Los laberintos de un viajero*
1 abril, 2010
Mal fario signa, dicen, a la combinación del rigor académico con la libertad creativa. Felizmente en el presente texto ambos se complementan, pues su autora, la costarricense Amalia Chaverri, crítica e investigadora de literatura latinoamericana, aplica el rigor académico para acercarse y acercarnos a la libertad creativa de un autor que prontamente se ha vuelto un referente de la narrativa hispanoamericana del siglo XXI, el argentino Andrés Neuman.
1. Introducción
El viajero del siglo de Andrés Neuman (Premio Alfaguara 2009) es una inmensa, jugosa, e inacabable novela. Inmensa por la descripción del mundo simbólico que abarca y por la densidad de sus contenidos. Jugosa por sus opciones plurisignificativas. E inacabable porque los atributos antes mencionados, son los que constituyen, usurpando los códigos de la filosofía, el SER de ese “ser viviente” que es la literatura. Y es que la literatura que tiene “alma”, como ésta, renace como el Ave Fénix en cada lectura.
Como es imposible abarcar todos los atributos antes mencionados, esta lectura emulará el tropo literario conocido como sinécdoque. La sinécdoque se basa en la relación que media entre un todo y sus partes. En este caso se tratará de una sinécdoque inductiva, según la cual lo amplio o el todo –es decir la novela- se conocerá por lo reducido, por una de sus partes, en este caso, mi propuesta de lectura-. Si bien es una de las muchas interpretaciones posibles, esta lectura sale de las entrañas y de la dinámica de la materialidad textual.
La he titulado Los laberintos de un viajero para plantear que el ancestral símbolo del laberinto funciona como vector de la vida del texto. Dice Mircea Elíade: La historia no logra modificar radicalmente la estructura de un simbolismo arcaico. La Historia añade continuamente significaciones nuevas, pero éstas no destruyen la estructura del símbolo. (1985:119). La esencia del laberinto es circunscribir, en un espacio determinado, un complejo enredo de senderos que retrasan, a quien penetra en él, lo que se desea alcanzar. De las muchas acepciones que rodean este símbolo –y posible de ser reelaborado desde una perspectiva contemporánea- lo asumo entonces en su carácter de encrucijada y de cruce de caminos. Pero, como hay un alguien que entra en un laberinto, hay una relación con el tema del viaje del héroe (o del antihéroe si se quiere) tomando como base a Joseph L. Hendersen quien, en su artículo Los mitos antiguos y el hombre moderno dice que los mitos del viaje del héroe varían mucho en detalle, pero cuanto más de cerca se los examina, más se ve que son muy similares estructuralmente. (1984:109). Así pues, Elíade y Herderson coinciden en sus teorías en cuanto al replanteamiento de los mitos. Por eso me atrevo a algo más: también se imbrica con lo anterior una de las muchas simbologías de la caverna como lugar de encuentro con el origen y búsqueda de la sabiduría. Dice al respecto Jean Chevalier: La relación del laberinto con la caverna muestra que el laberinto debe permitir a la vez el acceso al centro por una especie de viaje iniciático, y prohibirlo a quienes no están calificados. (1955:620)
Mi propuesta será ir dilucidando, dentro de este microcosmos que es la ciudad donde sucede la acción, la forma en que se entrecruzan, redefinen e interactúan estos símbolos, en un producto textual contemporáneo.
2. Una ciudad laberíntica y un organillero
Para efectos de ubicación, la novela recrea la época post-napoleónica y de restauración de la Alemania del Siglo XIX; es el momento del origen de los nacionalismos y de las alianzas entre los países europeos.
La vida de Hans principal personaje masculino de la novela, había sido, hasta este momento, la de un traductor, viajero y nómada, que iba de ciudad en ciudad. Pasado un tiempo, las abandonaba, sin remordimientos ni dudas, y sin asideros emocionales o intelectuales que lo ataran a ellas. La historia comienza cuando, en esta oportunidad, Hans se dirige a una pequeña y ficticia ciudad alemana llamada Wandernburgo. Dice el narrador que justo antes de llegar al lugar y desde el coche que lo llevaba: Hans percibió algo anómalo en la robustez de la muralla, una especie de advertencia sobre la dificultad de salir, más que de entrar…. (1). Están claros, desde el inicio, el símbolo del laberinto y siguiendo el esquema del viaje, el del “umbral” que cruzará el héroe. No bien entrado Hans en la ciudad, y haber dado unos cuantos pasos por sus alrededores, sintió disgusto y desagrado y tomó la decisión de partir al día siguiente.
