Memorias del porvenir y sitios de memoria en la Nicaragua post-revolución
23 enero, 2015
Camilo Antillón
En este artículo centro mi atención en tres distintos tipos de sitios de memoria: los que desde el feminismo abordan la experiencia de la opresión patriarcal y la lucha contra ésta; los que desde el arte cuestionan el vínculo entre la historia, memoria y postmemoria de la revolución; y los de jóvenes sandinistas que desde su militancia vinculan esa postmemoria de la revolución con sus propias memorias personales.
El pasado mes de noviembre tuve oportunidad de participar como comentarista en el curso “Memorias públicas / personales / íntimas”, organizado por el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, y dictado por las doctoras Mónica Szurmuk e Ileana Rodríguez. En el curso, Szurmuk presentó sus trabajos “La memoria y sus sitios en el México contemporaneo” y “Memorias de lo íntimo”, que forman parte del libro Sitios de la memoria: México Post 68 . Rodríguez, por su parte, compartió el escrito titulado “Huellas, vestigio y rostro: los que perdimos”, publicado en este mismo número de Carátula. Durante las charlas recordé mucho una frase que escuché de mi madre pocos días antes, y que le había oído ya en varias ocasiones: “Pensábamos que el triunfo de la revolución no lo íbamos a ver nosotros, pero que era algo que le íbamos a dejar a nuestros hijos, y mirá lo que les hemos dejado”.
En esta frase de mi madre, que podría ser la de muchas otras personas de su generación, reconozco “los escombros del pasado traídos al presente y proyectados hacia el futuro” de los que nos habló Rodríguez en su charla. Reconozco una memoria de la revolución, como aquella ilusión por la que se hicieron enormes sacrificios y que hoy se ve con desencanto. Reconozco una memoria del porvenir, un futuro que fue imaginado en el pasado, pero que nunca llegó. Pero, ¿cómo recordamos la revolución las personas que no la vivimos como una experiencia directa, por no haber nacido aún o por ser muy pequeños? ¿Qué memoria tenemos de ese porvenir que nos querían dejar? ¿Compartimos todos/as ese desencanto de no verlo cumplido? ¿Que lugar ocupa en nosotros/as la memoria que nos ha sido transmitida de la revolución y como se relaciona con las memorias de nuestras propias vivencias?
Para pensar en estas preguntas encuentro útil la noción de postmemoria, desarrollada por Marianne Hirsch, que caracteriza “la experiencia de aquellas personas que crecieron dominadas por narrativas que precedieron su nacimiento, cuyas propias historias tardías son evacuadas por las historias de la generación previa moldeada por eventos traumáticos que nunca pueden ser entendidos ni recreados” . En este artículo propongo que en la actualidad coexisten distintas memorias y postmemorias de nuestra historia reciente, y en particular de la Revolución Sandinista, que pugnan por establecerse como la narrativa hegemónica. Al mismo tiempo, existen memorias sobre otros eventos a los que no se les ha concedido la misma centralidad, y que luchan por formar parte de la memoria colectiva de nuestro pueblo. Una de las estrategias en esas luchas por establecer una narrativa hegemónica o por incluir otros hechos dentro de la memoria colectiva, es la producción de sitios de memoria alternativos a la historia dominante, que cuestionan los límites entre los individual y lo colectivo, entre lo personal y lo político, entre lo íntimo y lo público. Estos son espacios en los que se cristalizan y se hacen inteligibles las memorias que no tienen acceso a los medios hegemónicos de preservación y transmisión .
En este artículo centro mi atención en tres distintos tipos de sitios de memoria: los que desde el feminismo abordan la experiencia de la opresión patriarcal y la lucha contra ésta; los que desde el arte cuestionan el vínculo entre la historia, memoria y postmemoria de la revolución; y los de jóvenes sandinistas que desde su militancia vinculan esa postmemoria de la revolución con sus propias memorias personales.
