Los huesos del héroe

1 junio, 2010

Los huesos del héroe es la primera obra de Pio Martínez, nicaragüense residente en Holanda. Sobre ella, Martínez refiere que “desde hace años escribo algunos blogs y en un viaje a Nicaragua a comienzos del 2008 un buen amigo mío que siempre me leía me sugirió escribir un libro con las historias que en ellos contaba. La sugerencia se quedó dándome vueltas en la cabeza hasta que de regreso en Wageningen, la ciudad en que vivo, decidí ponerla en práctica esa primavera. De los temas posibles, la historia que me pareció más atractiva fue esa que sirve de base a Los huesos del héroe, una historia del imaginario rivense que escuché de boca de mi padre desde muy niño y que siempre me había fascinado. Si iba a poder escribir una novela había de ser sobre esa base. Escribirla fue un reto que me hice a mí mismo. Quería salir de dudas y saber de una vez por todas si podía escribir una novela. Los huesos del héroe es también un homenaje a mi padre q.e.p.d., un hombre de enorme imaginación y creatividad que la hubiera escrito mucho mejor que yo pero que era demasiado inquieto para sentarse a hacerlo. Soy un bloguero que por exceso se convirtió en novelista”.

Los huesos del héroe fue una de las obras ganadoras en el Certamen para Publicación de Obras Literarias, convocatoria anual que realiza el Centro Nicaragüense de Escritores. Carátula comparte con sus lectores en exclusiva los primeros dos capítulos de Los huesos del héroe.


A la memoria de Alejandro Martinez,
cuya fantástica vida y maravillosas historias
son fuentes inagotables de inspiración

Para Nelleke, mi mujer
y Anna y Sara, mis pequeñas,
para ellas escribo estas cosas

I.

Don Juan Lemes era un personaje muy conocido y estimado en el Rivas de la primera mitad del siglo veinte. Era don Lemes ─que así era llamado por todos─ un hombre tan rico y poderoso que resultaba difícil creer que su inmensa fortuna la debía a un burro. Quienes escuchaban la historia pensaban que se trataba más bien de una leyenda, pero así había ocurrido en realidad y el mismo don Lemes solía referir entre risas la larga historia del burro.

Antes de encontrarse con el burro que habría de cambiar su vida, Juan Lemes trabajaba como mozo de una hacienda ganadera vecina de la pequeña finca en la que vivía con su madre viuda y una decena de hermanos. En la finca propia tenían los Lemes algunas vacas viejas y algunos siembros, pero Juan y otros dos hermanos en edad de trabajar salían al vecindario a buscar empleo para poder completar la dieta de la familia. Un domingo, temprano por la mañana y mientras Juan se bañaba desnudo sacando agua con un huacal de la pila para el ganado, se apareció por la finquita un hombre aindiado, descalzo, cargando al hombro sus zapatones y con un mecate atado a la altura del ombligo a manera de cinturón. Detrás del hombre aquel, jalado por una cuerda, caminaba un burro que parecía bastante joven y se veía en buenas condiciones. El hombre preguntó si podía aguar al burro y Juan le respondió afirmativamente y siguió bañándose. Mientras Juan se bañaba y el burro bebía sin prisa, el hombre del burro empezó a hablar. Venía a ofrecerle el burro en venta a Juan y decía que era aquel un animalito muy inteligente y muy trabajador y que con dolor de su alma lo vendía, nada más porque la madre de su mujer estaba muy enferma y quería llevarla al curandero.

─¿Y para qué me puede servir este burro? ─preguntó Juan empezando a secarse─ ni siquiera lo puedo montar porque no es muy grande que digamos y casi me llegarían los pies al suelo.

─No, este burro no es para montarlo ─dijo el hombre─, sería un desperdicio y un pecado montarlo pues este burro es casi una persona, más inteligente que mucha gente que yo conozco.

─¿Será que sirva para jalar agua? ─preguntó Juan.

─Puede ─dijo el hombre aindiado─, puede que sirva, pero muy fuerte no es. Además no va a aguantar todo un día de trabajo jalando agua, no sólo por lo pesado del trabajo sino también por lo aburrido. A él no le gusta trabajar todo el día en una sola cosa. El trabajo ha de ser variado, si no, se aburre y no sigue y no hay modo de convencerlo de seguir trabajando.

