Ensayo personal: Mi papá y la isla del tesoro

1 abril, 2021

Recientemente una amiga me escribió y comentó lo mucho que lamentaba el deceso de mi padre. En vez de repetir los tópicos que se emplean en estas ocasiones, me habló de la mala relación que tiene con su progenitor y de que en el caso de que este muera, no podrá recordarlo con el cariño y la admiración con que yo recuerdo al mío.  

Esto me ha hecho reflexionar bastante. Realmente tuve el privilegio y la dicha de tener un padre afectuoso que estuvo a mi lado todo el tiempo y que me quiso mucho. Papá me enseñó todo lo que sé. Podría durar horas mencionando las virtudes que me transmitió, pero quiero enfocarme en dos aspectos que para mí han sido fundamentales: papá me enseñó a leer y a escribir. Con esto no quiero quitarle méritos a la escuela donde estudié y a todas esas maestras amorosas que pasaron tanta lucha conmigo, pero dado que yo sufro de dislexia y se me complica relacionar las grafías con los sonidos, fue él quien tuvo la paciencia y la dedicación de enseñarme. A base de práctica y de ejercicios me fue ayudando a superar esa tara.

Recuerdo la primera novela que conocí: La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Tendría unos siete años. Papá, sentado a un lado de la cama, me la fue leyendo capítulo tras capítulo, noche tras noche. Cuando no comprendía una palabra me la explicaba y leía con tal transparencia que yo solo necesitaba cerrar los ojos para imaginar el entorno y los personajes. De igual modo, fue él quien me acercó a la poesía. Cada vez que me preguntan cómo empecé a escribir, yo hago la siguiente anécdota. Papá solía leer poesía tras el almuerzo. A veces se ponía de pie, iba a su biblioteca y retornaba con poemarios que leía con su estilo correctísimo y pausado, pronunciando y saboreando cada vocal y consonante. En una de esas ocasiones, estaba leyendo un poema de Neruda y de pronto se detuvo y dijo que ese poema le recordaba otro texto. Fue a su biblioteca y retornó con un libro de Dylan Thomas. Antes de iniciar la lectura me explicó que el autor tras beberse dieciocho copas de whisky seguidas en Nueva York cayó en un coma profundo que lo llevaría a la muerte. Entonces leyó el poema. Al principio no me decía mucho, pero bastó que leyera «la mitad del mundo es del demonio y la otra mitad es mía» para cambiarme la vida. Fue como si me alcanzaran las ondas expansivas de una bomba atómica. Ese verso reorganizó mi código genético y me convirtió en poeta. Desde ese día empecé a escribir. 

Cuando le mostraba mis poemas, él se asombraba de lo excéntricos que eran y me preguntaba si estaba usando drogas, si me había vuelto loco, que por qué tantos versos herméticos, sarcásticos y oscuros, lo que era normal, ya que lo que yo hacía era una poesía que reaccionaba con rabia a la lírica de la época. Sin embargo, con el tiempo los poemas le fueron agradando, y llegó a leer algunos en voz alta tras el almuerzo, como hacía con los de los poetas que admiraba. Aunque seguía cubriéndose la cara de la vergüenza cuando en los recitales yo gritaba a todo pulmón «Soy la Marilyn Monroe de Santo Domingo».

Antes de dedicarse a la investigación, papá escribía poemas muy influidos por la poesía revolucionaria de los sesenta. Pero con el tiempo comprendió que su destino era otro. Por lo que para él fue hermoso tener un hijo poeta. No importaba que ese hijo escribiera esas cosas tan disparatadas y delirantes, en el fondo para él era un honor que hubiese un poeta en la familia. Solía repetirme que nunca dejara de escribir y que cuando los empleos me exigiesen mucho y me arrebatasen el tiempo de la escritura, de la lectura y de la reflexión, que renunciara, que él me buscaría la plata, porque lo importante era que yo escribiera. Esto no quiere decir que él fuera un soñador; al contrario, él tenía los pies bien puestos en la tierra. Varias veces me repitió con sus palabras el consejo que le dio al poeta Darío Jaramillo su padre: «El que escribe por dinero, ni come ni escribe».

Papá falleció el 23 de septiembre del 2016. A la semana de su muerte escribí este poema:

Antes de ir al hospital acompañé a mi padre
a recortarse el pelo y el barbero de brazos tatuados
limpió el sillón con un trapo como si se tratara de un trono
y mi padre con su barba y sus lentes dudó en sentarse,
porque él odiaba cualquier privilegio
y si iba a esa barbería donde los decibeles
del reggaetón y de las salsas
rompían los tímpanos de los clientes
era porque se sentía como en casa
y las tijeras del barbero eran un pájaro
que aleteaba sobre la cabeza de mi padre
y entonaban una canción
que era imperceptible para los mortales.
 
Era una canción sobre la muerte
y ese era el último corte que se haría mi padre
y eso no lo sabía el barbero,
no lo sabía yo,
no lo sabía nadie.
 