Memorias de la lucha feminista
Uno de los sitios de memoria del movimiento de mujeres que me interesa analizar es la “Galería Nuestras Luchadoras”, lanzada el 10 de noviembre de este año por un conjunto de colectivos feministas. Según explican las organizadoras en el documento de lanzamiento, la Galería surge de la conciencia de que “las mujeres no están reflejadas en las historias nacionales”, y tiene como propósito “empezar el rescate de nuestra historia, la historia de las mujeres, de nuestras luchas, retos y sueños”, para así romper con “el cerco de la invisibilidad y la ignorancia”. Al momento de su lanzamiento la Galería incluía a nueve compañeras feministas “con distintos orígenes, quehaceres y saberes”: mujeres de diversas regiones del país; mestizas, afrodescendientes y blancas; maestras, enfermeras, sociologas y defensoras de derechos humanos; mujeres cisgénero y transgénero. En el documento también se destaca la importancia de incluir a muchas otras mujeres y se invita a seguir alimentando ese espacio. Además se llama a asumir colectivamente el reto de recuperar la historia de la lucha feminista y reconocer los aportes de cada una, “por el derecho de las mujeres a ser recordadas” (“Galería nuestras luchadoras,” 2014).
Otro sitio de memoria del movimiento feminista sobre el que me gustaría llamar la atención es el que distintos colectivos han recreado en marchas y otras actividades públicas en contra de la violencia hacia las mujeres y el femicidio. En estos eventos podemos ver a activistas portando carteles en los que se recuerda a las muchas mujeres asesinadas en el transcurso del año, víctimas de la violencia machista. Estos carteles tienen los nombres de las mujeres asesinadas, y a veces también sus fotos, sus edades, sus procedencias, las formas en que fueron asesinadas y/o los nombres de sus presuntos asesinos: Karla José Villagra Garzón, 32 años, asesinada, golpiza con mazo y estrangulada; Cándida Zamora Cruz, 20 años, Santo Domingo – Chontales, asesinada, ocho machetazos; María Elena Díaz Aráuz, 20 años, Matagalpa, asesinada por Jairo Antonio Gurdián.
Propongo leer estas dos iniciativas realizadas por colectivos feministas como formas de constituir sitios de memoria alternativos. En el primer caso se trata de un sitio para preservar el recuerdo de mujeres que hicieron importantes aportes a la lucha por mejorar las condiciones de vida de amplios sectores de la población, y que sin embargo “no están reflejadas en las historias nacionales” por el hecho de que en esos medios hegemónicos de la memoria no se considera la lucha por la justicia de género como una causa legítima. Al mismo tiempo, en este espacio se hace un llamado a asumir el desafío que representa incluir una multiplicidad de historias personales, con sus diferencias, en una narrativa de la lucha feminista en Nicaragua, lo que podría entenderse como una voluntad de evitar que “el cerco de la invisibilidad y la ignorancia” se reproduzca a lo interno de este movimiento.
En el segundo caso se trata de memorias que no pueden “articularse en las unidades materiales más obvias (monumentos, museos, placas) y sí, en cambio, en otras construcciones simbólicas de orden efímero, pero no por ello menos trascendentes” , como son los carteles presentados en las manifestaciones. Los femicidios, a pesar de la alarmante frecuencia con que ocurren y de ser una expresión extrema de la violencia machista que cotidianamente viven todas las mujeres nicaragüenses, son considerados como tragedias individuales y no como catástrofes colectivas, a diferencia de eventos como el terremoto de 1972 o el Huracán Mitch en 1998. Tampoco se suelen reconocer los feminicidios como formas de violencia política vinculadas a una situación de opresión sobre todo un sector de la población, a diferencia de otras expresiones de violencia a las que sí se les reconoce ese carácter político, como por ejemplo las atrocidades cometidas por la dictadura somocista. Demandar justicia para las víctimas de feminicidio a través de los carteles en actividades públicas constituye una forma de cuestionar la individualización y la despoliticación de la violencia machista a través de la cual se invisibilizan los feminicidios, así como muchos otros problemas vinculados con la opresión patriarcal.