─Se aburre y no sigue… ─repitió Juan divertido e incrédulo.

─Sí, si tiene que hacer sólo lo mismo todo el día, se deja caer al suelo como muerto y lo pueden matar a palos, pero de ahí no se levanta.

─¿Y qué trabajo le gusta hacer a este burrito tan fino? ─preguntó Juan, irónicamente.

─Andar caminando de aquí para allá, eso sí le encanta, más si tiene que ir por caminos que no conoce. Ahí hay que irlo frenando más bien.

─¡Ah! es un burro vago pues ─dijo Juan.

─Así pongámosle ─dijo el hombre del burro─, pero no es así.

─O sea que este burrito podría servirme para ir a traer sal para el ganado a Las Salinas, que es lejos y el burro no conoce y le va a gustar y no se va a aburrir.

─Bueno, tampoco le gusta llevar cargas muy pesadas ─dijo el vendeburro─, si lo sobrecargás no dice nada y ahí va, calladito, que parece que va tranquilo, pero apenas te descuidás empieza a morder las cosas hasta que se las arranca del lomo.

─Es un burro mañoso pues ─dijo Lemes a quién el burro le parecía cada vez peor cosa.

─No, no es mañoso, en otro burro serían mañas, en este es inteligencia, bandidencia del burro.

─¡Ah! es bandidito pues el burrito ─dijo Lemes, burlándose, pero el vendedor del burro no se dio por enterado.

─Déjeme contarle ─dijo el vendeburro─, la primera vez que lo cargué le puse un quintal de azúcar dividido en dos sacos, uno a cada lado, encima de un aparejo. Dos arrobas a cada lado del lomo pues, y yo pensé «así va tranquilo este burrito, un quintal no es nada» y me fui adelante de él, jalándolo. Por el camino sentía yo que el burrito a veces me jalaba la cuerda, pero yo no le hice mucho caso pues iba pensando en una mi mujer que tuve una vez. Así fuimos andando y andando, yo pensando babosadas. Cuando me acordé del burro y miré para atrás vi que el bandido había roto los sacos con los dientes y casi todo el azúcar se había caído por el camino. Ahora me da risa pero entonces me entró una arrechura que casi lo maté al pobre burro a coyundazos. Yo busqué un garrote para darle, de tan bravo que estaba, pero por suerte no lo encontré porque si no lo desnuco ahí nomás.

─No le gusta cargar pues al burrito ─dijo Juan, resumiendo el cuento.

─No es eso, cargar el carga, pero no mucho.

─¿Hasta cuánto puede cargar entonces? ─preguntó Juan, aburriéndose ya del cuento del burro.

─Tres arrobas las carga contento, más no ─dijo el vendeburro.

─Si no, le entra la maña de morder las cosas.

─Es que no es maña, es que es un burro que se da a respetar.

─Este burro te tiene engañado, te da a creer que sus mañas son de inteligencia.

─No, que va a ser ─se defendió el vendedor─ es que yo lo he venido entendiendo así como usted lo va a entender, ya va a ver.

─Yo no tengo que entender a ese diablo, después de hoy ya no lo vuelvo a ver nunca más ─dijo Juan sin ocultar su disgusto por la mañosa bestia.

─Ya ve, según él usted lo va a comprar.

─Decime una cosa: si querés venderme este burro ¿por qué me contás todas esas mañas que tiene? ─preguntó Juan.

─Es que yo no lo quiero vender en realidad, es el burro mismo quien quiere que usted lo compre. Yo le dije lo mismito que usted me está diciendo, que si le contaba sus cosas usted no lo iba a comprar, pero él me dijo que usted tenía que saber todo esto y aun sabiéndolo lo iba a comprar «y es mejor que vaya sabido», me dijo.

─O sea que es un burro que habla ─Juan iba ya impacientándose con aquel hombre insistente.

─No, no habla, no con voz de persona, pero uno le habla y lo queda viendo y él le responde a uno en el pensamiento, yo no sé cómo le puedo explicar. Ya va a ver usted mismo.

