Augusto Monterroso visto por Claribel Alegría

1 febrero, 2023

(Índole Editores, 2008)


Augusto «Tito» Monterroso
(1921-2003)

Dos días antes de salir de Washington, d.c. para México, nos llegó a ver Ninfa Santos, poeta costarricense, gran amiga de Tito, casada en ese tiempo con Ermilo Abreu Gómez.

Veíamos a menudo a Ninfa y siempre nos hablaba de él y lo celebraba.

—No dejen de llamarlo –nos dijo–; estoy segura de que se harán amigos.

Así fue. Desde nuestro hotel (el María Cristina) lo llamamos y vino a vernos en seguida. Vestía muy pulcramente. Tomamos unas copas allí y nos fuimos a cenar al Samborns. Hablamos mucho de Ninfa, de sus bellos poemas, y Bud y yo nos deleitamos con el sentido de humor de Tito y su erudición. Regresamos al hotel como a la media noche, sintiéndonos ya muy cercanos. 

Tito se empeñaba en que debíamos conocer a sus amigos. Esa misma semana hizo una reunión inolvidable en su apartamento. Fue allí, como ya dije antes, que conocimos a Rulfo y a tantos amigos entrañables.

Cómo  nos reíamos con las ocurrencias de Tito. Nunca he conocido a alguien con tan agudo sentido de humor. Empezaba por burlarse de sí mismo.

—Estoy destinado a ser embajador de los Países Bajos–, nos decía, haciendo alusión a su corta estatura.

El sabía lo mucho que valía,  pero quería preservarse de la seriedad, de la solemnidad. Se burlaba de todo lo que amaba, porque amaba con alegría. Se reía del otro como se reía de sí mismo. Mucho se rio a través de los años de mis múltiples metidas de pata y siempre me estaba amenazando con escribir un libro de claribelismos.

Un día Tito y Pepe Durand, escritor peruano, gran amigo suyo, decidieron hacer un happening en ciudad de México. Pepe, como dos cabezas más alto que Tito, hizo el papel del ciego con su bastón blanco y Tito fue su lazarillo con la escudilla en la mano. Se apostaron en una esquina, y muertos de risa nos contaban que habían recibido varias monedas. Con eso se fueron a un bar a celebrar el evento con cervezas.

Era un lector ávido, pero en ese entonces nos aseguraba que no escribía o que escribía apenas.

—Para qué publicar –nos decía tirándose los pelos de las cejas–, si ya hay tanto bueno que leer.

Era gran admirador de Cervantes, Schwob, Kafka, Jorge Luis Borges. A veces leíamos algunos cuentos de Borges en voz alta. Los leía Juan José Arreola, que era un maravilloso lector.

Tito buscaba siempre la palabra justa. Era un perfeccionista, un verdadero orfebre.

—Yo  no escribo –decía–, sólo corrijo.

Otra vez declaró: «Uno es dos: el escritor que escribe, que puede ser malo, y el escritor que corrige (que debe ser bueno). A veces de los dos no se hace uno, y es mejor todavía ser tres, si el tercero es el que tacha sin siquiera corregir».

Amaba a los grandes poetas.

—El buen ritmo de una buena prosa –afirmaba– procede casi siempre de la lectura de poetas.

Era tímido Tito, pero llevaba su timidez con gran inteligencia. Detestaba hablar en público y no le gustaban las entrevistas.

Pienso que el libro con el que entró a la fama fue Obras completas y otros cuentos. Allí se encuentra uno que ejerce sobre mí una enorme fascinación. Se llama «El eclipse». Dice así:

Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

—Si me matáis –les dijo– puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Desde muy niño Tito sintió su vocación literaria, pero para poder seguirla tuvo que trabajar en una carnicería y también ser oficinista y maestro.

Políticamente fue de una gran solidez. Creía en la justicia social. Desde muy joven, cuando apenas contaba 20 años, trabajó en Guatemala clandestinamente contra la dictadura de Ubico. Fue detenido por la policía y pidió asilo en la Embajada de México. Vivió en ese país desde 1944 hasta su muerte. Se entusiasmó con el programa de Jacobo Arbenz y trabajó con él. Fungió como primer secretario en Bolivia. Allí estaba cuando se produjo el derrocamiento de Arbenz. Tito tuvo que salir de nuevo al exilio. Por ese tiempo escribió su célebre cuento «Mr. Taylor», que fue su respuesta al atropello del imperialismo norteamericano en Guatemala. Es un cuento escrito con rabia, claro, caricaturiza a los Estados Unidos, pero jamás traiciona la estética.

