Malabares

5 agosto, 2022

Ojalá y alguien me diera las palabras que no tengo, y así poder saber por qué hoy siento como que no estoy bien, como que algo me está ahí dando y dando en algo que no es ni el corazón ni el estómago. No sé si sea por el hambre. No creo, ya me tengo que haber acostumbrado: ¿no son ya como cuatro, cinco años que no doy bocado los tres tiempos? Desde que me botaron del circo, desde ahí, desde ahí. Tampoco creo que sea por ayer haber tenido que buscarme un alambre viejo para sujetarme los pantalones que ya se me caen por tan flaco que estoy. Yo digo, pero yo siento que es como algo más, yo digo que fue porque hoy en la mañanita me caí de la cuerda floja que pongo todos los días en los semáforos de las calles para caminarla mientras hago los malabares con botellas, para ganarme los reales pues. Me di mi buen sopapo, caí de trompa contra el asfalto. Y, bueno, me hubiera valido bastante verga si no hubiera sido porque después me toqué la frente y la sentí llena de sangre y me dio un montón de asco. Me quedé en el piso hasta que los carros me comenzaron a pitar y a pitar, y la gente a decir que me quitara, sobre todo los taxistas me gritaron bastante. Pobrecitos ellos también, cada día la gasolina está más cara y eso los amarga, porque la mayoría tienen familiones que mantener. Tuvo que llegarme a ayudar uno de los niños que limpian los parabrisas. Me dio la mano y me levanté, pero no me dio tiempo de quitar los palos y la cuerda, ni las cosas con las que hacía malabares, porque a penas me levanté del piso una ruta se pasó llevando todo porque el semáforo ya se iba a poner en rojo de nuevo. Sí, talvez sea por eso, ¿verdad? Es que hoy me quedé sin nada, pero me gustaría tener las palabras para decir lo que siento.

Talvez es que me duele todavía que en la mañana me puse a llorar, y a llorar duro,  como chigüín, y los niños limpiaparabrisas y las muchachas vende mango no hacían nada más que darme palmaditas en la espalda, que estuviera tranquilo, que podía limpiar parabrisas después pa’ ganar un poquito de reales, que tomara agua. Pero es que ellos no sabían que yo estaba llorando por mi hijito y por su mamá, porque, ya sin nada, ¿cómo los iba a ver de nuevo? Ya probé, busqué trabajo, quise ahorrar, pero qué va a ser. ¿Cómo los voy a ver si ni sé dónde está su mamá? Pues si a mi hijo ni lo conocí; solo sé que él también es mío, que por algún lado debe de andar junto con su mamá, pero ni sé si ella siga siendo trapecista todavía. Porque mi chavalo no tiene la culpa de que su papá no lo esté acompañando, jugando con él, enseñándole lo poco que sabe. Y no quiero que me agarre odio como he escuchado a varios niños de la calle que le agarran odio a su papá porque se la pasan tomando guaro o de plano ni existen y dejan que sus mamás se partan la columna haciendo de esto y lo otro para sacar los frijoles. Y por un polvo… Yo qué iba a saber que al jefe del circo le gustaba Ofelia. Yo qué iba a saber que si uno no se cuida después las muchachas salen con una panzota. No me acuerdo cuántas veces Ofelia y yo nos vimos después de una función, ni en qué país fue de todos los que viajábamos: Honduras, Costa Rica, una vez a Panamá… Nada más me acuerdo de la cara de ella cuando la barriga le empezó a crecer y a crecer, y de pronto el jefe la quedaba viendo raro, y a mí también me veía él con mala cara y qué podía hacer yo: si era trabajar ahí o de plano no comer. Hasta que el médico que nos hacía revista una vez al mes le dijo que ella no podía trabajar por un tiempo. Y Ofelia se quedó pensativa, y le preguntó por qué, y el doctor le dijo que era porque estaba embarazada y era peligroso, y el jefe se puso rojo rojo de rabia. Esperé uno, dos, tres días, y al fin no pasó nada y yo creí que ya no iba a pasar nada más, pero no quise ver a Ofelia porque dije no vaya a ser y haya otro problema. Y, bueno, un día que supuestamente nos íbamos de gira para Colombia, el jefe me mandó a comprar algo hasta el otro extremo de Managua, al Oriental. Cualquier chochada, ya ni me acuerdo. Me dio el dinero en un sobre, y yo me fui a pie, como con mal augurio, pero me fui. Dilaté buscando esas tales cosas, caminando entre ese tufo horrible y los callejones sucios de ese maldito mercado, hasta que las hallé, y cuando ya las iba a pagar, abrí el sobre que decía dos cosas, que Ofelia ya le había contado todo, y que yo no me volviera a aparecer cerca de ella porque si no me iba a cantar a balazos. Y yo corrí y corrí, me subí en una ruta, y cuando llegué al lugar donde había estado el circo, solo me encontré con el predio vacío y la tierra seca, seca, junto con mis cosas que se estaban quemando y sacando un montón de humo. Pero ahorita que me estoy acordando de eso, no sé si sea eso lo que siento, porque no es algo como un dolor, es algo como un reclamo lo que estoy sintiendo, algo así.