─Yo diría que vos y tu burro están más bien locos, los dos, o a lo mejor sos sólo vos el que está loco, con perdón de la palabra ─y al decir esto Juan estaba serio, sospechando que aquel hombre quería tomarle el pelo.

─Eso piensa mi mujer también, que estoy loco y odia a muerte al pobre burro. Según ella el día que lo venda voy a volver a ser yo mismo otra vez ─dijo el hombre.

─Por eso querés venderlo y además con los reales vas a pagar la cura de tu suegra que está enferma ─dijo Juan, recapitulando.

─El entierro más bien ─respondió el vendeburro.

─¿Cómo sabés que se va a morir? ─preguntó Lemes.

─El burro me contó que estos reales van a servir para pagar un entierro.

─Ese bandido te está engañando para que lo vendás ─dijo Lemes.

─Qué va, y que bueno que dice usted esto porque se me olvidaba decírselo: este burro no miente, con todo y lo bandido que es, no sabe lo que es mentir. Cualquier cosa que le diga es cierta, así que tenga cuidado con lo que le pregunta, que puede ser que la respuesta no le guste a usted. A veces es mejor no saber la verdad de las cosas ─dijo el vendeburro.

─Pero se puede equivocar ─dijo Juan Lemes, siguiéndole la corriente.

─Jamás, si el burro dice que una cosa va a pasar, pasa. El burro ni miente ni se equivoca.

─Pero te dijo que yo lo voy a comprar y ya ves, no lo voy a comprar ─dijo Juan sonriente, pensando de este modo echar por tierra la argumentación del hombre.

─Quién sabe ─dijo el vendedor─ el día está entero todavía.

Era cierto, cuando Juan terminó de vestirse el día estaba aún entero. Juan hizo un amago de retirarse de la pila y entrar en la casa, pero el hombre del burro no se movió de su sitio. Juan era hombre de trato amable y enorme paciencia así que se quedó aún un momento, decidido a agotarle el cuento al vendedor para decirle luego que no y ver si de este modo se iba.

─¿Y cuánto vale este burro? ─preguntó Juan, sabiendo de antemano que no compraría aquel burro pues nunca había pensado comprar uno y si un día compraba uno, no sería ese burro descarado y mañoso e inútil.

El aindiado dijo una cifra que hizo pelar los ojos a Juan Lemes. Era un precio muy alto, demasiado alto para un burro lleno de mañas, que no podría montar, con el que no podría jalar agua ni ir a buscar sal para el ganado.

─Más bien caro el burrito este ─dijo Juan sacudiendo la cabeza y continuó─, no, la verdad que este burro no me conviene, ni a ese precio ni a otro, a lo mejor Morales, mi patrón, te lo quiere comprar para echárselo a sus yeguas. Andá ofrecéselo a él.

─No don Juan ─dijo el dueño del burro─ este burro quiere que usted lo compre, no cualquier persona sino usted.

─Oíme, a todo esto, ¿cómo es que sabés que me llamo Juan? ─preguntó Lemes, tratando de aguantar la risa frente al último argumento─ ¿y cómo es eso que el burro quiere que yo lo compre?

─Este burro saca la suerte. Es un burro sabio y le dice a la gente las cosas que van a pasar. A mí me dijo «andá vendeme donde Juan Lemes que ese hombre me va a comprar» y aquí me vine donde usted, caminando desde oscurito.

─¿Y te dijo el burro qué cosa voy a hacer con él, en qué lo voy a emplear? ─Juan, hombre muy curioso, no podía escapársele al burro.

─Me dijo, pero me dijo también que no se lo dijera a usted, pues usted mismo tenía que descubrirlo más adelante ─el hombre del burro hablaba con tranquilidad y aplomo, como quien habla de un hecho que todo el mundo sabe cierto y no necesita comprobación. Era el mismo tono que usaría alguien una mañana luminosa para decir «ya salió el sol». Hablaba sin desviar la mirada, mirando a los ojos de Lemes, como hace la gente que no miente. Estaba convencido de lo que decía y Juan cayó en la cuenta que el hombre no era un embaucador, talvez estaría loco pero un tramposo no era.