Pasa la noche en una posada y dando un último paseo por la ciudad antes de la llegada del coche que lo sacaría de ella, ve a un organillero instalarse en el centro de la ciudad, concretamente en el Mercado Central, lugar que simbólicamente remite al encuentro y al equilibrio. Dice el texto: Cuando el organillero empezó a tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. (Destacados míos). Hans se acercó al organillero y establecieron un diálogo: A Hans lo cautivaron los modales cuidadosos del organillero, y a este le agradó el timbre profundo de la voz de Hans. Es el momento en que una sutil fuerza –el guiño del organillero con su música- ejerce un primer dominio sobre el viajero. La música es uno de los “inventos” culturales asociados a la armonía con el cosmos y la plenitud. Siguiendo la antropología cultural, en todas las civilizaciones, las actos más intensos de la vida social y personal (en este caso la de Hans) van acompañados por expresiones musicales las cuales cumplen un papel mediador, para ampliar las comunicaciones hasta alcanzar la plenitud o el arte de la perfección. Este encuentro, sintetizado en el primer esbozo de la noción de centro/Mercado con el aditamento de la música del organillero, es el primer imán que ata a Hans la ciudad, o sea, el primer llamado que recibe el héroe.
3. Hans en el laberinto urbano
Si bien Hans acepta el llamado y se queda, la ciudad y las calles de Wandernburgo son, efectivamente, un laberinto para el personaje; se siente totalmente desubicado y perdido, las dudas lo asaltan continuamente. Durante toda la historia el narrador va dosificando expresiones como las siguientes: Varias veces creyó perderse por las callejuelas inclinadas, otras tantas regresó al mismo punto (…) el plano de la ciudad se desordenaba mientras todos dormían. No sé que me pasa con esta ciudad, dijo Hans devolviéndole el cuenco de arroz al organillero, es como si no me dejara irme. ¿Podían ser esas calles luminosas, abiertas y animadas las mismas que hacía uno o dos meses parecían mudas, heladas sombrías? Hoy, se extrañó Hans mirando a su alrededor, parece que las calles están donde las recordaba. (…) ¿Tenía (Wandernburgo) una fisonomía definida o era más bien un lugar ausente, una especie de mapa en blanco? Si podía dibujar de memoria un plano del centro de la ciudad, ¿por qué rara vez se cumplían sus cálculos?, ¿cómo era posible que.
Los enjambres y desencuentros urbanísticos que siguen sembrando la duda en Hans hacen que esté a punto de ejercer la “negativa al llamado” y salir de la ciudad. Sin embargo, aún en medio de esta situación buscó y logró llegar de nuevo al Mercado Central y al organillero, sus puntos de referencia indiscutibles. Veamos el crecimiento de la relación Hans/organillero. Dice el narrador: Viéndolo ahí, imperturbable, Hans se reconcilió con el día nublado: mientras el viejo siguiera en el centro de Wandernburgo, la ciudad estaría ordenada. Sin embargo le dice al organillero: Casi no he podido dormir pensando en eso, ¿cuántos días llevo aquí? (Destacado mío). Al principio llevaba la cuenta exacta, pero ahora no podría asegurarlo. Este le contesta: ¿y por qué te preocupas? (…) ¿qué tiene de malo quedarse?. Y agrega el organillero: Para mí la armonía es descansar, observar lo que tengo alrededor, estar contento estando donde estoy, en fin, por eso toco siempre en la plaza del Mercado, no puedo imaginarme otro lugar mejor.
