Luis Báez, juventud y abyección: imaginarios post-insurgentes

1 abril, 2012

El acercamiento a un libro de manera crítica, cualquiera que este sea, demanda, además de lectura lúdica y análisis, una sensible hermenéutica, para así llegar al centro de su intención. Ileana Rodríguez posee esas virtudes y las despliega con generosidad y paciencia, acudiendo a referentes del calado de Julia Kristeva y Giovanni Arrighi, a modo de encuerpar su ensayo sobre El patio de los murciélagos, ópera prima narrativa del joven autor nicaragüense Luis Báez.


«Su mujer … lloraba de forma nerviosa, desbordante,
pero con una especie de calma profunda»

(Luis Báez, 61).»

Juventud y abyección: imaginarios post-insurgentes

Su mujer…lloraba de forma nerviosa, desbordante, pero con una especie de calma profunda (Luis Báez, 61).

Hace casi ya un año, Carlos Villanueva, miembro de un grupo de estudio que organizamos en el Instituto de Historia (IHNCA) de la Universidad Centroamericana de Managua, me prestó un libro llamado El patio de los murciélagos. Villanueva me aseguraba que en este texto iba a encontrar una de las nuevas promesas de la narrativa nicaragüense contemporánea y así fue. Luis Báez, su autor, era un buen joven narrador.

Me llamó la atención, desde el principio, su fácil ubicación dentro de la narrativa contemporánea continental. Este joven narrador escribía a la manera de Fernando Vallejo, cuya Virgen de los Sicarios, llevada a la pantalla por Barbet Schroeder en el año 2000 bajo el título de Our Lady of the Assasins, le dio a conocer ampliamente. También me recordaba el gesto de Franz Galich en Managua, Salsa City, el de Horacio Castellanos Moya en El asco, y el de Mauricio Orellana Suárez en Heterocity. Era la de Báez un tipo de literatura recelosa, como la de los antes mencionados, pero tenía un giro que iba más allá del choque que producían los anteriores. Y ese más allá consistía, a mi ver, en asumir la familiaridad de esos acontecimientos que a los otros les parecían todavía de excepción.  En Báez ya no lo eran.  Aparecían como simple dato real.  El espanto había sido sustraído y la abyección quedaba totalmente asumida.

¿Abyección?  Sí, eso mismo dije, aún a sabiendas que es un término fuerte, una palabra que golpea.  La abyección es ese tipo de rebelión oscura y violenta del ser; ese interior/exterior que amenaza por y en su exorbitancia; ese algo que nos hace visitar dimensiones más allá de lo posible, tolerable, pensable.  Lo abyecto no se puede digerir pero atrae, seduce.  Es eso tan cercano y tan distante a la vez.  Es un espasmo del alma; la contracción corporal del vómito; un  arrebato que nos instala en lugares abominables del ser que sólo conocemos en y por su indomabilidad.  Lo abyecto nos atrae y nos repugna a la vez; es una condición de lo íntimo pero también de lo personal-social que nos habita con persistencia y cuyos detalles oprobiosos han sido estudiados ad nausean por Julia Kristeva en su texto sobre el horror.

Si Kristeva logra persuadirnos en su estudio sobre lo abyecto de  que la literatura es la puerta de la angustia de los tiempos; el lugar donde el código social se destruye y se renueva; un refugio contra el horror que puede aliviarse mediante un desplazamiento del habla y sus efectos, hemos entrado de lleno en la literatura de lo abyecto, testigo y síntoma de los tiempos.   Son las suyas otras subjetividades, lazos sociales que hieren la sensibilidad modernista y desinstalan al sujeto cómodamente apoltronado en el culto a lo bello. La literatura no es ya entretenimiento y sublimación, espejo de los estados nacionales constituidos o por constituirse y propuesta de identidades fijas, amables, memorables y bien administradas. Es ahora el plexo por el que respiran comunidades pulsionales; línea narrativa que pone en escena la “basurización” de las poblaciones de las que habla Rocío Santisteban en su estudio sobre El asco misse en abyme, especulum de sí a la que nos somete este tipo de relato-.  Pero aún si la lectura del texto no produce rechazo a lo narrado sino entrega al placer del texto, ya estamos situados de lleno dentro de relatos que despiertan y licitan lo perverso —esto es, la transgresión a la norma, a la normatividad, a la llamada ley del padre del psicoanálisis, o del patriarcado; el próximo-distante de criminales, violadores, transgresores, que textualmente convoca eso ‘real’ y denotan la imposibilidad de la serenidad del común—.