─O sea que según vos yo te voy a comprar ese burro enclenque.

─Es más bien un burro sajurín y no es según yo que usted lo va a comprar, don Juan, sino según el burro mismo, ya se lo dije.

─¿Y por qué me decís «don Juan»? ─preguntó Lemes divertido─ los dones son ricos y yo duermo en hamaca porque ni petate tengo. Soy hasta más pobre que vos seguramente.

─El burro me contó que usted va a ser un día un hombre rico, más rico que Morales su patrón ─dijo el vendeburro.

─Ojalá Dios le oiga a ese burro tuyo.

─Le oye ─respondió el vendeburro─, le oye.

Para entonces Juan Lemes había terminado de asearse y de vestirse y ya nada tenía que hacer en la pila. Su madre y sus hermanos se habían ido a oír misa al pueblo pero él prefería no salir de la casa los domingos. Todavía no había comido nada esa mañana así que se dispuso a hacer café y huevos fritos y calentar los infaltables frijoles que su madre había preparado más temprano aquella misma mañana. Como el vendedor del burro no parecía querer irse lo invitó a comer pues esa era la costumbre de entonces.

─Voy a hacer café ─dijo Juan, que estaba ya casi simpatizando con aquel hombre raro─, ¿quiere dar un bocado?

─Pues no me caería mal un bocadito ─respondió el hombre─ ¿me da permiso de bañarme antes de comer?

─Báñese si quiere, sólo que la pila ya casi no tiene agua.

─Yo voy a sacar más agua ─dijo el hombre, a la vez que tomaba el mecate y el cubo y lo lanzaba al pozo.

Mientras Lemes hizo café y preparó el desayuno, el hombre aquel sacó agua del pozo con energía hasta llenar la pila y se bañó luego. El burro, mientras tanto, dormitaba a la sombra de un almendro. En el desayuno de frijoles, tortilla, cuajada y huevos fritos en manteca de chancho, Juan y el hombre del burro continuaron con la conversación. Sin que Juan se lo pidiera, el hombre prudentemente no habló más del burro durante la comida y la plática fue entonces muy amena. Al final de la comida Juan despidió al hombre.

─Bueno amigo ─dijo Juan─ espero que le haya caído bien el bocadito. Ahora tengo que seguir con mis obligaciones y usted seguramente que quiere seguir su camino.

─Don Juan, le agradezco mucho que haya compartido su comida conmigo. He comido muy bien y ya me voy, apenas me pague usted el burro hago viaje.

─¡Vuelve la mula al trigo! ─exclamó Juan, cansado de la insistencia del hombre─, es que yo no voy a comprar ese burro.

─Don Juan, ese burro no se equivoca ─dijo el hombre humildemente, a manera de argumento.

─Mire amigo, hasta ahora he sido amable con usted así que sea usted también amable y no siga queriéndome vender ese burro, que yo no necesito ningún burro ni voy a comprar ninguno ─Juan estaba ya visiblemente molesto.

─Está bien don Juan, como usted diga ─dijo el vendeburro─ me doy por vencido, ya no lo voy a molestar más. Sólo hágame un último favor y ya no insisto: hable usted con el burro y dígale que no lo va a comprar. Dígaselo usted porque lo que es a mí no me va a creer, va a pensar que yo no lo quise vender y va a ir todo el camino de vuelta atormentándome y quién sabe cuántos años más me va a atormentar. Yo ya tengo suficiente con una mujer que me atormenta para encima aguantar un jodido burro.

─Yo no voy a hablar con ningún burro, yo no estoy loco ─Juan hablo firme y sin levantar la voz porque la paciencia le había regresado de pronto.

─Hágame ese volado, don Juan, y hoy en la noche voy a rezar por usted para que Dios lo bendiga ─el vendeburro habló con una humildad que desarmó a Juan.

─Bueno pues, yo hablo con ese tu burro con la condición que después no sigamos hablando más de este asunto. Vos te vas tranquilito por donde llegaste y yo sigo con mis cosas.