Recordar en el espacio público a las mujeres que han participado en la lucha feminista y a las mujeres que han sido víctimas de feminicidios, recordar sus nombres y sus rostros, recordar sus historias, se convierte entonces en intervenciones en la lucha por la construcción de una memoria más inclusiva, que pasa por cuestionar a cuáles sujetos políticos se considera prioritario, así como los límites entre lo individual y lo colectivo, lo privado y lo público, lo personal y lo político.
Memoria, postmemoria y fantasía
Las artes visuales constituyen también un campo importante en la articulación de sitios de memoria en la Nicaragua contemporanea. Un ejemplo de esto es la obra de performance “Sólo fantasía”, de Fredman Barahona/Elyla Sinvergüenza. Al final de la tarde del 14 de marzo de este año, a la hora en que se pone el sol y se encienden los árboles de la vida, Fredman, vestido con un traje de fantasía como los que usan las misses en los concursos de belleza, desfiló por la Avenida Bolivar, desde la Rotonda Hugo Chavez, antes llamada Rotonda Colón, hasta la Plaza de Juan Pablo II, antes llamada Plaza Carlos Fonseca. El traje tenía en su parte inferior referencias a la insurrección y a la revolución sandinista: tela de color verde olivo, casquillos de bala, la silueta de Sandino en negro sobre un fondo rojo. Subiendo por la cintura del traje se ve una paloma blanca rodeada de flores, y en el corpiño, piedras de fantasía y fragmentos de máscaras rotas del güegüense y el macho ratón (símbolos de la identidad nacional mestiza) adornan la tela de colores pasteles. El tocado, los brazaletes y el bastón incluídos en el traje son dorados y sus figuras aluden a los árboles de la vida (esculturas de metal y luces amarillas inspiradas en la obra homónima de Gustav Klimt) recientemente colocados en la Avenida Bolivar y muchos otros puntos de la capital. En la parte posterior del traje se aprecia el mismo sol de colores que adorna el monumento a Chavez y la desaparecida Concha Acústica de la Plaza de la Fe, puntos de partida y de llegada del recorrido de Fredman. La cara maquillada de Fredman luce blanca y su barba dorada. A pesar de los esfuerzos por mantenerse impasible, por momentos su rostro transparenta el dolor de ese recorrido de dos kilómetros por las calles de Managua, calzando esos tacones y cargando ese traje. A ratos se oculta tras una máscara de cedazo de tez blanca y rasgos femeninos; una máscara de cedazo como las que utilizan los hombres travestidos de los “bailes de negras” de Masaya y como las que ocultaban los rostros de los guerrilleros del barrio indígena de Monimbó, esos que capturó la lente de Susan Meiselas mientras practicaban a tirar bombas de contacto.
El recorrido de Fredman y su traje de fantasía aluden a la historia reciente de nuestro país. Por un lado, reproduce la narrativa hegemónica según la cual esta historia se explica como una progresión que va desde la dictadura somocista, pasando por la insurrección y el triunfo de la Revolución, hasta llegar, luego de diez años de gobierno sandinista, a lo que se ha dado en llamar la transición democrática y a un segundo gobierno sandinista, que sería la continuación del proyecto revolucionario. En la falda del traje vemos como el verde olivo y los casquillos de bala de la guerra contra la dictadura somocista le dan paso a la silueta de Sandino en rojo y negro, símbolo de la revolución. De ahí se alza una paloma blanca, que refiere a las ideas de paz y reconciliación con las que se ha querido asociar el proceso de democratización de la década de 1990, después de la derrota electoral del FSLN. En el corpiño del vestido se pasa del rojo a colores pasteles, los mismos que luce el sol que adornan la parte posterior del traje, y que, junto con otros símbolos, como el árbol de la vida, están fuertemente identificados con el actual gobierno del FSLN, de regreso en el poder desde 2006.