Estos son los imaginarios post-insurgentes y neo-liberales de los jóvenes que escriben hoy, familiarizando la desfamiliarización, eso que los formalistas rusos llamaban ostrenanie, palabra tan altamente sonora y que, según ellos, era objeto y meta de la labor literaria.  Los jóvenes de hoy que navegan el ancho mar de las culturas masivas y tecnotrónicas, más post-revolucionarias, modernas, y nacionales, acogen la abyección como metáfora fundacional de su mundo que les permite nombrar lo innombrado-innombrable, lo reducido a escombros e irrepresentable en igualdad.  Basura, asco, deshecho, son el referente de la dificultad de lo político comunal, fuerza impedida de su realización constitutiva, pueblos menesterosos que horadan con su fuerza todo tipo de soberanías.  Son ellos la marca de eso humano en falta que el imaginario cultural recoge para representar en forma de ficción.  La literatura de lo abyecto viene a ser hermana gemela de los testimonios rendidos a las comisiones de la verdad, grafías de  un tiempo de sujetos-sombra en busca de la representación de su finitud constitutiva y carne trémula del oprobio y la crueldad de estados criminales incapaces de totalizar.  Es esta una condición oximorónica cívica-incivil producida por los procesos militares en las sociedades insurgentes; escombros ansiosos de representación.  En esas comisiones quedó registrada esa experiencia de los sobrevivientes de las guerras sucias, articulada hoy a los procesos de neo-liberalización que administran riquezas y subjetividades.  La tendencia hacia lo abyecto, por tanto, es santo y seña de una generación joven, post-insurgente, que rinde así testimonio de ‘lo real’ de un mundo suyo en falta.

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El cuento, Relato sobre papel de arroz de Patio de murciélagos,  está partido en dos (dos espacios, dos imágenes, dos juventudes) pero asimétricamente: una de las partes, la segunda, ejerce enérgico contrapeso contra la primera y la desequilibra.  El asunto es un encuentro y un desencuentro mediado por el deseo y la intoxicación del alcohol y la mariguana.  La primera parte trata el deseo de ir a ver el amanecer al mar. La segunda del deseo de invitar a Ambrosio Esteban Paniagua (Ambrosioestebanpaniagua), un joven pobre del campo, a tomar y fumar con ellos. El cuento está narrado a varias voces, usando técnicas narrativas caras al modernismo.  Ernesto y Carlos hablan en primera persona; Antonio y Sergio en tercera. Ernesto narra el final, Carlos y Sergio el principio.  Las voces se alternan con las de un narrador omnisciente.

Cuatro jóvenes amigos, Antonio (pintor), Sergito Díaz (estudiante de Derecho y trabajador de Sitel, un call center), Carlos Morales, que vive en Las Nubes y Ernesto se ponen de acuerdo para hacer el viaje que empieza en Managua y termina en Amayito, un potreral perdido en medio de un bosque tropical embreñado.  En el transcurso se visibilizan segmentos de esas comunidades pulsionales de derechos carentes, circunscritos a una pequeñísima geografía, escasos 60 kilómetros, que une la ciudad capital a la costa del mar Pacífico y a los potrerales y pueblos de Nicaragua —Diriamba, Jinotepe, Santa Teresa—.  Esta región queda significada en estos espacios que se extienden y prolongan temporalmente del presente hacia el pasado y futuro, entrelazados a partir del folclor a que da lugar las celebraciones religiosas —las fiestas de Santiago Apóstol de Jinotepe—.  Con los peregrinos caminamos hacia el mar, pasando por esos potrerales donde va a tener lugar el desenlace de la historia.

No pasa desapercibido el afán poético de Báez.  Las imágenes líricas sirven para remarcar el carácter social de la ciudad: “Managua resplandeciente como un charco de luz sucia” (48); los malls, “ejes de un fragmento de la realidad, ya de por sí ultra- fragmentaria, de Managua” (40); “El parqueo que parecía el lomo de un inmenso reptil de piedra gris” (46).  Para los que no conozcan esta ciudad, la idea del fragmento les parecerá una poética altamente post-modernista, pero la metáfora es realista en extremo.  Managua no es una ciudad, es un caserío sin centro, organizado a lo largo de las carreteras Norte, Sur, y a Masaya—arriba, abajo, a la montaña, al lago son puntos  cardinales de orientación a sus habitantes.  Managua es un sitio de calles sin nombre; de casas sin número —una total alucinación—.  El espacio del mar trae “Un viento que sabía a orín y a moho, y de pronto a sal y a escamas” (50) —viento filoso que “alborota la expresión” (48).

