Memoria de las casas

1 abril, 2024

Llegaron a la casa al finalizar la tarde. Había sido un viaje muy largo y el tiempo ya lo sentían suspendido desde mucho antes de llegar; en algún punto del trayecto lo habían abandonado por la imposibilidad de seguir contándolo. Ana fue la primera en entrar, lo hizo rápido y sin mirar a los lados, pues necesitaba usar el baño. Detrás de ella iba Camila que, con paso torpe, repetía una y otra vez «mamá» con los brazos abiertos, intentando volar hasta el pecho de Ana. Octavio se bajó del carro arrastrando los pies, con la espalda curva y los audífonos ocultando sus orejas.  

Damián se quedó bajando el equipaje. Al dejar en el suelo la primera maleta, lo primero que hizo fue poner la espalda recta y estudiar el entorno. Tres casas. Solo había tres casas distribuidas a lo largo de una calle amplia, la de ellos era la más pequeña y hacía esquina. Al fondo se podían ver la línea del horizonte y la silueta de una montaña afantasmada por la bruma. El aire era diferente; el cielo, el olor a arbusto seco y la sensación al pisar la tierra también lo eran.

Aguzó la vista para buscar un poco de vida. Las casas vecinas tenían sus puertas y ventanas completamente cerradas, era probable que fuera por el viento. Damián lo había advertido un poco antes de llegar, pues el carro parecía resistirse a ser arrastrado por una insistente corriente de aire que lo golpeaba por un costado. Todo le era ajeno: el tamaño de las cosas, la sensación del viento en la piel, la temperatura del ambiente y los colores que delineaban el final de la tarde. El sonido de un pestillo lo hizo mirar hacia la casa más cercana. Una de las ventanas se abrió a medias, luego se volvió a cerrar hasta quedar completamente sellada.   

―No hay agua caliente ―dijo Ana apareciendo detrás de él.

―Mañana llamo a Manuel para ver qué pasó.

―Tiene que ser hoy, está haciendo frío.

Él asintió con la cabeza, dejó el equipaje en el pasillo de la entrada y marcó el número de Manuel. Nadie contestó. Miró la estancia por primera vez. La falta de cortinas le daba al salón una frialdad importante, también la ausencia de libros en la enorme biblioteca que se extendía de una esquina a la otra en la pared del fondo.

―Tenemos que comprar unas cortinas ―aseguró Ana cuando se paró a su lado con los brazos cruzados ―. Y libros. — Le dio la espalda y se fue a la cocina.

Desde la sala se podía escuchar el abrir y cerrar de los cajones. Parecían una familia de ciegos que examina lo desconocido con el roce de las manos, descifrando en la temperatura o textura de las paredes el plano de aquella casa. Buscaban, quizás, el escape de un olor habitual para reconocer el propio. Camila no, que tenía un andar ligero, una huella sin peso que iba estrenando espacios a medida que los atravesaba. Al entrar, había abierto una a una las puertas de la casa y gritado: «¡baño!», «cocina, mamá, mira», «otra sala, papá, ¿viste?».  

Octavio, en cambio, se movía como un perro que busca su lugar: con prisa y decidido a encontrar. Pasó frente a sus padres como un fantasma, arrastrando su maleta y atravesando estancias con la cabeza gacha para desaparecer en la escalera. Persiguió su instinto buscando la tibieza del rincón o la holgura de los techos altos. Lo encontró: había dado con una habitación larga y estrecha que terminaba en una pequeña ventana. Y se esfumó por completo tras el sonido de la puerta. No tenía con quién hablar, sus padres lo sabían. Al otro lado del Atlántico estaban el frío invierno, la madrugada, los amigos y el colegio.

―Definitivamente tenemos que comprar cortinas ―insistió Ana al mirar a través de la ventana y ver, en la acera de enfrente, a dos mujeres mayores hablando y señalando la casa ―. No me gustan los vecinos que están pendientes de ventanas ajenas.

―Estamos llegando, tendrán curiosidad —dijo Damián para no empezar con mal pie en aquel lugar.

Las mujeres se quedaron mirando a la pareja mientras susurraban y gesticulaban con movimientos dudosos, se notaban inquietas. La más alta tenía los brazos cruzados y a veces los dejaba caer para ponerlos en su cintura; la otra evitaba mirarlos y dibujaba cosas en el aire mientras hablaba y, cuando sus ojos se encontraron con los de sus vecinos, no tuvo más remedio que levantar la mano y saludar con timidez. Ellos respondieron al saludo y se apartaron de la ventana.

― ¿Y Camila? —dijo Ana mirando de un lado a otro.