Afuera brillaba el sol,
avanzaba el viernes
y los otros barberos trasquilaban
con sus maquinitas las cabezas
de sus clientes. 
 
A veces he pensado en ir a la barbería
y contarle al barbero de brazos tatuados
que mi padre ha muerto.
O quizá no decirle nada
y sentarme a que me recorte
con esas tijeras que aletearon como un pájaro
sobre la cabeza de mi padre.
Entonces sabría el significado
de la lúgubre canción que las tijeras entonaron,
comprendería y sería como siempre
demasiado tarde.
Proyecto musical «El Hombrecito»

Su muerte fue tan inesperada que ni siquiera tuvimos tiempo para conversar sobre lo que íbamos a hacer con sus archivos y sus manuscritos. Por cierto, resulta curioso que el libro sobre la migración en que estuvo trabajando todos estos años, su work in progress, llevase el bello título de Ítaca, que como señaló el poeta Cavafis, es la isla que todos salimos a buscar sin comprender que la hemos llevado siempre en nuestro interior. La biblioteca de papá es una Ítaca que está repleta hasta el techo de libros, de archivos y de papeles. Siempre ha tenido el mismo olor: una mezcla de libros viejos con humo de cigarrillo.

Lo tenía incluso cuando era más amplia, en la época en que estaba en nuestra casa de Miramar, donde papá, sentado en una silla de hierro y con un cigarrillo en la boca, se pasaba las noches tecleando a todo dar la máquina de escribir. A veces me levantaba de madrugada e iba a espiarlo. Como estaba de espaldas, no alcanzaba a verme, pero yo presenciaba su espalda y sus brazos y el modo en que aporreaba las teclas, era como si las palabras salieran de sus dedos.

Cuando nos mudamos al apartamento su biblioteca se redujo y los estantes llenos de libros y los archivos repletos de papeles fueron a parar al cuarto de servicio. Su escritorio no cabía en el cuarto y tuvo que conformarse con una silla de plástico y una mesita que apoyaba de las rodillas. Aunque a veces para escribir no le quedaba de otra que recurrir a la mesa del comedor. Durante más de veinticinco años, papá se sentó en una silla de plástico a leer, a escribir y a pensar el fenómeno migratorio. Mientras sus compañeros de generación daban clases en universidades extranjeras o se habían convertido en funcionarios del gobierno, papá, de un modo estoico, soportando calor y el polvo acumulado de ese cuarto, pensaba y pensaba sobre la migración, especialmente sobre la migración haitiana y dominicana, sudando, agotando cigarrillos, subrayando libros y tomando notas.

Pienso en los miles de cigarrillos que él se fumó ahí y en la satisfacción que le dio cada uno. No solo el techo está manchado de amarillo por el humo del cigarrillo, sino también algunas cubiertas a las que hay que pasarles un paño húmedo para quitarles una especie de pátina.

Si hay un sitio donde descansa es en esta biblioteca donde se sentaba a leer, a escribir, a pensar y a fumar. Me gusta pensar en su biblioteca como en esa isla donde él se apartaba para contemplar el mundo en perspectiva. En estos días su biblioteca se ha convertido en otra isla, en la isla del tesoro. Cada vez que hurgo entre las cajas, los archivos, los papeles y los documentos, descubro una nueva joya. Leo un pasaje de uno de sus libros y siento que lo escribió directamente para mí. Todas sus marcas, sus subrayados y sus notas al margen están ahí para que entablemos un diálogo. Cuando veo los archivos que hizo sobre temas variopintos, tales como desalojos, braceros haitianos, migrantes dominicanos o viajes en yola, se me ocurre que los hizo en parte con el fin de que yo los usara para ambientar los cuentos y las novelas que he de escribir. Hay un lugar en el tiempo donde mi papá y yo nos comunicamos, un lugar donde no existe el pasado, el presente ni el futuro, donde todo ocurre  simultáneamente. No me estoy refiriendo a la eternidad, hablo más bien del poder que tiene la palabra escrita de sobrevivirnos y de entablar conversaciones a través del tiempo, es decir, esa posibilidad de que yo pueda leer cosas escritas por mi papá cuando era más joven que yo o lo que escribió poco antes de fallecer. Claro, esta comunicación sólo es posible cuando uno cree en el poder mágico del lenguaje, y eso fue en esencia lo que mi papá me enseñó, el tesoro que enterró para que yo lo descubriera.

2016

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República Dominicana, 1978
Escritor, cronista y poeta. Ha publicado seis poemarios, un libro de cuentos y dos libros de crónicas. Forma parte de la banda de spoken word El Hombrecito que ha lanzado tres discos. Recibió en el 2006 el premio de Cuentos de la Feria Internacional del libro de Santo Domingo por Págales tú a los psicoanalistas y en el 2009 el Premio Nacional de Poesía Salomé Ureña en 2009 por Postales. En el 2017 fue seleccionado por el Hay Festival dentro del Bogotá39, lista que agrupa los mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años. Su último libro se titula «Lo que trajo el mar».