El tiempo del cuento marca una espera mientras se pasea por esas zonas urbanas y rurales, entrelazadas en el relato por las vivencias y fantasías de dos tipos de juventud cuya organización espacial se desarrolla en torno a dos momentos y dos imágenes. La primera imagen es la de una mancha sobre la tela que deja el pintor; su pincel chorrea una pintura color ocre en el suelo—premonición del desenlace; la segunda, organiza el encuentro de los amigos con Ambrosio Esteban y, como lo quiere Báez, “más que una imagen es una secuencia.  O una imagen vértice en la que convergen un sin fin de imágenes fragmentarias.  Una imagen en la que diversos elementos componen uno solo” (49).  Entonces, no sólo es nombrar sino poner en movimiento lo excluido, darle acción para que vibre hondamente en quien lee.

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¿Y para dónde vas?  No sé loco…pero largo de aquí, este país se está yendo muchísimo a la mierda y no hay nada que se pueda hacer (44).

¿Quiénes son estos jóvenes del cuento?  Son un grupo insulso, ordinario, de jóvenes separados de sí y convertidos en otro, sin meta o futuro aparente, que vuelven irrepresentable su nacionalidad.  Van al viento de lo que caiga, sea y ocurra.  Su única agencialidad es el escape: salir a la carretera a beber guaro y a humear; dormir cerca del mar y contemplarlo al alba desde un carro japonés de los más baratos —Toyota Yaris—.   Ellos son ya puro trabajo: mano de obra barata y flexible de la que habla el neo-liberalismo descrito por David Harvey, gente a la deriva, responsable de su propio bienestar —salud, educación, pensiones—. Por tanto, pertenecen a una clase media en precariedad, si bien tienen acceso a aparatos electrónicos, celulares, I-Pods y carro, van a las discotecas y soplan churro —de ahí el relato sobre papel de arroz—.  Antonio, se quiere ir del país; Sergito trabaja en Sitel, un ‘call center,’ empresa-corporativa, cuyos derechos y libertades, a decir de Harvey, son ahora idénticos a los del individuo y las personas.  Son entes cívicos: por eso tienen personería jurídica.

La pequeña geografía de 60 kilómetros está incorporada a la atmósfera de esta Sitel de ficción, empresa-corporativa que florece en los marcos institucionales de libertad de mercados (el bien fundamental) y usufructúa el uso del monopolio de la fuerza del estado para proteger sus libertades.  Los jóvenes de esta ficción trabajan para ella y ganan un sueldo de $500 dólares al mes.  Así vienen a sentirse parte afortunada del engranaje de las familias corporativas transnacionales, que obligan al estado a gobernar a su favor y a eliminar todo tipo de burocracias para asegurar su eficiencia.   Son por tanto segmentos de un arte que apela a un pueblo que ya no existe y que desnuda los valores fundamentales del lazo social que establece Sittel, a saber, la propiedad privada, la competencia, la privatización.  Por eso, la clase social de estos jóvenes es precarista; su nacionalidad responde a un estado que busca con denuedo arreglos institucionales trans-estatales-nacionales para asegurar la buena administración de empresas como Sitel.  Aquí hay bastante tela que cortar sobre este tipo de nacionalidades-maquila, en suspensión, sobre todo en referencia al segundo momento del cuento, donde el tipo de nacionalidad descrita es por entero abyecta, “basurizada”, parte integral de lo que Giovanni Arrighi llama comunidades humanas redundantes y superfluas, cuya participación en las comunidades globales es nula pues no alcanzan a jugar dentro de las reglas de la competencia mundial —ni siquiera como fuerza laboral barata—. 

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Lo terrible de la imagen de Ambrosio Esteban no es… apreciable a primera vista, se requiere la distancia del tiempo, aunque sea corto, la impresión y la ausencia para volverla terrible.  No ausencia, sino presencia tácita (49).