―Tranquila, debe estar jugando con algo.

―No me gusta perderla de vista por tanto tiempo.

―No va a pasar nada.

―No sabemos. ― Y comenzó a buscar a la niña.

Recorrió el salón gritando su nombre. Entró a la cocina. Subió las escaleras. La primera de las puertas era la de un baño angosto, sin ducha y con unas baldosas desgastadas. En el piso de abajo, Damián revisaba de nuevo repitiendo el recorrido de su esposa. Salió al porche y examinó el exterior de la casa, bordeándola mientras repetía el nombre de su hija.

Ana abrió la puerta siguiente y encontró a Octavio recostado en la cama con los audífonos y mirando su teléfono móvil. La luz de la pantalla iluminaba su expresión de hastío.

― ¿Has visto a Camila? ¿No te das cuenta de que la estamos llamando? ¡A ver si te quitas esos aparatos alguna vez!

El chico se quitó las bolas blancas de las orejas y se sentó en la cama con dificultad.

―Ayúdanos a buscar a Cami ―le dijo su madre.  

Octavio se levantó y salió de la habitación gritando el nombre de su hermana.

Ana continuó su búsqueda en la siguiente puerta. Una estancia enorme se extendió ante ella. La cama justo en frente y arriba una ventana rectangular que se abría de pared a pared. «¡Cami!, ¡Cami!», se escuchaba por toda la casa.  Se agachó para ver debajo de la cama. Entró al baño, corrió la cortina de la ducha y se puso la mano en el pecho.

― ¡BUUU! ―gritó su hija extendiendo los brazos para mostrar las palmas de las manos.

― ¡Cami! Por dios, ¿cuántas veces te he dicho que no te escondas?

La niña soltó una carcajada y escondió su cabeza entre rodillas y brazos tratando de controlar la risa. En seguida llegaron Damián y Octavio. El padre la regañó advirtiéndole que no lo hiciera de nuevo, y la cogió en brazos para levantarla del suelo.

―Yo sabía. Siempre es lo mismo ―gruñó el hermano antes de dar la vuelta e irse.

La niña y su padre bajaron al salón con la promesa de buscar un juguete en la maleta y tomar un vaso de leche. Ana se quedó arriba, sentada en el borde de la cama para recuperar el aliento. Repasó el espacio con la mirada. Las paredes lisas dejaban ver las marcas de la brocha y los pequeños orificios dejados por los clavos que ya no estaban. Sintió ganas de llorar. Alguna vez algo había sido suyo, suyo de verdad; alguna vez pudo decidir si quitar o pintar paredes, si cambiar el suelo o pulirlo. El suelo, cuántas ganas de limpiar el suelo.

En la planta baja, Camila y Damián abrían maletas intentando encontrar los juguetes. La niña sacaba ropa, la arrugaba haciendo una bola pensando que la doblaba y la iba poniendo sobre la mesa del comedor. Cuando dejó la maleta vacía, el padre le dio un bolígrafo y un papel para que dibujara, así evitaría que hiciera lo mismo con el resto del equipaje.

Ana bajó a la cocina para poner un poco de orden, quería limpiar lo más pronto posible. Necesitaba echar agua y jabón por toda la casa, restregar rincones, descubrir la bondad —o la verdad— del espacio, salvarlo del olvido.

Aunque hacía frío, abrió la ventana de la cocina para espantar el olor a humedad y cerró la puerta para que no se enfriara el resto de la casa. La cocina era grande y rectangular. En el centro había una pequeña mesa con dos sillas endebles en las que no se podía confiar y una silla de comer para bebé. Al fondo, una puerta angosta que daba al lavadero y, un poco más allá, al patio. Ahí fue donde consiguió un banquito, un trapo y un recipiente para mezclar los productos de limpieza. Puso el banco frente a la alacena que estaba debajo de la ventana, se sentó y comenzó a fregar la parte más baja. Se sentía tranquila ahí encerrada. Alcanzaba a escuchar a Damián y Camila hablar, mover cosas, cantar canciones y gritar de vez en cuando.

Un aire un poco más cálido entró por la ventana. Le pareció extraño, pero agradeció el cambio. Afuera ya estaba completamente oscuro. De pronto, un colibrí entró a la cocina con su aleteo nervioso. Ana se levantó de un salto y se pegó a la esquina. El colibrí se quedó unos segundos suspendido en el aire sobre la mesa central, batiendo sus alas casi invisibles. Luego se movió hacia la izquierda, hacia atrás, hacia delante de nuevo; todo en línea recta.