4. La cueva del organillero
Cual Diógenes contemporáneo, de vida frugal, sencilla y rodeado de pobreza, no es gratuito que en la vida simbólica del texto el organillero viva en una cueva. Lo acompaña su fiel perro Franz, con quien conversaba y compartía sentimientos. El símbolo de la caverna (en este caso la cueva), figura en todos los mitos de origen, de renacimiento y de iniciación. Siguiendo a Jean Chevalier en una interpretación del mito de la caverna de Platón, ésta se puede considerar como “ruta que el alma debe seguir para encontrar lo bueno y lo verdadero…” En otras palabras, que hay que vivir y conocer primero el mundo de la “caverna”, para después “salir con la sabiduría…(…) y alcanzar la madurez.” (1955: 267) Dice el narrador: “Quizá lo más llamativo del organillero era esa apariencia de absoluta paz con el pasado, como si ya hubiera sido feliz y no esperase nada más del tiempo. Justo al contrario de Hans, que padecía una inquietud perpetua siempre como esperando una noticia que no terminaba de llegar. Un diálogo entre Hans y su amigo Álvaro, es el siguiente: El organillero sabe todo, contestó Hans, no me preguntes como, pero lo sabe. Muy raro, insistió Álvaro, no sé de dónde saca las cosas que dice, ¿tú lo has visto leyendo?, ¿tiene libros en su cueva? Nunca, contestó Hans, no lee nada, no le interesan los libros ni los periódicos. Cuando no toca el organillo, mira el paisaje. Cuando estoy con él me siento un poco idiota, es como si hubiera leído todo sin haber leído nada…
Momento definitorio éste en que el organillero se convierte, en la estructura del viaje, como la ayuda “sobrenatural”, y que, en la perspectiva contemporánea, redefinimos como un guía, un anciano, un maestro, un conductor.
Llegados a este punto tenemos las siguientes situaciones; primero, el encuentro de Hans con el organillero y su música en el mercado, centro de ciudad; el constante ir y venir de Hans, de la ciudad a la cueva; este vaivén es un alejamiento del laberinto urbano y social –donde vive momentos llenos de encrucijadas y pruebas- a la sabiduría de la cueva, símbolo también de la iniciación.
5. La antítesis cueva del organillero – Salones de los viernes.
La vida en la cueva del organillero es el opuesto de la vida social de Wandernburgo. En la cueva Hans interactúa con Reichardt (un viejo jornalero eventual) y con Lamberg (obrero en una fábrica textil), amigos del organillero, sobre temas laborales, relaciones patrono/empleado, abusos de los empleadores, huelgas, malos salarios. La vida en la cueva no es modelo de comportamiento según los cánones de la sociedad de Wandernburgo: los habitué a la cueva se emborrachan, fuman, dicen vulgaridades: es el habitat natural de los ciudadanos comunes y silvestres, marginados de los espacios sociales.
La antítesis, es decir, las preocupaciones, pensamientos y dinámicas sociales regentes de las clases altas se expresan en un espacio esencial y determinante: los Salones de los Viernes en la casa del Sr. Gottlieb, padre de Sophie, personaje femenino principal, quien había prohibido a ésta ir a la universidad para que nos mezclara con esos muchachos.
En estos salones, que ocupan cuantitativamente gran parte de la novela, se habla, discute o se hace crítica sobre política, filosofía, arte y cultura. El narrador se solaza en recrear conversaciones, acuerdos y desacuerdos jugosos, arrogantes otros, a veces ridículos, en ocasiones aburridos, también ingenuos, y especialmente, se habla para oirse o darse a oir más que por la trascendencia que puedan tener los argumentos. Es un nudo gordiano de ideas, laberintos ideológicos, caminos sin salida, afirmaciones sin puntos de encuentro, encrucijadas éticas o morales, y discusiones rocambolescas sobre temas del momento: emigración e inmigración, multiculturalismos, nacionalismos, alianzas, temas aduaneros y los nuevos roles del género femenino. No asistir era ‘“no existir”. En esas discusiones laberínticas de los Salones de los Viernes, latía un lado del corazón de Wandernburgo, el otro latía en la cueva. Los salones daban a sus contertulios, su sentido de pertenencia e identidad.
Es en la descripción de lo que sucede en estos salones donde el escritor muestra su destreza estilística: es un narrador que va intercalando diálogos de supuesta o verdadera erudición paralelamente con datos sobre miradas o un roce de piel; una opinión sobre Kierkegard, se mezcla con un escote interesante; un comentario sobre política y la calidad de un encaje; una sentencia de Kant, y la belleza de un collar; un comentario sobre la música de Beethoven, con la preocupación de Sophie sobre la consistencia de la gelatina.
En estos salones, es donde cobra vida el laberíntico amor entre Hans y Sophie. En términos coloquiales, Hans vive una situación laberíntica al cuadrado: en la ciudad y con Sophie.