Más, si la primera juventud es de tipo precarista, ¿de qué tipo es la segunda juventud del cuento?  A decir de Báez es “terrible”.  Yo diría que es abyecta, en el sentido que definí la palabra arriba: algo que se quiere expulsar; algo a la vez interno y externo a la nación, execrable y deseable a los jóvenes de clase media, precaristas; jóvenes como ellos y a la vez enteramente diferentes.  Esta juventud abyecta es el plexo solar del segundo momento del cuento en el que se encuentran las dos juventudes nacionales del Pacífico de Nicaragua y en cuyo relato el barco se va a pique.  El peso lo ejerce el joven Ambrosioestebanpaniagua, un “tipo” que entra en escena: “oscilando entre la arena seca y la húmeda, con… un machete de hoja corta y sarrosa en la mano izquierda” (50) —aparición espectral—.  Cualquiera que haya leído a Albert Camus recordará paralela situación en la imagen del árabe en L’Etranger; la diferencia es que aquí no media ni la violencia física, ni la diferencia racial en el encuentro sino el deseo, un conato de amistad entre él y el grupo.  ¡Caso notable que el deseo de la juventud urbana se pose justamente en esta imagen espectral!  ¿Dónde reside el atractivo de este esperpento y qué es precisamente lo que desean en y de él estos jóvenes de la ciudad?  Eso no lo sabemos. Ambrosioesteban es una anticipación, una grieta, demarcador de distancias, sintetizador de tiempos, indicador de miedos. El encarna un ontos (ser) en repliegue, otro estar diferencial en universos nacionales, nacionalidades distintas, ingenuas y alternas a la primera, estadio adverso anterior-o posterior.  Su presencia es fuente de tensiones; centro que organiza una serie de miradas sobre su figura; punto de desequilibrio del relato.  Ambrosio Esteban es clave; sobre él se dirimen tres asuntos básicos —el ser, el hacer y el quehacer—.  Empecemos por el ser en la hermenéutica de la mirada.

La primera mirada que se posa sobre Ambrosio Esteban es por entero pragmática.  Los jóvenes notan y anotan cómo va vestido: “camisa amarilla muy sucia y desabrochada, un pantalón de tela azul” (50); la segunda mirada podría llamarse clínica y se posa sobre su boca y dentadura: “que delataba la ausencia de varias piezas dentales y que dejaba entrar la luz hasta los revestimientos metálicos que cubrían las pocas piezas que todavía conservaba” (51). Esta mirada-higiene es de colocación social.  Los jóvenes saben que es muy pobre.  La tercera es de síntesis: pobre, sucio, descuidado higiénica y médicamente. Es como si la grafía le devolviera al cuerpo su existencia. La secuencia de miradas es cinematográfica y constituye una “imagen secuencia” —imagen en movimiento “en la que diversos elementos componen uno solo…el tipo, el loco ese, Ambrosio Esteban”— (49).  Esto es lo abyecto: ¿acaso la ideología de lo estético pretende borrar la alteridad en solidaridad con él?  ¿Quiere intervenir el significante para redimir las poéticas de la extrañez y hacer vivir lo otro como si igual en el acontecimiento de la ficción?

En el anverso de esta hermenéutica está el sujeto que mira con ojo alerta, clasificador de materialidades y diferencias —mirada que viene acompañada de banda sonora y una corporalidad materializada en ojo y oído—.  Ambas son sostenidas por una destreza narrativa, un buen entrenamiento en la escritura que sabe oír el castellano y sus diversas expresiones dialectales y dejarlas registradas fonéticamente en la letra.   Uno no puede menos que trazar la genealogía de esta representación, o gusto literario anterior al modernismo si se quiere, de inmediato.  Oír formas dialectales y registrarlas obedece no sólo a un estilo, a gusto, sino a una ideología estética cara al regionalismo, aunque ya en sus linderos.  El gran maestro de la ideología estética de lo fonético en Centroamérica es Salvador Díaz Arrué —Sallarrué—.  En sus cuentos encontramos esa otra escuela letrada, esa otra sensibilidad social —realismo social— que ahora oímos en el joven narrador que escucha bien a Ambrosio Esteban hablar como sigue: “Uenaasss,” (50), “¿Seácustedesm’podrán o-ooogzzzequiarsh u cashimbazo?” “Ambrosioestebanpaniagua m’llamo yo, ¿cuál es tu gracia?….Tuuu gra-zzi-a ¿Cómo timientanues? Pues, tu nommmbre” (51).  Cuando le pregunta qué edad tiene responde “pus noooséyo que dad tengo… Májmenos cincuentidos…”  Cuando lo corrigen acepta la “sugeriencia” y dice: “Apuesí, comoeso… intisiete májmenos” (52).