Pero lo que siento está algo lejos de ser como alegría. Algo como la alegría que me dio cuando un chavalo montado en un camionetón me dio doscientos pesos porque le gustaron mis trucos y mis malabares. Fue después de que me botaran del circo, y yo, entre mendigando y prestando, pude comprarme cosas para hacer malabares. ¿Trabajo? Pues si busqué trabajo por todos lados, hombre, pero qué iba a encontrar si la gente me quedaba viendo feo, como me miraba el jefe. En fin, pues, ese día recogí bastante platita y me escondí bien el dinero, lo conté, lo reconté y al fin no podía decidirme en qué gastarlo. Pues, ¿qué no necesitaba yo, si todo me hacía falta? Podía gastarlo en agua, comida, un lugar para dormir, una mudada de ropa, compartirlo con algún chavalito de la calle, comprarme otras cosas para mis trucos. En todo eso pensaba mientras veía y veía los billetes y volvía a pensar en algo que me pudiera durar por un buen rato. Al fin, lo gasté en un cuarto de un hostal donde dormí con un amigo que vendía artesanías y que puso dinero también, porque esa noche hizo un frío como los de mi pueblo cuando estaba chiquito y mi mamá me tenía que arropar con colchas remendadas. Eso fue como hace cinco meses, el hostal era bonito y desayuné huevos el siguiente día. Ah, fue todavía en diciembre, el mismo día de navidad. Desde entonces no he vuelto a sentir un colchón o siquiera una tijera para dormir, porque mi casa se la llevó una tormenta. Ahora me conformo con dormir con ese amigo que vendía artesanías y otros más. Nos buscamos un lugarcito por ahí donde dejamos nuestras cosas y, mientras uno duerme, el otro se queda viendo que no llegue a robar nadie. A veces tenemos suerte y dormimos cerca de un lugar donde echan tortillas y las señoras nos regalan una tortilla con un pedazo de cuajada, y nosotros no tenemos palabras para decirle que sentimos algo más que un gracias y que Dios me la bendiga. No tenemos palabras porque somos gentes que viven de misericordia, y las palabras que nos llegan a la boca ya nos las regalaron hace rato, como decía un amigo que un día estaba fumando algo que se llamaba marihuana, pero yo no quise probar. Al día siguiente se mató, o creo que lo metieron preso. Esa es otra cosa que me puede hacer sentir así, que mis amigos que he hecho en la calle se van buscando esos vicios. Aunque algunos de ellos han tenido suerte y los han contratado para proyectos de tuberías, limpiar calles o componer manjoles que siempre se roban otros para vender el metal y comer un bocado; pero con eso no creo que dé.

Talvez es que estoy acordándome cuando estaba niño. Talvez con mi papá que a penas y podía verme porque se pasaba el día entero trabajando en unos sembríos de café jinotegano para la comida y comprarme los cuadernos. Pero, aun así, yo lo quise bastante al viejito. Había sus días que él me llevaba a los estadios para ver el béisbol, a veces a comer hamburguesas, o a dar una vuelta por los parques. A veces yo lo miraba, y parecía que le dolía algo cuando en la noche se ponía a dar vueltas en la casa, se salía al patio a patear la tierra, a cavar la misma tierra como si buscara un tesoro, y después sentarse, estirarse, y yo llegaba corriendo a darle un abrazo. Fue bonita mi niñez, ahora que me acuerdo. Hasta que el viejo se murió, y yo mismo, ya mayorcito, lo enterré en el hoyo que él hizo de tanto excavar la tierra y patearla. Me fui a trabajar a los sembríos de café y dejé mis estudios, hasta que apareció el circo y, ahí también, sentí que estaba como vivo de verdad. El circo llegó a Jinotega, y me quedé viendo como pendejo a las trapecistas, los saltimbanquis, los equilibristas, los malabaristas… Me contrataron y se portaron amables conmigo: me enseñaron a caminar por la cuerda floja, a hacer malabares y me dieron de comer y de dormir. Viajamos por varios países, el primero fue Honduras. A cada lugar que íbamos yo paseaba, viendo a la gente, los edificios; dándole de comer a la gente más pobre con lo poco que ganaba. Fueron unos tres años alegres hasta que llegó Ofelia desde México y pasó lo que pasó. La Ofelia me contaba, cuando nos poníamos a fumar desnudos, que el jefe la tocaba de vez en cuando, que se le metía al cuarto y, pues, qué podía hacer ella si el jefe era amigazo de la policía, además que le pagaba lo suficiente para comer.