Por otro lado, el traje también desestabiliza esa narrativa dominante a través de una serie de gestos ambivalentes y contradictorios: los fragmentos de máscaras rotas del güegüense y del macho ratón, simbolizando una identidad nacional fracturada que se oculta detrás del mito de la Nicaragua mestiza ; la mascara de cedazo, símbolo de una tradición que transgrede el género tradicional, al tiempo que lo refuerza, como el baile de negras, y símbolo también del guerrillero del barrio indígena que lucha por la nación mestiza que borra su memoria.
El que se trate de un traje de fantasía es significativo como elemento desestabilizador de la narrativa hegemónica, por dos razones. En primer lugar, esto remite a una estética fuertemente asociada tanto a los concursos de Miss Nicaragua, desaparecidos durante la década revolucionaria y resucitados en los años noventa, como a su contraparte travesti, los concursos de Miss Gay Nicaragua y otros eventos afines. Muchos diseñadores elaboran trajes de fantasía tanto para uno como para el otro concurso. Más aún, la circulación de personas y de ideas y productos estéticos entre estos dos espacios es tal que resultaría engañoso tratar de determinar cuál es el original y cuál es la copia, pues se trata de un proceso más complejo de producción y reproducción de un ideal de feminidad que se realiza en su ficcionalidad. Algo similar ocurre con los bailes folclóricos antes referidos: al ver los pasos que hoy en día comparten los hombres travestidos del baile de negras, con las mujeres del baile de húngaras o el baile de indias, resultaría inútil preguntarse en cuál de estos bailes se originaron esos pasos y cuáles los copiaron luego.
En segundo lugar, la fantasía del traje problematiza la relación entre memoria e historia. La representación de hechos de la historia reciente como fantasías abre el campo de interpretaciones a otras posibilidades, crea un espacio para otras memorias que han quedado invisibilizadas o que se han vuelto ininteligibles. En la traducción del lenguaje de la historia al de la fantasía se abren grietas de las que pueden emerger restos de esas memorias, huellas de su borradura .
Podríamos entender el título del performance, “Sólo fantasía”, como una referencia a la recursividad de esos múltiples travestismos, el de las ficciones que realizan ficciones, el de las copias sin originales, el de las memorias que elaboran creativamente otras memorias: el travestismo del hombre-vestido-de-mujer-vestida-de-travesti, el travestismo de la memoria-vestida-de-historia-vestida-de-fantasía.
También es significativo el recorrido de Fredman durante el performance, por un espacio que él comprende como “un lugar sagrado de historia” y que nos refiere a personajes y momentos clave en la narrativa de la formación de la nación nicaragüense. Caminó cerca de dos kilómetros por la Avenida Bolivar, recientemente rebautizada Paseo de Bolivar a Chavez, pasando por el Parque del ALBA, el Monumento a Pedro Joaquín Chamorro, la Asamblea Nacional, el Parque Luis Alfonso Velásquez Flores, el Monumento al Soldado Desconocido, la Plaza de la Revolución, la antigua Catedral de Managua, el Mausoleo de Carlos Fonseca y el Monumento a Rubén Darío. Al ver a Fredman recorrer esa avenida, pasando por esos sitios colmados de significados, vistiendo ese traje cargado de fantasía/memoria/historia, al ver en su rostro el cansancio, el dolor que provocan los tacones, al verlo tropezar y caer, no podemos menos que pensar en los sufrimientos que se ocultan detrás de esa narrativa de la nación, en las víctimas invisibilizadas por esa narrativa. Pero “¿qué importan las víctimas cuando el gesto es bello?”, como dice la cita de Laurent Tailhade que acompañaba la invitación al performance. El rictus de dolor en el rostro de Fredman se convierte entonces en “el síntoma de la relacion presente/pasado/porvenir” del que nos habla Ileana Rodriguez en su artículo.