Recordemos que en Salarrué hablaba “el indio”, pero en Báez, ¿quién habla por esa boca?  No lo sabemos.  Para mí éste es un sujeto fugitivo en proceso de cambio si no es que de extinción.  Que un escritor y sus lectores presten atención a esta habla sinalefa expresa, sí, un deseo mórbido por esa diferencia, clara violación de la ley y el orden —al menos a nivel lingüístico—.  Otros escritores (Roque Dalton y Sergio Ramírez) vieron y oyeron después de Salarrué lo mismo pero de manera diferente  En ellos esta habla tenía la función de representar lo popular, sujeto de redención de las utopías modernas o revolucionarias.  En la narrativa de Báez esa tipología ya es demasiado temblorosa.  Quizás ese sujeto no es otra cosa que especulum de uno mismo: Ambrosioestebanpaniagua c’est moi.  Por eso mismo y a pesar de las distancias los jóvenes  lo invitan a tomar un trago. Pensaron “que iba a ser divertido, que él también iba a disfrutar del viaje” (51).   ¿Querían los ciudadanos call-center-precaristas jugar?  No es tan simple el amor ni tan largo el olvido: el lazo social que establecen, como diría Slavoj Zizek, es sado-masoquista —aún bajo la apariencia de juguetón—.  La ropa, la dentadura, la lengua son ya terribles si no es que siniestras.

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Hablemos entonces de lo siniestro.  Leamos su representación: 

El mero diablo, diría la gente de estos lados.  Yo le ofrecí el trago porque pensé que iba a ser divertido… La idea de darle Kush no sé de dónde salió.  Pero bueno, nos pidió el trago y yo se lo serví… Lo pasó al grito.  Un grito como de lapa en el medio de la selva.  Un grito esquizofrénica a todas sus anchas.  Un grito seguido por dos puñetazos contra su propio pecho, por el ruido del machete cayendo en la cuneta, y por una sonrisa amplia que hendió un enjambre de arrugas por todo su rostro (51).

La explicación de lo siniestro acude al lugar común pero no convence.  El cuentista echa mano al folclor y nos dice que como toda esa gente (¿cuál?),  Ambrosio Esteban contaba historias y anécdotas de la vida de esos lados, de sus vagancias…, cuentos de esos que se repiten con ligeros matices en sus tramas, con detalles que difieren levemente y se repiten y repiten en distintas zonas del país, que supongo que en esencia son el eco o el polo opuesto de unos cuantos mitos que la humanidad ha decidido conservar y verter en todas sus historias. Nosotros fumábamos un churro del que no le ofrecimos y escuchábamos” (52).

El cuento empieza a virar.  La lectura se tensa.  ¿Hacia dónde nos lleva?  ¿Ambrosio Esteban será narrado en clave lombrosiana, nave portadora una vez más de criminalidad? Su sonrisa era “La sonrisa terrible del animal humano” (51).  El grito con que se toma el trago era “como de lapa en el medio de la selva.  Un grito esquizofrénico a todas sus anchas.  Un grito seguido por dos puñetazos contra su propio pecho, por el ruido del machete cayendo en la cuneta, y por una sonrisa amplia que hendió un enjambre de arrugas por todo su rostro” (51).  Si temáticamente nos enfrentamos aquí con una condición vital, en la que cuerpo y habla hunden sus pies en el fango, es muy fácil que esta representación fatua se deslice con precipitación hacia el tremendismo-criminal. Acudir a este recurso denota lo sabido: lo popular escapa toda representación que no sea abyecta; que no obedezca a la necesidad de convocar distancias sociales, realidades históricas desfasadas de los tiempos, facticidad bruta.  Y hasta ahí no lo acompañarían los lectores de hoy; aún si conceden que la duda acaricia el relato en una nota a pié de página que dice que el “Kush es una subespecie de Cannabis Indica.  Crece en Irán, Pakistán y el norte de la India.  Sus efectos, como podremos ver (¿dónde?), son en extremo potentes” (40) — ¿excursus textual que explicaría la conducta del personaje? Podríamos apostar a ese tipo de significación.