Estaba ansiosa y absorta. Le hubiese gustado verlo descansar unos segundos en sus manos, tocarlo en reposo y acariciar sus alas. Un colibrí, tanto tiempo sin ver un colibrí; pensó. El pájaro no dejaba de batirse en el aire por todo el espacio. Volaba de una esquina a otra. Subía y bajaba. A veces se acercaba a la ventana y Ana sentía alivio al pensar que podría encontrar la salida, pero entonces se movía de nuevo en dirección contraria. No chocaba con nada, ni siquiera parecía rozar paredes o estantes. Ella quería mover sus manos para ayudarlo a salir, tenía temor de que se golpease o se hiciera daño por evitarla. Se quedó quieta contemplando el extravío del animal, su agitada belleza. Y, finalmente, cuando menos lo esperaba, el ave atravesó la ventana hasta perderse en el agujero de la noche.

Se quedó con la sensación del aleteo en su pecho, cerró la ventana y salió para contar lo que había pasado. Damián estaba barriendo el salón.

― ¿Y Camila?

―Está con Octavio.

Ella lo miró con un gesto de reproche.

― Tranquila, Ana. No pasa nada. Está con su hermano.

―Lo sé. Voy a ver qué está haciendo.

Cuando entró en la habitación de Octavio y no vio a Camila, el aleteo del colibrí volvió a su pecho. El chico seguía en la cama con la luz blanca iluminándole el rostro y, al ver a su madre, señaló con el dedo hacía el suelo para indicar que su hermana estaba debajo de la cama. Ana se acercó y se agachó para buscar a la niña. Ahí estaba, repasando con su dedo índice unos trazos dibujados en el trozo de madera. La madre puso la espalda en el suelo, se arrastró y se acostó a su lado para participar en el juego.

―Mira, mamá.

― ¿Qué tesoro conseguiste? Vamos a ver.

La letra infantil se veía nítida sobre el listón: «Octavio». Ana se quedó en silencio con un recuerdo revoloteando en su cabeza. Camila levantó la otra mano y le mostró a su madre un pequeño camión de juguete. El recuerdo atravesó la garganta de Ana y se quedó suspendido — en presente, de nuevo en presente — en su pecho: los deditos de su niño agarran con fuerza ese camión amarillo, sus ojos impresionados la miran, el hombre sostiene a su hijo por la cintura mientras le pone un arma en la sien. En ese momento no supo si estaban regresando o huyendo hacia otro lugar, pero sí tuvo la certeza de que no habían elegido ninguna de sus partidas.

Salió de debajo de la cama y bajó hasta el salón. Cuando Damián la vio aparecer bajo el marco de la puerta con el camioncito en la mano, recuperó también una imagen que creía olvidada. Octavio apareció detrás de su madre con Camila en brazos. El juguete amarillo parecía ocupar toda la estancia iluminando el espacio de sentido, llenándolo de memoria. Ana, Damián y Octavio se reconocieron habitando un nuevo miedo. Ya era hora de descansar, pesa mucho la memoria y de vez en cuando hay que aflojar el cuerpo para desatarla del pecho.  

En la enorme cama, la niña hacía círculos con un mechón de su madre. Octavio dormía boca arriba en uno de los extremos del rectángulo y su mano derecha reposaba por fin sin el teléfono, debajo de las sábanas la luz blanca del aparato parpadeaba para llamar su atención. Ana y Damián permanecían abrazados en el otro extremo, intentaban dormir y dejar atrás la imagen que ahora los sostenía: una barca acolchada los mantenía a flote en medio del mar. El fondo era denso y oscuro, como el de las aguas profundas donde habitan los monstruos. Una sombra de proporciones inquietantes se acercaba a los bordes. En la superficie, el azul se extendía sin límites. La casa se había desvanecido y ahora estaban a la deriva, procurando dormir para no naufragar de nuevo.

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Valera, Trujillo, 1976.
Es una escritora venezolana, licenciada en Letras por la Universidad del Zulia (LUZ). Cursó la Maestría de Estudios Literarios en la Universidad Central de Venezuela (UCV), y estudios en la Escuela de Fotografía Julio Vengoechea, en Maracaibo (1999-2000). Participó en el Taller de Creación Literaria dictado por Orlando Chirinos en la Universidad de los Andes (ULA; 2004-2005) y en el taller de narrativa de Monte Ávila Editores (2006-2007). Fue finalista del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores (2007) con su libro Qué impertinente manera de volver. Participó en la IV Semana de la Nueva Narrativa Urbana (2009). Obtuvo, por decisión unánime del jurado, el XXII Premio Anual Transgenérico por su novela Ver morir a los perros.