Durante toda la narración y en forma contrastante –cual blanco y negro- el narrador va construyendo la dicotomía entre ambos ambientes: lo refinado y elegancia de los muebles del salón vrs. la sencillez de los tablones de la cueva; las finas telas vrs. los jergones; la delicadeza y finura de la ropa vrs. la ruda vestimenta del organillero; las delicadas galletitas, la consabida gelatina, y los finos licores del salón de los viernes vrs. lo prosaico de la comida del organillero que se alimentaba de patatas cocidas, arenques asperjados, sardina o huevos duros. Veamos esta cita del contraste entre los mundos. Se dice de una fiesta elegante que ofrecía a sus invitados: Una magnífica torta en forma de cordillera con aludes de nata, riscos de pasta de cacao, cabañas modeladas con mazapán de Lübeck, (…) perritos de fideo azucarado y esquiadores de confite, cada cual con su gorro, sus gafas, su bastón y su heraldo en el pecho. Inmediatamente apunta el narrador: Más o menos a una legua de distancia, el organillero abrió los ojos de repente y buscó el lomo de su perro murmurando: Eh, Franz, ¿no tienes hambre?. Y en cuanto al modus operandi de ambos espacios, en líneas generales la dicotomía sería: mundo de las apariencias vrs. mundo de la realidad; sinceridad vrs. hipocresía social; zalamería vrs. claridad; doble moral vrs. aceptación de realidades ineludibles.
6. Hans y Sophie en un laberinto.
Si algo tiene de provocador y apasionante esta novela es esta historia de amor. Como dijimos, Hans conoce a Sophie en los Salones de los Viernes. Es una mujer joven, bella y audaz, confinada a las convenciones sociales del siglo XIX, con una mentalidad de siglo XXI. Es, en palabras del mismo Hans fascinante y con carácter; su estructura mental es visionaria, su inteligencia es sagaz y su vivacidad es asombrosa y cautivadora. Estaba comprometida con Rudi Wilderhause, miembro de una de las familias más notables y adineradas de Wandernburgo, y en quien su padre tiene puesta la salvación económica de la familia.
El escritor se luce en la forma en que va narrando esta exitante historia. Comienza describiendo desde los gestos más simples como la delicadeza de sutiles miradas, la sugerencia de las líneas de su cuerpo, los roces entre sus dedos por el simple hecho de tomar una galleta, miradas furtivas y cómplices. Dice por ejemplo el narrador: Tomando el té, Hans tuvo otro sobresalto: vio las manos de Sophie. (…) Sophie miró a Hans. Hans miró a Sophie. Sophie le dijo cosas con los ojos. Hans quizá las tradujo (…) La falda de Sophie Gottlieb susurraba por el pasillo. El sonido cosquilloso de esa falda le provocó a Hans cierta ansiedad. Al cabo de unos segundos, la silueta de Sophie pasó de las sombras del pasillo a la luz de la sala. …
Un momento en que el narrador conjuga poéticamente, en una sutil metáfora, el engranaje de lo que está sucediendo en Wandernbugo y entre Sophie y Hans mientras el mundo sigue girando. Dice así: La sombrilla verde yacía de canto junto al tronco. Los tobillos de los amantes descansaban entrecruzados. A medio levantar, la falda de ella sigzagueaba entre sus muslos. Los pantalones de él permanecían desabrochados y en acordeón. A la sombra del árbol, como siempre que pasaban unas horas juntos, los dos alternaban momentos de conversación eufórica con largas pausas de silencio compartido: sabiendo cuánto podían decirse, no los inquietaba estar callados. Les gustaba quedarse pensando sin hablar, cada uno ausentándose en el otro. Ella se incorporó (…) y recuperó su sombrilla. Ella miraba el campo y hacía girar el pequeño mango de marfil como giraba el sol entre las copas de los árboles, como giraba la brisa abriendo el apetito, los cerrojos del aire, como a lo lejos giraban las ruedas de los coches del camino principal giraban los engranajes de la Torre del Viento, como giraba y giraba en un piñón, minúscula, importante, la manivela del organillero
Los encuentros van madurando en forma constante y gradual. Es un amor sincero, emocional e intelectual, cuyo sustento esencial es la literatura como tal y el fenómeno de la traducción de la literatura. En forma dosificada pero en un crescendo el narrador describe como la pareja se ensambla asombrosamente en lo académico, erótico y espiritual. Uno aprende del otro. Hans le “enseña” a Sophie sobre el fenómeno de las traducciones y Sophie, se convierte, en su sentido más puro, en símbolo de “lo femenino” o de la femineidad, hasta llegar a ser, una “maestra” en deleites eróticos, con momentos de pasión extenuantes y atrevidos. Dice el narrador: Hans y Sophie pasaban de los libros al catre y del catre a los libros, buscándose en las palabras y leyéndose los cuerpos. Así, sin proponérselo fueron alcanzando un idioma común, reescribiendo lo que leían, traduciéndose mutuamente.