La cuestión es: ¿cómo superar los hábitos culturales, los lenguajes literarios?  En un esfuerzo por revelar la penuria de la representación y entrar en la oscurana de los tiempos que corren, Báez introduce un cuento dentro del cuento: la anécdota de las fiestas religiosas.  Ahí el cuerpo roto, exiliado de lo humano, queda colgado de la tradición religiosa y de las celebraciones de los santos.  De pronto, el abanico narrativo se abre a la potencialidad de un relato largo—novela corta o novela, núcleos narrativos expandibles a historias más largas, más contextualizadas.  Puede ser que Báez las retome más adelante.  Por el momento, vira y toma un atajo para preparar el desenlace.

Tirarse a la mari, ser fumón, fumar monte, tirarse un churrasco, humear, quemar son hábitos culturales juveniles que pueden momentáneamente borrar las diferencias y establecer el vínculo entre la precariedad citadina y rural; denotar no sólo el conocimiento que tiene de la hierba Ambrosio Esteban sino de una producción y un tráfico que se prolongan más allá del relato del cuento.  Sabemos que Ambrosio Esteban vendió “dos y media mochilas de cogollos maduros de la pelirroja” en “siete días en los cuales se agolpaba casi la totalidad de la experiencias con que la vida de Ambrosio Esteban contaba” (57) y que Carlos también vende—este es el quehacer que une las dos juventudes.  Fue entonces cuando descubrió lo que era una puta y “lo que era amanecer tomando en la cuneta de un barrio en el que nadie te conoce, eructando hambre y mascando frío” (57).   No pasa por alto aquí una especie de afecto sobrentendido.

Este tráfico es un brazo tendido hacia el futuro, como la demanda que la madre de Ambrosio Esteban, doña Jerónima, ha hecho a Santiago Apóstol, patrón de Jinotepe, para que su hijo deje de beber, es un brazo tendido hacia el pasado. Se nos dice que Ambrosioesteban había estado internado en el hospital por cirrosis.  A propósito de esta enfermedad, sabemos que su abuela fue sirvienta de una familia de Jinotepe quien le ayuda a doña Jerónima a pagar la cura del hijo y le pide que rece.  Jerónima le promete al Apóstol Santiago que su hijo hará anualmente la peregrinación al mar con todos los promesantes y es en esa peregrinación que Ambrosioestebanpaniagua conoce a un grupo de hombres que lo llevan hacia los plantíos de mariguana.  Es entonces que fuma por primera vez y por lo cual reconoce lo que los jóvenes de Managua están fumando—este es el hacer de los jóvenes de ambas orillas.  De esta manera se entrelazan y enredan las historias religiosas tradicionales (que conjugan un sentido de aventura, vagancia, y fe religiosa o fanatismo) a las culturas de la mariguana que median en la relación entre jóvenes de condiciones sociales distintas.  Ambas invaden lo real para maldecirlo, hacerse cómplices de ello, o expiar sus culpas.

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Ambrosio Esteban se volvió obsesivo con el tema de la comida.  Nos empezó a decir de los frijolitos y la cuajada que hacía su mujer….Que no sé qué… No sé que pensamos.  Que iba a ser buena idea supongo (59)

La última imagen de la “imagen secuencia” empieza con lo que el narrador considera una obsesión, especie de salto y sobresalto narrativos, un doblar la esquina raspando la cuneta.  Que esta obsesión tenga que ver con la comida es sintomática de la condición social del personaje y de una cultura que aprecia a cualquier nivel “unos frijolitos con cuajada”. Ambrosioestebanpaniagua quería ofrecerles a los jóvenes algo en retorno, un regalo, un don, y ellos lo aceptaron, aprovechando el viaje para buscar unos hongos (¿alucinógenos?) que crecen en los potreros.  Volvemos a la carretera, tomamos un desvío; nos dirigimos hacia uno de esos ranchos perdidos “en medio de la nada, o de la casi nada, separada de la carretera por kilómetros y kilómetros de potreros y de bosque tropical seco…” (60)?  Para esas, la esclerosis de la representación de lo popular estalla en toda su enferma virtualidad. Ambrosioestebanpaniagua ya da señas de ser otro, o de estar bien arriba: “se daba comandos a sí mismo: “Sentáte Ambrosio” y el mismo se respondía “Bueno” y se sentaba.  “Echáte el trago, Ambrosio”, y se lo echaba. (60).