─Le doy mi palabra de que si usted habla con ese bandido yo ya no insisto más y me voy por donde llegué y no me vuelve a ver nunca más. Y le suplico me perdone si lo he molestado, es que yo soy hombre rudo y no sé nada de vender y menos sé de cómo se vende un burro que parece inútil.

─La verdad no hay nada que perdonar, usted anda en lo que anda, vendiendo este burro mañoso y lo vende sin engaños, cosa digna de alabanza ─dijo Juan, un poco arrepentido de su rudeza─, ahora voy a hablar con él y a explicarle que no lo voy a comprar por inútil, a ver qué me dice. Vamos a ver si es cierto que este burrito es tan inteligente como usted dice que es.

Lemes agarró un pequeño banquito de una sola pata al centro, de esos que se usan para ordeñar y se encaminó al burro. Se sentó frente a él y empezó a hablarle. El hombre aindiado se alejó de Juan y del burro para que pudieran platicar a gusto, buscó la sombra de un mango joven, se sentó recostándose al tronco, tiró del ala del sombrero para cubrirse los ojos, cerró estos y se quedó dormido inmediatamente.

II.

El vendeburro estaba roncando ruidosamente todavía una hora más tarde, cuando Lemes vino a sentarse frente a él en su banquito, igual que se había sentado frente al burro.

─A ver hombre, recordate ─dijo Lemes y el hombre abrió los ojos, desorientado.

─¿Entonces? ─preguntó el vendeburro, ubicándose en el mundo.

─Que el burro tenía razón, te lo voy a comprar.

─Ya ve pues, y usted no me creía ─dijo el hombre sin sorprenderse, desperezándose.

─Pero dice el burro que el precio es muy alto y que sólo te pague la mitad. Dice que vos vas a aceptar el trato.

─Así es, el burro tiene razón otra vez, se lo dejo por la mitad ─respondió el hombre sin inmutarse─ págueme para hacer viaje, que voy lejos.

─Pero esperate ─dijo Lemes, hombre muy justo─ el burro me dijo lo mismo que vos me dijiste, dice que voy a ser rico gracias a él. Si eso es así te doy mi palabra que apenas recoja agua la nube, te voy a pagar el precio que me pediste primero. Voy a ir a buscarte a tu casa para darte el resto.

─Le agradezco mucho la buena intención. Ahí voy a estar en mi ranchito esperando su visita.

Juan Lemes entró a la casa a buscar el dinero. Era aún una suma muy alta la que tenía que pagar y tuvo que echar mano de sus ahorros. Desde afuera, el vendeburro pudo oír a Juan rompiendo la alcancía. Un rato después Juan regresaba con el dinero en la mano. Cuando lo hubieron contado dos veces cada uno, para estar seguros, el vendeburro le extendió la mano a Juan, despidiéndose, éste le estrechó la mano y le dio las gracias. Cuando el hombre empezó a irse Juan lo detuvo con su voz.

─Oíme, Hipólito ─dijo Juan, a quien el burro le había dicho como se llamaba el hombre aquel─ te tengo una mala noticia, una cosa que el burro me dijo. Tu suegra no se va a morir todavía, pero el dinero que te estoy pagando se va a usar para un entierro. ¿Querés saber qué cosas me contó el burro?

─No tiene que decírmelo, yo creo que sé lo que el burro le dijo ─respondió Hipólito─, yo he estado haciéndome el baboso, pero estoy claro que quien se va a morir soy yo. El burro no me puede decir eso, a nadie le va a decir que la muerte lo ronda, pero yo lo he sospechado ya desde hace tiempo. Por eso el burro me ha estado apresurando para que lo venda pues quiere quedar en buenas manos y yo sólo por eso accedí a venderlo.

Lemes se quedó callado pues Hipólito estaba en lo cierto, el burro le había contado de la proximidad de su muerte. El burro no sabía ni cómo ni cuándo ocurriría pero si estaba seguro que sería muy pronto.

─¿Y qué pensás hacer? ─preguntó Lemes, compasivo.