Esta imagen de Sophie, más que mostrarla como mujer atrevida y experimentada, es un aval liberación femenina, a mi juicio nada casual. En su mejor sentido, la mujer como fuerza transformadora y como ejemplo de una bien entendida emancipación de injustos convencionalismos que la tenían amarrada la sociedad; o sea, vivía en otro laberinto. Llega un momento en que escondida de su padre, Sophie sale de su ambiente sofisticado y forma parte de las tertulias de la cueva.
Consciente de su situación Sophie le escribe a Hans: No son exactamente mis sentimientos los que se imponen (mis sentimientos son un laberinto), sino las evidencias. Y, mas adelante, le advierte: “No lo olvides, te lo he dicho muchas veces: no es tan fácil salir de aquí. (Destacados míos).
Así, el encuentro de Hans con Sohpie es, en la estructura del viaje, el encuentro con la diosa que lo atrae y lo incita, pero que también lo guía. Es la prueba final del talento del héroe para ganar el don del amor que es la vida en sí misma
7. Retomando los hilos
Recordemos que cuando Hans había llegado al centro de la ciudad, concretamente al mercado, y al espacio del organillero y su música, había sentido que “algo había rozado el límite de algo, que alguien, anterior a él, se estremecía en su interior. Ello implicó un primer enlace: centro/mercado/organillero/música. Este conjunto de elementos se desplaza y se nutre continuamente en la cueva, símbolo de la sabiduría y del aprendizaje. Y, la completitud de lo anterior se da con la llegada de Sophie/diosa que incita y guía, y que encarna, en su sentido más profundo, la unión del símbolo de lo femenino con la caverna y con la iniciación.
La experiencia adquirida por Hans en esta ciudad/laberinto, y si se quiere el retraso hacia el un destino que perseguía sin descanso, fue un espacio de pruebas, aprendizaje, enseñanzas, dolores, frustraciones, amores, y maduración en relación con otros viajes de Hans. Volvamos a la cita de Chevalier: La relación del laberinto con la caverna muestra que el laberinto debe permitir a la vez el acceso al centro por una especie de viaje iniciático.
Casi al final del texto dice el narrador: Hans miró el reloj de la Torre del Viento. Caminó lentamente de vuelta a la posada. Sólo al verse frente a ella, se percató con asombro que no se había perdido. Hans se encontraba ubicado por primera vez y estaba ante el umbral del regreso, de su salida. Había concluido su experiencia, había vivido para ahora sobrevivir al impacto del mundo.
¿Salió o no Hans del laberinto? ¿Salió Sophie? ¿Qué pasó con el organillero y sus amigotes? ¿Y los Salones de los Viernes?
Ha llegado la hora del lector de la novela, pues esta propuesta que acabo de hacerles es solo la punta del iceberg. El viajero del siglo, como inacabable novela, los llevará en un viaje sobre la historia de la sociedad alemana del Siglo XIX, que puede leerse desde el siglo XXI, en cuanto a temas como el multiculturalismo, alianzas económicas y políticas, y donde también están presentes la amistad, la sinceridad, la solidaridad, el amor filial y el amor pasión.
Los dejo con la sospecha de estas palabras que el narrador pone en boca de un personaje: Creo que, en buena medida, la vida consiste en eso: en darle a las cosas la bienvenida que merecen, y en despedirlas con la debida gratitud. Sospecho que nadie alcanza esa maestría.
*Este artículo fue parte de la presentación de la novela en el Centro Cultural de México en Costa Rica, en noviembre 2009.
(1) Todas las citas corresponden a la edición 2009.
Bibliografía
Chevalier, Jean. Diccionario de los Símbolos. 5ª. ed., Barcelona: Herder, 1955.
Elíade, Mircea. Lo sagrado y lo profano. 6a. ed., Barcelona: Editorial Labor, 1985.
Henderson, Joseph H. “Los mitos antiguos y el hombre moderno”. En: Jung, Carl G., El hombre y sus símbolos. 4ª. ed.,Barcelona: Caralt, 1984.
Magister Literarium Literatura Latinoamericana por la Universidad de Costa Rica. Profesora asociada de la Escuela de Estudios Generales de esa Universidad. Ha publicado en las revistas: Káñina: Revista de Artes y Letras; en la Revista de Filología, Lingüística y Literatura; en Escena, y en Herencia, todas publicaciones de la Universidad de Costa Rica, así como en En Comunicación del Instituto Tecnológico de Costa Rica.