veces y traducida a todos los idiomas que: “Di con un realismo que no existe, con un hecho que nunca ocurrió y con gentes que nunca existieron” (Benítez, 2003, p. 547).

En uno de los borradores de Pedro Páramo, el padre Villalpando, hijo como hemos visto de Maurilio Gutiérrez y convertido en sacerdote gracias a su impulso, habla del pueblo donde ha nacido y donde gobierna un cacique, como si se tratara de un hecho natural, idílico, la época dorada del mito, en cierto paralelismo con los recuerdos de Pedro Páramo, niño evocando a Susana San Juan o a la región próspera, arcádica, con que Dolores Preciado envía a su hijo a la tierra prometida: 

Era cosas que después de hechas se olvidaban, más en un lugar en que todos hacían lo mismo y en que tener un hijo Dios sabía de quién no se trataba con menosprecio, antes por el contrario, aquello representaba una ayuda, a veces permanente, pero casi siempre real. 

Comala había vivido siempre así, desde tiempos remotos. El abuelo de don Maurilio comenzó la historia. Y este hombre, que había heredado una riqueza acumulada y un poder acumulado, no se detuvo, sino que le había dado impulso a las viejas costumbres, haciendo de las mujeres de Comala sus mujeres, regalándoles hijos y bienes y paz y comida y hombres para regalo de sus noches.  

Lo querían. Lo aceptaban como lo que tenía que ser. Sus hombres trabajaban para él en los campos, cuidándole sus bienes de los que ellos participaban. Eran hijos de él, no podría rebelarse contra su padre, pues dice el catecismo: “Cualquiera que sea tu padre, hónralo y respétalo” (Rulfo, 1995, p. 57).

Como si la fractura producida por la Revolución y la Cristería, acontecimientos que, como se ha subrayado continuamente, están tratados por Rulfo de una manera tangencial, como borrados o solamente esbozados en el texto, diesen cuenta de una época en la que como recuerda Doloritas: Sólo hay “… Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada” (Rulfo, 2017, p. 21).

¿La tierra de leche y miel de la Biblia? ¿La tierra gobernada por los Maurilios Gutiérrez y más tarde, en la versión terminada, por los Pedro Páramos? ¿Ese Pedro Páramo que arruina a su pueblo que no se une a su dolor cuando no lamenta la muerte de su amada y la festeja como si en lugar de un duelo se celebrase una romería? “Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala: —Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo” (Rulfo, 2017, p. 124). Y su deseo se cumple como en el Apocalipsis: “Desde entonces la tierra se quedó baldía…” (Rulfo, 2017, p. 85).

La desaparición o el exceso de lo maternal 

Siempre en Los Cuadernos, en el fragmento con el que se inician que fue intitulado por los editores; “Palabras, dichos, frases”, leo textos entreverados, como el siguiente: “Los rayos del sol entraban al cuarto por una pequeña ventanita (ya viene Dios, digo)”; al siguiente renglón, y aislada, la palabra “cuñado”, y cerca de estas, otras frases: “Los aires se enojan y enojándose producen mal de ojos” o “Hemiplegia” (ataques espasmódicos), y de repente una que me llama la atención. Dice simplemente: “Maria Dyada” (La diosa entre los tepehuanes)” (Rulfo, 1995, p. 28). Eduviges Dyada pudo haber sido, como ella misma dice, la madre de Juan Preciado: “Perdóname que te hable de tú; lo hago porque te considero como mi hijo. Sí, muchas veces dije: ‘El hijo de Dolores debió haber sido mío.’ Después te diré por qué” (Rulfo, 2017, p. 13).

No lo fue, casi por milagro, pero, en cambio, tuvo muchos otros hijos. Lo descubrimos por un monólogo del Padre Rentería. Acosado por los remordimientos de haber otorgado el perdón a Miguel Páramo, el violador de su sobrina y el asesino de su hermano, recuerda a María Dyada, quien le había rogado que absolviera a Eduviges, su hermana, culpable de adelantarse a la voluntad de Dios: de saber, como ella le explica a Juan Preciado, “Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo” (Rulfo, 2017, p. 13).

María Dyada suplica, pide la absolución, informa: “Ella sirvió siempre a sus semejantes. Les dio todo lo que tuvo. Hasta les dio un hijo, a todos. Y se los puso enfrente para que alguien lo reconociera como suyo. Pero nadie lo quiso hacer. Entonces les dijo: ‘En ese caso yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre” (Rulfo, 2017, p. 33).