La escena final es vertiginosa y enredada; como si la cámara no siguiera la rapidez de los eventos, no cubriera todo; como si el narrador se enredara y diera traspiés.  Sucede entonces la confusión: quién vio qué; quién entró a la casita y quién se quedó fuera. Ernesto sólo recuerda “a Ambrosio con una cara de bestia psicópata que nunca se la había visto a nadie en la vida real”.  También recuerda una “luz que entraba en… haces tubulares forjados por los huecos del zinc” y que alumbra “la figura de Ambrosio Esteban” (61); luz que cae “Sobre sus ojos de cabro o de caballo desbocado.  Sobre su quijada tembleque.  Sobre la mano y el antebrazo, surcando por venas gruesas que parecían talladas a mordiscos en caoba o pochote.  Sobre el machete que chorreaba sangre espesa.” (61).  El rostro de la mujer no lo vio pero si vio “la cabeza destapada emanando una cosa negra y viscosa, que no parecía ni sesos ni sangre, tal vez era el alma, tal vez el alma es así, una especie de brea oscura que sólo se ve en el momento y luego desaparece…. (61).   Así se encharcaba la pintura que chorreaba de la espátula del pintor de la primera imagen, “una aguada terracota sobre el piso…. chorreando desde la espátula”  (39).  El nombre de la mujer era Ignacia María Ruiz Ruiz; el nombre del cuadro nunca lo sabremos.  La joven tenía 19 años.  Lo inverosímil de la historia es que alguien se hubiese enterado de lo que ocurrió; que alguien lo hubiese reportado, omitiendo a todos los testigos del crimen, incluyendo a los muchachos del cuento, los niños presentes e incluso el criminal.  Sólo se supo que la víctima había sido macheteada en la cabeza y que la herida profunda unía la coronilla con la nuca.

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Lástima que el cuento termine con una representación lombrosiana y abyecta de la miseria porque es un buen cuento.  Sus logros son la ausencia de todo juicio de valor; una binaridad desfasada; la visita a lugares minúsculos; disminuir la falta de distancia entre los personajes; el bien logrado paralelismo de situaciones a través de imágenes y metáforas.  A los jóvenes los une el afán de distracción, mismo que autoriza el establecimiento de un lazo social entre sectores de otro modo totalmente ajenos. El muestreo permite una breve panorámica de lo social que une Managua, la capital, a Amayito, un lugar en medio de la nada “o de la casi nada” y de contrastar dos situaciones similares en su anomia.  La solución creativa y el verdadero valor de lo que ofrece, lo transgresor es un mundo que ha perdido el candor; un escritor que ya no es condescendiente, ni practica la compasión voyeurista sino que remarca la enajenación de la juventud, su conciencia de estar en el vacío y la irredención.  No hay juicio porque nada tiene sentido.  Tampoco hay intento de construcción de nación, nacionalidad o identidad.  El grito desvalido surge en medio de una situación ulcerada. Todo es inverosímil:  Inverosímil es que hayan reportado el caso, que se hayan dado el trabajo de buscarlo y encontrarlo; inverosímil es la presencia en los medios junto a una firme caracterización basada en la lengua anodina y desprestigiada de un sujeto popular sin importancia, tipo de “una sonrisa amplia que (hendía) un enjambre de arrugas por todo su rostro” (51); tipo al que se le veía  “mascando suspiros fantasmas” (54), “cuando ya la luna se había puesto y el cielo había quedado como rasgado por varias nubes estrechas que irradiaban una especie de polvo de plata” (57). 

* * *

En su libro The Long Twentieth Century (1994), Giovanni Arrighi sostiene que en la presente coyuntura existe la posibilidad de volver redundantes y superfluas ciertas comunidades humanas que escapan a las reglas de la competencia mundial y a la posibilidad de participar.  El texto de Arrighi es un estudio formal sobre los ciclos de acumulación del sistema capitalista que toma una posición contra la noción de crisis y propone que las llamadas crisis son fases del capital. Según él, hay dos fases: una regulativa y una ecléctica. La primera se caracteriza por su estabilidad; la segunda, por su inestabilidad, esto es, por un dinamismo caótico, imaginativo, inventivo que traspasa los límites impuestos por sus sistemas de gobernabilidad y desencadena en el sujeto estados de pánico.  Según él, lo que llamamos “crisis” equivale a la fase ecléctica del capitalismo y no es otra cosa que una de sus estrategias.  Estos ciclos, normativos y eclécticos, tienen consecuencias sociales, también llamadas crisis, o sea, eclécsis social.  El texto de Báez nos permite asomarnos a una de ellas en Nicaragua: una que refiere a la disposición semiótica de señalar transgresiones de un nuevo sujeto del habla en repliegue y sus prácticas artísticas que aquí llamo imaginarios post-insurgentes: juventud y abyección.