Pueda ser que es por todo lo que he visto, o lo que los pobres niños han visto. Después de que una lluvia inmensa me desbaratara mi casa de lámina, en la calle he visto de todo. Mi casa fue lo último que tuve: la conseguí después de tener que empujar a un amigo al río. Es que nos fuimos al Salvador Allende, pero nos cogió la noche. Nos pusimos a platicar y a comer hamburguesas porque ese día nos fue bien, y ganamos bastante plata. Yo andaba un poco bolo, no sé qué me dio por tomar, y me fui con mi amigo a caminar por ahí, hasta que él me comenzó a hablar de su casa, que la había hecho con láminas, que le había costado, y pues que ahí iba, y después yo lo empujé al lago y me puse a reír. Yo qué iba a saber que él no podía nadar, y qué iba a saber también que una niña me quedó viendo asustada, y después salió corriendo, y después yo también, a buscar esa casa por el tal barrio Dimitrov. Después de trabajar en los semáforos, me iba a mi casa y me dormía, rezando porque no se me metieran a robar, aunque no tenía nada que valiera la pena tamalearse, la casa de mi amigo era bastante sencilla. Un día, eso sí, cayó de esos diluvios que inundan esta maldita ciudad. Esas lluvias hijueputas que inundan los cauces, arrastran a los carros y la gente, y, también, se arrastró mi casa. En mayo del año pasado fue. Qué clase lluvia. Cuando llegué donde debería estar mi casa no había nada ya, solo un pedazo de zinc. Es que no encontré dónde trabajar, es que no encontré dónde, le vivía diciendo yo a la otra gente que trabajaba en los semáforos, y me quedaban viendo y se sonreían y me daban una palmadita en el hombro. Es que sí probé, les volvía a decir, pero qué va a ser, igual nosotros, me decían ellos. Entonces volví a dormir en la calle, y pues así estoy. Lo bueno es que nunca me han querido robar, siempre me he capeado, y yo solo una vez le robé el teléfono a un chavalo, pero él se miraba de billetes y yo tenía un montón de hambre.

 Si tuviera palabras me gustaría poder explicarme qué sentí cuando, de un día para otro, vi aquel montonón de gente con banderas de Nicaragua, llenando las calles, que todos parecían una sola mancha. Y yo los quedaba viendo. Ese día dejé de trabajar y, en las dos astas que ocupaba para poner mi cuerda floja, puse dos banderas azul y blanco que me puse a agitar de arriba abajo. Y a cada persona que me pasaba cerca yo les preguntaba por qué estábamos haciendo esto, y ya ellos me decían que por gente como vos, hermano, que no sé qué, que Nicaragua libre, y ya con eso no me hacía falta saber más chochadas. Yo decía que íbamos a hacer algo grande, algo bueno, y a veces me regalaban comida y agua. Y viví de nuevo, hasta que me di cuenta que había gente que se estaba muriendo por hacer esas marchas, que eran chavalitos, que la cosa se estaba poniendo medio fea, y dejé de ir porque me dio miedo morirme yo también, no sé por qué, si mi vida ni a mí me sirve, y yo creo que eso es como lo que estoy sintiendo, que nada de lo que he hecho ha servido para algo. Pero talvez es otra cosa, qué voy a saber.

Y no sé por qué me acuerdo de esto ahora que estoy parado en lo más alto de este árbol de metal, de estos que han puesto por toda Managua. Abajo están los carros, la gente, mis cosas para hacer malabares que deben de estar ya en algún basurero. En un rato, abajo estaré yo. Está abajo la gente que me ha dado cinco pesos, diez pesos, veinte, cincuenta, doscientos; la que no me ha dado nada; la que talvez le dio a otro chavalo que les limpió el parabrisas y ya no me pudieron dar a mí; los que suspiraron porque de verdad no andaban ni un centavo; los que creyeron que los iba a asaltar, al saber. Los carros que hay de todos: camionetones, camionetitas, buses hasta la pata de gente, rutas viejas, taxis con gente enojada, motos, carritos chiquitos.  Desde aquí todo se ve más chiquito. Hay gente también: los que limpian parabrisas, los que venden coco y mango, los que venden cosas para celulares, los viejos que van con una carreta y un caballo medio muerto vendiendo leña para ganarse los frejoles. Pero talvez tengo que apurarme antes de que lleguen los bomberos, la policía y los noticieros.  Talvez la cosa es fácil: imaginarme que dar el paso es dar el primer paso en la cuerda floja; que abajo está la gente que me aplaude, está Ofelia cargando a mi hijo, están mis amigos que ya trabajan, están los niños con sus familias, mi papá y mi mamá. Talvez es cuestión de agarrar mis cosas para hacer malabares y respirar profundo. Talvez es cosa de empujar un pie y empezar a caer. Talvez es cuestión de sentirme vivo otra vez ahora que el aire me está soplando y despeinando el pelo. Talvez es cuestión de dejar de pensar dónde me van a enterrar. Talvez es cuestión de irme preparando para saber que ya no importa el reclamo que le hago a la vida por hacerme vivir esta vida.

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Nicaragua, 2005. Es narrador y cuentista. Su libro más reciente, Agosto, está inedito.