─Nada, ¿qué voy a hacer?, no hay nada que hacer. Voy a seguir con mi vida hasta que se me llegue la muerte. Me voy a volar a mi linda mujer todas las noches y voy a comer rico y de vez en cuando echarme un trago, pero no hay nada que pueda hacer o dejar de hacer para cambiar mi destino. Aunque te cambiés de pueblo o te cortés el pelo como en el cuento aquel, la muerte te va a llevar cuando te tenga que llevar, ni antes ni después.

─¿Y no te aflige? ─Lemes veía a aquel hombre demasiado tranquilo tratándose de alguien que pronto moriría.

─De nada vale afligirse, todos nos vamos a morir alguna vez, unos más temprano, otros más tarde, yo me voy temprano para agarrar un buen lugar allá arriba ─Hipólito rió de su ocurrencia y continuó hablando─, por ahí le recomiendo a mis cuatro cipotes.

─Perdé cuidado que si me va bien les ayudaré siempre en lo que pueda ─Lemes hablaba con sinceridad─, aunque quien sabe, quizás por esta vez se equivoca el burro.

─El burro no se equivoca, que no se le olvide ─Hipólito empezó a dar media vuelta, levantó la mano en señal de despedida y se fue por donde había llegado. Lemes se quedó mirándolo irse por el caminito. Era mediados del verano y los caminos estaban muy secos, Hipólito daba pasos cortos y rápidos y levantaba una pequeña nube de polvo tras de sí. Cuando Hipólito se perdió en una vuelta del camino, Lemes fue a sentarse de nuevo frente al burro, a continuar la conversación y tratar de saber qué iba a hacer con ese burro y cómo es que iba a hacerse rico.

─Vení burrito ─dijo agarrando la rienda─ te voy a bañar para que te refresqués, y de paso vamos a ver cómo es que le vamos a hacer para que me regresés ese montón de reales que pagué por vos.

Por más que Lemes se lo preguntó, el burro no le dijo ni en aquella ocasión ni en ninguna otra, el camino que tenía que seguir para hacerse rico. Como Hipólito se lo había dicho, Lemes tenía que descubrirlo solo. Lemes bañó al burro con agua y jabón de lavar ropa y lo amarró con un mecate largo a la sombra de un carao. Desde ahí el burro tenía libertad de moverse hacia una mancha de pasto verde cercana al árbol. Lemes no pensaba soltar al burro en varios días pues temía que fuese a regresarse a la casa de su antiguo dueño. Era un temor infundado, como descubriría Lemes más adelante, pues el burro jamás daría muestras de querer escapar. Lemes regresó a la casa, se acostó en una hamaca y un momento después se quedó dormido.

Antes del mediodía el burro de Lemes había sido bautizado. La madre de Lemes había regresado de la misa fascinada con el sermón del cura, que había tratado sobre el sabio Salomón y aquel pasaje bíblico en el que dos mujeres reclaman un niño cada cual como suyo y la madre verdadera prefiere que el niño se vaya con la otra, que no es su madre, para que pueda seguir viviendo y Salomón descubre de este modo quien es en verdad la madre del infante. La madre de Lemes no paraba de hablar sobre el sabio Salomón hasta que Lemes, que había despertado hacía un buen rato, bajando de sus pensamientos se dio cuenta que la mujer estaba ahí, cocinando la comida del mediodía y le prestó atención.

─¿Cómo fue que dijo que se llamaba el rey ese? ─preguntó Lemes curioso.

─Salomón se llamaba, Salomón ─la mujer tenía la irritante manía de repetir a veces la última palabra de sus frases o las de su interlocutor.

─¿Y era muy sabio? ─siguió Lemes indagando.

─¿Que si fue muy sabio? nunca ha existido ni existirá en la faz de la Tierra hombre más sabio.

─Entonces así le voy a poner a mi burro.

─Tu burro, ¿cuál burro? ─la madre lo miró extrañada.

─El burro que acabo de comprar, ese que está amarrado allá, debajo del carao.

─¡Ay Dios mío! ─la madre miró al lugar que Juan le señalaba y luego a éste, alarmada─ ¿y con qué reales lo compraste?

─Con mis reales, que me he ganado chimándome el lomo ─Juan lo dijo sin ninguna intención oculta, pero la madre lo tomó como una indirecta.