NOTAS

Luis Báez.  El patio de los murciélagos.  San José, Costa Rica, Uruk Editores, 2010.

Ver Julia Kristeva. “Sobre la abyección.”  http://es.scribd.com/luisdo/d/18995914-Kristeva-Julia-Poderes-de-la-perversion-pp-165-1980; Rocío Silva Santisteban.  El factor asco.  Basurización simbólica y discursos autoritarios en el Perú contemporáneo.  Lima: Universdidad Católica, 2008.

Ver Julia Kristeva. “The Speaking Subject is not Innocent”. En: Freedom and Interpretation. The Oxford Amnesty Lectures, 1992. Barbara Jonson (ed). New York: Basic Books, 1993. Julia Kristeva. “My memory’s hyperbole”. En: The Portable Kristeva. Kelly Oliver (ed). New York: Columbia University P., 1997: 3-21;

Giovanni Arrighi quien en su libro The Long Twentieth Century (1994); David Harvey.  A Brief History of Liberalism.  London, New York: Oxford University Press.

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Jinotepe, Nicaragua. Licenciada en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. BA. Philosophy and Ph.D. en Literatura Hispánica de la Universidad de California, San Diego La Jolla, California,es profesora en The Ohio State University donde ejerce como Humanities Distinguished Professor of Spanish. Sus áreas de especialización son la Literatura y Cultura Latinoamericana, la Teoría Postcolonial, los Estudios Feministas y Subalternos con énfasis en Literatura Centroamericana y del Caribe.
Su último libro publicado se titula Hombres de empresa, saber y poder en Centroamérica: Identidades regionales/Modernidades periféricas: Managua: IHNCA, 2011. Títulos anteriores son:Debates Culturales y Agendas de Campo: Estudios Culturales, Postcoloniales, Subalternos, Transatlánticos, Transoceánicos(Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2011).
Es autora de Liberalism at its Limits: Illegitimacy and Criminality at the Heart of the Latin American Cultural Text.(University of Pittsburgh Press, 2009); Transatlantic Topographies: Island, Highlands, Jungle. (Minneapolis, London: University of Minnesota Press, 2005); Women, Guerrillas, and Love: Understanding War in Central America (Minneapolis, London: University of Minnesota Press, 1996);House/Garden/Nation: Space, Gender, and Ethnicity in Post-Colonia Latin American Literatures by Women (Durham: London: Duke University Press 1994); Registradas en la historia: 10 años del quehacer feminista en Nicaragua (Managua: Editorial Vanguardia, 1990); Primer inventario del invasor (Managua: Editorial Nueva Nicaragua, 1984).
Ha editado los volúmenesEstudios Transatlánticos: Narrativas Comando/ Sistemas Mundos: Colonialidad/ Modernidad. With Josebe Martínez. (Barcelona: Anthropos, 2010); Convergencia de tiempos: Estudios Subalternos/Contextos Latinoamericanos—Estado, Cultura, Subalternidad(Amsterdam: Rodopi, 2001); Latin American Subaltern Studies Reader ( Durham: Duke University Press, 2001); Cánones literarios masculinos y relecturas transculturales. Lo trans-femenino/masculino/queer (Barcelona: Anthropos, 2001); Process of Unity in Caribbean Society: Ideologies and Literature (con Marc Zimmerman. Minneapolis: Institute for the Study of Ideologies and Literature, 1983); Nicaragua in Revolution: The Poets Speak. Nicaragua en Revolución: Los poetas hablan (con Bridget Aldaraca, Edward Baker, and Marc Zimmerman. 2nd ed. Minneapolis: Marxist Educational Press, 1981); Marxism and New Left Ideology (con William L. Rowe, Studies in Marxism. 1 Minneapolis: Marxist Educational Press, 1977). En la actualidad trabaja sobre abuso—en particular incesto, pedofilia y violación—tal como estos casos son reportados en los medios de comunicación.