Memoria, postmemoria y calco
El tercer sitio de memoria que quiero analizar aquí está constituido por el relato personal de un militante de la Juventud Sandinista publicado en una red social, en el que cuenta su experiencia de trabajo voluntario midiendo y pesando a niñas y niños de una comunidad rural, para así recabar datos para evaluar el plan de nutrición infantil del gobierno. Su relato inicia con la salida desde la casa zonal del FSLN en la ciudad de Jalapa, hacia la comunidad en la que estaría trabajando, cerca del Cerro El Águila, acompañado de un baqueano que lo guiaría “por los territorios del General Sandino”. Describe el sentimiento de euforia que le producen la montaña, sus paisajes y su gente. Siguió caminando, subiendo cuestas y cruzando ríos, cargando su mochila “que para colmo es verde olivo, abultada, pesada, llenísima de mis cosas”, sin haber desayunado, y al cabo de un tiempo se empezaron a hacer sentir el cansancio, “el dolor en las piernas, la falta de aire, el peso de la mochila, el lodazal, el frío”, luego las ganas de vomitar. Entonces quiso detenerse a descansar, pero oyó en su cabeza la voz del Che Guevara diciendo:
“‘el que se cansa tiene derecho a descansar, pero…’ y no lo dejé que terminara porque dije ‘Pero nada! no me vengás con eso ahora, que si no soy de vanguardia al menos confesá que soy eficiente en la retaguardia, jodido!’ que no me jodan el Che y todos los guerrilleros de America Latina, ni que hubieran nacido guerrilleros, seguro que el mismo cuadro que yo estaba haciendo ahorita hicieron ellos al inicio”.
Siguió caminando, pensando que en vez de quejarse por el cansancio debería estar agradecido por no tener que enfrentar emboscadas, bombardeos o un ejército enemigo. La pena moral que le provocaban esos pensamientos le ayudó a seguir. “¡Metale segunda, amigó!”, lo animó un viejito que pasó montado en una mula. “A este paso que ratos me hubieran matado en la guerra, compa!”, respondió él. Y entonces pensó en los que anduvieron en esas mismas montañas durante la guerra, con una carga más pesada y “un deber más trascendental”, en sus tíos que anduvieron combatiendo. Pensó, conmovido hasta las lágrimas, en los compañeros “quedaron aquí para siempre”, en las madres que aún los esperan, en el dolor que debían sentir y “que únicamente es comparable al amor a la Revolución”. Finalmente llegaron a la escuelita.
“una escuelita comunitaria de dos aulas con una vista bellísima a los territorios de Sandino, donde sin duda, más de un invasor rubio mordió el polvo de esas agrestes montañas, pero también montaña de los guerrilleros sandinistas y de los invencibles cachorros, y yo ahora aquí tallando y pesando niños, inimaginable pensarme en otros años en este mismo territorio, impensable, imposible ejecutar esta tarea en tranquilidad.”
En la escuelita los recibe el coordinador del centro, y con ayuda de una educadora popular y del baqueano empieza a medir y a pesar a las niñas y los niños, que “llegan a clase con botas de hule o en chinelas, unos con su mejor ropita, otros con el único, humilde y desteñido uniforme”. Una vez finalizado el trabajo, cuando se dispone a irse, se asoma a un aula para despedirse de la educadora y las niñas y niños, ve en el fondo un mural con “una foto humilde, modesta, a blanco y negro del Comandante Carlos Fonseca Amador. Morí de ternura allí mismo”. Emprende el camino de regreso, “con la satisfacción de un deber cumplido” y aliviado de que las cuestas se habían convertido en bajadas, y termina su relato diciendo: “No sé si habré ‘vivido un poema’, lo cierto es que en definitiva todo es por amor, y este amor, quién lo probó lo sabe”.