Cuando salió a su segundo exilio, Bud y yo vivíamos en Chile y lo hospedamos a él y a su primera mujer, Lolita, en nuestra casa, mientras buscaban donde vivir. Estuvimos juntos en Chile más de un año. Aún en esos amargos días lo recuerdo sonriente y haciéndonos reír con sus luminosas ocurrencias y anécdotas. A menudo nos reuníamos en nuestra casa con el novelista Manuel Rojas, el gran Manuelón; con Gonzáles Vera, que también, como Tito, era dueño de un gran sentido de humor; los Giner de los Ríos; Mauricio Amster, un esteta que diseñaba libros de un buen gusto impecable y que llegó a Chile en el famoso barco que consiguió Neruda cuando era cónsul en España para algunos de los republicanos que iban al exilio. La lista se me haría demasiado larga si los nombro a todos. 

Fue secretario de Neruda y se reunía siempre con sus amigos guatemaltecos, exiliados como él, para parrandear.

Tito y Lolita dejaron Chile antes que nosotros y nuestros encuentros fueron ya más esporádicos. Nos escribíamos de vez en cuando y él nos enviaba sus libros. Jamás olvidaré nuestro entusiasmo y el de todos nuestros amigos cuando leímos el famoso cuento del dinosaurio. En una sola línea, todo un cuento perfecto. 

Ítalo Calvino, que lo admiraba mucho, decía que a él le habría encantado escribir ese cuento.

Cada vez que íbamos a México lo veíamos. En uno de esos viajes nos presentó a su última esposa, Barbara Jacobs, una muchacha muy linda y de gran talento que lo acompañó hasta el fin de sus días.

Junto a Bárbara Tito se aventuró a viajar más y nos encontramos en Nueva York, en España y en París. Recuerdo especialmente cuando nos visitaron en Deyá, creo que en el año 1985. Los llevamos a la cala. Tito rehusó bañarse porque la playa era muy pedregosa. Fuimos a visitar el recinto donde enseñó Raimundo Lulio, el gran místico y poeta y alquimista, que según cuenta la leyenda fue el primero en confeccionar el cognac.

Llevamos a los Monterroso también a conocer a Beryl, la esposa de Graves, y a su hija Lucía, que se encontraba de paso en Deyá. Robert estaba ya muy enfermo y no lo pudimos ver, pero sí asistimos a la celebración de sus noventa años en Palma de Mallorca. Tito estaba fascinado viendo primeras ediciones y manuscritos de Graves. Encontramos muchos poemas que se iban transformando a través de los borradores.

Nos vimos también en Cuba y Nicaragua. Tanto Tito como Bárbara amaron ambas revoluciones. Vinieron dos o tres veces a Nicaragua como invitados del Gobierno y siempre dieron su apoyo.

Roberto Díaz Castillo era en ese entonces el director de la editorial Nueva Nicaragua que publicó tantos y tan buenos libros, entre ellos La oveja negra y demás fábulas, ilustrada bellamente por Felipe Ehrenberg.

Hace apenas unos meses supe de la muerte de Tito. No me la esperaba. Sentí como una punzada en el corazón. Me consuelo diciéndome que, como era un clásico, vivirá para siempre.

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Nicaragua, 1924-2018.
Fue alumna de Juan Ramón Jiménez durante tres años, mientras estudiaba en Estados Unidos.

Entre sus libros de poemas podemos destacar: Umbrales (1997); Luisa en el País de la Realidad (1997); Saudade (1999); Soltando Amarras (2002); Esto Soy (2004); Mitos y delitos (2008); entre muchos otros.

En 1966 publicó la novela Cenizas de Izalco, que escribió junto a su marido Darwin J. Flakoll, con la cual fueron finalistas del premio Biblioteca Breve, de la editorial Seix Barral.

En 1978 ganó el premio Casa de las Américas en Cuba.

Y en el año 2005, recibió el prestigioso premio Neustadt International Prize for Literature, de la Universidad de Oklahoma, como reconocimiento a su amplia carrera literaria.

El VII Festival Internacional de la Poesía de Granada le fue dedicado en homenaje y reconocimiento en vida a su carrera como escritora​ y del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2017.