─Chimándote el lomo… ─dijo la madre, dando claras señales de querer empezar una retahíla de las que acostumbraba hilvanar y que duraban horas─ lo decís como si vos fueras el único que trabaja en esta casa. Se te olvida que cuando vos te levantás yo ya llevó horas levantada y que el café ya está listo, calientito como te gusta, que las tortillas son frescas y no del día anterior porque esas no te gustan, que los frijoles están recién hechos, fritos y no en bala, se te olvida…

─No se me olvida nada ─dijo Lemes paciente, cortando de un tajo la retahíla─ yo no estoy hablando de usted, yo sé que usted trabaja duro, sólo dije que los reales eran míos y que con ellos compré a Salomón. Si se lo dije a usted es porque usted preguntó, si no, no le digo.

El viejo Lemes se había muerto el año anterior y desde entonces, por ser el hijo mayor, Juan había pasado a ser el hombre de la casa y entre las muchas desventajas de aquel puesto estaba el tener que sufrirle a la viuda de Lemes su mal genio, sus pleitecitos y sus comentarios de todo el día. Juan pensaba que él no estaba obligado a aguantarle a su madre el mal carácter como lo hacía el viejo Lemes, así que cuando su madre lo buscaba para hacerle reproches, inventaba cualquier excusa para escapar.

─Salomón ─repitió la madre de Juan en tono de burla─, ¿a quién se le ocurre ponerle Salomón a un burro?

─A mí, que soy muy ocurrente, ya ve usted ─Lemes se divertía haciéndole bromas a su madre.

─No se ha de poder ponerle ese nombre. Debe ser pecado, pues Salomón era hombre de Dios y ese burro quién sabe. Además Salomón era sabio y un burro es burro, por eso se llama así, por bruto. Tenés que buscarle otro nombre.

─Yo no tengo que buscarle ningún otro nombre, ya se lo encontré. Este es el nombre que le cae al pelo.

─¿Y para qué compraste ese burro, si se puede saber? ─preguntó la madre, haciendo una mueca de disgusto.

─Se puede saber, lo compré porque es un burro sabio y con él me voy a hacer rico.

─Sólo eso me faltaba, que te loquearas, nadie se ha hecho nunca rico con un burro.

─Pues yo voy a ser el primero ─dijo Lemes.

─¿Y cuánto te costó el burro ese? ─quiso saber la madre.

Lemes le dijo el precio que había pagado y entonces sí, la madre empezó una retahíla que por mucho que Lemes tratara de detener se fue haciendo cada vez más fuerte y atropellada.

─Cómo vas a creer ─repetía la madre frunciendo los labios y sacudiendo la cabeza de un lado a otro─ que hayas pagado semejante cantidad de plata por un burro que ni siquiera rebuzna para dar la hora como hace un burro que se respeta, porque ya hace rato que estoy aquí, ya pasó la hora y el burro no ha rebuznado. Sólo a vos se te ocurre gastarte la plata en un burro, que es cierto que vos te chimaste el lomo para ganártela pero aún así, era plata que todos necesitamos para comer, plata que ya no tenemos y sabrá Dios cómo vamos a hacer ahora para echarnos algo al buche. ¡Qué bárbaro! ¡que ocurrencia más babosa! ¿qué estarías pensando? Se te fue la mente seguramente, te volviste dundo.

─Pues para que lo sepa, este burro es tan inteligente que no da la hora cada hora, que no es muy útil porque uno se enreda y ya no sabe qué hora es, sino cada tres horas, a las tres, las seis, las nueve y las doce y así todo el día y la noche. Ahora, la plata que pagué por el burro seguramente la voy a ganar de vuelta en poco tiempo con el mismo burro. Y de hambre no nos vamos a morir, para eso tenemos bastante frijol y maíz. Usted habla porque quiere, porque le gusta quejarse. Ya va a ver cuando esté comiendo pollito y chanchito frito gracias al burro ─Lemes elevaba constantemente la mirada al cielo, como pidiéndole a Dios que le diera paciencia para aguantar sin arrecharse la regañada de la madre─, y ahora por favor deje de regañarme que ya estoy muy grande para eso.