¿Por qué le habrá fascinado tanto a Rulfo el nombre de María Dyada, personaje que existe textualmente sólo al ser convocada por el padre Rentería? ¿Y por qué le puso asimismo ese apellido a quien será en el texto Eduviges, la primera mujer que visita Juan Preciado, conducido hasta su fonda por Abundio el mensajero, Abundio, emisario entre el adentro y el afuera de Comala, como todos los arrieros cuando aún existía ese oficio en México? Eduviges, la madre de todos, la madre universal, una madre primigenia, primordial, ¿una diosa? 

Si Pedro Páramo es padre de todos los hijos desparramados por el pueblo, obviamente, es el verdadero protagonista de su novela, como el mismo Juan Rulfo reitera en una de sus entrevistas. La humilde Eduviges sería mucho más, en el texto se le concede sutilmente la misión de condensar en una sola persona la doble función de la madre y del padre, aunque en su discurso se privilegie la paternidad, cuando reitera que “se es madre por casualidad”, 

Curiosa Frase, “se es madre por casualidad”, y más aún una madre promiscua, fuera de la ley, la que siendo madre asume el rol de Padre, una función que Pedro Páramo apenas ejerció y que voluntaria y generosamente ella asume. Podría concluirse. si no se oyera como discurso demagógico, que en el universo de Comala ella es la representante de la paternidad responsable.

            “El modelo de parentesco de la tríada familiar (padre-madre-hijo) subyace en casi todos los cuentos y en Pedro Páramo” (Jiménez, 1988, p. 502), concluye Yvette Jiménez de Báez en su ensayo Juan Rulfo. Del páramo a la esperanza (estructura y sentido), con quien estoy sólo en parte de acuerdo. La tríada se modifica conforme se destruye un orden patriarcal y opresor preexistente. El proceso fundador por excelencia determina el trabajo de la escritura. En los cuentos la escisión del núcleo familiar es la marca textual que indica el inicio de la transformación. Ésta puede darse por la muerte, ausencia o disfunción explícita o implícita del padre. 

Rota la relación básica del modelo patriarcal —la diada padre-hijo generadora de la vida—, se va desplazando, al mismo tiempo, la función mediadora y relacionante de la madre, quien gradualmente ocupa el centro del modelo (el lugar de la ley). Este desplazamiento de la madre determina un tiempo propicio a las transformaciones y a la regeneración individual y colectiva (Jiménez, 1988, p.502)

En esta sucesión de mujeres que se le aparecen a Juan Preciado para acogerlo y guiarlo hasta el país de los muertos, Damiana Cisneros es quien sustituye a Eduviges cuando ésta desaparece de la fonda donde fue ahorcado Toribio Aldrete: “Mi madre me habló de una tal Damiana que me había cuidado cuando nací” (Rulfo, 2017, p. 36).

Hay madres biológicas y otro tipo de madres. Las madres sustitutas. Damiana asume ese papel en la novela. Cuando es aún niño Juan y vive con su madre en Comala, Damiana se convierte en su nana, papel que asimismo desempeñará con Miguel Páramo:

Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene.
         Y él ni lo dudó, solamente le dijo: 
         —Por qué no se queda con él, padre. Hágalo cura. 
         —Con la sangre que lleva dentro no quiero tener esa
         responsabilidad. 
         —¿De verdad cree que tengo mala sangre? 
         —Realmente sí, don Pedro.  
         —Le probaré que no es cierto. Dejémelo aquí. Sobra quién se
        encargue de cuidarlo. 
         —En eso pensé, precisamente. Al menos con usted no le faltará el sustento.
El muchachito se retorcía, pequeño como era, como una víbora. 
         —¡Damiana! Encárgate de esa cosa. Es mi hijo (Rulfo, 2017, p. 74).

Madres universales, como las chichihuas de Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno, siempre dispuestas a amamantar, a prohijar. 

Un caso paralelo en la novela sería el de Justina, la nana eterna de Susana San Juan, Justina quien la cuida al morir su madre y la que siempre se interpone entre ella y Pedro Páramo:

Mi madre murió entonces [relata Susana separada de los otros muertos en su imponente mausoleo] Que yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación…¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías (Rulfo, 2017, p. 81).