En este relato podemos ver como la postmemoria de la revolución funciona como una narrativa maestra a partir de la cual se modela la memoria personal de las experiencias su autor. Por un lado, esa posibilidad de modelar las propias vivencias a partir de la postmemoria de la revolución es algo que se vive con euforia. La euforia de estar en la montaña, caminando “por los territorios del General Sandino”. Por otro lado, se vive también como una carga, como una mochila “abultada, pesada, llenísima”, “que para colmo es verde oliva”, nos dice el autor, como si ese color, el de los uniformes de los cachorros, le agregara aún más peso. Se vive como una carga que provoca cansancio, dolor, falta de aire, ganas de vomitar, como una carga que dan ganas de detenerse a descansar. Y “el que se cansa tiene derecho a descansar, pero…” “¡Pero nada!” Esa postmemoria, “el Che y todos los guerrilleros de America Latina”, los tíos que anduvieron combatiendo, los “guerrilleros sandinistas”, los “invensibles cachorros”, los compañeros que “quedaron aquí para siempre”, las madres de los mártires, todos ellos demandan no descansar, porque ellos no podían descansar, porque a ellos sí los mataron en la guerra. Demandan sacrificios para que su propio sacrificio tenga sentido, para sentir que valió la pena, que sirvió para que ahora se puedan hacer cosas “inimaginables”, “impensables”, “imposibles de ejecutar” en aquella época, como medir y pesar niñas y niños en la montaña y sentir que quizás se ha “vivido un poema”.
Siguiendo a Szurmuk, podemos ver en este relato un proceso de calcado “a través del cual se muestran en el texto, simultáneamente, los originales de las experiencias que funcionan como modelo para contar y las copias, los ecos de estas experiencias en la narrativa” . Pero más que entender este proceso como la simple copia de una experiencia a partir de otra que sería la original, es interesante entenderlo desde una multidireccionalidad en la que se produce una “interferencia, traslape y mutua constitución de memorias colectivas aparentemente diferentes” . Así, “la copia introduce nuevos elementos a la vez que oculta algunos del original” , y en ambos lados del relato quedan remanentes, quedan huellas de las borraduras de aquello que no logran sumarse satisfactoriamente.
Conclusión
A lo largo de este escrito he analizado tres distintas maneras de articular sitios de memoria alternativos, en los que se entretejen memorias ínitmas con memorias colectivas, y postmemorias de la revolución con nuevas memorias, ya sea para buscar su continuidad o para evidenciar sus borraduras. Cabe preguntarse por los nuevos elementos que se introducen, así como por los que se ocultan en estos actos de representación, y por posibles maneras de entretejer las memorias aquí analizadas en memorias más inclusivas. Memorias en las quepan las mujeres víctimas de feminicidios y los que pelearon junto a Sandino, las luchadoras feministas y los voluntarios de salud, los guerrilleros de Monimbó y los travestis del baile de negras, los cachorros del servicio militar y las niñas y niños del Cerro El Aguila. Mujeres y hombres que nunca van a tener una avenida, una plaza o una rotonda, como la que tuvo Roosevelt o la que tiene Bolivar, como la que tuvo Carlos o la que tiene Juan Pablo II, como la que tuvo Cólon o la que tiene Chávez.
Camilo Antillón tiene una maestría en sociología por la Universidad de Ámsterdam y experiencia de investigación en temas de género, sexualidad y violencia, con organizaciones e instituciones nacionales e internacionales. Actualmente se desempeña en el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica como docente y en un proyecto de investigación sobre la marginalidad urbana y el control social en la Nicaragua de fines del siglo XIX y principios del XX. Entre sus publicaciones están “Memorias del porvenir y sitios de memoria en la Nicaragua post-revolución” (Caratula.net, 2015), Diagnóstico sobre la situación y causas del embarazo en adolescentes en el departamento de Chontales (Managua: IEEPP, 2012) y “Approaches to Sexuality in a Multilateral Fund in Nicaragua” (Development, 52(1), 2009).