─Un hijo nunca está muy grande para el regaño de una madre y el deber de una madre es regañar al hijo cuando éste se gana el regaño. Que modo más horrible el que te tenés, quejoso, contestador, igualito a tu padre ─la mujer hablaba moviendo nerviosamente la cuchara en la olla, sin fijarse siquiera si Lemes la escuchaba, pero aquel la escuchaba todavía.

─Mi padre fue un santo y de seguro se fue directitito al cielo, con tanto sufrimiento que aguantó en la vida sin quejarse ─Lemes sabía bien que diciendo esto estaba pisando terreno peligroso así que se preparó para salir corriendo en caso que su madre se le dejara venir con la coyunda en la mano, pero la mujer resistió estoicamente la indirecta.

─Así es, San Josecito de los Lemes se va a llamar ahora tu finado padre, que se hizo santo por aguantar a esta mala mujer que tanto lo jodió ─la mujer asumió el papel de víctima y frente a eso Lemes no sabía qué hacer así que prefirió salir, sin decir nada. La madre se quedó hablando sola, como solía hacer frecuentemente desde la muerte del viejo Lemes.

Apenas al día siguiente de su llegada, Salomón empezó a regresarle a Lemes la plata que había pagado por él. En el viaje de regreso a su casa, Hipólito le había contado a todo aquel con quien se encontró y quiso oírlo, que venía de llevarle a Juan Lemes un burro finísimo, extranjero y de elegante raza, que Lemes pondría a la orden de los dueños de yeguas que a cambio de una módica suma quisieran usarlo para producir mulas. En aquel tiempo casi todo se hacía a lomo de bestia y la mula era un animal muy apreciado por su enorme resistencia y fortaleza. Una mula mediocre valía por entonces más que un buen caballo y las mejores yeguas eran cruzadas con burros para producir mulas de paso fino, ideales para recorrer largas distancias por difíciles caminos y muy estimadas por las señoras de delicadas posaderas. A mediodía se apareció por la finquita de los Lemes un hombre a caballo, muy bien vestido y jalando una yegua de elegante andar, que preguntó por Juan Lemes y dio como referencia a Hipólito. Cuando Lemes se presentó y el hombre le habló del motivo de su llegada, Juan se quedó en silencio, sorprendido. Hipólito había hablado de una suma bastante alta que el hombre venía decidido a pagar sin regatear para que el burro le cubriera su yegua. Aquel fue el primer salto de Salomón en una larga carrera que sólo terminaría el día anterior a su muerte, muchos años después.

─¿Vio? ─le dijo Lemes a su madre mostrándole orgulloso el dinero apenas se hubo ido el hombre con su yegua─ usted no me creía, pero este es el burro que nos va a sacar de pobres.

─No hay burro que te pueda sacar de pobre con su cosa ─habló la madre, burlona─, por lo menos no este burro y no aquí metidos en estos montes entre esta pobretería. A ese precio por salto tendría el burro que subirse tres veces al día cada día del año, para que podamos empezar a hablar de que el burro produce suficiente para que dejemos de ser pobres. Y no hay en toda la comarca y quizás ni en todo Rivas tantas yeguas ganosas, ni tanta gente que quiera pagar tanto por el salto. Además, ese burrito enclenque no aguantaría esa ocupación por tanto tiempo. Al mes estaría muerto o le habrán dejado de gustar las yeguas.

Lemes empezó a hacer cuentas y por más que las hizo no le salieron. La madre tenía razón, como semental el burro daría una cierta entrada, pero no muy grande, no se podía vivir de ella y no era juicioso hacerse ilusiones. Había que buscarle otra ocupación a Salomón.

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Rivas, Nicaragua, 1959).
Licenciado en Sociología de la Universidad Centroamericana, bloguero desde hace algunos años, ha publicado informes de investigación, ponencias y textos relacionados a su profesión, su interés por el medio ambiente y otros temas. Vive en Holanda de manera permanente desde el año 2001. Su primera obra, Los huesos del héroe, fue una de las ocho obras recomendadas por un jurado para ser publicada este año por el Centro Nicaragüense de Escritores.