Y Damiana Cisneros, personaje que ya anda rondando en los Cuadernos desempeñando distintos papeles allí, mantiene durante toda la novela este carácter, la de eterna servidora, atenta a los problemas y necesidades de los demás, a la que acude Pedro Páramo herido de muerte por Abundio: “Se apoyó en los hombros de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (Rulfo, 2017, p. 132).

Y agregada al de Damiana, la muerte de Miguel Páramo hace aparecer un tercer personaje decisivo en este texto, Dorotea la Cuarraca, la mujer estéril, la madre fallida, la loca, la imagen invertida de Susana, una doble espuria, “la única mujer en el pueblo a quien le gustan los bebés” como le dice burlonamente Fulgor Sedano a Miguel Páramo. Y encadenando con malicia y perfección a unas mujeres con otras, Rulfo introduce a Dorotea en su doble papel de alienada y de alcahueta. Dorotea se confiesa con el Padre Rentería, después del velorio de Miguel Páramo: 

Ya que no puedo causarle ningún perjuicio, le diré que era yo la que le conseguía muchachas al difunto Miguelito Páramo […]
         —Desde que él fue hombrecito. Desde que lo agarró el chincual
         […]
         —¿Se las llevabas? 
         —Algunas veces, sí. En otras nomás se las apalabraba. Y con
         otras nomás le daba el norte. Usted sabe: la hora en que estaban
         solas y en que él podía agarrarlas descuidadas (Rulfo, 2017,
         pp. 78 y 79).

Y la ilusión que ha llevado a Juan Preciado a Comala esperando encontrar allí a su padre, es también el fantasma con el que vive Dorotea:

¿La ilusión? eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios (Rulfo, 2017, p. 64).

La ilusión le ha llegado con un sueño, dice Dorotea: “En el cielo me dijeron que se habían equivocado conmigo. Que me habían dado un corazón de madre, pero un seno de una cualquiera” (Rulfo, 2017, p. 64).

Enterrada en la misma sepultura que Juan Preciado, sin robarle siquiera tierra a la tierra, porque está acostada encima de él, “en el hueco de sus brazos”, acunada por él, Dorotea se convierte en la hija de Juan Preciado y éste en su madre primordial.


Bibliografía

Benítez, Fernando (2009). “Conversaciones con Juan Rulfo”, en Federico Campbell (Compilador), La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. D.F., México: UNAM / ERA., pp. 541-549.

Glantz, Margo (2009). “Juan Rulfo: la forma de la muerte”, en Federico Campbell (Compilador), La ficción de la memoria. Juan Rulfo ante la crítica. D.F., México: UNAM / ERA., pp. 370-378. 

Jiménez de Báez, Ivett (1988). Juan Rulfo. Del páramo a la esperanza (estructura y sentido). NRFH, Volumen 36, no.1, pp. 501-566. 

Roa Bastos, Augusto (1999). “Los transterrados de Comala. La lección de Juan Rulfo”. Monteagudo, Volumen 3, no. 4, pp. 13-18. 

Rulfo, Juan (2017). Pedro Páramo. Ciudad de México, México: RM

Rulfo, Juan (1995). Los cuadernos de Juan Rulfo. Jiménez de Báez (Transcriptora). DF., México: Era.

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Es escritora y viajera. Ha escrito más de veinticinco libros de ensayo y narrativa, entre los que destacan Las genealogías (1981), Síndrome de naufragios (1984), Sor Juana Inés de la Cruz: Saberes y placeres (1995), El rastro (2002) y Saña (2008). Recibió la beca de la Fundación Guggenheim en 1996 y dos años después, en 1998, la Rockefeller. De 2008 a 2010, el FCE publicó tres volúmenes de sus Obras reunidas y un cuarto tomo dedicado a su narrativa. Ha sido traducida al francés, inglés, italiano, búlgaro. Ha traducido a George Bataille, Tennessee Williams y Michel de Ghelderode, entre otros. Entre los múltiples galardones por su trayectoria se encuentran el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2004 y el Premio FIL 2010;, el de narrativa Manuel Rojas, Santiago de Chile, 2015; premio Alfonso Reyes , Colegio de México y Universidad autónoma de Guadalajara, 2017 Medalla Carlos Fuentes, 2021 FIL , Guadalajara; Premio Internacional Carlos Fuentes, 2022. Y varios doctorados Honoris causa, Universidades: UAM; UNANL,Monterrey; Alicante, España; UNAJ, Guadalajara; Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM; Universidad de Tucumán, Argentina.